CAPÍTULO VII
CASTOR Y POLUX
El hombre que estaba entre los dos guardias de Seguridad, dejó de debatirse y los miró al-ternativamente pensativo. Luego empezó a reír.
—Supongo —dijo— que no puedo culparles a ustedes, amigos. Después de todo, deben de haberse llevado un susto.
Los dos guardias no dijeron nada. El hombre que decía llamarse Rosco Cawdor se alejó ligero en dirección a una especie de barraca gris, y triste, que era el edificio que llevaba el cartel de: «Coronel Bellamy Carstairs-Tuttle, jefe de Seguridad, «Aleaciones Atómicas Amalgamadas». Uno de los guardias de Seguridad, joven, delgado, alto, de anchos hombros, llamó con los nudillos en la puerta. Dio un número específico de largos y cortos golpes. Se abrió una especie de claraboya por la que atisbo un ojo.
—¿Está el coronel, señor? —preguntó el guardia de Seguridad, que había llamado.
—El coronel sí está.
—Un prisionero sospechoso, atrapado en el paseo al lado del césped, afuera del edificio del laboratorio, señor.
Aquel ojo pasó del joven guardia de Seguridad al prisionero sospechoso.
—Parece un miembro del servicio, ¿no? —dijo el ojo desde el otro lado de la claraboya.
—Lo hemos encontrado en unas circunstancias muy extrañas, señor —replicó el guardia.
—Muy bien —repuso el ojo—. Háganle pasar,.
La claraboya se cerró. Se oyó un click seguido de varias cerraduras, y el cautivo fue introducido.
El capitán, un hombre de aspecto sospechoso, vestido de civil con un traje de tweed, cuyo bolsillo derecho abultaba bastante como si contuviera un revólver del 38, miró al prisionero y luego a los dos guardias.
—Estoy casi seguro de que se trata de míster Rosco Cawdor, mano derecha del doctor Ponsonby, el jefe diseñador del proyecto de la esfera de fuerza, un proyecto secreto, del cual sólo él y el doctor Ponsonby están enterados —dijo el capitán.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa con Ponsonby? —la voz de Carstairs-Tuttle brotó como un perro furioso desde el otro lado de la puerta—. ¿Qué sucede con Ponsonby? ¿Y con Cawdor? ¿Qué? ¿Qué? ¡Hable! ¿Eh?
Se abrió la puerta, la puerta que conducía al despacho interior, al despacho de Bellamy Carstairs-Tuttle, dando paso al coronel, con el bigote reluciente, el rostro congestionado, colérico, que le producían un tic nervioso.
Llevaba un bastoncillo corto bajo el brazo, que siempre llevaba consigo por simple efecto. Le daba la sensación de que era muy militar. Lo hacía mover como si fuera la batuta de un director de orquesta.
—¡Pero... usted! —Se ajustó las gafas—. ¡Santo Dios! Si es Cawdor! ¿Qué están haciendo ustedes con Mr. Cawdor, hombres?
—Le hemos encontrado en el césped, señor, bajo el edificio del laboratorio.
—Bueno, no hay ninguna razón por la cual él no pudiera estar allí. Puede haberle parecido ideal para proseguir con su trabajo. ¿Le debemos una satisfacción, Mr. Cawdor? ¿Eh? ¿Eh? Cuando era joven y estaba de subalterno en la India al hombre que no cumplía con su obliga-ción se le retorcía el pescuezo. Teníamos que trabajar en aquellos tiempos, sí, señor. Y ahora también. Pero no como en los viejos tiempos. Era un hombre del ejército, entonces. Y un soldado. ¡Éramos inteligentes y nos sentíamos orgullosos de serlo! ¡Muy orgullosos! Trabajábamos duro. El ejército británico, héroes. ¡Ya sabe!
Siguió hablando, haciendo algunos chistes, pero Rosco Cawdor comprendió más de lo que oía. Cawdor podía ver suficientemente a través de Carstairs-Tuttle, para saber que había mucho más. Comprendió que los actos de Pukka Sahib, y las bromas, y los duros actos del viejo soldado eran demasiado buenos para ser verdad...
Bellamy Carstairs-Tuttle estaba sopesando a Rosco Cawdor. Sabía poca cosa, pero sabía la parte vital. Rosco Cawdor no era todo lo que (parecía. Podía parecer el lirio más maravilloso, pero si era una flor, era de la especie venenosa. Sabía que Cawdor era demasiado dúctil, demasiado corriente, demasiado vulgar... Cawdor había engañado a Percy Ponsonby hasta el punto que Carstairs-Tuttle se preguntaba si conseguiría librarse de aquel hechizo algún día. Pero Rosco Cawdor no había conseguido engañar al viejo coronel.
—Me he dado cuenta de que no se ha reído cuando he relatado esos chistes —dijo el coronel—. Es usted el único hombre que oye uno de esos chistes y no se ríe, creo.
—No me siento muy predispuesto a reír —dijo el hombre que decía ser Rosco Cawdor—. De hecho, las cosas son bastante serias. ¿Usted está al mando del departamento de Seguridad, verdad, Coronel Carstairs-Tuttle?
—Naturalmente —explotó el coronel—. Ea, chicos, ¿qué ha sucedido?
—Verá, señor. No es muy fácil de explicar —comenzó el guardia más alto de los dos que acompañaban al prisionero—. Yo estaba en mi sitio X3, observando mi cuadrante, cuando oí un ruido muy extraño, un ruido repentino... di la vuelta. Yo había mirado ya a través del punto de estada X4 que corresponde a mi compañero Frank, aquí presente, señor, quien ocupa el cuadrante siguiente al mío.
—Sí, sí, cierto —dijo Carstairs-Tuttle—. Lo sé. —Bajo aquel aspecto grotesco, había un cerebro inteligente que le estaba procurando una imagen perfecta de la posición de todos los puntos de inspección de los guardias y de los cuadrantes que cada uno de ellos cubría. Aquellos cuadrantes habían sido cuidadosamente diseñados. No quedaba ni una sola pulgada de terreno sin vigilancia. Desde cualquier parte, de cualquier forma un guardia de Seguridad estaba vigilando.
El más bajo, algo mayor que su compañero siguió narrando la historia:
—Yo estaba vigilando desde X5, señor, y de pronto... —tragó saliva dificultosamente—. Mr. Cawdor, aquí, a quien me pareció reconocer, súbitamente...
—Vamos, sigue —dijo el coronel—, ¿qué hizo súbitamente?
—Apareció, señor.
— ¿Apareció? —dijo Carstairs-Tuttle—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Como Houdini? ¿Sa-lió de ninguna parte? ¿Eh, joven? ¿De ninguna parte? ¿Qué? ¿Qué? No puede esperar que nadie crea esa patraña, ¿no le parece? Diablos, estuve en la India durante veintisiete años y nunca vi la bromita de la cuerda. No me diga que suceden cosas de esas dentro de «Aleaciones Atómicas Amalgamadas».
—Bueno, esto es lo que ha sucedido, señor. Estoy dispuesto a poner en juego mi carrera, en esta afirmación, si fuera preciso.
—¿Está en su sano juicio? —preguntó el coronel—. ¿Está seguro de hadarse en su sano juicio?
Se oyó ruido. El capitán miró a través de la mirilla volviendo a cerrarla en seguida, susurrando en forma casi conspiradora:
—¡Complicaciones, señor!
—¿Complicaciones? ¿Qué quiere decir? —preguntó Carstairs-Tuttle.
—¡El director está ahí fuera, señor!
—¡Rayos! —exclamó el coronel—. ¡Rayos y truenos! —repitió—. ¿Por qué no pueden dejar que uno se cuide de su trabajo mientras ellos siguen con sus experimentos entre tubos y balanzas químicas? Yo estoy al mando de la seguridad. Supongo que Ponsonby entrará hecho una fiera, Y preguntando qué diablos hago con Cawdor. ¡Oh, diantre! —dijo algunas otras palabras fuertes que hicieron parpadear a todos menos a Rosco Cawdor. Rosco Cawdor se limitó a sonreír.
Llamaban a la puerta repetidamente.
—¡Abra de una vez! —gritó Ponsonby—.
¿Se da cuenta de quién soy, capitán? ¡Está haciendo esperar al director!
—Ya voy, señor, ya voy —dijo el capitán tratando de que su voz sonara amable, pero sin conseguir demasiados buenos efectos.
Abrió la puerta y Percy Ponsonby entró como una tromba.
—¡Cawdor! —exclamó—. ¡Menos mal! ¿No le parece que está llevando las cosas demasiado lejos, Bellamy? Será mejor que pongamos las cartas boca arriba, coronel. Sé perfectamente que no se siente terriblemente predispuesto hacia Cawdor, aunque no se opuso de una manera rotunda a su ingreso. Las cosas han ido muy bien.
—¡Eso es cuestión de opiniones! —repuso Carstairs-Tuttle.
Fueran cuales fueran las faltas que pudiera tener el coronel, era justo reconocer que era leal, leal a sus hombres; él defendía ante todo a sus hombres. Si uno de sus hombres se hacía cargo de un hecho, por mucho que él lo desaprobara en su interior, Carstairs-Tuttle lo defendía hasta el fin, incluso con su propia reputación, si era necesario. Luego en todo caso, en privado, en su propia sección le ajustaba las cuentas al que fuera, pero por lo que al científico Ponsonby se refería, los hombres de la sección de Seguridad, se mantenían firmemente unidos. La divisa Bellamy Carstairs-Tuttle, que estaba en la pared del servicio de Seguridad, era: «Si no permanecemos unidos, nos colgaremos unos a otros». Y los hombres se lo habían aprendido bien. La moral de las fuerzas de Seguridad, era naturalmente muy alta.
—Cawdor ha estado actuando de una manera ciertamente particular —prosiguió el coronel.
—¿Qué quiere decir con «una manera ciertamente particular»? —preguntó Ponsonby—. De hecho mi secretaria estaba mirando por la ventana, cuando vio a Mr. Cawdor debatiéndose entre los dos guardias que le sujetaban por ambos brazos y que le obligaron prácticamente a venir hacia aquí. Si abandona el proyecto será culpa suya, Carstairs. Y otra cosa, Bellamy, pediré su dimisión.
—¡Oh!, ¿lo hará? ¿Lo hará? —repitió burlonamente el coronel—. Bueno, puede intentarlo. De hecho si se atreve a hacerlo, tendré que poner en conocimiento del Alto Secretario, del Asuntos Exteriores y del ministro de la Guerra, algunos hechos determinados. Los sostendré así hasta la muerte, si fuera preciso.
—¿Hechos? —saltó Ponsonby—. ¿Qué hechos?
—Los hechos de las disposiciones de seguridad, aquí.
—Si hay alguna falta en las disposiciones de seguridad en esta plaza —dijo Ponsonby triunfalmente— es culpa suya, ¡no mía!
—He hecho algunas recomendaciones que no han sido cumplidas por objeciones hechas por usted. Le abatiré por este riesgo de seguridad. Este será el último proyecto en el cual trabaje, más o menos directamente —exclamó Carstairs-Tuttle.
Ponsonby se había dado cuenta ya de las manchas rojas que aparecían en la expresión del coronel. Parecían dos zanahorias coléricas peleándose por ocupar el mejor sitio en el escaparate de una frutería.
—Le aviso —dijo Carstairs-Tuttle—, y vuelvo a avisarle.
—Puede grabar sus avisos en la pared y bailar a su alrededor —explotó Ponsonby—. Soy un científico, un científico muy prominente. No me influenciará ni un problema de Seguridad, ni mucho menos me intimidará con amenazas de un refugiado del mismo Ejército. Eso es lo que son todos los de la Seguridad. Hombres que no han sido capaces de hacer una carrera adecuada, en las tropas regularizadas. No me gustan las fuerzas de Seguridad —dijo Ponsonby de nuevo—. ¡No me gustan en absoluto!
—Eso será sin duda alguna, porque debe tener algo que ocultar —contestó el coronel.
El capitán carraspeó ligeramente.
—Señor, puedo permitirme recordarle las más bien extrañas circunstancias que han conducido a detener temporalmente a Mr. Cawdor. Tal vez si le explicara al director lo sucedido, pudiéramos... llegar a una solución amistosa, señor.
—Muy acertado, capitán. Muy acertado —dijo el coronel.
—Tiene a un hombre magnífico, no hay duda; tal vez el único hombre con sensibilidad en este departamento de Seguridad —concedió Ponsonby—. Y ahora, capitán, tal vez le gustaría relatarnos esto...
—¿Es su deseo, señor? —preguntó el capitán, girándose lealmente hacia su propio jefe, antes de actuar siguiendo la sugerencia del director. Pero fue tan sutil, que Ponsonby, apenas se dio cuenta de ello.
—¡Sí, vamos hombre, adelante! —dijo el coronel.
—De acuerdo, señor —el capitán se giró hacia el director—. Nuestros hombres han traído a Mr. Cawdor hasta aquí para interrogarle, porque, como sabe usted, ellos tienen la misión de vigilar todas las secciones de los cuadrantes que ellos controlan. La sección está dividida en cuadrantes que ellos controlan. La sección está dividida en cuadrantes con centinelas, de forma que ni una sola pulgada de terreno en ninguna ocasión, quede sin vigilancia. Con frecuencia, un mismo cuadrante es vigilado desde dos lugares, para asegurarnos doblemente, podríamos decir.
—Sí, muy bien —dijo Ponsonby—, pero naturalmente, ya sé todo eso. Esas noticias están ya muy pasadas de moda.
—Hay un motivo de vital importancia por el cual se ha traído hasta aquí a Mr. Cawdor —continuó el capitán pacientemente—. Este guardia —dijo señalando al más bajo, que era mayor que el otro— estaba en el punto de observación X5, lo cual no queda muy lejos de las ventanas principales del laboratorio. Las ventanas que dan al Norte, señor.
—Norte... X5... —Ponsonby miró en el mana—. Esto es más bien central —dijo. Miró a Cawdor—. Cualquiera que estuviera en este punto de observación podía ver el terreno que hay debajo de las ventanas de su sección del laboratorio. —Sonrió, como si tratara de solucionar lo que ahora parecía una enojosa situación—. ¿Qué estaba haciendo? ¿Arrojando un paquete de cigarrillos por la ventana?
—No fumo —dijo Cawdor, como si se hubiera sentido vagamente insultado por aquella suposición, como si para él el hábito de fumar fuera algo así como morderse las uñas. Como si le hubieran acusado de realizar ateo malo.
La burla desapareció en la voz del director de Proyectos.
—¿Cuál es el problema?
—Es más bien algo difícil de explicar, señor —dijo el capitán, mirando primero a los guardias de Seguridad y luego al coronel, para mirar a continuación a Cawdor, como si tratara de reasegurarse de que veía en realidad lo que había visto. Entonces, casi de mala gana, sus ojos se volvieron a Ponsonby.
—Parece ser, señor, que Mr. Cawdor se materializó en el centro del terreno... debajo de su ventana. En un minuto no estaba allí y al minuto siguiente estaba.
El director se sentó como si se sintiera incapaz de dar crédito a sus oídos. Cawdor sonreía, los dos guardias se sentían incómodos. El coronel estaba murmurando en voz baja. El capitán no pudo evitar preguntarse si algún antecesor remoto del coronel debía de tener aquel mismo vicio cada vez que se ponía nervioso.
El director levantó los ojos. Tenía la cabeza apoyada en las manos. Parecía un hombre que ha recibido una patada inesperadamente en un lugar extremadamente vital. Parecía como si hubiera visto algún fantasma o varios fantasmas.
—¿Está seguro?—preguntó incrédulamente.
—Positivamente, señor —respondió el guardia.
Agitó la cabeza entre sus manos como si se sintiera totalmente vencido por lo inexplicable. Su ego superdesarrollado se había deshinchado de pronto. Al fin levantó la cabeza y, girándose hacia Carstairs-Tuttle, dijo:
—Vea si encuentran a Vance por ahí, ¿quiere? —pidió—. Creo que tendremos que hacer un Consejo de Guerra.
—Conforme —dijo Carstairs-Tuttle, olvidada ya por entero su polémica con Ponsonby, con la misma facilidad que se había producido. Los fuegos artificiales entre los dos hombres eran, en mu-cho, superficiales. Cuando Carstairs-Tuttle veía la derrota y vencimiento de Ponsonby toda su rígida indignación se tornaba simpatía hacia su colega. Cogió el teléfono interior y llamó al despacho de Vance. Este sentado tras la mesa de su oficina, escuchaba con atención.
—¿Qué? ¿Estás absolutamente seguro, viejo?
—Absolutamente. Nos gustaría que vinieras hasta aquí, el despacho de Seguridad.
—Voy en seguida, amigo. Voy en seguida.
El capitán abrió la puerta dando paso a De Vere. Vance entró y miró a Cawdor que estaba sonriendo cínicamente. Se giró hacia Carstairs-Tuttle.
—¿Qué ha sucedido, coronel? Cuéntemelo otra vez, por favor.
—Se ha materializado súbitamente en mitad del terreno como Houdini con uno de sus conjuros, bajo la ventana del laboratorio donde él trabaja.
—¡Increíble! ¡Hay que ver! —dijo mirando a Cawdor—. ¿Cómo lo ha conseguido, amigo?
¿Prestidigitación y todo ese jaleo, hmmm?
—No sé qué es todo eso que se supone que yo he hecho —respondió Cawdor—. Estaba an-dando por el césped, cuando fui cogido de pronto por ese par de guardias de Seguridad que me arrastraron hasta aquí. Me limito a salir de mi oficina para tomar un poco de aire fresco.
—Usted no salió, señor —dijo el guardia de Seguridad—. Usted no estaba allí y de pronto estuvo.
—¿Está completamente seguro de lo que dice? —preguntó Carstairs-Tuttle.
—Completamente seguros —respondieron a coro los dos guardias.
Carstairs-Tuttle movió la cabeza, apoyando su mano en el brazo de Ponsonby.
—Si le sirve de consuelo, Percy, sepa que yo estoy tan apabullado por la noticia como pueda estarlo usted. Es fantástico, no debe ser permitido, ese individuo debe ser azotado. Cuando yo era un joven subalterno en la India, nunca permitimos esa clase de cosas. Si algún estúpido faquir se acercaba con la pretensión de hacer el truquito de la cuerda india, pronto le teníamos dentro, mostrándole quién era el jefe. Demostrándole que no debía burlarse del Gran Jefe Blanco, ¿sabe?
—Sí —murmuró Percy Ponsonby, con voz apenas audible. No escuchaba. Apenas si había oído una sola palabra de todo lo que Carstairs había dicho. Su mente era un caos de confusas ideas. La derrota le había golpeado de mala manera—. Sí —dijo de nuevo.
—Bueno, levante ese ánimo, hombre, todos cometemos errores —dijo Carstairs.
El director levantó lentamente la cabeza.
—No puedo permitirme cometer errores —dijo—. Tengo demasiado por perder.
—Bueno, pero todavía no sabemos que esto sea un error. El simple hecho de que un individuo pueda aparecer en medio del césped, no significa que él sea un terrible riesgo contra la seguridad.
—¿Entonces qué significa? —preguntó Ponsonby—. ¿Qué significa, pensando fríamente, con sentido común? Por lo que yo puedo ver, no significa nada. Significa que la vida que nosotros conocíamos no es ya la vida que conocíamos. ¡Un hombre no puede hacer esto!
Miró a los dos hombres de nuevo como si un sutil destello de esperanza cruzara su mente.
—¿Está seguro de que estos hombres son dignos de crédito, coronel?
—Todos mis hombres son dignos de crédito —dijo Carstairs-Tuttle—, cada uno de ellos.
—Dios me ayude —dijo Percy—, ya que no puedo ayudarme yo... —Volvió a quedar sumido en una completa derrota.
Durante unos minutos reinó el más profundo silencio, y entonces se oyeron unos ligeros golpes en la puerta:
—¿Quiere ver quién es, capitán?
—En seguida, señor. —El capitán abrió la mirilla. Quedó de una pieza como si hubiera quedado petrificado, luego vacilando hacia atrás, como si hubiera recibido un violento golpe en la cabeza.
La persona del coronel, con todas sus bromas y su vocabulario de pukka sahib, corrió hacia él como un rayo. Como por arte de magia, un pesado revólver del 45 apareció en su mano. Se arrimó a la pared, preparando el revólver.
—¿Dónde le han herido, capitán?
El capitán movió la cabeza y se inclinó hacia la puerta para sostenerse.
—No es eso, señor, ha sido... ha sido la impresión. No hay nada peligroso ahí afuera...
—Bien, por los clavos de Cristo, ¿qué hay? —El vocabulario de pukka sahib había desaparecido. Carstairs-Tuttle era él mismo, enérgico, eficiente, peligroso, despiadado, un jefe de Seguridad ideal—. ¿Qué es? —repitió.
El capitán movió la cabeza, y por toda respuesta abrió la puerta.
En la parte de afuera permanecía de pie Rosco Cawdor, el mismo Rosco Cawdor que es-taba de pie entre los dos policías de Seguridad en el interior de la oficina.
La tensión se hizo electrizante.