Palazzo del Governatorato

Ciudad del Vaticano

Miércoles, 6 de abril de 2005. 10:34

Paola esperaba a Dante desgastando la moqueta del pasillo con paseos cortos y nerviosos. El día había empezado mal. Apenas había descansado por la noche, y al llegar a la oficina se encontró con un montón de insufrible papeleo y compromisos. El responsable italiano de Protección Civil, Guido Bertolano, se manifestaba muy preocupado por el creciente número de peregrinos que comenzaban a desbordar la ciudad. Ya habían llenado por completo polideportivos, colegios y toda clase de instituciones municipales con un techo y mucho sitio. Ahora dormían en las calles, los portales, las plazas, los cajeros automáticos. Dicanti le había contactado para solicitarle ayuda en la busca y captura de un sospechoso, y Bertolano prácticamente se rió en su oreja.

—Querida ispettora, aunque ese sospechoso fuera el mismísimo Osama, poco podríamos hacer. Seguro que puede esperar a que termine todo éste barullo.

—No se si es usted consciente de que…

—Ispettora… Dicanti ha dicho que se llamaba usted, ¿verdad? En Fiumicino está aparcado el Air Force One[17]. No hay un hotel de cinco estrellas que no tenga una testa coronada ocupando la suite presidencial. ¿Se da cuenta de la pesadilla que supone proteger a esta gente? Hay indicios de posibles atentados terroristas y falsas amenazas de bomba cada quince minutos. Estoy convocando a los carabinieri de los pueblos doscientos kilómetros a la redonda. Créame, lo suyo puede esperar. Y ahora deje de bloquear mi línea, por favor —dijo colgando bruscamente.

¡Maldita sea! ¿Por qué nadie la tomaba en serio? Aquel caso era un auténtico quebradero de cabeza, y el mutismo por decreto sobre la naturaleza del caso sólo contribuía a que cualquier pretensión por su parte se topara con indiferencia por la de los demás. Se pasó al teléfono un buen rato, pero consiguió poca cosa. Entre llamada y llamada le pidió a Pontiero que se acercara a hablar con el viejo carmelita de Santa María in Traspontina, mientras ella iba a hablar con el cardenal Samalo. Y allí estaba, a las puertas del despacho del Camarlengo, dando vueltas como un tigre atiborrado de café de saldo.

El padre Fowler, cómodamente sentado en un lujoso banco de madera de palisandro, leía su breviario.

—Es en momentos como éste cuando lamento haber dejado de fumar, dottora.

—¿También está nervioso, padre?

—No. Pero usted está esforzándose mucho por conseguirlo.

Paola captó la indirecta del sacerdote y dejó de dar vueltas en círculos. Se sentó junto a él. Fingió leer el informe de Dante acerca del primer crimen, mientras pensaba en la extraña mirada que el superintendente vaticano había lanzado al padre Fowler cuando les presentó en la sede de la UACV por la mañana. Dante había llevado aparte a Paola y le había lanzado un escueto «no se fíe de él». La inspectora se había quedado inquieta e intrigada. Decidió que en la primera ocasión que tuviera le pediría explicaciones a Dante por aquella frase.

Volvió su atención al informe. Era una pifia absoluta. Era evidente que Dante no realizaba estas tareas asiduamente, lo que por otro lado era una suerte para él. Tendrían que revisar concienzudamente la escena donde murió el cardenal Portini con la esperanza de encontrar algo más. Lo harían esa misma tarde. Al menos las fotos no eran malas del todo. Cerró la carpeta de golpe. No podía concentrarse.

Le costaba reconocer que estaba atemorizada. Estaba en el mismísimo corazón del Vaticano, un edificio aislado del resto en el centro de la Città. Aquella construcción contenía más de 1500 despachos, entre ellos el del Sumo Pontífice. A Paola, la mera profusión de estatuas y cuadros que poblaban los pasillos le turbaba y le distraía. Un resultado buscado por los estadistas del Vaticano a lo largo de siglos, que sabían cuál era el efecto que producía su Ciudad en los visitantes. Pero Paola no podía permitirse distracción alguna en su trabajo.

—Padre Fowler.

—¿Sí?

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

—Es la primera vez que veo a un cardenal.

—Eso no es verdad.

Paola se quedó pensativa un momento.

—Quiero decir vivo.

—Y ¿cuál es su pregunta?

—¿Cómo se dirige una a un cardenal?

—Normalmente con el término eminencia —Fowler cerró su breviario y la miró a los ojos—. Tranquila, dottora. Sólo es una persona, como usted y como yo. Y usted es la inspectora al mando de la investigación, y una gran profesional. Actúe con normalidad.

Dicanti sonrió agradecida. Finalmente Dante abrió la puerta del antedespacho.

—Pasen por aquí, por favor.

En el antedespacho había dos escritorios, con dos sacerdotes jóvenes pegados al teléfono y al correo electrónico. Ambos saludaron con una educada inclinación de cabeza a los visitantes, que pasaron sin más ceremonia al despacho del Camarlengo. Era una estancia sobria, sin cuadros ni alfombras, con una librería a un lado y un sofá con unas mesas al otro. Un crucifijo de palo era la única decoración de las paredes.

En contraste con el vacío de los muros, el escritorio de Eduardo González Samalo, el hombre que llevaría las riendas de la Iglesia hasta la elección de un nuevo Sumo Pontífice, estaba atestado de papeles. Samalo, vestido con la sotana púrpura, se levantó de detrás del sofá y salió a recibirles. Fowler se agachó y le besó el anillo cardenalicio en señal de respeto y obediencia, como hacen todos los católicos al saludar a un cardenal. Paola permanecio detrás, discretamente. Hizo una ligera —y algo avergonzada— inclinación de cabeza. Ella no se consideraba católica desde hacía años.

Samalo se tomo el desplante de la inspectora con naturalidad, pero con el cansancio y el pesar claramente visibles sobre su rostro y sus espaldas. Era la máxima autoridad en el Vaticano durante unos días, pero evidentemente no lo estaba disfrutando.

—Perdonen que les haya hecho esperar. En éstos momentos tenía al teléfono a un delegado de la comisión alemana bastante nervioso. Faltan plazas hoteleras por todas partes, la ciudad es un auténtico caos. Y todo el mundo quiere estar en la primera fila en el funeral de pasado mañana.

Paola asintió, educadamente.

—Me imagino que todo éste follón tiene que ser tremendamente engorroso.

Samalo les dedico un suspiro desvencijado por toda respuesta.

—¿Está al corriente de lo ocurrido, Eminencia?

—Por supuesto. Camilo Cirin me ha informado puntualmente de los hechos acaecidos. Es una desgracia horrible todo esto. Supongo que en otras circunstancias hubiera reaccionado mucho peor a estos crímenes nefandos, pero sinceramente, no he tenido tiempo de horrorizarme.

—Como sabe, tenemos que pensar en la seguridad del resto de los cardenales, eminencia.

Samalo hizo un gesto en dirección a Dante.

—La Vigilanza ha hecho un esfuerzo especial por reunir a todos en la Domus Sanctae Marthae antes de lo previsto, así como por proteger la integridad del lugar.

—¿La Domus Sanctae Marthae?

—Se trata de un edificio reformado por petición expresa de Juan Pablo II para servir de residencia a los cardenales durante el Cónclave —intervino Dante.

—Un uso muy específico para un edificio entero, ¿no?

—El resto del año se utiliza para acoger a huéspedes distinguidos. Incluso creo que usted se alojó allí una vez, ¿no es cierto, padre Fowler? —dijo Samalo.

Fowler pareció un tanto incómodo. Por unos instantes pareció darse entre ellos una breve confrontación sin animosidad, una lucha de voluntades. Fue Fowler quien agachó la cabeza.

—En efecto, Eminencia. Fui invitado de la Santa Sede un tiempo.

—Según creo tuvo usted un problema con el Sant’Uffizio[18].

—Fui llamado a consulta acerca de actividades en las que yo había tomado parte, en efecto. Nada más.

El cardenal pareció darse por satisfecho con la visible inquietud del sacerdote.

—Ah, pero por supuesto, padre Fowler… no necesita darme ninguna explicación. Su reputación le ha precedido. Como le decía, inspectora Dicanti, estoy tranquilo respecto a la seguridad de mis hermanos cardenales, gracias al buen hacer de la Vigilanza. Se encuentran casi todos a salvo aquí, en el interior del Vaticano. Hay algunos que aún no han llegado. En principio residir en la Domus era opcional hasta el 15 de abril. Muchos cardenales estaban repartidos por congregaciones o residencias de sacerdotes. Pero ahora les hemos comunicado que deben alojarse todos juntos.

—¿Cuántos hay ahora mismo en la Domus Sanctae Marthae?

—Ochenta y cuatro. El resto, hasta ciento quince, llegarán en las próximas horas. Hemos intentado contactar con todos para avisarles de que nos manden su itinerario para aumentar la seguridad. Ellos son los que más nos preocupan. Pero como les he dicho, el Inspector General Cirin está a cargo de todo. No debe usted preocuparse, mi querida niña.

—¿En esos ciento quince está incluyendo a Robayra y a Portini? —inquirió Dicanti, molesta por la condescendencia del Camarlengo.

—Bien, supongo que en realidad quiero decir ciento trece cardenales —respondió Samalo con resquemor. Era un hombre orgulloso y no le gustaba que una mujer le corrigiera.

—Seguro que su eminencia ya ha pensado en algún plan al respecto —intervino Fowler, conciliador.

—En efecto… Haremos correr el rumor de que Portini se encuentra enfermo en la casa de campo de su familia, en Córcega. La enfermedad, por desgracia finalizará trágicamente. En cuanto a Robayra, unos asuntos relacionados con su pastoral le impedirán asistir al Cónclave, aunque sí viajará a Roma para rendir obediencia al nuevo Sumo Pontífice. Por desgracia fallecerá en trágico accidente de coche, como muy bien podrá certificar la Polizia. Estas noticias sólo trascenderán a la Prensa después del Cónclave, no antes.

Paola no salía de su asombro.

—Veo que su Eminencia lo tiene todo atado y bien atado.

El Camarlengo se aclaró la garganta antes de responder.

—Es una versión como otra cualquiera. Y es una que no hace daño a nadie.

—Salvo a la verdad.

—Esto es la Iglesia Católica, ispettora. La inspiración y luz que muestra el camino a mil millones de personas. No podemos permitirnos más escándalos. Desde ése punto de vista ¿qué es la verdad?

Dicanti torció el gesto, aunque reconoció la lógica implícita en las palabras del anciano. Se le ocurrieron muchas formas de replicarle, pero comprendió que no sacaría nada en claro. Prefirió continuar con la entrevista.

—Supongo que no le habrán comunicado aún a los cardenales el motivo de su prematura concentración.

—En absoluto. Se les ha pedido expresamente que no salgan de la Ciudad sin un acompañante de la Vigilanza o de la Guardia Suiza, con la excusa de que había en la ciudad un grupo radical que había proferido amenazas contra la jerarquía católica. Creo que todos lo entendieron.

—¿Conocía personalmente a las víctimas?

El rostro del cardenal se ensombreció por un momento.

—Si, válgame el cielo. Con el cardenal Portini coincidí menos, a pesar de que él era italiano, pero mis asuntos han estado siempre muy centrados en la organización interna del Vaticano, y él dedicó su vida a la doctrina. Escribía mucho, viajaba mucho… fue un gran hombre. Personalmente no estaba de acuerdo con su política tan abierta, tan revolucionaria.

—¿Revolucionaria? —se interesó Fowler.

—Mucho, padre, mucho. Abogaba por el uso del preservativo, por la ordenación de mujeres sacerdotes… hubiera sido el papa del siglo XXI. Además era relativamente joven, ya que apenas contaba 59 años. Si se hubiera sentado en la silla de Pedro hubiera encabezado el Concilio Vaticano III que muchos ven tan necesario para la Iglesia. Su muerte ha sido una desgracia absurda y sin sentido.

—¿Contaba con su voto? —dijo Fowler.

El Camarlengo rió entre dientes.

—No me estará pidiendo en serio que le revele a quién voy a votar, ¿verdad padre?

Paola volvió a coger las riendas de la entrevista.

—Eminencia, ha afirmado que coincidió menos con Portini, ¿qué hay de Robayra?

—Un gran hombre. Entregado por completo a la causa de los pobres. Tenía defectos, claro. Era muy dado a imaginarse vestido de blanco en el balcón de la plaza de San Pedro. No es que hiciera público ése deseo, por supuesto. Éramos muy amigos. Nos escribimos en muchas ocasiones. Su único pecado era el orgullo. Siempre hacía gala de su pobreza. Firmaba sus cartas con un beati pauperes. Yo, para hacerle rabiar, siempre finalizaba mis correos con un beati pauperes spirito[19], aunque nunca quiso dar por comprendida la indirecta. Pero por encima de sus defectos era un hombre de Estado y un hombre de Iglesia. Hizo muchísimo bien a lo largo de su vida. Yo nunca le imaginé calzando las sandalias del Pescador[20], supongo que por mi gran cercanía con él.

Según hablaba de su amigo, el viejo cardenal se iba haciendo más pequeño y gris, la voz se le entristecía y la cara revelaba la fatiga acumulada en su cuerpo de setenta y ocho años. A pesar de que no compartía sus ideas, Paola sintió lástima por él. Supo que detrás de aquellas palabras, teñidas de honroso epitafio, el viejo español lamentaba no poder tener un hueco para llorar a solas por su amigo. Maldita dignidad. Mientras lo pensaba se dio cuenta de que estaba comenzando a mirar más allá del capelo cardenalicio y de la sotana púrpura y ver a la persona que la llevaba. Debía de aprender a dejar de ver a los eclesiásticos como seres unidimensionales, pues los prejuicios de la sotana podían poner en riesgo su trabajo.

—En fin, supongo que nadie es profeta en su tierra. Como les he dicho, coincidimos en muchas ocasiones. El bueno de Emilio vino aquí hace siete meses, sin ir más lejos. Uno de mis asistentes nos tomó una fotografía en el despacho. Creo que la tengo por algún sitio.

El purpurado se acercó al escritorio, y sacó de un cajón un sobre con fotografías. Buscó en su interior y tendió una de las instantáneas a sus visitantes.

Paola sostuvo la foto sin mucho interés. Pero de repente clavó en ella los ojos, abiertos como platos. Agarró con fuerza a Dante por el brazo.

—Oh, mierda. ¡Mierda!