CAPÍTULO XIV
LA MAQUINA LOCA
La nota que emanaba de la máquina de fuerza iba cambiando rápidamente. Estaba convir-tiéndose en algo terrible por su intensidad. El sonido de las vibraciones aumentaba en crescendo y luego del crescendo a un nivel inconcebible, que era suficiente para destruir y destrozar los oídos humanos, e incluso la misma mente humana. Precisamente cuando parecía que los mismos cerebros de los científicos se desintegrarían bajo aquel ruido estruendoso, la esfera de fuerza empezó a escupir energía como si hubiera llegado al límite de su propia continencia.
Grandes rayos y resplandores de electricidad de alto voltaje comenzaron a fluir entre la esfera y la placa de metal de su base. Todo el laboratorio se había convertido en el escenario de una tormenta incalculable de la más fiera descarga eléctrica y de los más fieros estallidos naturales que el mundo hubiera presenciado jamás. Era como el corazón de un huracán.
Los científicos y los hombres de seguridad habían sido arrojados de un lado a otro como muñecos, y la gran esfera había quedado libre de todo asimiento.
Parecía que iba a aplastar la placa de metal de debajo, sólo Dios sabe con qué terribles con-secuencias.
Pero la carga de energía debía de ser tan grande que sucedió lo imposible. La fuerza suspendida alrededor de toda la esfera, era tan grande que mantenía una especie de equilibrio flotante. Rondaba por la habitación como si fuera un ave de presa.
¡La esfera de fuerza!
¡La esfera de terror!
Parecía contemplar a los asustados científicos, que parecían simples marionetas, cuyos hilos hubieran sido sujetados a un enorme balón gigantesco azotado por un fuerte vendaval. La energía de las descargas iba aumentando, aumentando, aumentando todavía. El resplandor de las descargas eléctricas aumentaba en intensidad. La esfera se iluminaba y crujía. Un ruido parecido al trueno llenaba aquella sección del laboratorio. La energía había abierto violentamente las puertas y una gran corriente de aire absorbió a los hombres y a todo el mobiliario suelto como si hubiera sido un gran vertedero cósmico.
Fueron arrastrados por aquella corriente de aire como si hubieran sido simples pelotas de ping-pong.
Gracias a las ropas protectoras que llevaban, se salvaron de heridas fatales. Quemados, jadeantes y maltrechos, se afanaban por avanzar por el corredor; la corriente de aire continuaba.
La energía iba aumentando cada vez más..., diez veces... veinte... cincuenta veces. Era como estar en medio de una tromba marina.
—No hay medios para cortar la fuerza —murmuró el escocés—, pero tenemos que conseguirlo. ¿Se han fijado ustedes? ¡Está tomando energía, de la materia que encuentra a su alrededor! ¡Es un círculo vicioso! ¡Una reacción en cadena!
—Seguramente, Cawdor podría cortar la fuerza —dijo Ponsonby. Echó hacia atrás el casco para secarse la sangre que manaba de un corte que se había producido en los labios—. Seguramente —repitió, mientras se secaba el dorso de la mano— Cawdor podría detener la fuerza. —Se quitó la dentadura postiza, que tenía algunos dientes rotos mirándola más bien tristemente, antes de dejarla en el fondo del bolsillo de su traje protector—. Ya no servirán de mucho —dijo.
El coronel había dado la vuelta a la esquina para escapar a la terrible acción de la energía que iba avanzando por el pasillo a una velocidad espantosa.
—¿Cree que Cawdor podría detenerla? —preguntó.
—Pregúnteselo —sugirió Ponsonby. Ahora estaban ya bastante alejados de la zona peligrosa. Todo el edificio parecía vibrar.
—Si no le hacemos venir muy de prisa —dijo el coronel—, no quedará nada para salvar.
Un contador Geiger, que formaba parte del sistema de seguridad de emergencia, colgaba dentro de su estuche en la pared.
—Me gustaría saber si esta energía arroja peligro radioactivo —dijo Ponsonby, y temerosamente retrocedió un poco sosteniendo el contador en la mano. Casi se le cayó de la mano de la sacudida que hizo. Retrocedió de un brinco como si le hubieran golpeado.
—¡Dios mío! —dijo—. Son las peores radiaciones que hayamos encontrado jamás. ¡Todo el lugar quedará saturado dentro de cinco minutos! ¡Suelte a Cawdor! ¡A los dos Cawdors! Si alcanza una potencia crítica... —no terminó la frase.
—Tal vez hicimos mal en manosear esa esfera —dijo Stuart MacEwan.
—¡Pero teníamos que hacer algo! —protestó Ponsonby.—¿Cree que no hemos sido tan inteligentes como nos creímos ser? —dijo Shaugham O’Riley, de Dublín.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Evan Evans.
—Creo saber lo que quiere decir —comentó Carstairs-Tuttle.
—Y yo —convino Ponsonby—. Lo que está tratando de insinuar es esto, ¿verdad Shaugham? Nosotros oímos una conversación sostenida entre los dos Cawdors, y, naturalmente, supimos que era accidental. Pero ahora que usted lo ha mencionado, me doy cuenta de que fue demasiado oportuno, demasiado oportuno, demasiado preparado. Ellos supusieron que les escucharíamos. Sabían que subiríamos aquí y conectaríamos esa máquina, porque sabían que sucedería lo inevitable. Si empezábamos a manosear esa máquina, perderíamos el control. Y si alguien puede arreglarlo son ellos. ¡Les necesitamos a ellos! Tendríamos que soltarles. Tendríamos que escoger entre soltarles o dejar que esto saltara todo por los aires.
—Esto quiere decir que me equivoqué —dijo el coronel Carstairs-Tuttle—. Creí que no lo dejarían explotar por miedo a morir ellos también.
—¿Y si fueran menos humanos de lo que parecen? —dijo Percy Ponsonby, con voz terriblemente queda—. ¿Y si ellos por cualquier extraña circunstancia fueran capaces de soportar la radiación que es sólo fatal y mortal para nosotros?
—Esto es la completa hipótesis del miedo —dijo Stuart MacEwan, inflexible—. Todo el miedo existe en encuentros imaginarios con un diablo que no conocemos. El diablo que conocemos mentalmente, es siempre mejor que el que no conocemos. El diablo que no conocemos es el de y si... Nuestro miedo a la muerte. Nuestro miedo a la oscuridad, es sólo miedo a lo Desconocido. El miedo a lo Desconocido es sólo miedo porque nos decimos a nosotros mismos, ¿Y si sale un monstruo de la oscuridad? ¿Y si los muertos se levantan de sus tumbas y persiguen a los vivos? ¿Y si el terror cabalga en la noche? ¿Y si aparece un fantasma de corazón malvado...? Si es que los fantasmas tuvieran corazón. Nuestro miedo es ¿y si? ¿Y si los dos Rosco Cawdor no son de esta tierra? ¿Y si son capaces de soportar las mortíferas radiaciones por el hecho de no ser humanos? ¿Y si no temen a la explosión y la radiación de la esfera de fuerza, por ser inmunes a ambas cosas, es decir a la explosión y a la radiación?