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Miércoles, 6 de abril de 2005. 00:03

Paola tomó asiento, preparándose para escuchar el relato del padre Fowler.

—Todo comenzó, al menos para mí, en 1995. En esa época, tras mi retiro de las Fuerzas Aéreas, me puse a disposición de mi obispo. Éste quiso aprovechar mi título de Psicología enviándome al Instituto Saint Matthew. ¿Han oído hablar de él?

Todos negaron con la cabeza.

—No me extraña. La propia naturaleza de la institución es un secreto para la mayoría de la opinión pública norteamericana. Oficialmente consiste en un centro hospitalario preparado para atender a los sacerdotes y monjas con «problemas», situado en Silver Spring, en el estado de Maryland. La realidad es que el 95% de sus pacientes tienen un historial de abusos sexuales a menores o consumo de drogas. Las instalaciones del lugar son de auténtico lujo: treinta y cinco habitaciones para los pacientes, nueve para el personal médico (casi todo interno), una cancha de tenis, dos pistas de pádel, una piscina, una sala de «esparcimiento» con billar…

—Casi parece más un sitio de recreo que una institución psiquiátrica —intervino Pontiero.

—Ah, ese lugar es un misterio, pero en muchos niveles. Es un misterio hacia fuera, y es un misterio para los internos, quienes al principio lo ven como un lugar donde retirarse unos meses, donde descansar, aunque poco a poco descubran algo muy diferente. Ustedes conocen el tremendo problema que ha habido en mi país con determinados sacerdotes católicos en los últimos años. Desde la opinión pública no sería muy bien visto que personas que han sido acusadas de abusos sexuales a menores pasasen unas vacaciones pagadas en un hotel de lujo.

—¿Y eso hacían? —preguntó Pontiero, quien parecía muy afectado por el tema. Paola le comprendía, ya que el subinspector tenía dos hijos de trece y catorce años.

—No. Intentaré resumir mi experiencia allí de la forma más sucinta posible. Cuando llegue, encontré un lugar profundamente laico. No parecía una institución religiosa. No había crucifijos en las paredes, ninguno de los religiosos llevaba hábito ni sotana. He pasado muchas noches al aire libre, en campaña o en el frente, y nunca jamás dejé de lado mi alzacuellos. Pero allí todo el mundo campaba a sus anchas, se entraba y se salía. La escasez de fe y de control eran patentes.

—¿Y no se lo comunicó a nadie? —preguntó Dicanti.

—¡Por supuesto! Lo primero que hice fue escribir una carta al obispo de la diócesis. Se me acusó de estar demasiado influenciado por mi paso por el ejército, por la «rigidez del ambiente castrense». Se me aconsejó que fuera más «permeable». Fueron tiempos complejos para mí, ya que en mi carrera en las Fuerzas Aéreas sufrió ciertos altibajos. No quiero entrar ahí, ya que no tiene nada que ver con el caso. Baste decir que no me convenía aumentar mi fama de intransigente.

—No hace falta que se justifique.

—Lo sé, pero aún me persigue mi mala conciencia. En aquel lugar no se curaba la mente y el alma, simplemente se empujaba «un poquito» en la dirección en que el interno menos estorbara. Ocurría exactamente lo contrario de lo que la diócesis esperaba que ocurriera.

—No lo comprendo —dijo Pontiero.

—Ni yo tampoco —dijo Boi.

—Es complicado. Para empezar, el único psiquiatra titulado que había en la plantilla del centro era el padre Conroy, el director del Instituto en aquella época. El resto no tenían titulación superior alguna, por encima de enfermería o alguna diplomatura técnica. ¡Y se permitían el lujo de hacer evaluaciones psiquiátricas!

—Demencial —se asombró Dicanti.

—Totalmente. El mejor aval para entrar en la plantilla del Instituto era pertenecer a Dignity, una asociación que promueve el sacerdocio para las mujeres y la libertad sexual para los sacerdotes varones. Aunque personalmente no esté de acuerdo con los postulados de esa asociación, no es mi deber juzgarlos en absoluto. Lo que sí puedo es juzgar la capacidad profesional del personal, y ésta era muy, muy escasa.

—No veo donde nos lleva todo esto —dijo Pontiero, encendiéndose un cigarro.

—Déme cinco minutos más y lo verá. Como les decía, el padre Conroy, gran amigo de Dignity y liberal de puertas para adentro, dirigió el Saint Matthew de manera absolutamente errática. Llegaron sacerdotes honestos que habían enfrentado alguna acusación infundada (que los hubo) y gracias a Conroy acabaron abandonando el sacerdocio, que era la luz de sus vidas. A otros muchos se les dijo que no lucharan contra su naturaleza y que vivieran la vida. Se consideraba un éxito que algún religioso se laicizara y emprendiera una relación homosexual.

—¿Y eso es un problema? —preguntó Dicanti.

—No, no lo es si es lo que la persona de verdad quiere o necesita. Pero las necesidades del paciente no le importaban nada al doctor Conroy. Primero marcaba el objetivo y luego lo aplicaba a la persona, sin conocerla previamente. Jugaba a Dios con las almas y las mentes de aquellos hombres y mujeres, algunos con graves problemas. Y lo regaba todo con buen whisky de malta. Bien regado.

—Dios santo —dijo Pontiero, escandalizado.

—Puede creerme, Él no estaba allí, subinspector. Pero lo peor no es eso. Debido a graves errores en la selección de los candidatos, ingresaron durante los años 70 y 80 en los seminarios católicos de mi país muchos jóvenes que no eran aptos para conducir almas. Ni siquiera eran aptos para conducirse a sí mismos. Esto es un hecho. Con el tiempo, muchos de éstos chicos acabaron vistiendo una sotana. Hicieron mucho daño al buen nombre de la Iglesia Católica, y lo que es peor, a muchos niños y jóvenes. Muchos sacerdotes acusados de abuso sexual, culpables de abuso sexual, no fueron a la cárcel. Se les apartaba de la vista; se les cambiaba de parroquia en parroquia. Y algunos acababan finalmente en el Saint Matthew[7]. Una vez allí, y con suerte, se les encauzaba hacia la vida civil. Pero por desgracia a muchos de ellos se les devolvía al ministerio, cuando debían estar entre rejas. Dígame, dottora Dicanti, ¿cuántas posibilidades existen de rehabilitar a un asesino en serie?

—Absolutamente ninguna. Una vez que se ha cruzado la línea, no hay nada que hacer.

—Pues es lo mismo para un pedófilo compulsivo. Por desgracia en este campo no existe la bendita certeza que tienen ustedes. Saben que entre manos tienen una bestia que hay que cazar y encerrar. Pero es mucho más difícil para el terapeuta que atiende al pedófilo saber si éste ha cruzado definitivamente la línea o no. Sólo hubo un caso en el que jamás tuve la más mínima duda. Y fue un caso en el que, debajo del pedófilo, había algo más.

—Déjeme adivinar: Viktor Karoski. Nuestro asesino.

—El mismo.

Boi carraspeo antes de intervenir. Una costumbre irritante que repetía a menudo.

—Padre Fowler, ¿sería tan amable de explicarnos cómo está tan seguro de que es él quien ha hecho pedazos a Robayra y a Portini?

—Como no. Karoski llegó al Instituto en agosto de 1994. Había sido trasladado de varias parroquias, con su superior evitando el problema de una a otra. En todas ellas hubo quejas, algunas más graves que otras, aunque ninguna con violencia extrema. Según las denuncias recogidas, creemos que en total abusó de 89 niños, aunque podrían ser más.

—Joder.

—Usted lo ha dicho, Pontiero. Verá, la raíz de los problemas de Karoski residía en su infancia. Nació en Katowice, en Polonia, en 1961, allí…

—Espere un momento, padre. ¿Tiene por tanto ahora 44 años?

—En efecto, dottora. Mide 1,78 y pesa en torno a 85 kilos. Es de constitución fuerte, y sus test de inteligencia arrojaban un coeficiente entre 110 y 125, según cuándo los hiciera. En total hizo siete en el Instituto. Le distraían.

—Tiene un pico elevado.

Dottora, usted es psiquiatra, mientras que yo estudié psicología y no fui un alumno especialmente brillante. Las psicopatías más agudas de Fowler se revelaron demasiado tarde como para que leyera literatura sobre el tema, así que dígame: ¿es cierto que los asesinos en serie son muy inteligentes?

Paola se permitió media sonrisa irónica y miró a Pontiero, quien le devolvió la mueca.

—Creo que el subinspector responderá más contundentemente a la pregunta.

—La ispettora siempre dice: Lecter no existe y Jodie Foster debería ceñirse a los dramas de época.

Todos rieron, no por la gracia del chiste sino para aliviar un poco la tensión.

—Gracias, Pontiero. Padre, la figura del superpsicópata es un mito creado por las películas y por las novelas de Thomas Harris. En la vida real no podría haber nadie así. Ha habido asesinos reincidentes con coeficientes altos y otros con coeficientes bajos. La gran diferencia entre ambos es que los que tienen coeficientes altos suelen actuar durante más tiempo porque son más precavidos. Lo que sí que se les reconoce unánimente a nivel académico es una gran habilidad para ejecutar la muerte.

—¿Y a nivel no académico, dottora?

—A nivel no académico, padre, le reconozco que alguno de éstos hijoputas es más listo que el diablo. No inteligente, sino listo. Y hay algunos, los menos, que tienen un elevado coeficiente, una habilidad innata para su despreciable tarea y para disimular. Y en un caso, en un solo caso hasta la fecha, estas tres características coincidieron con que el criminal era una persona de gran cultura. Estoy hablando de Ted Bundy.

—Su caso es muy famoso en mi país. Estranguló y sodomizó con el gato de su coche a unas 30 mujeres.

—36, padre. Que sepamos —le corrigió Paola, que recordaba muy bien el caso de Bundy, ya que era materia de estudio obligada en Quantico.

Fowler, asintió, triste.

—Como le decía, dottora, Viktor Karoski vino al mundo en 1961 en Katowice, irónicamente a pocos kilómetros del lugar de nacimiento del papa Wojtyla. En 1969 la familia Karoski, compuesta por él, sus padres y dos hermanos se trasladan a Estados Unidos. El padre consiguió trabajo en la fábrica de General Motors en Detroit, y según todos los registros era un buen trabajador, aunque muy irascible. En 1972 hubo un reajuste ocasionado por la crisis del petróleo y Karoski padre fue a la calle el primero. En aquel momento el padre había conseguido la ciudadanía americana, así que se sentó en el estrecho apartamento donde vivía toda la familia a beberse su indemnización y el subsidio de desempleo. Se empleó a fondo en la tarea, muy a fondo. Se convirtió en otra persona, y comenzó a abusar sexualmente de Viktor y de su hermano pequeño. El mayor, de 14 años, se largó un día de casa, sin más.

—¿Karoski le contó todo esto? —dijo Paola, intrigada y extrañada a la vez.

—Sólo después de intensas terapias de regresión. Cuando llegó al centro su versión era que había nacido en una modélica familia católica.

Paola, quien anotaba todo con su menuda letra de funcionaria, se pasó la mano por los ojos, intentando arrastrar fuera el cansancio antes de hablar.

—Lo que relata, padre Fowler, casa perfectamente con indicios comunes a una psicopatía primaria: Encanto personal, ausencia de pensamiento irracional, escasa fiabilidad, mentiras y falta de remordimientos. Las palizas paternas y el consumo generalizado de alcohol en los progenitores también se han observado en más del 74% de psicópatas violentos conocidos[8].

—¿Es la causa probable? —preguntó Fowler.

—Más bien un condicionante más. Puedo citarle miles de casos de personas que han crecido en hogares desestructurados mucho peores que ese que describe y han alcanzado una madurez bastante normal.

—Espere, ispettora. Apenas ha rozado la superficie del océano. Karoski nos contó como su hermano pequeño murió de meningitis en 1974, sin que a nadie pareciera importarle mucho. Me sorprendió mucho la frialdad con que narraba éste episodio en particular. A los dos meses de la muerte del joven, el padre desapareció misteriosamente. Viktor no ha contado si tuvo algo que ver en la desaparición, aunque creemos que no, ya que contaba sólo 13 años. Sí sabemos que en esa época comenzó a torturar pequeños animales. Pero lo peor para él fue quedarse a merced de una madre dominante, obsesionada con la religión, que incluso llegaba a vestirle de niña para «jugar juntos». Al parecer le tocaba bajo las faldas, y solía decir que le cortaría sus «bultos» para que el disfraz estuviese completo. El resultado: Karoski aún mojaba la cama a los 15 años. Llevaba ropas de saldo, pasadas de moda o roídas, pues eran pobres. En el instituto sufrió burlas y estuvo muy solo. Un día un compañero hizo un comentario desafortunado sobre su atuendo al pasar él, y éste, enfurecido, le golpeó con un grueso libro repetidas veces en la cara. El otro niño llevaba gafas, y los cristales se le clavaron en los ojos. Quedó ciego de por vida.

—Los ojos… al igual que en los cadáveres. Ése fue su primer crimen violento.

—Al menos que sepamos, sí. Viktor fue enviado a un reformatorio en Boston, y lo último que le dijo su madre antes de despedirse de él fue «Ojalá te hubiera abortado». Meses después se suicidó.

Todos guardaron un horrorizado silencio. No hacía falta decir nada.

—Karoski estuvo en el reformatorio hasta finales de 1979. De ese año no tenemos nada, pero en 1980 ingresó en un seminario en Baltimore. Su expediente de ingreso en el seminario afirma que su historial estaba limpio y que provenía de una familia de tradición católica. Contaba entonces con 19 años, y parecía haberse enderezado. Desconocemos casi todo de su estancia en el seminario, sólo sabemos que estudiaba hasta desmayarse y que estaba profundamente asqueado por el ambiente abiertamente homosexual de la institución[9]. Conroy insistía en que Karoski era un homosexual reprimido que negaba su verdadera naturaleza, pero eso es incorrecto. Karoski no es ni homosexual ni heterosexual, no tiene una orientación definida. El sexo no está integrado en su personalidad, lo que ha causado graves daños a su psique, desde mi punto de vista.

—Explíquese, padre —pidió Pontiero.

—Cómo no. Yo soy sacerdote, y he decidido mantener el celibato. Ello no me impide sentirme atraído por la doctora Dicanti, aquí presente —dijo Fowler, señalando a Paola, quien no pudo evitar ruborizarse—. Sé, por tanto, que soy heterosexual, pero elijo de manera libre la castidad. De esa forma he integrado la sexualidad a mi personalidad, aunque sea de una forma no práctica. En el caso de Karoski es muy diferente. Los profundos traumas de su infancia y adolescencia le crearon una psique escindida. Lo que Karoski rechaza de plano era su naturaleza sexual y violenta. Se odia y se ama profundamente a sí mismo, todo ello a la vez. Ello devino en brotes de violencia, esquizofrenia, y finalmente en el abuso de menores, repitiendo los abusos de su padre. En 1986, durante su año de pastoral[10], Karoski tiene su primer incidente con un menor. Era un chico de 14 años, y hubo besos y tocamientos, nada más. Creemos que no fueron consentidos por el menor. En cualquier caso no hay constancia oficial de que éste episodio llegase a oídos del obispo, por lo que Karoski finalmente se ordena como sacerdote. Desde aquel día tiene una obsesión insana con sus manos. Se las lava entre treinta y cuarenta veces diarias y las cuida de manera excepcional.

Pontiero rebuscó entre el centenar de macabras fotografías expuestas en la mesa hasta dar con la que buscaba y se la lanzó a Fowler. Éste la cazó al vuelo con dos dedos, sin hacer apenas esfuerzo. Paola admiró secretamente la elegancia del movimiento.

—Dos manos, cortadas y lavadas, colocadas sobre un lienzo blanco. El lienzo blanco es símbolo en la Iglesia de respeto y reverencia. Hay múltiples referencias a él en el nuevo Testamento. Como saben, Jesús fue cubierto en su sepulcro con un lienzo blanco.

—Ahora ya no está tan blanco —bromeó Boi[11].

—Director, estoy convencido de que le encantaría aplicar sus instrumentos sobre el lienzo en cuestión —afirmó Pontiero.

—No le quepa duda. Continúe, Fowler.

—Las manos de un sacerdote son sagradas. Con ellas administra los sacramentos. Ello quedó muy metido en la cabeza de Karoski, como luego verán. En 1987 trabajó en un colegio en Pittsburg, dónde se produjeron sus primeros abusos. Sus víctimas eran varones entre 8 y 11 años. No se le conoce ningún tipo de relación adulta consentida, homosexual o heterosexual. Cuando comenzaron a llegar las quejas a sus superiores, éstos al principio no hicieron nada. Después lo trasladaron de parroquia en parroquia. Pronto hubo una queja por agresión a un feligrés, al que golpeó en la cara sin mayores consecuencias… Y finalmente llegó al Instituto.

—¿Cree que si hubieran empezado a ayudarle antes hubiera sido diferente?

Fowler torció el gesto, las manos crispadas, el cuerpo en tensión.

—Estimado subinspector, no le ayudamos ni lo más mínimo. Lo único que conseguimos fue sacar al asesino al exterior. Y finalmente dejar que se nos escapara.

—¿Tan grave fue?

—Peor. Cuando llegó, era un hombre abrumado, tanto por sus deseos descontrolados como por sus estallidos violentos. Tenía remordimientos por sus acciones, aunque las negase repetidas veces. Simplemente no era capaz de controlarse. Pero con el paso del tiempo, con las terapias equivocadas, con el contacto con los deshechos del sacerdocio que se juntaban en el Saint Matthew, Karoski se convirtió en algo mucho peor. Se volvió frío, irónico. Perdió el remordimiento. Verán, él había bloqueado los recuerdos más dolorosos de su infancia. Con ello sólo se convirtió en un pederasta. Pero tras la desastrosas terapias de regresión…

—¿Por qué desastrosas?

—Hubiera ido algo mejor si el objetivo hubiera sido llevar algo de paz a la mente del paciente. Pero mucho me temo que el doctor Conroy sentía una curiosidad morbosa por el caso de Karoski, hasta extremos inmorales. En casos similares, lo que el hipnotizador intenta es implantar de forma artificial recuerdos positivos en la memoria del paciente, recomendándole que olvide los peores hechos. Conroy prohibió esa línea de actuación. No sólo hizo recordar a Karoski sino que le obligó a escuchar las cintas en las que, con voz de falsete, pedía a su madre que le dejara en paz.

—¿Qué clase de Mengele tenían al frente de ese lugar? —se horrorizó Paola.

—Conroy estaba convencido de que Karoski debía aceptarse a sí mismo. Según él era la única solución. Debía reconocer que había tenido una infancia dura y que era homosexual. Como les dije antes, había realizado un diagnóstico previo y luego intentaba meter en él con calzador al paciente. Para colmo sometió a Karoski a un cóctel de hormonas, algunas de ellas experimentales, como una variante del anticonceptivo Depo-Covetán. Con éste fármaco, inyectado en dosis anormales, Conroy reducía el nivel de respuesta sexual de Karoski, pero potenciaba su agresividad. La terapia se alargaba más y más, y no había progresos positivos. Había épocas en que estaba más tranquilo, simplemente, pero Conroy lo interpretaba como éxitos de su terapia. Al final se produjo una castración química. Karoski es incapaz de tener una erección, y esa frustración le destruye.

—¿Cuándo entró usted en contacto con él por primera vez?

—A mi llegada al Instituto, en 1995. Hablé mucho con él. Entre ambos se estableció una relación de cierta confianza, que se dio al traste más adelante, como ahora les contaré. Pero no quiero adelantarme. Verán, a los quince días de la llegada de Karoski al instituto se le recomendó una pletismografía peneana. Se trata de una prueba en la que se conecta un aparato al pene mediante unos electrodos. Dicho aparato mide la respuesta sexual a determinados estímulos.

—Lo conozco —dijo Paola, como el que dice que ha oído hablar del virus Ébola.

—Bien… Se lo tomó muy mal. Durante la sesión se le mostraron imágenes terribles, extremas.

—¿Cómo de extremas?

—Relacionadas con pedofilia.

—Joder.

—Karoski reaccionó con violencia e hirió gravemente al especialista que controlaba la máquina. Los celadores consiguieron reducirle, de lo contrario le habría matado. A raíz de ese episodio Conroy debería haber reconocido que no estaba en condiciones de tratarle y haberle encaminado a un hospital mental. Pero no lo hizo. Contrató a dos celadores fuertes con el encargo de no quitarle ojo de encima y comenzó a someterle a terapia de regresión. Coincidió con mi llegada al Instituto. Con el paso de los meses, Karoski se fue retrayendo. Sus exabruptos de ira desaparecían. Conroy lo achacó a grandes mejoras en su personalidad. Levantaron bastante la vigilancia a su alrededor. Y una noche, Karoski forzó la cerradura de su habitación (que por precaución se solía cerrar por fuera a determinadas horas) y le cercenó las manos a un sacerdote que dormía en su misma ala. Dijo a todos que el sacerdote era un hombre impuro, y que él había visto como tocaba a otro sacerdote de manera «impropia». Mientras los celadores corrían hacia la habitación desde la que salían los aullidos del cura, Karoski lavaba las manos bajo el grifo de la ducha.

—El mismo modus operandi. Creo, padre Fowler, que no queda duda ninguna entonces —dijo Paola.

—Ante mi asombro y desesperación, Conroy no denunció el hecho a la policía. El sacerdote mutilado recibió una indemnización y unos médicos de California consiguieron volver a implantarle ambas manos, aunque con una movilidad muy reducida. Y entretanto Conroy mandó reforzar la seguridad y construyó una celda de aislamiento de tres por tres metros. Ése fue el alojamiento de Karoski hasta que se fugó del Instituto. Entrevista tras entrevista, terapia de grupo tras terapia de grupo, Conroy iba fracasando y Karoski iba evolucionando hacia el monstruo que es ahora. Yo escribí varias cartas al cardenal, explicándole el problema. No recibí respuesta. En 1999, Karoski escapó de la celda y cometió su primer asesinato conocido: el padre Peter Selznick.

—Oímos hablar de él aquí. Se dijo que se había suicidado.

—Pues no era cierto. Karoski se escapó de la celda forzando la cerradura con un bolígrafo y usó un trozo de metal que había afilado en su celda para arrancarle a Selznick la lengua y los labios. También le arrancó el pene y le obligó a morderlo. Tardó tres cuartos de hora en morirse, y no se enteró nadie hasta la mañana siguiente.

—¿Qué dijo Conroy?

—Oficialmente definió el episodio como un «contratiempo». Consiguió encubrirlo, y coaccionó al juez y al sheriff del condado para que dictaminaran suicidio.

—¿Y se avinieron a ello? ¿Sin más? —dijo Pontiero.

—Ambos eran católicos. Creo que Conroy les manipuló a ambos apelando a su deber como tales de proteger a la Iglesia. Pero aunque no quisiera reconocerlo, mi ex jefe estaba realmente muy asustado. Veía que la mente de Karoski se le escapaba, como si absorbiera su voluntad día a día. A pesar de ello se negó en repetidas ocasiones a denunciar los hechos a una instancia superior, por miedo sin duda a perder la custodia del interno. Yo escribí más cartas a la archidiócesis, pero no se me escuchó. Hablé con Karoski, pero no encontré en él ni rastro de remordimiento, y me di cuenta de que finalmente allí había otra persona. Ahí se rompió todo contacto entre ambos. Aquélla fue la última vez que hablé con él. Sinceramente, aquella bestia encerrada en la celda me daba miedo. Y Karoski siguió en el Instituto. Se colocaron cámaras. Se contrató a más personal. Hasta que una noche de junio de 2000 se esfumó. Sin más.

—¿Y Conroy? ¿Cómo reaccionó?

—Estaba traumatizado. Se dio aún más a la bebida. A la tercera semana le explotó el hígado y murió. Una pena.

—No exagere —dijo Pontiero.

—Dejémoslo, mejor. Se me encargó la dirección temporal de la institución, mientras se buscaba un sustituto adecuado. La archidiócesis no confiaba en mí, supongo que por mis continuas quejas acerca de mi superior. Yo apenas estuve un mes en el cargo, pero lo aproveché lo mejor que pude. Reestructuré la plantilla a toda prisa, contando con personal profesional, y redacté nuevos programas para los internos. Muchos de esos cambios no llegaron a implantarse, pero otros sí, así que mereció la pena el esfuerzo. Envié un conciso informe a un antiguo contacto en el VICAP[12], llamado Kelly Sanders. Se mostró preocupado por el perfil del sospechoso y por el crimen sin castigo del padre Selznick y dispuso un operativo para capturar a Karoski. Nada.

—¿Así, sin más? ¿Desapareció? —Paola estaba asombrada.

— Desapareció sin más. En 2001 se creyó que había reaparecido, ya que hubo un crimen con mutilación parcial en Albany. Pero no era él. Muchos le dieron por muerto, pero por suerte metieron su perfil en el ordenador. Yo, mientras, encontré hueco en un comedor de beneficencia del Harlem hispano, en Nueva York. Trabajé allí unos meses, hasta ayer mismo. Un antiguo jefe me reclamó para el servicio, así que supongo que vuelvo a ser un capellán castrense. Me comunicaron que había indicios de que Karoski había vuelto actuar, después de todo éste tiempo. Y aquí estoy. Les traigo un portafolio con la documentación más pertinente que reuní sobre Karoski en los cinco años que traté con él —dijo Fowler, tendiéndole el grueso expediente, de más de catorce centímetros de grosor—. Hay e-mails relacionados con la hormona de la que les he hablado, transcripciones de sus entrevistas, algún artículo de periódico en el que se le menciona, cartas de psiquiatras, informes… Es todo suyo, dottora Dicanti. Pregúnteme si tiene cualquier duda.

Paola alargó la mano a través de la mesa para coger el grueso legajo, y nada más abrirlo sintió una fuerte inquietud. Sujeta con un clip a la primera página había una fotografía de Karoski. Tenía un color de piel blanquecino, el pelo castaño liso y los ojos marrones. A lo largo de los años que había dedicado a investigar esas cáscaras vacías de sentimiento que eran los asesinos en serie había aprendido a reconocer esa mirada vacua en el fondo de los ojos de los depredadores, de los que matan con la misma naturalidad con la que comen. Sólo hay algo en la naturaleza remotamente parecido a esa mirada, y son los ojos de los tiburones blancos. Miran sin ver, de una forma única y aterradora.

Y allí estaba, reflejada de pleno en las pupilas del padre Karoski.

—¿Impresiona, verdad? —dijo Fowler, estudiando con la mirada a Paola—. Éste hombre tiene algo en su porte, en sus gestos. Algo indefinible. A simple vista pasa desapercibido, pero cuando, digamos, tiene toda su personalidad encendida… es terrible.

—Y cautivador, ¿verdad, padre?

—Si.

Dicanti le pasó la foto a Pontiero y a Boi, quienes se inclinaron a la vez sobre ella para escudriñar el rostro del asesino.

—¿Qué le daba más miedo, padre, el peligro físico o el mirar a aquel hombre directamente a los ojos y sentirse escrutado, desnudo? ¿Como si él fuera un miembro de una raza superior, que había roto todas nuestras convenciones?

Fowler la contempló, boquiabierto.

—Supongo, dottora, que usted ya sabe la respuesta.

—A lo largo de mi carrera he tenido oportunidad de entrevistarme con tres asesinos en serie. Los tres me produjeron esa sensación que le acabo de describir, y otros mucho mejores que usted y que yo la han sentido. Pero es una sensación falsa. No hay que olvidar una cosa, padre. Estas personas son fracasados, no profetas. Basura humana. No merecen ni un ápice de compasión.