CAPITULO X
EL EXPERIMENTO
Percy Ponsonby, cumplió su palabra. El junto con Bellamy y Vance de Vere, y el capitán de seguridad, llegaron al laboratorio en el cual brillaba la esfera de fuerza, reuniéndose con tres científicos eminentes que eran los subordinados inmediatos de Percy Ponsonby.
El brillante Stuart MacEwan, de Edimburgo, que estaba especializado en radiación; Shaugham O’Riley, profesor en Dublín, que sabía todo lo que había por conocer referente a todo lo atómico y un dotado doctor en ciencias, galés, Evan William Evans, de Cardiff, Se reunieron en torno a la esfera, ataviados con trajes protectores, observando la cosa, y contemplándose a través de las mirillas de sus respectivas caretas, protectoras, unos a otros. A pesar del grosor de los trajes protectores, era posible hablar, aunque las voces quedaban algo apagadas. Eran hombres acostumbrados a aquello, por lo cual, conversaban mientras vestían de aquella manera, con la misma soltura con que un hombre corriente, habla mientras se afeita o se viste.
—Lo que debemos tener presente —dijo Stuart MacEwan, súbitamente— es que la física moderna se ha desarrollado principalmente como resultado de un estudio intenso de los rayos y de las radiaciones y de la relación entre la materia tal y como nosotros la comprendemos, y esos rayos y radiaciones.
—¿Quiere decir, hablando no como un científico, sino más retóricamente —dijo Shaugham O’Riley, de Dublín— que es posible hacer distinciones entre radiaciones y rayos?
—Pero, naturalmente, amigo —repuso Evan William Evans, de Cardiff—. Debe tener presente que, por un lado, tenemos un vasto campo de radiaciones que son electromagnéticas. Radiaciones electromagnéticas —repitió— viajando todas ellas a través de los espacios vacíos, con la misma velocidad. ¿Y cuál es esta velocidad? La velocidad de la luz ordinaria.
Sí, sí, muy cierto —dijo el hombre de Edimburgo— y además, podemos añadir, que de acuerdo con la longitud de onda de estas radiaciones de que estamos hablando, tenemos para ellas nombres, tales como ondas sin hilos, luz visible, infrarrojos, rayos gamma, luz ultra-violeta, sí, tenemos muchos nombres.
—Por otra parte, amigo —dijo el irlandés— deben recordar que existen otras radiaciones, que podríamos decir que consisten principalmente, en cuerdas de partículas que se mueven todas en la misma dirección. Supongo que podrían decirme que se trata de corpúsculos de electricidad —siguió con una sonrisa— no asociados con la materia ordinaria.
—No, no lo están —repuso el galés.
—¿Se refiere a rayos catódicos o a partículas materiales que pueden estar descargadas o cargadas? Pensemos por un momento en los rayos positivos o en los rayos moleculares.
—Esta clase de partículas —dijo el escocés— pueden viajar con cualquier velocidad, desde cero hasta una velocidad muy aproximada a la velocidad de la luz, en lo que podríamos llamar, casos extremos.
—Es posible distinguir entre los dos —dijo el irlandés— si se conviene en confinar la palabra radiación al tipo electromagnético, y emplear la palabra rayos cuando se habla de flujos de partículas.
—¡Ah!, ¿.pero todos hacen esto? —preguntó el galés retóricamente—. No. Hay una ten-dencia, quizás, una tendencia, con todo; pero sólo es una tendencia. Y sólo es una tendencia trazable, no es una tendencia claramente interrumpida.
—No, en absoluto, en absoluto —dijo el irlandés—. Estoy de acuerdo con usted, Evans. Esto no debe pertenecer a esa clase interrumpida. Ni siquiera los llamados expertos pueden estar de acuerdo. Y no lo emplean invariablemente. Les pondré un ejemplo de esto —siguió el irlandés— cuando hablamos de rayos beta, que en realidad son electrones rápidos, y de hecho, son corpusculares, corpusculares en cuanto a naturaleza, cuando pensamos en los rayos beta, en los rayos corpusculares —repitió a fin de dejar las cosas bien claras— hablamos de radiaciones dispersas, pero hablamos de rayos. Nos engañamos a nosotros mismos. Incluso llegamos a referirnos a los átomos de materia ra-dio-activa rechazados por la descarga de partículas, como radiación rechazada. —Hizo una pausa—. El gran Rutherford mismo, empleaba esas palabras.
—Sí, muy cierto —convino el escocés— lo hacía, lo hacía, incluso el gran Rutherford. —El escocés se encogió de hombros—. Por otro lado —siguió— es bastante común que la gente hable de rayos de luz. Pero, hay otra contradicción, y en este gran trabajo de referencia, la Enciclopedia Británica, universalmente considerada como la autoridad suprema en todos los asuntos científicos, arte, y literatura, convenios relativos a la radiación electro-magnética bajo el encabezamiento de ambas radiaciones, y bajo el encabezamiento de rayo, reconociendo así que las palabras son, hasta cierto punto, creo yo, intercambiables por autoridades científicas de igual fuerza y magnitud.
—Buena observación la suya —indicó el irlandés—, buena observación. Ahora pensemos En las medidas que se emplean para las longitudes de onda corta. Primero está el micrón. El micrón es una millonésima parte de un metro. Representa 10’4 centímetros. Luego está el milimicrón, que es una milésima parte del micrón, representando 10’7 centímetros. A continuación tenemos la unidad Angstrom, que es 10’8 centímetros, y, por fin, la unidad Siegbahn, que es 10’11 centímetros.
—Y, naturalmente, tienen distintas aplicaciones —dijo el escocés.
—Sí, en efecto —confirmó el irlandés—. El milimicrón, ahora la milésima parte del micrón, es empleada para dar a la longitud de una onda, una luz ultravioleta y visible.
—¿Y qué hay de la unidad Siegbahn? —dijo el galés—. No debemos olvidarla. Da la longitud de onda de los rayos X y de los rayos gamma, ¿no?
Durante unos minutos reinó el silencio.
—Naturalmente, mientras examinemos esta cosa —habló en seguida nuevamente el galés— creo que debemos tener bien presente el espectro electromagnético. —Andaba alrededor de la esfera de fuerza, examinando sus relevadores, sus conmutadores, y la complejidad de sus circuitos. Estaba observando un fusible de conexión cuidadosamente construido, a través del cual, debía pasar seguramente la fuerza—. Las ondas electromagnéticas cubren más de sesenta octavos —dijo el galés.
—Tiene que tener mucho cuidado con el empleo de la palabra octava, amigo —avisó el ir-landés—. Tiene que tener mucho cuidado; es como las palabras rayo y radiación. Pueden provocar cierta confusión. Fíjese en esto... —Shaugham O’Riley prosiguió—. Fíjese en esto —repitió—. Vamos a tomarlo como si fuera análogo con el sonido, cuando la palabra octava se aplica a una banda de vibraciones que se extienden desde una frecuencia dada hasta doblar esa frecuencia.
—¿Y cuántas octavas de radiación visible nos da esto? —preguntó Percy Ponsonby, retó-ricamente—. Es una idea increíble —prosiguió— que sólo esas longitudes de ondas de 8 x 10’5 a 4 x 10’5 centímetros puedan ser vistos, que sólo una octava sea visible.
—¡Ah!, sí, pero de acuerdo con esto —dijo el irlandés— debe recordar, doctor Ponsonby, que todas las otras radiaciones están generadas, nacen, podríamos decir, con la misma velocidad que la de la luz visible.
—Y por esta razón —añadió el galés— deben existir... ¿cómo podríamos decirlo..., cómo podría expresarme? ¿Podría llamarlo fenómeno característico? Si es una buena frase, fíjese, exhiben el mismo fenómeno característico que se asocia con las ondas que son transversas. Piense, si lo desea, en las palabras de reflexión, refracción, polarización, y si le gusta la palabra interferencia, en sus distintos aspectos. Los distintos aspectos de la interferencia —repitió— son también parte del fenómeno. —Su voz sonaba entusiasmada, como si estuviera dirigiéndose a una muchedumbre todavía más entusiasta.
—He traído mi cuaderno de notas —dijo Percy Ponsonby—. Creo que haríamos bien, caballeros, en recordar las longitudes de ondas y las frecuencias, de sus unidades Angstrom. Si repasamos todas las radiaciones con las que estamos familiarizados, tal vez estemos en posición de efectuar alguna clase de experimento con esa esfera, sobre las frases que el coronel y yo escuchamos mientras aquellos dos seres extraños discutían. Ahora están a buen recaudo, o, por lo menos, así lo esperamos, en nuestra cárcel... Del resultado del experimento que seamos capaces de realizar, dependerá mucho. Muchísimo. Mucho más de lo que tal vez ninguno de nosotros se imagina siquiera. Pues nuestras mentes son finitas, confinadas, limitadas. Personalmente hablando, tengo la impresión de que yo mismo soy muy limitado.
Observó a sus tres colegas.
—De hecho, estoy dispuesto a firmar mi dimisión. He aprendido la lección. Sólo ruego a Dios, que no sea demasiado tarde.
—¿Qué sucede, pues? —preguntó el galés.
—Sí, ¿qué pasa? —la voz de MacEwan era solícita.
—¡Ah!, diantres, ¿y qué es lo que ha hecho usted mal? —preguntó el irlandés.
—He traicionado la confianza que el gobierno, democráticamente elegido en este país, había depositado en mí —dijo Ponsonby.
—Eso son palabras mayores —contestó el irlandés—. Creo que no es justo consigo mismo. No puado imaginar un hombre más leal.
—No lo dije deliberadamente, por supuesto —replicó Ponsonby— no crean que he estado negociando con el Telón de Acero, ni nada por el estilo. Sólo desearía que fuera cualquier otra cosa, cualquier otro poder terrestre corriente con lo que estuviéramos envueltos, pero creo que esto es algo miles de veces peor.
—Será mejor que se explique —dijo el irlandés.
—Rosco Cawdor supo adularme muy bien. Jugaba con mi ego como un músico al interpretar una pieza musical con su instrumento, hasta que quedé cegado con sus halagos. Le culpo a él amargamente, pero me culpo aún más a mí mismo por haberme dejado engañar con tanta facilidad. Comprendan, caballeros —era desagradable para Percy Ponsonby, pero se obligaba a sí mismo a pasar aquel trance, que sería como una especie de confesión, como una especie de penitencia—. Comprendan, caballeros —repitió, mirando a sus colegas con firme mirada—. Yo... pretendía, hacía ver que entendía la fórmula de esa esfera de fuerza. Fui un necio tan estúpido, que me engañé a mí mismo al pensar que yo era un genio supremo y que Cawdor estaba haciendo algo maravilloso, algo que yo entendía. ¡Estaba haciendo algo maravilloso, cierto! ¡Pero yo no lo entendía! «Todo un nuevo campo de investigación nuclear», decía yo. Sí, eso es. ¿Pero es un campo que mejor hubiera sido no abrir jamás? Comprendan, si ahora repaso la posición en mi mente, caballeros, me doy cuenta de que «Aleaciones Atómicas Amalgamadas» puede hacer uso siempre de un técnico investigador. Siempre podemos emplear a un hombre como Rosco Cawdor. Un hombre como Rosco Cawdor, tiene siempre un trabajo asegurado aquí. —Se giró y miró al coronel, prosiguiendo—: El departamento de seguridad no estuvo nunca conforme, ¿verdad coronel? No es culpa suya. Usted permitió que sus vacilaciones fueran pasadas por alto, pero el crédito por haber sospechado de Cawdor, debe ser suyo.
—Sólo desearía que Dios me hubiera iluminado para oponerme a la entrada de ese hombre —dijo el coronel—. La culpa es tanto mía como de cualquier otro. Pero, después de todo, cuando él demostró el fantástico cerebro que poseía, no creí realmente que pudiéramos prescindir de él. Por esto, aunque no estaba dispuesto a adelantarme, decidí que no haría uso de mis derechos de oposición. Esa fue mi postura.
—Comprendo —dijo Ponsonby—. Lo comprendo perfectamente, y estuve muy satisfecho por entonces de que no hubiese empleado su oposición. De haber sabido entonces lo que sé ahora, le hubiese agradecido que hubiera hecho uso de su derecho..., evitando de esta manera, que yo hiciera el necio como lo he hecho. Sin embargo, fue mi entusiasmo el que contagió a todos.
—Habían muchas cosas que no me gustaron en él —dijo el coronel—. No tenía familiares ni amigos, nadie le conocía; sólo poseía algunos datos de pruebas circunstanciales. Esto era su única prueba de identidad. Era un científico brillante.
—Es un científico brillante —rectificó Vance de Vere.
—Y desde que entró aquí —dijo Ponsonby—, su gran raison d’étre, todo su afán, propósito e interés de su vida, estuvo concentrado en esa nueva esfera de fuerza.
—Era fruto de su mente —dijo el coronel.
—Absolutamente —dijo el director. Hizo una pausa, bajando la cabeza, la espalda arqueada como si el peso de tantas palabras descansara allí—. Parecía como abrir un nuevo campo de investigación nuclear. —Dijo con amarga tristeza—. Esa esfera —señaló el aparato con temor y odio en sus ojos—, esa esfera —repitió— puede ocultar el secreto de una fuerza ilimitada. Puede ocultar también un peligro sin límites.
—Luego está ese forastero —dijo el coronel— el que se materializó en medio del césped. No sé... no sé. Todo este asunto es una locura, es como si de pronto la vida real hubiera recibido de pronto un tremendo puntapié en los dientes.
—En primer lugar —dijo Percy Ponsonby, volviendo al punto interesante de la entrevista, con elogiable vigor—, vamos a revisar los mapas de radiación, las notas de radiación, mientras examinamos el aparato que construyó aquí. Luego intentaremos hacer una prueba, cueste lo que cueste.
—Estoy de acuerdo —dijo Stuart MacEwan.
—Y yo también, amigos —convino Shaugham O’Riley, olvidando en su entusiasmo, el respeto que le debía al director. Pero aquella expresión suya no había sido más que para demostrar su afecto y lealtad. Era la exuberancia y espíritu irlandés.
—Puede confiar en mí, por entero —dijo Evan William Evans, con sinceridad céltica—. Estoy con usted en todo. Ha sido magnífico trabajar con usted, y todo eso que ha dicho relativo a la dimisión..., pues, por nada del mundo aceptaría su puesto si me lo ofrecieran aunque fuera en bandeja, ya lo ve.
—Ni yo —dijo MacEwan—. Si piensa que va a dimitir a expensas nuestras, dejándonos todo ese trabajo que no acarrea más que quebraderos de cabeza y preocupaciones, puede olvidarse de ello, Percy.
—Bueno, pues lo que es yo, no voy a dejarme arrastrar hasta allí —dijo el irlandés— y sólo nosotros tres podríamos ocupar tal sitio, por lo que me parece que todavía tendrá que quedarse un poco más.
Ponsonby parecía estar próximo a las lágrimas. Parpadeaba. Tragaba saliva. Carstairs-Tuttle le dio unos afectuosos golpes en la espalda.
—No tiene por qué preocuparse por miedo a un informe adverso, la culpa es mía. ¿Cree que voy a ponerme yo mismo a tiro? Si dijera que yo había sospechado y que no había hecho nada, ¿a quién cree que culparían? ¿A usted o a mí?
Ponsonby comprendió la verdad detrás de la generosidad, tras los gestos de sus amigos y colaboradores. Hombres que habían soportado su pomposidad durante años, incluso desde que «Aleaciones Atómicas Amalgamadas» fue inaugurado con un proyecto semioficial. A pesar de su egolatría, le apreciaban de verdad.
Tragó saliva de nuevo.
—No... no sé cómo... cómo agradecerles —dijo.
—No hay nada que agradecer —dijo el irlandés—. Ahora, vamos, no habrá nadie para agradecer a nadie si no conseguimos llegar al fondo de esa esfera. Esto, suponiendo que...
—Suponiendo que ellos no estuvieran fanfarroneando —dijo Carstairs-Tuttle—. En caso de que explote.