Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:31

Cuando escuchó el grito, Paola reaccionó inmediatamente. Le indicó con un gesto a la monja que se quedara donde estaba y subió los peldaños de tres en tres mientras sacaba la pistola. Fowler y Dante le seguían un escalón por detrás, y las piernas de los tres casi chocaban en su esfuerzo por subir los peldaños a toda velocidad. Al llegar al piso de arriba se detuvieron, desconcertados. Estaban en el centro de un pasillo largo lleno de puertas.

—¿En cuál ha sido? —dijo Fowler.

—Mierda, eso me gustaría saber a mí. No se separen, caballeros —dijo Paola—. Podría ser él, y es un cabrón muy peligroso.

Paola escogió la izquierda, el lado contrario al del ascensor. Creyó oír un ruido en la habitación 56. Pegó el oído a la madera, pero Dante le indicó con la mano que se apartara. El robusto superintendente hizo un gesto a Fowler y ambos embistieron la puerta, que se abrió sin dificultad. Los dos policías entraron de golpe, Dante apuntando al frente y Paola hacia los lados. Fowler se quedó en la puerta, con las manos a la altura del pecho.

Sobre la cama había un cardenal. Estaba muy pálido y muerto de miedo, pero intacto. Les miró asustado, levantando las manos.

—No me hagan daño, por favor.

Dante miró a todas partes y bajó la pistola.

—¿Dónde ha sido?

—Creo que en la habitación de al lado —dijo apuntando con un dedo, pero sin bajar las manos.

Salieron al pasillo de nuevo. Paola se colocó a un lado de la puerta 57 y Dante y Fowler repitieron el numerito del ariete humano. La primera vez los hombros de ambos se llevaron un buen golpe, pero la cerradura no cedió. A la segunda embestida saltó con un tremendo crujido.

Sobre la cama había un cardenal. Estaba muy pálido y muy muerto, pero la habitación estaba vacía. Dante la cruzó en dos pasos y miró en el cuarto de baño. Meneó la cabeza. En ese momento sonó otro grito.

—¡Socorro! ¡Ayuda!

Los tres salieron atropelladamente del cuarto. Al fondo del pasillo, del lado del ascensor, un cardenal estaba tirado en el suelo, con la ropa hecha un ovillo. Fueron hasta él a toda velocidad. Paola llegó primero y se arrodilló a su lado, pero el cardenal ya se levantaba.

—¡Cardenal Shaw! —dijo Fowler, reconociendo a su compatriota.

—Estoy bien, estoy bien. Sólo me ha empujado. Se ha ido por ahí —dijo señalando una puerta metálica, diferente a las de las habitaciones.

—Quédese con él, padre.

—Tranquilos, estoy bien. Cojan a ese fraile impostor —dijo el cardenal Shaw.

—¡Vuelva a su habitación y cierre la puerta! —le gritó Fowler.

Los tres cruzaron la puerta del fondo del pasillo y salieron a una escalera de servicio. Olía a humedad y a podrido por debajo de la pintura de las paredes. El hueco de la escalera estaba mal iluminado.

Perfecto para una emboscada, pensó Paola. Karoski aún tiene el arma de Pontiero. Podría estar esperándonos en cualquiera de los recodos y volarnos la cabeza al menos a dos de nosotros antes de que nos diéramos cuenta.

Y a pesar de eso, bajaron atropelladamente los escalones, no sin tropezar más de una vez. Siguieron las escaleras hasta el sótano, un nivel por debajo de la calle, pero la puerta allí estaba cerrada con un grueso candado.

—Por aquí no ha salido.

Volvieron sobre sus pasos. En el piso anterior oyeron ruidos. Atravesaron la puerta y salieron directamente a las cocinas. Dante se adelantó a la criminalista y entró el primero, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando hacia delante. Tres monjas dejaron de trastear entre las sartenes y les contemplaron con los ojos como platos.

—¿Ha pasado alguien por aquí? —les gritó Paola.

No respondieron. Siguieron mirando hacia delante con ojos bovinos. Una de ellas incluso siguió partiendo judías sobre un puchero, ignorándola.

—¡Que si ha pasado alguien por aquí! ¡Un fraile! —repitió la criminalista.

Las monjas se encogieron de hombros. Fowler le puso una mano en el brazo.

—Déjelas. No hablan italiano.

Dante siguió la cocina hasta el final y se encontró con una puerta metálica de unos dos metros de ancho. Tenía un aspecto muy sólido. Intentó abrirla sin éxito. Le señaló la puerta a una de las monjas, mostrando a la vez su identificación del Vaticano. La religiosa se acercó hasta el superintendente e introdujo una llave en un cajetín disimulado en la pared. La puerta se abrió con un zumbido. Daba a la calle lateral de la plaza de Santa Marta. Frente a ellos estaba el Palacio de San Carlos.

—¡Mierda! ¿No dijo la monja que la Domus sólo tenía un acceso?

—Pues ya ve, ispettora. Son dos —dijo Dante.

—Volvamos sobre nuestros pasos.

Corrieron escaleras arriba, partiendo desde el vestíbulo y llegaron hasta el último piso. Allí encontraron unos escalones que llevaban a la azotea. Pero al alcanzar la puerta descubrieron que estaba cerrada a cal y canto.

—Por aquí tampoco ha podido salir nadie.

Rendidos, se sentaron allí mismo, en la mugrienta y estrecha escalera que daba a la azotea. Respiraban como fuelles.

—¿Se habrá escondido en una de las habitaciones? —dijo Fowler.

—No lo creo. Seguramente se haya escabullido —dijo Dante.

—Pero ¿por dónde?

—Seguramente por la cocina, en un descuido de las monjas. No hay otra explicación. Las demás puertas tienen candados o están protegidas, como la entrada principal. Por las ventanas es imposible, sería demasiado riesgo. Los agentes de la Vigilanza patrullan la zona cada pocos minutos ¡y estamos a plena luz del día, por Dios Santo!

Paola estaba furiosa. Si no estuviera tan cansada después de la carrera escaleras arriba y abajo la hubiera emprendido a patadas con las paredes.

—Dante, pida ayuda. Que acordonen la plaza.

El superintendente negó con la cabeza, desesperado. Tenía la frente empapada de sudor, que le caía en gotas turbias sobre su sempiterna cazadora de cuero. El pelo, siempre bien peinado, estaba sucio y encrespado.

—¿Cómo quiere que llame, preciosa? En éste puto edificio no funciona nada. No hay cámaras en los pasillos, no funcionan los teléfonos ni los móviles ni los walkie talkies. Nada más complicado que una puta bombilla, nada que requiera de ondas o de unos y ceros para funcionar. Como no mande una paloma mensajera…

—Para cuando baje ya estará lejos. En el Vaticano un fraile no llama la atención, Dicanti —dijo Fowler.

—¿Me puede explicar alguien cómo coño ha escapado de esa habitación? Es un tercer piso, las ventanas estaban cerradas y hemos tenido que reventar la puta puerta. Todos los accesos al edificio estaban custodiados o cerrados —dijo golpeando repetidas veces con la palma abierta en la puerta de la azotea, que desprendió un ruido sordo y una nubecilla de polvo.

—Estábamos tan cerca —dijo Dante.

—Joder. Joder, joder y joder. ¡Le teníamos!

Fue Fowler quien constató la terrible verdad, y sus palabras resonaron en los oídos de Paola como una pala rascando una lápida.

—Ahora lo que tenemos es otro muerto, dottora.