Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:14

Paola quedó sorprendida antes de entrar al edifico por la gran cantidad de coches que aguardaban su turno en la gasolinera de enfrente. Dante le explicó que los precios allí eran un treinta por ciento más baratos que en Italia, ya que el Vaticano no cobraba impuestos. Había que tener una tarjeta especial para repostar en alguno de los siete surtidores de la Ciudad, y aún así las largas colas eran interminables. Tuvieron que esperar fuera unos minutos, mientras los guardias suizos que custodiaban la puerta de la Domus Sancta Marthae informaban a alguien del interior de la presencia de los tres. Paola tuvo tiempo para pensar en los sucesos de la mañana. Apenas dos horas antes, todavía en la sede de la UACV, Paola había llevado aparte a Dante en cuanto se pudo deshacer de Boi.

—Superintendente, quiero hablar con usted.

Dante rehuyó la mirada de Paola, pero siguió a la criminalista hasta su despacho.

—Sé lo que va a decirme, Dicanti. Ya está, estamos juntos en esto, ¿vale?

—De eso ya me he dado cuenta. También he notado que, al igual que Boi, me llama ispettora, y no dottora. Porque ispettora es un rango inferior a superintendente. No me preocupa en absoluto su sentimiento de inferioridad siempre que no se cruce con mis competencias. Como su numerito de antes con las fotografías.

Dante se puso colorado.

—Sólo quería informarle. No es nada personal.

—¿Quería ponerme sobre aviso acerca de Fowler? Ya lo ha hecho. ¿Le ha quedado clara mi postura o debo ser aún más concreta?

—Ya he tenido bastante de su claridad, ispettora —lo dijo con retintín culpable, mientras se pasaba la mano por las mejillas—. Se me han removido los putos empastes. Lo que no se es cómo no se ha roto usted la mano.

—Yo tampoco, porque tiene usted una cara muy dura, Dante.

—Soy un tipo duro en más de un sentido.

—No tengo interés en conocer ninguno más. Espero que eso también quede claro.

—¿Eso es un no de mujer, ispettora?

Paola se estaba volviendo a poner muy nerviosa.

—¿Cómo es un no de mujer?

—De los que se deletrean S, I.

—Es un no que se deletrea N, O, machista de los cojones.

—Tranquila, que no hay ninguna necesidad de excitarse, ricura.

La criminalista se maldijo mentalmente. Estaba cayendo en la trampa de Dante, dejando que jugara con sus emociones. Pero ya estaba bien. Adoptaría un tono más formal para que el otro notara su frío desprecio. Decidió imitar a Boi, al que este tipo de confrontaciones se le daban muy bien.

—Bien, ahora que hemos clarificado éste punto he de decirle que he hablado con nuestro enlace norteamericano, el padre Fowler. Le he expresado mis recelos acerca de su historial. Fowler me ha expuesto unos argumentos sumamente convincentes y que a mi juicio son suficientes para confiar en él. Quiero agradecerle sus molestias para recabar información acerca del padre Fowler. Ha sido un detalle por su parte.

Dante se quedó sorprendido por el gélido tono de Paola. No dijo nada. Sabía que había perdido la partida.

—Como responsable de la investigación, he de preguntarle formalmente si está dispuesto a darnos su pleno apoyo para capturar a Viktor Karoski.

—Por supuesto, ispettora —Dante masticó las palabras como clavos al rojo.

—Finalmente sólo me resta preguntarle el motivo de su rápido regreso.

—Llamé para quejarme a mis superiores, pero no se me ha dado opción. Se me ha ordenado pasar por encima de rencillas personales.

Paola se alertó ante aquella última frase. Fowler había negado que Dante tuviera nada contra él pero las palabras del superintendente decían lo contrario. La criminalista ya había notado en alguna ocasión que ambos parecían conocerse de antes, a pesar de que habían actuado hasta el momento de forma contraria. Decidió preguntárselo directamente a Dante.

—¿Conocía usted al padre Anthony Fowler?

—No, ispettora —dijo Dante con voz firme y segura.

—Su expediente apareció muy rápido.

—En el Corpo de Vigilanza somos muy organizados.

Paola decidió dejarlo ahí. Cuando ya se disponía a salir, Dante le dijo tres frases que le halagaron profundamente.

—Solo una cosa, ispettora. Si vuelve a sentir la necesidad de llamarme al orden, prefiero el método de las bofetadas. No me llevo nada bien con los formalismos.

Paola solicitó a Dante conocer personalmente el lugar dónde iban a residir los cardenales. Y allí estaban. En la Domus Sancta Marthae, la Casa de Santa Marta. Situada al oeste de la Basílica de San Pedro, aunque dentro de los muros vaticanos.

Era un edificio de apariencia austera por fuera. Líneas rectas y elegantes, sin molduras, ni adornos, ni estatuas. En comparación con las maravillas que la rodeaban, la Domus destacaba tan poco como una pelota de golf en un cubo de nieve. Hubiera sido difícil que un ocasional turista (no los había en aquella zona del Vaticano, que estaba restringida) hubiera dedicado dos miradas a aquella construcción.

Pero cuando llegó la autorización y los guardias suizos les franquearon la entrada, Paola descubrió que por dentro el aspecto era bien distinto a su aspecto interior. Parecía un modernísimo hotel, con suelos de mármol y carpintería de jatoba. En el ambiente flotaba un ligerísimo olor a lavanda. Mientras esperaban en el vestíbulo, la criminalista paseó la vista. De las paredes colgaban cuadros en los que Paola creyó reconocer el estilo de los grandes maestros italianos y holandeses del siglo XVI. Y ninguno aparentaba ser una reproducción.

—Caray —se asombró Paola, que estaba intentando limitar su abundante emisión de tacos. Lo conseguía sólo cuando estaba tranquila.

—Conozco el efecto que causa —dijo Fowler, pensativo.

La criminalista recordó que cuando Fowler había estado invitado en la Domus, sus circunstancias personales no habían sido agradables.

—Es todo un choque con respecto al resto de los edificios del Vaticano, al menos los que yo conozco. Lo nuevo y lo viejo.

—¿Sabe cuál es la historia de ésta residencia, dottora? Como sabe, en 1978 hubo dos cónclaves seguidos, separados por apenas dos meses.

—Yo era muy pequeña, pero guardo en mi memoria imágenes sueltas de aquellos días —dijo Paola sumergiéndose en el pasado por un momento.

Un gelatti en la Plaza de San Pedro. Mamá y papá de limón, y Paola de chocolate y fresa. Los peregrinos cantan, hay alegría en el ambiente. La mano de papá, fuerte y rugosa. Me encanta cogerle de los dedos y caminar mientras la tarde cae. Miramos hacia la chimenea, y vemos la fumata blanca. Papá me alza sobre su cabeza y ríe y su risa es lo mejor del mundo. A mi se me cae el helado y lloro pero papá ríe más aún y me promete que me comprará otro. Lo comeremos a la salud del Obispo de Roma, dice.

—Se eligió en breve espacio de tiempo a dos papas, ya que el sucesor de Pablo VI, Juan Pablo I, murió repentinamente a los treinta y tres días de su elección. Hubo un segundo cónclave, en el que salió elegido Juan Pablo II. En aquella época los cardenales se alojaban en minúsculas celdas alrededor de la Capilla Sixtina. Sin comodidades y sin aire acondicionado, y con el verano romano como convidado de piedra, algunos de los cardenales más ancianos pasaron un verdadero calvario. Uno de ellos tuvo que ser atendido de urgencia. Después de calzarse las Sandalias del Pescador, Wojtyla se juró a sí mismo que dejaría preparado el terreno para que, a su muerte, nada de eso volviera a ocurrir. Y el resultado es éste edificio. Dottora, ¿me está escuchando?

Paola regresó de su ensoñación con gesto culpable.

—Lo lamento, estaba perdida en mis recuerdos. No volverá a ocurrir.

En aquel momento regresó Dante, que se había adelantado para buscar al responsable de la Domus. Paola notó como rehuía al sacerdote, suponía que para evitar la confrontación. Ambos se hablaban con fingida normalidad, pero ahora ya tenía serias dudas de que Fowler le hubiera dicho la verdad cuando había sugerido que la rivalidad se circunscribía a los celos de Dante. Por ahora, y aunque el equipo se mantuviera unido con alfileres, lo mejor que podía hacer era unirse a la farsa e ignorar el problema. Algo que a Paola nunca se le había dado demasiado bien.

El superintendente venía acompañado de una religiosa bajita, sonriente y sudorosa, enfundada en un hábito negro. Se presentó como la hermana Helena Tobina, de Polonia. Era la directora del centro y les hizo un diligente resumen de las obras de reforma que allí habían tenido lugar. Se llevaron a cabo en varios tramos, el último de los cuales había concluido en 2003. Subieron una escalinata amplia, de relucientes escalones. El edificio estaba distribuido en plantas de largos pasillos y gruesas moquetas. A los lados estaban las habitaciones.

—Son ciento seis suites y veintidós habitaciones individuales —presumió la hermana al llegar al primer piso. Todo el mobiliario data de varios siglos atrás, y consiste en valiosos muebles donados por familias italianas o alemanas.

La religiosa abrió la puerta de una de las habitaciones. Era un espacio amplio, de unos veinte metros cuadrados, con suelos de parqué y una bella alfombra. La cama era también de madera, y tenía un bello cabecero repujado. Un armario empotrado, un escritorio y un baño completo completaban la habitación.

—Ésta es la estancia de uno de los seis cardenales que no han llegado aún. Los otros ciento nueve ya están ocupando sus habitaciones —aclaró la hermana.

La inspectora pensó que al menos dos de los ausentes no iban a aparecer jamás.

—¿Están seguros aquí los cardenales, hermana Helena? —inquirió Paola con precaución. No sabía hasta qué punto la monja estaba al corriente del peligro que acechaba a los purpurados.

—Muy seguros, hija mía, muy seguros. El edificio sólo tiene un acceso, custodiado permanentemente por dos guardias suizos. Hemos mandado retirar los teléfonos de las habitaciones, y también los televisores.

Paola se extrañó de la medida.

—Los cardenales están incomunicados durante el Cónclave. Sin teléfono, sin móvil, sin radio, sin televisión, sin periódicos, sin Internet. Ningún contacto con el exterior bajo pena de excomunión —le aclaró Fowler—. Órdenes de Juan Pablo II, antes de morir.

—Pero no será nada fácil conseguir aislarles completamente, ¿verdad, Dante?

El superintendente sacó pecho. Le encantaba presumir de las hazañas de su organización como si las llevara a cabo personalmente.

—Verá, ispettora, contamos con la última tecnología en inhibidores de señal.

—No estoy familiarizada con la jerga de los espías. Explíquese.

—Disponemos de unos equipos electrónicos que han creado dos campos electromagnéticos. Uno aquí y otra en la Capilla Sixtina. En la práctica son como dos paraguas invisibles. Debajo de ellos no funciona ningún dispositivo que requiera contacto con el exterior. Tampoco puede atravesarlos un micrófono direccional ni ningún aparato espía. Compruebe su teléfono móvil.

Paola lo hizo y vio que efectivamente no tenía cobertura. Salieron al pasillo. Nada, no había señal.

—¿Y qué hay de la comida?

—Se prepara aquí mismo, en las cocinas —dijo la hermana Helena, con orgullo—. El personal está formado por diez religiosas, que son las que atienden en el turno de día los diversos servicios de la Domus Sancta Marthae. Por la noche sólo se queda el personal de recepción, por si hubiera alguna emergencia. Nadie está autorizado a estar en el interior de la Domus, sólo los cardenales.

Paola abrió la boca para hacer una pregunta, pero se le quedó a media garganta. Le interrumpió un alarido horrible que llegó del piso de arriba.