CAPÍTULO XV

LLAMADA A LOS CAWDORS


El coronel Bellamy Carstairs-Tuttle, seguramente habría batido el récord de las cien yardas de no haber llevado encima aquel traje protector que le privaba de ligereza y agilidad. Sin embargo, hay que hacer constar que llegó hasta las celdas en un tiempo ciertamente corto.

El capitán de seguridad, le iba pisando los talones, Vance de Veré llegó el tercero mientras Ponsonby llegaba jadeando, algo adelantado a sus tres compañeros científicos...

Stuart MacEwan y Evan Evans, sudaban abundantemente dentro de aquellos trajes pesados. Shaugham O’Riley, corría con la agilidad propia de un hombre de mediana edad que ha tenido una juventud atlética y que se mantiene todavía flexible, musculado y fuerte.

Echando hacia atrás el casco protector, Bellamy Carstairs-Tuttle, gritó jadeante a los dos hombres de seguridad que estaban al cuidado de la vigilancia de la prisión.

—Cawdor... los dos Cawdors —respiraba con dificultad, ya que había hecho un gran esfuerzo para conseguir llegar el primero—.. ¡Suélteles, tráigalos aquí, rápido!

—¿Que les suelte, señor? —el hombre de seguridad parecía asombrado.

—¡Ya ha oído lo que he dicho, hombre! —repitió jadeando—. ¡Sáquelos y de prisa! A menos que quiera pasar a mejor vida. ¿Ha oído hablar del aviso cuatro minutos antes? Pues nosotros no tenemos ni eso siquiera. Si tenemos cuarenta segundos, ya es mucho decir. ¡Y Dios sabe la fuerza que puede tener ese chisme...!

Cerrojos, candados, y llaves, comenzaron a ponerse en funcionamiento. Las puertas eran abiertas...

Rosco Cawdor, salió de la primera celda.

Rosco Cawdor, salió de la segunda celda.

Los dos Cawdors se miraron uno a otro y una sonrisa extraña, enigmática, pareció cruzarse entre los dos. Una sonrisa oriental, tranquila, peligrosa.

Al coronel Bellamy Carstairs-Tuttle no le gustó aquella sonrisa. Al doctor Percy Ponsonby no le gustó aquella sonrisa. A Vance de Vere, tampoco le gustó aquella sonrisa.

No parecía presagiar nada bueno, nada en absoluto. Era una sonrisa sutil, calculadora, maligna, la clase de sonrisa que debe aparecer en el rostro de un desafiador, cuando se enfrenta con un novato de genio vivo al otro extremo de su acero. Era la clase de sonrisa que merodea en torno a los labios de un sádico mientras se prepara para despachar a su víctima.

Era la clase de sonrisa que produce escalofríos, la que se cruzó entre los dos Cawdors; Había más veneno y peligro en aquellos labios curvados hacia arriba, que en una serpiente cobra.

Al final, el primero de los dos Cawdors habló:

—¿Por qué hacen esto?

—Me atrevería a decir que es una pregunta innecesaria —repuso Percy Ponsonby—. ¿No oyen eso?

—¡Oh!, ¿quiere decir la energía que se escapa? De forma que han intentado meterse con la esfera de fuerza, ¿eh, hombrecito?

Los ojos del primer Rosco Cawdor miraron al otro, y fue como si cuatro contactos eléctricos se hubieran encontrado de pronto, y una ducha de chispas hubiera pasado entre ellos. Los ojos del primer Rosco Cawdor se apartaron para fijarse en los de Bellamy Carstairs-Tuttle.

—Había un libro, y había un autor; el autor escribió el libro; su nombre era Wells. H. G. Wells. El nombre del libro, era «Los hombres en la Luna» ¿Lo ha leído?

—¿Qué diablos tiene eso que ver con lo que está pasando ahí fuera? —dijo Tuttle.

—¿Lo ha leído? —preguntó Rosco Cawdor, casualmente, otra vez. Como si afuera, no hubiera habido más ruido que el producido por el suave murmullo de una cascada en las colinas de Derbyshire, nada más que las brillantes gotitas cayendo contra la lisa roca.

—¡Dios mío, sí! ¡Si es que tiene algo que ver, lo he leído! —exclamó Carstairs-Tuttle.

—¿Recuerda cómo tratan de encontrar un campo de gravedad? —preguntó Cawdor.

—Sí, sí, sí. ¡Pero vaya ocasión para salir a hablar de esas historias! —Tuttle estaba a punto de explotar.

—¿Recuerda que todo el aire que había sobre su campo de gravedad se convertía automá-ticamente ligero, y, por consiguiente, creaba un área de baja presión tremenda. ¿Todo el aire de los alrededores se precipitaría. Crearía el summum de baja presión? Esto es casi como una contradicción de palabras, ¿no cree? Suponiendo, claro, que pueda haber algo semejante a un summum de baja presión.

—Oiga —dijo Percy Ponsonby, éste se había puesto repentinamente muy serio—. Lo siento, Tuttle, no puedo aguantarlo más...

—No interrumpa... —dijo Cawdor.

—Tendrá que dejarle terminar con sus relatos —dijo Carstairs—. Yo estoy tan ansioso como usted en conseguir arreglar este desagradable asunto. Este lugar está llenándose de mortíferas radiaciones, y todo lo que esas cosas saben hacer es estar ahí...

—Oh... ¿de forma que yo soy «una cosa»? —dijo Rosco Cawdor—. Esa no es la manera más adecuada para conseguir amistades ni influencias, mi querido coronel. —De nuevo aquellos ojos mostraban aquella sonrisa enigmática y peligrosa—. Le estaba contando una historia, por favor, tengan la paciencia suficiente para escucharla.

—¡Ese hombre es un maníaco! —decidió Stuart MacEwan—. ¡Cielo santo! ¿Es que no lo entiende?

—¡Rayos y truenos! —exclamó Shaugham—. Me gustaría ajustarle las cuentas.

—¡Loado sea Dios! Es horrible —explotó Evan William Evans, de Cardiff—. Fíjese, hay peligro de una potente explosión atómica y usted se está ahí tan fresco contándonos historias.

—Pero es una historia muy buena —respondió Rosco Cawdor—. Una historia maravillosa.

Hizo una larga pausa deliberadamente. Los tenía a su merced. Estaban indefensos. Era un Beau Brummel, era un caballero contra sus groserías. Y cuanto más excitados se volvían, más frío y devastadoramente tranquilo se volvía él. Era terrible esperar. Cawdor era como una araña inmóvil en el centro de su tela, mientras ellos se agitaban nerviosos, como moscas y mosquitos cazados en las fuertes mallas de la tela de araña. Sus ojos pasaban de un rostro a otro. Miró a Vance De Vere, ex miembro de la R.A.F., con toda su alegría desaparecida tras el copioso bigote. Estaba contemplando a un hombre fuerte con la espalda en la pared.

Vance De Vere quería acción; Bellamy Carstairs-Tuttle se había hecho un ovillo como si hubiera sido una espiral metálica, desaparecida toda su personalidad de coronel retirado de la India. Percy Ponsonby, había encontrado una nueva fuerza y ahora una nueva confianza en sí mismo tras la desaparición de su egolatría, empezando a levantar de nuevo su destrozada personalidad. Stuart MacEwan, aunque un duro escocés, de mente brillante, incapaz de hacer nada. Esperando, como Vance De Vere, un hombre fuerte de espaldas a la pared.

Y sin embargo, un hombre fuerte en un sentido totalmente diferente. Shaugham O’Riley, el po-deroso irlandés, extravagante, cortés; y Evan William Evans, el celta, el galés, el hombre de la frontera, un hombre que tenía ojos de visionario, soñador y una mente brillante. Una mezcla de hombre práctico y estético. Todos ellos fuertes en distintos aspectos, indefensos en distintos aspectos.

—La historia —insistió Cawdor—, verán..., el aire encima de ellos desaparecía en la atmósfera superior, más allá de la atmósfera superior. Tengan en cuenta que de haber regresado al final, todos los pobrecillos humanos de la tierra estarían por aquel entonces asfixiados. Después de todo, no puede respirarse lo que no está allí para respirar, ¿no es cierto? Si no se hubieran asfixiado se hubieran descomprimido. Creo que esto último es todavía más doloroso. Parecen tan ansiosos de dejarnos salir, ¿eh?

Aquella extraña sonrisa enigmática se cruzó de nuevo entre ellos...

Bellamy Carstairs-Tuttle estaba pensando si sería posible conseguir que uno de los Cawdors se pusiera contra el otro...

—Me gustaría saber cuál de los dos es más poderoso. Tal vez no sea posible. ¿Se unirán para actuar en contra nuestra, o se odian uno al otro? ¿Son enemigos amistosos, o simplemente enemigos íntegros, o habrán formado alguna endiablada alianza contra el resto de la humanidad?

Hubo un silencio largo, denso, pesado. Un silencio agonizador.

—Desearíamos que desconectaran la máquina —dijo Bellamy Carstairs-Tuttle—. Ha habido un corto circuito. No podemos detenerla.

—Por favor —dijo Ponsonby—. Se lo ruego, por favor, venga y desconecte la máquina esa. Cientos de vidas, tal vez miles, quizás millones de vidas están en juego. Hay cosas que nosotros no entendemos.

—¡Oh, el gran Percy Ponsonby no las entiende! ¡Oh, querido, cuánto lo lamento! ¡Es demasiado para un cerebro tan pequeño! —se burló Cawdor.

—Diga lo que quiera de mí —dijo Ponsonby—, destruya mi personalidad con todo el sarcasmo y dureza que desee, pero por Dios, salve a esa gente. Yo estoy pagando ya por mi equivocación. Fui un viejo necio.

—Oh, no tan viejo todavía, mi querido doctor —respondió Rosco Cawdor—, todos tenemos nuestras pequeñas vanidades, por lo menos todos los seres humanos como ustedes... Y usted doctor MacEwan, ¿lo entiende?

—En parte, sólo en parte. ¡Condenación! —explotó el escocés—. Si las entendiera, ¿cree que estaría aquí preguntándoselo a usted?

—Oh, de modo que el poderío de Edimburgo es impotente contra el poderío de la pequeña máquina de Rosco Cawdor... ¿Y usted, míster O’Riley?

—Pues, tengo una o dos ideas, pero no pretendo entender todo ese chisme —respondió Shaugham.

—Oh, el orgullo de la Verde Isla —dijo Rosco Cawdor —no lo sabe tampoco.

—No he dicho que no lo supiera —protestó el irlandés—. He dicho que no sabía bastante..., hay cierta diferencia.

—Oh, sí, naturalmente, en este caso —dijo Rosco Cawdor— significa la diferencia existente entre la vida y la muerte en lo que a los seres humanos se refiere. En esta área inmediata y muy posible que en un área mucho más amplia. ¿Y el doctor Evan William Evans, un galés, de la galesa Cardiff, en Gales?

—Oh, qué divertido, ¿eh? —dijo el galés—, muy divertido. Vaya diversión burlarse de la nacionalidad de cada hombre. Parece disfrutar asestando el golpe donde más duele. No, tampoco lo sé. Sé lo mismo que mis dos colegas. Sé tanto como el doctor Ponsonby...

—Si sabe como el doctor Ponsonby, sabrá mucho —se burló Rosco Cawdor.

—Me gustaría matarle —dijo Carstairs-Tuttle—, no de un tiro ni de dos. Me gustaría vaciar todo el depósito..., y a ser posible, el depósito de un arma gigantesca. Un arma de aquellas de modelos antiguos, como las que debía llevar el abuelo, hace sesenta años, cuando era joven. ¡Me gustaría dejarle un agujero de dos pulgadas entre ojo y ojo!

—Otra vez no parece haber leído el popular libro que trata de cómo conseguir amigos e influencias... —dijo Rosco Cawdor. Los dos Cawdor cambiaron una de aquellas extrañas sonrisas, otra vez.

—¿Iremos a pararla o dejaremos que explote?

—Creo que deberíamos ir a pararla, ¿no crees? —dijo el segundo. Movieron la cabeza afirmativamente.

—Dios mío —exclamó Carstairs-Tuttle—, me recuerdan a Distingo y Sutileza de Alicia, en el Cristal.

—Se ha equivocado —dijo Rosco Cawdor—. No es Alicia en el Cristal, sino Alicia a través del cristal. Estaba EN el país de las Maravillas, pero A TRAVES del cristal. ¡Una sutil, pero importante diferencia! Y ahora, si nos lo permiten, iremos a parar la esfera.

—¡Gracias a Dios! —dijo.

Percy Ponsonby dio un gran suspiro de alivio.

—No lo hemos hecho todavía —dijo el primero de los Cawdors, por encima del hombro.

Los hombres de Seguridad y los científicos, permanecieron esperando hasta que los dos Cawdors entraron en el pasillo que estaba lleno de energía y radioactividad, como si fuera un tornado de mortal radioactividad.

—¡Dios mío! —exclamó Ponsonby—, no llevan trajes protectores y están pasando a través de esa corriente de energía y radioactividad!

—¡Asombroso! —dijo Carstairs-Tuttle—. ¡Asombroso! ¡Estoy confundido!