CAPITULO XIX

UN EXCESO DE CAWDORS


El guardia de Seguridad que estaba de servicio en los dormitorios de Percy Ponsonby, era corpulento, macizo, bien entrenado, alerta y eficiente. Era el mejor del cuerpo de guardias de Seguridad. Era un verdadero Ajax entre hombres. Era un Aquiles, un Héctor, un príncipe troyano, y prácticamente no tenía nada que desear. Nada, incluso cumplir con plena satisfacción su trabajo, que consistía en velar y guardar de todo peligro la persona del doctor Percy Ponsonby, durante las horas que el erudito caballero yacía en brazos de Morfeo.

El guardia de Seguridad dio una profunda chupada al cigarrillo, dando una rápida mirada a izquierda y derecha. No se veía a nadie ni se oía nada.

El corredor que conducía a los dormitorios de Ponsonby, era amplio y bien iluminado. El guardia se apoyó de nuevo, fumando en silencio. Vigilaba a menudo dando un vistazo arriba y abajo del corredor. Estaba casi demasiado quieto, la ausencia de toda clase de ruido era prácticamente completa. Ni un soplo, ni un hálito de movimiento, ni siquiera los ruidos suaves del ajustamiento de los cimientos, los sonidos de un macizo edificio enfriándose en la noche, tras haber absorbido el calor del día. No se oía nada en absoluto. Nada, excepto la oscuridad tras las ventanas, y la adecuada luz del corredor, aunque no brillante.

El guardia arrojó la colilla al viejo cubo del fuego. Había muchas colillas en aquel viejo cubo. Era una de esas cosas. Servía mejor para cenicero que para hacer fuego. Incluso, en los establecimientos mejor arreglados, era fácil encontrar uno de esos cubos llenos de arena para el fuego que habían sido usados como ceniceros por aquellos cuyo trabajo consistía en permanecer largas horas solos vigilando a través de la oscuridad, durante la noche.

El guardia cumplía la regla dando veinte pasos desde la puerta de Ponsonby, dando la vuelta y dando veinte pasos más. El corredor estaba vacío también, la noche era silenciosa. Trató de esperar un poco antes de encender otro cigarrillo, pues sabía que sólo le quedaban tres en la cajetilla y quería alargarlos. El trabajo le parecía dilatado como una condena. Se le ocurrían mil modos mucho más agradables de pasar la noche, que estarse paseando arriba y abajo del pasillo de Ponsonby. Recordaba a cierta pelirroja en Brighton a la que vio durante su último permiso. Le dedicó una sonrisa secreta, casi lobuna. Sus pensamientos se dirigieron a Brighton y a su próximo permiso. Eran pensamientos agradables, una mezcla de recuerdo y anticipación. Pero a pesar de sus pensamientos, seguía consciente de su obligación como guardia de Seguridad. Seguía recorriendo *el pasillo, seguía mirando alerta y adecuadamente la sección iluminada del pasillo.

De pronto vio algo que se movía contra una de las ventanas. Corrió hacia allí. Ahora bien, hay la confianza, y hay la seguridad en uno mismo, ambas buenas cosas. Pero hay la excesiva confianza en uno mismo y esto no es una buena cosa. El hombre de Seguridad tenía unas órdenes dadas: «Al primer signo de cualquier irregularidad o de algo sospechoso, haga sonar la alarma general». No a la segunda señal, ni a la tercera, sino a la primera, la Alfa, la A, el número uno, hacer sonar la alarma, no intentar arreglarlo tú solo. Se le habían inculcado bien aquellas órdenes, y se le había hecho comprender que él no era los músculos del ejército de Seguridad, sino los ojos; el ejército en corporación constituían los músculos. Cuando el grupo de Seguridad se asemejaba a un cuerpo orgánico, actuaba en coordinación y poseía el poder muscular ejecutivo. Cincuenta hombres de Seguridad provistos de armas Tommy, cubriendo los distintos ángulos del objetivo, podían vérselas por regla general bien con lo que fuera que estuviera allí para ver. Un hombre de Seguridad solo, con toda la voluntad, fuerza y determinación del mundo, es comparativamente de poco valor para un determinado enemigo, por muy bueno que sea como hombre de Seguridad individual.

Dejando aparte las heroicidades de los westerns, un hombre solo contra un centenar, no puede prometérselas muy felices, después de todo, no es el destino de todos ios hombres bajar al Alamo con Jim Bowie y los intrépidos héroes del viejo Oeste, revolcándose en su sangre tras él, ahogándose por montañas de mejicanos moribundos.

La mejor cosa respecto a una valiente última parada, es persuadir al enemigo de que sea él quien la haga.

Pero el hombre de Seguridad, tenía demasiada confianza en sí mismo. Era joven y corpulento. Tenía una puntería excelente y llevaba el revólver en la mano. Por esto en lugar de pulsar la alarma general, echó a correr a lo largo del pasillo, pues fuera en la oscuridad había visto un rostro en la ventana. Oyó un grito penetrante de pronto, una carcajada semidemoníaca en el pasillo, tras él, que le hizo dar la vuelta. Por el rabillo del ojo podía ver todavía el rostro en la ventana y supo que era el rostro de Rosco Cawdor...

¡Sabía que se encontraba en el tercer piso!

Por el extremo del corredor podía ver avanzar a una persona, una persona cuyo rostro quedaba bien a las claras, gracias a la luz del pasillo. Aquel rostro era, también, el rostro de Rosco Cawdor.

Miró a uno y otro alternativamente, con el arma en la mano, a punto para disparar y en aquellos segundos vitales, todo pareció suceder al mismo tiempo.

Mientras miraba al hombre que avanzaba hacia el por el pasillo, se oyó un repentino ruido de cristales rotos y el otro Cawdor entraba por la ventana. El hombre de Seguridad apuntó y disparó..., pero erró la puntería. Su mano, con aquella arma grande y poderosa, quedó presa en una garra que parecía de acero, y ya no pudo hacer absolutamente nada. Nada. El arma cayó pesadamente contra el suelo del pasillo. El segundo Rosco Cawdor había llegado junto a él. Su última mirada consciente fue los dos rostros duplicados, descarados, llenos de un extraño resplandor semi-humano.

Entonces una mano dura como un pilón de hierro descendió de alguna parte. Le dio de lleno en el cuello y con aquello, la cabeza del hombre de Seguridad se tambaleó colgando hacia un lado. Una rodilla como una gran bala de cañón, le dio en la espalda y la mano cayó de nuevo...

Un precipicio sin fin de la inconsciencia, pareció abrirse bajo sus pies. Se hundía en las negras aguas. Se hundía, más y más; se hundía a los más profundos niveles de la inconsciencia. Las negras aguas se cerraban sobre su cabeza y no supo nada más.

La puerta de Ponsonby estaba cerrada. Debía estar asegurada además, con una gruesa cadena, a juzgar por la resistencia que opuso a los dos extraños y casi humanos Cawdors, cuando trataron conjuntamente de abrirla.

El doctor Percy Ponsonby se levantó de un salto de la cama, cuando un rayo de luz procedente del pasillo, cayó de Heno en su rostro.

—¿Qué diablos...? —empezó.

Las dos siniestras figuras avanzaban rápidas y determinadas hacia Percy Ponsonby...