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MEDITERRÁNEO

Él le miró, sorprendido de la extravagante imagen que proyectaba su intrépido camarógrafo vestido con traje y corbata, y continuó estirándose el cabello para finalmente anudarlo en una coleta con una pequeña elástica negra.

—Dicen que es el hotel más alto de Europa —siguió comentando mientras se acercaba a una de las amplias ventanas, desde donde se podía disfrutar de una hermosa vista de las abarrotadas playas y los espigados rascacielos de apartamentos de Benidorm—. ¿Por cierto, y Wendy?

—¡Estoy aquí!

Le saludó desde el fondo del balcón, donde aguardaba fumándose elegantemente un cigarrillo. Vestía un precioso vestido de gasa púrpura, tan apropiado para ella que parecía que se le había confeccionado a medida cualquier prestigioso diseñador. Recogía sus cabellos casi rojos en un delicado moño de estilo japonés que favorecía sus estilizadas facciones.

—¡Dios mío! ¡Qué guapa! —Warren abrió sus brazos y le dio un sentido abrazo. Desde el primer momento él la trato con el mismo respeto y cariño como si fuese ya un miembro más del equipo. Al fin y al cabo, se había convertido en la prometida de su mejor amigo.

Pebbles terminó de acicalarse, se puso la chaqueta del traje más elegante que encontró para aquella distinguida ocasión, y se dispuso a salir de la selecta habitación de hotel.

—¿Preparado para recibir el premio y ser el culo más lamido de la noche? —le preguntó el cámara mientras se ponía enfrente suya.

—Supongo que es el precio de la fama.

—Es parte del espectáculo. La compañía subvenciona unos premios, te los entregan a ti, tú les das las gracias, estos idiotas te lamen el culo, mañana sale en todos los medios y vuelta a empezar. Retroalimentación se llama.

—En días como estos echo de menos cuando éramos periodistas de verdad. ¿Te acuerdas?

—¡Venga, no empecemos jefe! Ahora eres una estrella mediática. Sal ahí fuera, interpreta tu papel, y esta noche vayámonos de borrachera. ¡Estamos en Benidorm!

—Claro, cuando terminemos nos iremos los tres a beber cerveza —azuzó ella—. Por los viejos tiempos.

—Ya ni siquiera podemos irnos de borrachera sin que nos reconozcan —se lamentó John.

—Tranquilo, hoy hay tantos vips en este hotel que seguro que pasaremos desapercibidos. La cadena va a dar premios en un montón de categorías. No vas a ser el único famoso ni mucho menos. Además, mientras tu firmas autógrafos, Wendy y yo nos tomaremos esas cervezas.

—¡Eso! —Wendy siempre había congeniado perfectamente con Warren, con quien compartía la misma actitud positiva ante la vida.

Dejaron la habitación sin parar de charlar, y se dirigieron hacia el ascensor, con cierta pesadumbre por parte de Pebbles. A él lo que realmente le apetecía era estar con Wendy, en algún recóndito lugar, los dos solos, en la más estricta intimidad. Estaba convencido de que acababa de descubrir algo completamente nuevo, ese algo llamado amor, y quería exprimir cada segundo para intentar aprovechar el tiempo perdido durante tantos años obsesionado por su carrera.

Aquella fastuosa ceremonia de entrega de premios a la que iban a asistir no era más que un almibarado evento publicitario de nivel mundial que la multimillonaria compañía del Luxe Center se encargaba de financiar y organizar anualmente, para mayor gloria de sus propios productos. Se adjudicarían premios amañados a la artista musical del año, a la mejor película, mejor presentador de televisión, mejor serie y, por supuesto, el de mejor periodista del año, que sería concedido a John Pebbles y su flamante cadena de televisión, el último fruto destinado al mercado global creado por la multidisciplinar factoría Luxe Center. El gran acontecimiento se celebraría en el inmenso salón destinado a congresos con que contaba el Hotel Bali de Benidorm, una gran ciudad turística venida a menos por el cambio climático y los nuevos problemas medioambientales que estaban sacudiendo el mar mediterráneo durante los últimos años.

El apuesto John, la linda Wendy y el orondo y barbudo Warren debían, para respetar el protocolo, hacer su entrada en la sala de congresos pasando antes por uno de los grandes pasillos con que contaba la recepción del hotel, que había sido vestido para la ocasión con una reluciente alfombra de color rojo, y acondicionado con un interminable photocall saturado con los logotipos de la compañía, diseñado para que los fotógrafos tomaran miles de imágenes que al día siguiente ocuparan las páginas de sociedad de medios de todo el mundo. De tal modo que, al salir del ascensor, esperaron su turno pacientemente, acompañados por una preciosa e inexperta azafata de protocolo, que les indicó que debían recorrer el pasillo por orden, detrás de los componentes de uno de los nuevos y anodinos grupos de música pop para pre adolescentes que recibirían otro premio aquella noche.

Aguardaron unos minutos esperando su turno, haciendo bromas sobre la vestimenta y el exceso de operaciones de estética y maquillaje de algunos de los invitados, hasta que la azafata, vestida con un traje de noche de color verde y con una acreditación colgada en su cuello como parte del equipo de organización de los denominados World Media Awards, les indicó que podían caminar por el pasillo, entre decenas de fotógrafos y cámaras de televisión, hasta llegar al photocall. Con miles de flashes y aplausos de figurantes contratados para hacer bulto, allí debían permanecer durante al menos sesenta segundos. Después debían caminar los cincuenta metros que lo separaban de la entrada del auditorio donde se celebraría la gala, ofreciéndose a contestar las predecibles preguntas que la veintena de periodistas acreditados tuvieran a bien formularles.

Así que los tres cumplieron diligentemente con el protocolo, sin saltarse ningún paso, hasta que, cuando antes de entrar finalmente al auditorio se fueron a enfrentar a las preguntas de los periodistas que cubrían la velada, les sorprendió que uno de ellos se les acercara casi a la carrera y les comentara, absolutamente emocionado:

—¡Señor Pebbles! ¡Señor Pebbles! Por favor, ¿Puede firmarme esta fotografía? Soy un gran admirador de su carrera ¡He leído todos sus artículos y tengo todos sus libros!

—Si hombre, ¿Cómo no? —le respondió con una fingida sonrisa—. ¿Para qué medio trabajas?

Era un chico joven, obeso, moreno y con dos grandes rodales de sudor bajo sus axilas.

—¡Para una estúpida agencia de noticias del corazón! Pero la ilusión de mi vida hubiera sido trabajar para usted, lo que ocurre que nunca tuve el dinero suficiente para poder apuntarme a uno de sus cursos.

Pebbles le observó, adivinó la notable expresión de ilusión en sus ojos, y las gotas de sudor que caían sobre el objetivo de su cámara fotográfica, después de pelear con los otros fotógrafos para poder estar tan cerca de él.

—Demuéstrame que es cierto lo que dices. ¿Dónde nos conocimos Warren y yo?

—En 1991, durante la cobertura de la primera guerra del golfo para la BBC —respondió con precisión.

—¿Ves Warren? Esto es lo que hace falta en el periodismo, esta profesionalidad y estas ganas.

El cámara asintió con la cabeza, mientras Wendy sonreía maravillada.

—¿Cómo te llamas chico?

—Juan Sierra, señor.

—Mándame el currículum a Londres, ¿Quién sabe? Tal vez haya una oportunidad para ti en Countdown Channel. Hazlo a la atención de la señora Pebbles. Ella es la nueva jefa de selección de personal.

Wendy se sonrojó por el comentario de su prometido.

—De acuerdo señor, lo haré... ¿Me permite una foto?

—Claro, Warren...

Con un gesto le pidió a su amigo que cogiera la cámara de su admirador, y le hiciera una fotografía posando con aquel joven periodista español quien, emocionado, cogió con fuerza a su ídolo pasando por el brazo por detrás de sus hombros. Pebbles pudo oler el apestoso sudor de sus axilas, pero no le importó.

Daniel cerró con parsimonia su taquilla, al fin ya completamente vacía y limpia. Giró la llave en la cerradura y se quedó con ella en la mano, mirándola con tristeza. Ya nunca más volvería a utilizarla. Cargó con su mochila al hombro, ocupada por sus botas, su cinturón operativo y su uniforme, lo último que le quedaba por recoger. Escuchó el solitario crujir del plástico del suelo del contenedor al caminar en dirección a la salida. Bajó los dos escalones de la entrada del barracón, y cerró la puerta. No quiso recordar la misma soledad pero toneladas de ilusión con la que entró hacía un año en aquellas cuatro paredes de plástico y aluminio.

La noche era más fría de lo habitual en aquella época del año en Auvenville. Su última noche en Francia, antes de coger el avión al día siguiente, que le devolvería al punto de partida, a casa, si es que existía algún lugar en el mundo al que pudiera llamar de ese modo. Como si todo el esfuerzo realizado durante los últimos años no hubiera servido absolutamente para nada, excepto para granjearse enemigos y problemas. Caminó dejando atrás la explanada de los contenedores, completamente vacía durante aquel sábado por la noche.

Cuando, tras unos minutos de caminar con la cabeza agachada, pasó por delante del edificio de la Sala de Mando, decidió entrar por última vez, a modo de despedida. Subió los escalones y atravesó las puertas transparentes. La gigantesca estancia estaba apenas iluminada por las luces de emergencia y un par de focos blancos para poder caminar por los escalones sin tropezar y caer rodando hacia el escenario que había debajo. Nunca lo había visto tan vacío, ni siquiera aquella vez que entró por primera vez junto a un marcial teniente Queiro, durante su primer día en Base Europa. Bajó unos cuantos escalones del despejado graderío y se sentó en una de las filas de butacas, admirando los enormes arcos luminosos, que tan solo estaban encendidos en color amarillo hasta una altura de un par de metros, lo habitual en esa temporada de lluvias. En la confluencia de la ahora apagada arcada lumínica, el implacable reloj digital marcaba las 23:45 horas, acercándose cada vez más a la fecha límite de expiración de su contrato de alistamiento en la Fuerza Internacional de Rescate.

Sobre el reloj, tras los grandes ventanales de la Sala de Mando, apenas se divisaba a dos jóvenes informáticos pegados a su ordenador, miembros permanentes del servicio de guardia, quienes daban la impresión de estar haciendo un gran esfuerzo por no caer rendidos de sueño. La estampa general de aquella sala era tan, tan diferente a la que tenía cuando se desataba una situación de crisis y se convertía en un frenético horno de actividad, que su imagen desolada se sumó a la pena que ya de por sí llevaba Daniel cargando sobre sus hombros. Miró las butacas vacías, y se imaginó, sentado a su lado, a Fernando Lema, escuchando atentamente las indicaciones del comandante sobre el escenario. Le pareció ver con nitidez su cuerpo atlético y sus juiciosos gestos, sentado junto a él. Al teniente Queiro sentado en otra butaca, sin quemaduras en la piel, preocupado por las dificultades de una nueva misión. Inconscientemente, recordó la promesa que le hizo al teniente Gadea, aquel lejano día, tumbado en la playa del Carabassí, momentos después de conocer que había superado las pruebas de acceso a la Fuerza. Le prometió que no moriría. Al menos esa parte del trato la había cumplido, se dijo a sí mismo tratando de animarse de alguna forma.

En el centro del sobrio escenario de la sala de congresos del Hotel Bali, un famoso presentador de color, de la televisión británica, abría un sobre blanco antes de anunciar el nombre del ganador del World Media Award en la categoría de Periodista del año. Tras un micrófono de atril, el presentador de la ceremonia comenzó a aplaudir, casi a la vez que los más de quinientos invitados, la gran mayoría a sueldo de la cadena, que se sentaban ocupando decenas de mesas redondas plagadas de vasos y platos a lo largo de toda la gran sala.

Cuando escuchó su nombre, Pebbles hizo el mismo teatro que el resto de los premiados y puso una exagerada mueca de sorpresa. Se puso en pie entre los vítores y palmas de los asistentes, y dio un beso en el rostro a Wendy y un abrazo a Warren, tal y como estaba previsto. Se arregló durante unos segundos la chaqueta y la corbata, y con paso firme se dirigió hacia el escenario, seguido por una de las cámaras de televisión y varios fotógrafos casi arrodillados, queriendo captar la mejor imagen. Subió a la parte superior del decorado, abrazó al presentador que le otorgaba el premio como si lo conociera desde pequeño, y se dispuso a comenzar su pequeño discurso de agradecimiento que había memorizado escasos minutos antes, en la habitación del hotel.

—Muchísimas gracias, queridos amigos, desde el corazón. Desde hace muchos años...

Interrumpió su discurso. De golpe. Al notar una sutil vibración del atril en el que apoyaba su mano. Buscó, entre el resto de los sonrientes asistentes que le miraban desde las mesas, a Warren y Wendy. Ninguno de los allí presentes se había dado cuenta de aquella pequeña vibración. Sus caras de alborozo les delataban, sonrientes, como si la fiesta continuase. Pero cuando al fin encontró la mirada congelada de Warren, entre todas aquellas caras que le observaban, asustado tras los anchos cristales de sus gafas, salió de toda duda. Wendy, sin embargo, no había sentido nada, por lo que continuaba sonriendo, feliz.

Esperó unos segundos, que se hicieron eternos para todos los espectadores allí presentes, que no comprendían porqué había pausado de golpe su discurso de agradecimiento. Levantó la mirada, arqueando las cejas, y contempló el ligerísimo movimiento oscilante de la gran lámpara de araña que colgaba del centro de la fastuosa sala de conferencias. El silencio era sepulcral, incómodo e inesperado y él, involuntariamente, apretó con sus manos el atril, como si fuese incapaz de abstraerse de lo que su gran experiencia le dictaba que irremediablemente estaba ocurriendo.

Daniel suspiró y dedicó una última mirada a lo que tenía a su alrededor. Se levantó de la silla, y dio la espalda a la Sala de Mando, comenzando a subir los escalones en dirección a la puerta.

Primero un pie, después otro, sabía que su tiempo en la Fuerza Internacional de Rescate se agotaba.

Pero un pequeño reflejo amarillo en el rabillo de su ojo le hizo detenerse. Extrañado, volvió a girarse para mirar los arcos. Las increíble instalación formada por millones de LED estaba tornándose, de pronto, anaranjada, mientras simultáneamente iba creciendo poco a poco en altura. Las pupilas y la boca de Daniel se abrieron por instinto, sobrecogido, al ver lo que estaba aconteciendo justo delante de sus ojos en aquella enorme y oscura sala llena de butacas vacías.

Con la violencia de un latigazo, las mesas y las sillas que llenaban la sala de congresos del hotel recibieron un empujón hacia el norte, seguido de una fuerte sacudida que volcó la gran mayoría de los vasos de vino que estaban apoyados sobre ellas. Entre los primeros gritos de mujer que se escucharon, las luces tintinearon, añadiendo más tensión a la escena. Pebbles, mientras se ponía de cuclillas como en un acto reflejo, centró su mirada en la gran lámpara de araña que, ahora sí, se zarandeaba de lado a lado como un péndulo. Algunos de aquellos hombres trajeados se cayeron de las sillas, y muchos creyeron cumplir con las normas de seguridad arrojándose a la desesperada debajo de las mesas. Fueron tan solo unos pocos segundos, un tiempo mínimo para tratarse de un seísmo con semejante fuerza. Como si hubieran recibido la corriente de una poderosa ola de energía que hubiese atravesado el edificio. Cuando todo se calmó, no se oyeron más que los lamentos y gemidos de varias mujeres que habían recibido el impacto seco de las mesas o las sillas sobre su cuerpo. Otras se asustaron al ver la cantidad de vino tinto volcado sobre los manteles, como si fuese sangre.

Pebbles, cuando el suelo volvió a estar inmóvil, se esforzó en ponerse en pié de nuevo e hizo un llamamiento a la calma desde el micrófono. Pidió que las personas que no estuviesen heridas que ayudasen a las que si lo estuvieran y que si alguien tuviera conocimientos de enfermería que se encargase de atender a las posibles víctimas. Apenas fueron un par de frases, suficientes para dejar muestra de la diferente forma de afrontar un suceso de ese tipo entre alguien acostumbrado a moverse y sobrevivir tras ese tipo de incidentes comparado con el resto del personal civil, muchos de los cuales comenzaban a correr despavoridos hacia las salidas de emergencia de la sala de congresos del hotel. A la carrera, John bajó del escenario y fue al encuentro de Warren y Wendy, quienes le recibieron con excitación.

—¡El epicentro no ha tenido que ser muy lejos! —juzgó Warren—. ¿Has sentido la fuerza que tenía?

—¡Joder, he sido un inútil por no traerme el terminal Iridium, no tengo conexión con el Centro de Alertas Sísmicas.

—Llama a la oficina —le animó—. Que te digan las coordenadas exactas del epicentro, ellos ya deben saberlo.

Pebbles sacó su teléfono móvil e intentó marcar, pero no le fue posible.

—La línea debe estar saturada o caída. Por favor, Warren, dime que te has traído la cámara nueva.

—A un viejo zorro como el tío Warren nunca se le olvidaría. Hasta duermo con ella.

Pebbles sintió ganas de darles un beso.

—Bien, sube a la habitación, yo me encargaré de conseguir un transporte. ¿Wendy?

—Yo voy con vosotros. Ahora el equipo somos tres.

—Perfecto.

Warren y Wendy se marcharon corriendo de la sala, teniendo que esquivar a decenas de personas aún en estado de shock por el agresivo movimiento. Pebbles, por su parte, buscó a la desesperada entre los fotógrafos que disparaban su flash mil veces intentando documentar aquel suceso. No le costó encontrar al obeso joven al que le había firmado el autógrafo antes de entrar en la ceremonia. Se dirigió a toda prisa hacia él, y le abordó.

—¡Juan!

—Señor Pebbles, ¡Ha sido increíble! ¡Nunca había sentido un terremoto!

—Cuando llevas unos cuantos al final te acostumbras... ¿Recuerdas cuando te dije que tal vez tuvieras una oportunidad?

—Si, señor.

—Los dioses te han debido de escuchar. Dime que tienes coche.

—Claro, he venido con el coche de mi madre. Lo tengo aparcado aquí fuera.

—Perfecto, perfecto —le pasó el brazo por detrás de sus hombros, amistosamente—. ¡Vámonos de aquí!

—¿A dónde señor Pebbles? ¿Estoy contratado?

—Somos reporteros de catástrofes. Hagamos honor a nuestro nombre. Ahora formas parte de mi equipo. ¡Vamos a buscar ese coche!

El rostro de Daniel, como casi todo el vacío anfiteatro, fue tiñéndose por el reflejo de las luces de los arcos luminosos. Del amarillo más pastel fue subiendo hasta el naranja fuerte y en segundos se tornó en rojo sangre. Cuando finalmente se encendió el último de los leds, en lo alto de la confluencia de los dos arcos, iluminaba por sí solo prácticamente todas las desocupadas butacas del hemiciclo. Observó a los dos jóvenes del servicio de guardia ponerse en pie, nerviosos y, apresuradamente, correr tras sus gafas de pasta hasta uno de los ordenadores de la sala, el que albergaba el sistema conocido por los rescatistas como la ninfómana. Al pulsar en él una secuencia de comandos concreta, la escandalosa sirena de alarma y movilización comenzó a sonar escandalosamente en cada rincón de Base Europa, y Daniel, al instante, sintió una pequeña vibración en su pantalón vaquero. Metió su mano en el bolsillo, cogió su teléfono móvil, y escuchó la metálica voz de la locutora, que repetía sin descanso:

-Se ha producido una situación de emergencia. Preséntese inmediatamente en su escuadrón. Se ha producido una situación de emergencia. Preséntese inmediatamente en su escuadrón.

Se quedó helado, y sintió el mismo escalofrío que cuando oyó esas palabras por primera vez. Pensó en el uniforme que llevaba ahora guardado en su mochila. El que pensaba que nunca más tendría la oportunidad de vestir. Miró el reloj, de fondo negro y números rojos, que culminaba los dos arcos luminosos, ahora del mismo color intenso que los dígitos. Todavía era miembro de la Fuerza, técnicamente hablando. Ese era el reloj bajo el que se regía todo, y hasta que no llegasen las 00:00 su contrato estaba en vigor. Así que, en ese momento, las 23:30, su sitio estaba allí. Por ese motivo había sido movilizado, por eso había sonado su teléfono. No había sido aún desconectado del infalible sistema de la ninfómana. Porque, a todos los efectos, aún era miembro de la Fuerza Internacional de Rescate. Salió corriendo hacia la calle, y siguió con celeridad recorriendo el camino inverso para volver al barracón, entre el agudo sonido de las sirenas que emitían los altavoces situados por toda la base, que a él le sonaba a música celestial. Se olvidó por un momento de todos los oscuros pensamientos que le acomplejaron en esas postreras semanas, y disfruto de sentirse, por una última vez, rescatista. Además, no podía evitar caer en la cuenta de que el destino le había regalado una nueva oportunidad de despedirse de Wilkinson.

—Observa los edificios —le dijo Warren a Pebbles al salir al exterior del Hotel Bali, mirando a lo alto de decenas de espigados edificios de apartamentos—. No parecen demasiado afectados.

—¿Dónde demonios está tu coche, Juan?

—Está aparcado a un par de calles de aquí, señor Pebbles... Le pido disculpas, pero no tenía acreditación para dejarlo en el parking del hotel.

—De acuerdo... ¡Apresúrate!

A paso vivo, los cuatro periodistas caminaron en busca del vehículo. A Warren le había dado tiempo a coger su novísima cámara capaz de retransmitir directamente vía satélite, y cambiarse el esmoquin por su clásico e informal atuendo de vaqueros y ropa deportiva ancha. En cuanto a Wendy, le resultó muy fácil desprenderse del vestido de una pieza que llevaba, y ponerse algo más cómodo. Por pura deformación profesional, también echó en su maleta un pantalón verde lleno de bolsillos que, aunque entallado, usaba de buena gana para trabajar.

—Espero que en la redacción ya estén preparando una programación especial sobre esto-dijo Pebbles.

—Es sábado por la noche, la mitad del equipo estará borracho —le apuntó su compañero.

—Pues que se lleven las copas al estudio, ya me encargaré yo de comprobar que se haya pasado lista.

Warren cargaba con la mochila de cuero en la que transportaba su cámara, y Juan con la cámara de fotos réflex colgada de su cuello, que se movía de lado a lado como un péndulo por las prisas con las que andaban en busca del transporte. Cuando llegaron al coche, se llevaron la sorpresa de que se tratase de un sencillo utilitario Seat Ibiza, de más de diez años. Juan abrió la puerta utilizando la llave manual, y se subieron todos en el coche, con Pebbles ocupando el asiento del acompañante delantero.

—¡Rápido, enciende la radio que nos enteremos donde ha sido el epicentro! —dijo mientras él mismo buscaba un dial donde dieran la noticia—. Es una zona turística, tiene que haber emisoras en inglés.

Efectivamente, al instante pudieron escuchar a un histérico locutor informando del lugar más afectado por el temblor. Había sido justo en la ciudad de Alicante, capital de la región en donde se encontraban.

—¿A qué distancia estamos, Juan?

—En media hora podemos llegar si vamos por la autopista. Pero hay que pagar peaje y yo no sé si llevo monedas sueltas así que...

—Tenemos que estar allí antes de que se colapsen todas las vías de comunicación —Pebbles mostraba toda su excitación—. ¡Hay que darse prisa!

—¡Por supuesto! Pero recordad que el coche es de mi madre.

John miró con complicidad a Warren, sentado en el asiento de atrás, pero inclinado hacia delante con la cabeza entre conductor y copiloto. Cuando el locutor informó de la intensidad del seísmo, los tres tuvieron la misma reacción al exclamar:

—¡Joder! ¡Nueve punto tres!

Los primeros alarmantes datos que participaba el locutor a su audiencia hablaban de un terremoto de 9.3 grados en la escala de Ritcher, con epicentro a escasos kilómetros de la costa de la ciudad de Alicante.

—¡Habrá sido una masacre! —clamó Warren—. Aquí las construcciones no están preparadas para soportar esto.

—Lo peor es la hora que es —apuntó Wendy—. Son casi las doce de la noche, habrá pillado a mucha gente dentro de casa, bajo techo. Por suerte es sábado noche y hace buen tiempo, eso puede haber salvado miles de vidas. ¿Dónde vive tu familia, Juan?

—En Alicante.

—Si han tenido suerte, habrán sobrevivido —tomó la palabra Pebbles, tratando de que no se distrajera al volante—. Si no, tú poco podrás hacer. Ahora están en manos de los servicios de emergencia, y de Dios, si eres creyente. Pero escúchame bien, este es el plan. Vamos a intentar llegar lo más cerca posible de la ciudad, es fácil que un movimiento de tierra como éste haya barrido con carreteras y puentes. Nuestro deber como periodistas es informar con detalle de lo que este ocurriendo, así que vamos a ir grabando y tomando fotos, recopilando material, para que cuando se restablezcan por fin las comunicaciones tener lo mejor posible para emitir. ¿De acuerdo?

—Si.

—Vamos, comportémonos como profesionales. ¿Ok, Juan?

—Si, señor Pebbles.

—Pues déjame conducir a mí.

Frenó en seco el español, y saliendo ambos del coche se intercambiaron las posiciones. Pebbles no se fiaba del estado anímico de aquel casi desconocido becario que había encontrado por la vía urgente. Apretó el acelerador del pequeño utilitario y, con toda la velocidad que le permitió su motor, puso rumbo a Alicante, esperanzado porque todavía fuera factible llegar por carretera hasta allí.

El comandante Varela volvió a quemarse la lengua con el café. La movilización le había interrumpido una disputada partida de póker en Auvenville, y no había tenido más remedio que despedirse de ella y salir a toda prisa rumbo a Base Europa. Al llegar, acelerado, recibió las últimas novedades que había podido recabar el servicio de guardia y, sinceramente, se asustó. El seísmo era demasiado potente y demasiado cercano a un núcleo de población, y además estaba lo suficientemente lejos de París como para que los halcones tardaran todavía unas cuantas horas en llegar. Tomó la decisión de prescindir del multitudinario y habitual brieffing en el anfiteatro. No había tiempo que perder. Dispuso que los escuadrones se reunieran directamente dentro de los halcones, y asignaría a cada uno la correspondiente zona de responsabilidad durante el vuelo. Cada segundo contaba en una situación tan extrema como esa.

Sin embargo, a los pocos minutos de dar esa orden concreta, y mientras repasaba minuciosamente los mapas geográficos con uno de los técnicos movilizados, recibió una llamada privada por la malla operativa de transmisiones. Se trataba del teniente jefe del escuadrón Bravo Siete, solicitando hablar de inmediato con el comandante.

—Adelante, Bravo Siete.

—Señor, tenemos un problema —la voz de Lottar reflejaba su indignación—. Se ha presentado un antiguo miembro del escuadrón, con pretensiones de subirse al halcón. Como responsable, no lo veo en absoluto correcto.

El comandante, a decir verdad, ni siquiera había parado a pensar hasta ese momento en su amigo Daniel. Sin embargo, se alegró de que se hubiera presentado allí. No se lo esperaba. Pero, en cierto modo, admiraba su tesón.

—¿Cuándo expira el contrato de ese rescatista, teniente?

—Dentro de un minuto exactamente, señor.

Al comandante le encantó pronunciar las siguientes palabras.

—En estos momentos, ese hombre es rescatista a todos los efectos, teniente, y además sirve en su unidad. Así que subirá en ese halcón. No podemos permitirnos el lujo de no contar con todos nuestros efectivos.

Escuchó a Lottar farfullar con desagrado al otro lado de la línea.

—A la orden —concluyó el alemán sin disimular su incomodidad antes de cortar la comunicación.

Se giró, en la puerta del contenedor, y miró Daniel, orgulloso, completamente uniformado y en pie.

Esperaba oír la decisión tomada por el comandante, formando junto al resto del escuadrón, entre Gio y Bahía.

—Vendrás, pero serás como un paquete.

Daniel se alegró de escuchar sus palabras, y no pudo evitar mirar a Wilkinson, recién llegada, quien se acercó a él y le dijo, sin que nadie más le oyera, que se alegraba de verle.

Solo por ese motivo a Daniel ya le había valido la pena su decisión de no abandonar al grupo.

Al estar finalmente preparados todos los rescatistas y los pilotos el escuadrón, rápidamente pusieron rumbo caminando al gran helipuerto, entre cientos de rescatistas más, en la oscuridad de la noche. Cuando empezaron a subir a la panza de su halcón, a colocar sus equipos y a ocupar sus asientos para el vuelo, Pierre Blanc, sentado enfrente de Daniel, le dijo con la clara intención de hacerle daño:

—Bien pensado te va a venir bien esta misión. Así te ahorras el billete hasta tu casa.

Daniel no comprendía a qué se estaba refiriendo maliciosamente, por lo que no le contestó. El francés se dio cuenta y continuó.

—Te puedes quedar allí si quieres.

El español, receloso de estos comentarios, miró a Bahía, que trataba de acoplar su cinturón de seguridad. Fue éste quien le dio la triste noticia.

—Vamos a Alicante, ha habido un terremoto de 9.3.

Daniel no abrió la boca, y se ocupó de colocar entre sus piernas su mochila operativa. Se esforzó en no darle a nadie la satisfacción de que le vieran con síntomas de preocupación. Inmediatamente pensó en el inspector Gadea y su familia, pero declinó hacer ningún comentario al respecto. Cumpliría con total profesionalidad su última misión de rescate, sin dejarse afectar por circunstancias personales. Apoyó su cabeza en el fuselaje del avión y espero pacientemente a que el halcón despegara rumbo a si ciudad natal, con la mirada perdida en las luces rojas del techo, evitando cruzarla con la de los gemelos franceses.

—Comandante —le indicó uno de los técnicos del servicio de guardia—. Es la comisionada delegada, por teléfono.

—De acuerdo, pásamelo aquí.

El comandante señaló su inseparable micrófono de garganta para que le fuera transferida la llamada telefónica.

—¿Cómo va todo, comandante? —le preguntó con su inconfundible voz la señora Knaack.

—Los halcones están a punto de salir. Mira que es mala suerte, para unos días al año que se le ocurre coger vacaciones tiene que ocurrir esto.

—No se preocupe, ya estoy vestida. Como no sale ningún avión hasta el lunes voy a tener que conducir toda la noche para regresar cuanto antes a Auvenville.

—Es usted inimitable, y no se me ocurrirá tratar de convencerla de que no hace falta que venga.

—Mi sitio está allí con usted y la Fuerza, comandante.

—De acuerdo. Tenga cuidado con la carretera.

La comunicación se cortó, Varela sonrió y giró levemente la cabeza, complacido por la rectitud y el compromiso de la comisionada Knaack. Admirable, como siempre. Pero no había tiempo para la distensión, y enseguida caminó entre las diferentes mesas de la Sala de Mando buscando a uno de sus técnicos en concreto, de gran experiencia en la ingeniería.

—¿Con qué información contamos ya?

—Cuantiosos daños materiales y estructurales. Una gran cantidad de edificios colapsados, y las principales carreteras de acceso inutilizadas. Los bomberos locales temen que haya miles de personas atrapadas... y a oscuras, porque también se ha caído el tendido eléctrico y las comunicaciones. Además se han registrado varios incendios que de momento no están controlados.

—Pascuale, ¿Has localizado ya el sitio para los hospitales de campaña?

—Tengo cuatro campos de fútbol y una plaza de toros que deberían servirnos. Además, hay un lugar perfecto para el Puesto de Mando Avanzado.

—¿En donde?

—Un lugar elevado, desde dónde se visualiza toda la zona. En lo alto del castillo de Santa Bárbara, justo en el centro de la ciudad.

—Perfecto, vamos a sectorizar toda la región y a coordinar a los halcones para que se repartan. Mucho me temo que los daños no se limitarán únicamente a la propia ciudad. ¡Que dé comienzo inmediatamente el protocolo de despegue, no hay tiempo que perder! ¡Vamos, vamos!

—Juan... —le comentó Pebbles, asombrado de que tuviera el volumen tan alto para escuchar baladas románticas en castellano—. En serio... ¿Qué demonios es esta música?

—Julio Iglesias. ¡Ya les advertí que era el coche de mi madre!

—Por Dios, vamos directos a una catástrofe... ¿No tienes algo menos incoherente, por decirlo de alguna forma?

El pequeño Seat Ibiza circulaba por el carril derecho mientras por el izquierdo le adelantaban cada pocos minutos ambulancias con luces y sirenas encendidas, procedentes de todos los pueblos de alrededor, que se dirigían a Alicante para intentar ayudar.

A cada kilómetro que recorrían se empezaban a hacer más vivibles las consecuencias del temblor.

—¡Mirad allí! —les indicó Warren desde el asiento trasero, señalando con el dedo el viejo campanario de la iglesia de uno de los pueblos que se veían desde la autopista. La mitad de la torre se había derrumbado, dejando una amplia grieta vertical como peligroso vestigio de la sacudida.

—Ya nos estamos acercando..., ¿No lo oléis? Es el olor a morgue —dijo Pebbles, con un tono tan funesto que no hizo gracia a Wendy.

De repente, el conductor tuvo que frenar de golpe para no impactar contra la acumulación de vehículos y ambulancias que estaban completamente detenidos, ocupando los dos carriles de la autopista y también los arcenes. Las luces de emergencia azules, rojas y amarillas creaban una impactante aureola

—Ya está colapsado. Seguramente la carretera estará inutilizada en algún punto —dijo Wendy.

—¿Y ahora que vamos a hacer?

—Esperar y seguir a todas estas ambulancias, seguramente estará la policía desviando el tráfico para crear una ruta alternativa a la autopista. Pero de momento vamos a empezar a rodar. Así tendremos material para enviar cuando se recuperen las comunicaciones. ¡Dame el micrófono Warren!

El reportero se bajó del vehículo, seguido por su inseparable acompañante.

—¿Hay conexión con Londres?

—Todo lo que grabo va directamente a un servidor de los estudios. Ellos solo tienen que coger las imágenes y emitirlas.

—Perfecto, entonces podemos empezar.

En cuanto estuvo dispuesto el sonido, éste conectó la antorcha de la videocámara y le hizo una pequeña cuenta atrás con los dedos de su mano para indicarle que podía comenzar. Al fondo de la imagen, el gran atasco de ambulancias y coches de bomberos.

—Bienvenidos, señores televidentes de Countdown Channel. Una vez más, han escogido la cadena idónea para tenerles rigurosamente informados y en primicia de lo que acontece en este, nuestro sufrido planeta. Soy John Pebbles y hoy nos encontramos a unos escasos quince kilómetros del centro de Alicante, en donde un terremoto de más de nueve grados en la escala de Ritcher ha sembrado el caos más absoluto. Ahora mismo estamos situados en una de las principales vías de comunicación de acceso a la ciudad, la cual se encuentra completamente colapsada de ambulancias y vehículos de emergencia que, como nosotros, intentan llegar a la ciudad, para salvar a las más que previsibles miles de víctimas del seísmo. Ante nosotros podemos ver...

Pebbles guardó silencio al observar las luces azules intermitentes de dos motocicletas de gran cilindrada, verdes y blancas, de la Guardia Civil de Tráfico, sobrepasando velozmente a los coches y camiones que seguían acumulándose en la abarrotada autopista. Los sorteaban pasando entre ellos con habilidad. Warren grabó las imágenes de las motocicletas pasando por delante suya, mientras Pebbles, agachaba el micrófono de mano y le decía.

—Dejémonos de tonterías. Necesitamos unas motos si queremos llegar. Recoge el equipo del coche, nos vamos.

—¿Y qué hacemos con Juan?

—¿Juan? —le dijo escenificando que no sabía a quién se refería—. ¿Quién es Juan?

—El amigo de Julio Iglesias —le contestó Warren, quien se dispuso a recoger sus cosas del coche y a dejar al becario allí, con su utilitario rodeado y atascado, sin posibilidad de continuar su camino junto a ellos.

Wendy empezó a comprender las oscuras tretas que utilizaba Pebbles, y con las que había conseguido siempre estar un paso por delante de los demás reporteros. Se sintió algo asombrada, pero en el fondo le admiraba porque sabía que era el número uno. Incluso mejor que ella. Hizo de tripas corazón, y ayudó a Warren con el equipo, dejando allí abandonado al español con su pequeño utilitario.

Dentro de la panza del halcón Bravo Siete nadie se atrevía a hacer ningún comentario. Todos los componentes del escuadrón se mantuvieron con la mirada perdida a través de la ventana, repasando una y otra vez el equipo o, como era el caso de Lottar, de pie revisando las informaciones que poco a poco iban llegando desde el Sala de Mando. De noche cerrada, Daniel disfrutaba del espectáculo del vuelo a través de la región Languedoc-Rosellon, por donde los pilotos estaban tratando de bordear la escarpada cordillera de los Pirineos, en un intento por tener un desplazamiento hasta la costa de España más seguro. Pensó que esa sería la última vez que estaría dentro de un halcón y, más aún, la última ocasión en la que volaría en helicóptero en su vida. Recordó su primer viaje, rumbo al mar del Norte, y la emoción que le embargó al sentir la sensación de vacío cuando los patines de aterrizaje se separaron del suelo. Eran tiempos felices, más inocentes para él, cuando pensaba que las personas que le rodeaban eran auténticos héroes y compañeros.

Ahora miraba a su alrededor y veía a varios que consideraba genuinos hijos de puta, y a otros que le habían, simplemente, defraudado, tanto personal como profesionalmente. Odiaba a varias de las personas que le rodeaban en aquel helicóptero, a algunas con tanta fuerza que desearía poder golpearles con sus puños y darles una patada en el trasero para lanzarles al vacío, fuera del helicóptero. A Wilkinson no podía verla pilotando desde su posición, lo que en cierto modo era un consuelo. Lottar, mientras tanto, era el único que viajaba de pie, intentando prestar toda su atención a las informaciones que iban llegando a través de la pantalla instalada en el interior del halcón.

—La situación se está complicando —anunció el alemán—. Lo nunca visto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gio.

—El seísmo ha provocado una alerta de tsunami —le contestó con seriedad.

—¿En el mediterráneo? —se extrañó el italiano—. ¡Eso es imposible!

—Este puto planeta está cambiando —comentó Rocher.

—Se está volviendo loco, diría yo —concluyó Bahía, abrochándose su casco rojo de médico, al recordar la vez en que se abrió la cabeza al chocarse contra el fuselaje durante una fuerte tormenta.

—Esperemos que al menos haga buen tiempo... —comentó el más novato, el rubio saltador de Lituania recién llegado al grupo.

—¿En el Mediterráneo? ¿Buen tiempo? ¿Es que no sabes lo que es la gota fría? —quien le preguntó fue Lottar.

—No, la verdad.

—Parece que este chico no se ha enterado de lo que significa el cambio climático —comentó el alemán, provocando las risas de todos y la vergüenza del novato.

—Son lluvias torrenciales, impredecibles, cortas, y muy intensas. Y cada vez más frecuentes. Tan salvajes que colapsan el sistema de alcantarillado en cuestión de minutos, y revientan las tapas de las cloacas, que salen despedidas. Ten en cuenta que en estos países en vías de desarrollo como España —Lottar dijo esto para herir a Daniel-no están preparados para las lluvias.

Él seguía mirando por la ventanilla, voluntariamente ajeno a las estúpidas palabras que pronunciaba su teniente.

Warren y Pebbles vieron una pequeña finca mientras caminaban por el lado de la autopista. Rodeada por una pequeña valla de alambre y espino, en su interior había una diminuta casa de campo, con las luces encendidas. Los dos periodistas ingleses y la americana caminaron a través de un descampado para acceder a ella, gritando para que el dueño de la casa les oyera llegar. Al escucharles, un anciano campesino salió a la puerta, y les abrió la verja exterior. Las primeras luces rojizas y amarillas del amanecer comenzaban a iluminar la costa a la que daba la espalda la vieja casa.

Los reporteros le agradecieron al hombre que les abriera, e intentaron comunicarse con él mediante gestos, ya que no tenían apenas conocimientos de castellano. Simplemente le señalaron un par de viejas vespas negras que aquel hombre guardaba bajo un techado en la finca. Después le mostraron un fajo de billetes de cien euros. Él campesino en un primer momento desconfió de las intenciones de aquellos desconocidos, sin embargo, al contar la cantidad de billetes verdes que le ofrecían, multiplicando varias veces el valor de las motos, no sólo les dio las llaves de contacto de las vespas, sino que además les llenó el depósito con una garrafa de gasoil que guardaba en el interior de la casa. Aceptó el trato que le propusieron los periodistas, y éstos se marcharon subidos en las motocicletas. Pebbles conduciendo y Wendy sentada tras él, y en la otra moto Warren con su inseparable cámara.

Tomaron rumbo en primer lugar hasta la autopista, y después hacia el epicentro del seísmo, circulando entre las ambulancias que continuaban atascadas, sin posibilidad de continuar por la caótica acumulación de tráfico.

Warren gritaba de júbilo, extasiado por encontrarse nuevamente en el corazón de la noticia, disfrutando de la pasión de su vida. Con sus cabellos rizados al viento, la mejor pareja de reporteros de catástrofes del mundo se encontraban, al fin, de nuevo en activo. Y esta vez con la capacidad de emitir en directo. Wendy, mientras, disfrutaba de ser una más del equipo, rodeando con sus frágiles brazos el abdomen de Pebbles.

Minutos después, docenas de halcones encaraban el norte de la provincia de Alicante, sobrevolando las decenas de playas infestadas de edificios de apartamentos de hormigón que afeaban horriblemente la llamada Costa Blanca. Pasaron en paralelo por los enormes rascacielos de la ciudad de Benidorm, que asistían atónitos al majestuoso espectáculo de los grandes helicópteros de Naciones Unidas trazando su trayectoria en primer plano, delante del colorido cielo de la mañana.

—Está empezando a llover —le indicó con formalidad Dimitri el piloto a Lottar.

Éste no le contestó, concentrado en repasar una y otra vez compulsivamente las constantes indicaciones que le hacía la Sala de Mando a través del terminal del helicóptero. En su lugar se dirigió al grupo. Miró a Daniel, pero éste no le correspondió.

—La mala noticia es que las primeras estimaciones de los medios locales de emergencia hablan de un cuarenta por ciento de los edificios destruidos o seriamente dañados. La buena es que nos han asignado una zona de responsabilidad bastante poblada, y podremos rescatar a mucha gente. Hoy los perros serán importantes. Es un día para que nos luzcamos todos.

—¡Mirad ahí! —Gio llamó la atención del resto.

Todos, menos Daniel, miraron a través de la ventana del lado izquierdo del helicóptero, asistieron maravillados a la formación de un enorme remolino de espuma sobre el Mediterráneo, a escasos centenares de metros de la costa. La espiral predecía la crecida del agua.

—¡El mar empieza a revolverse! —anunció.

—En unos minutos llegaremos a la ciudad. Estad preparados. Todos menos uno.

Daniel miró hacia abajo por la ventanilla, y sintió un nudo en su garganta al ver los primeros edificios derruidos junto a la costa. Muchos le resultaban conocidos, había pasado por allí cientos de veces. Pudo ver las carreteras colapsadas por escombros, vehículos volcados y profundas grietas, y decenas de centelleantes luces de emergencia amarillas de los bomberos y las ambulancias, y azules de la policía, moviéndose anárquicamente en todas direcciones.

Mientras el halcón ya descendía de altitud, haciendo más clara y visible la observación de lo que estaba ocurriendo en las calles del extrarradio de la ciudad, Daniel sentía con más dolor el ver los edificios destruidos en su ciudad natal. Entraron sobrevolando urbanizaciones a través de las playas más alejadas, por encima de la carretera que bordeaba la costa. Lo hacían todos los halcones casi en fila india, respetando la distancia de seguridad para no colisionar los unos con los otros. Lottar ordenó a Dimitri.

—El agua está empezando a crecer y a golpear la costa. ¡Usa las sirenas, tal vez podamos avisar a alguien de lo que se le viene encima!

El polaco pulsó uno de los interruptores del tablero de mandos, y el fortísimo y penetrante sonido de la sirena de emergencia comenzó a emitirse por un enorme altavoz situado en la parte inferior de la aeronave.

Daniel miró hacia abajo y, de repente, vio algo que le llamó la atención. Fue durante apenas una centésima de segundo, pero lo vio tan claro que no tuvo ninguna duda de lo que era. La figura de un niño, agitando los brazos hacia el cielo, en el patio de una casa.

—¡Eh! —gritó—. ¡Ahí abajo!

—¿Qué te pasa, novato? —se giró Lottar al preguntarle.

—¡Hay unos niños, en esa casa de ahí atrás! ¡Los he visto moviendo los brazos!

—¡Hay miles de niños en esta ciudad! ¡Y también en la zona que tenemos asignada!

—¡No! ¿No te das cuenta? ¡El agua no va a tardar en llegar aquí! —braceaba imprimiendo tensión a sus palabras—. ¡Hay que saltar a rescatarles ahora mismo!

—¡Esta zona no es nuestra! ¿Te queda claro? ¡Ya sabía yo que era un error el traerte, tu si que eres un niñato!

Daniel abrió al instante sorpresivamente la puerta corredera que tenía delante de él, inundando toda la panza con el sonido de los rotores y de la sirena de emergencia. El viento provocó que Lottar casi se cayera al suelo.

—¡Pero tenemos que saltar!

—¡Has perdido la cabeza! ¡Si quieres saltar, adelante! ¡Pero el halcón Bravo Siete continuará su camino!

El alemán utilizó las mismas palabras y entonación que pronunció el teniente Queiro aquella vez sobre el cielo de Turquía, cuando se enfrentaron. Todo el escuadrón se dio cuenta de que lo hizo a propósito.

—¡Dimitri! ¡Detén el halcón! ¡Voy a saltar!

Lottar cerró la puerta que había abierto Daniel con tanta violencia que pareció que iba a romperla.

—¡Negativo, piloto! —le gritó nariz con nariz, a escasos centímetros—. ¡Continuamos con el rumbo previsto!

—¡Voy a saltar!

—¡Si saltas será lo último que haces!

—¡Impídemelo si puedes, pedazo de mierda!

—¿Estás insultando a tu teniente?

—¿Teniente? ¡El verdadero teniente de este escuadrón es el teniente Queiro! ¡Y si no fuera por tu culpa hoy estaría aquí!

El alemán trató de sujetarle del cuello, sin embargo Daniel fue mucho más rápido, y le empujó apoyando sus manos sobre el pecho, proyectándolo hacia el otro lado de la panza del halcón.

El resto del grupo asistió consternado desde sus asientos a lo que estaba pasando, sin moverse.

Daniel abrió la puerta de nuevo.

—¡Piloto! ¡Detén el helicóptero o a esta velocidad me partiré en dos!

—¡Piloto, mantén el rumbo y velocidad prevista! ¡Es una orden! —gritó Lottar.

Pero a Dimitri no le dio tiempo a tocar ni su palanca de control ni sus pedales. Wilkinson, instintivamente, lo hizo por él desde sus mandos de copiloto. Segundos después el halcón había reducido lo suficiente la velocidad como para que Daniel pudiera saltar.

—¡No eres más que un asesino!

El rostro del teniente se transformó al oir esas palabras.

—¡Asesino! —repitió Daniel—. ¡Díselo, díselo a tus hombres!

Lottar se abalanzó de nuevo sobre él, intentando impedir que saltara, pero éste apoyó sus botas justo en el borde y, simplemente, dejó que el peso de su cuerpo fuera empujado hacia abajo por la fuerza de gravedad.

La caída fue mucho más difícil que lo habitual. El viento comenzaba a ser terrible, y el halcón estaba aún en movimiento, lo que dificultaba enormemente la operación segura de descenso. Daniel fue capaz de controlar la caída, poniendo las botas justo encima de un claro en la calzada, rodeado de escombros. Al apoyar la planta de los pies, la caída fue tan violenta que sus rodillas se flexionaron tanto que llegó a tocar con su trasero los talones sus botas. Acarició con la punta de sus dedos cubiertos por guantes la tierra que le vio nacer, por primera vez desde que salió de allí rumbo a Francia. Y sí, sintió algo especial. Miró después hacia arriba, allí estaba su halcón, alejándose lentamente de su posición, siendo sobrepasado por otros helicópteros que volaban detrás de él a más velocidad.

—¡Dimitri! ¿Por qué cojones has disminuido la velocidad? ¡Has desobedecido una orden directa!

El polaco sabía perfectamente que había sido Wilkinson quien había accionado los mandos para ralentizar el vuelo del halcón, pero protegió a su copiloto.

—Lo siento, teniente. Desde aquí dentro, con los cascos puestos, solo se oían gritos. ¡No sabíamos lo que estaba pasando!

Lottar se creyó las disculpas, y le dio una nueva orden.

—¡Nos vamos de aquí! ¡Continúa hasta nuestra área de responsabilidad!

—Pero teniente —le dijo Bahía, atento como siempre a todo lo que ocurría—. ¡No podemos abandonarle ahí!

—¿Y qué quieres? ¿Qué luego me llamen la atención a mi desde la Sala de Mando por no haber llegado a tiempo a la zona asignada?

—Es mejor eso que el que le llamen la atención por abandonar a uno de sus rescatistas, ¿No cree?

Lottar se sintió intimidado por las punzantes palabras del médico portugués, mucho más suspicaz e inteligente que él, y le ordenó al piloto que mantuviera la posición.

—Le daremos unos minutos. Lo justo para que llegue el agua hasta aquí.

—¿Quiere que salte para ayudarle, señor? —preguntó Gio.

—Negativo. No estamos en nuestra zona, y si tengo que perder a alguien, que sea al mismo que se lo ha buscado.

—¿Has visto eso? —le preguntó Pebbles a Wendy, que trataban de llegar a la ciudad abriéndose camino a través de carreteras secundarias.

—Claro que lo he visto.

Detuvo la vespa, y Warren hizo lo mismo con la suya, en paralelo. Observó el gran espectáculo de los helicópteros dirigiéndose al centro de la ciudad. Todos menos uno, el halcón Bravo Siete, del que había saltado un rescatista.

—¿Es muy extraño que solo haya saltado uno, no?

—Si, ahora que lo dices nunca había visto nada parecido.

Apagaron los motores, y se apearon, poniendo el caballete de las vespas. Desde su posición hasta el lugar donde había caído Daniel apenas había un centenar de metros, y se apoyaron en la barandilla de un pequeño puente que estaban cruzando.

—Quiero que empieces a grabar.

Warren comenzó a revestir la cámara de su funda azul de protección contra el agua.

—¿Otra vez guiándote por tu instinto de reportero?

Pebbles no dejaba de buscar con la vista al rescatista que se acababa de lanzar desde un helicóptero.

—Vete preparando el balance de blancos, y dame el micrófono que vamos a emitir en directo.

—Es increíble esta tecnología. No podemos utilizar los teléfonos móviles porque se han caído las antenas y se ha colapsado el sistema, pero sin embargo podemos emitir utilizando el satélite privado de la compañía sin necesidad de repetidores.

—Ahora jugamos en primera división, amigo —le dijo guiñándole el ojo.

—Ni falta que lo digas.

—¿Qué es este cauce? —preguntó Wendy, apoyándose en la barandilla del puente.

Frente a ella, una enorme rambla artificial construida a base de cemento, hormigón y roca. De más de diez metros de profundidad, y el doble de ancha, estaba diseñada para evacuar al mar millones de litros de agua, en caso de las llamadas gotas frías.

—Para tirar al mar el agua de la lluvia —le indicó Pebbles, absorto con la contemplación de aquel rescatista solitario, a apenas un centenar de metros de su posición.

Daniel miró su cinturón. En el sistema de seguridad acoplado en él aún se encendía el testigo verde que le indicaba que estaba conectado al helicóptero. Aún no se habían marchado sin él. Se puso en pie, y corrió en dirección a la casa en donde había visto bracear a unos niños en el tejado. Escuchó, a través de su casco, el sonido atronador de los helicópteros, de sus sirenas, y el bramido del mar. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a preceder a sus agitados pasos, corriendo en paralelo al enrarecido mar. Se dio cuenta que la casa estaba justo situada al lado de un pequeño barranco artificial, construido en los años de la bonanza económica para intentar paliar sin éxito, reconduciendo el agua, las violentas crecidas de las cada vez más habituales lluvias torrenciales. Conocía bien aquel lugar, había salido a correr por aquel cauce seco en muchas ocasiones durante sus meses de preparación. De un felino salto bajó de un extremo del pequeño barranco, con cuidado de no torcerse el tobillo con las afiladas rocas que lo componían, y recorrió transversalmente sus veinte metros de anchura. Al llegar al otro extremo, tuvo que emplearse a fondo para trepar rápidamente y llegar a la otra orilla. Se encontró justo de frente con la casa que buscaba, en cuyo tejado le había parecido ver a unos niños moviendo los brazos para pedir auxilio. En la puerta de la finca, una hilera de coches se cruzaban entre ellos haciendo zigzag, seguramente colocados así tras ser movidos por el temblor de tierra.

—¿Estamos en el aire? —le preguntó Pebbles, mientras se estiraba el pelo canoso hacia atrás, recogiéndolo en su coleta, mojado ya por las gotas de lluvia.

—Me lo indica este menú digital. Cuando en Londres me den paso, se encenderá esta luz roja, y eso querrá decir que si.

Al instante, el testigo luminoso se encendió, y el reportero comenzó a hablar.

—Ya está, entramos en directo John, en tres, dos...

—Hola, televidentes abonados de Countdown Channel, les habla John Pebbles, como siempre en vanguardia de la noticia, para ofrecerles en directo, y en primera persona, todo cuanto está ocurriendo en la grave catástrofe que ha asolado la otrora turística ciudad de Alicante. Desde nuestra posición podemos observar el paso de decenas de helicópteros de la Fuerza Internacional de Rescate dirigiéndose rumbo al centro de la ciudad, al rescate de los cientos de personas que seguramente se encuentren atrapadas dentro de los escombros. En sus casas, en los bares, en los centros comerciales, Dios sabe la cantidad de gente que estará angustiada, debatiéndose entre la vida y la muerte en estos momentos, esperando la llegada de los equipos de emergencia. Sin embargo, en este momento estamos asistiendo a un hecho cuanto menos, curioso y fuera de lo común. Frente a nosotros pueden ver ustedes, señores privilegiados televidentes abonados a Countdown Channel —Warren enfocó la cámara y realizó un espectacular zoom hacia el inmóvil halcón Bravo Siete—, a uno de los helicópteros que ha detenido su vuelo, y del que se ha descolgado un rescatista. No sabemos el motivo de por qué ha sido únicamente uno de ellos, sin embargo podemos informarles de que le hemos visto entrar en una de las casas que están bordeando esta pequeña torrentera artificial sobre el que nos encontramos.

Daniel llegó sofocado a la humilde casa. La puerta de madera blanca estaba cerrada, intentó inútilmente tocar al timbre, pero al no haber electricidad no emitió ningún sonido. Observó una inquietante grieta que recorría en diagonal la fachada del edificio, desde la acera hasta la terraza. Si no se había derrumbado por completo había sido de puro milagro. No se lo pensó dos veces y con el pequeño martillo que llevaba en su cinturón destrozó el cristal de una de las ventanas, y entró en el interior, con el cable que le unía al helicóptero todavía unido a su espalda. Terminó de romper los vidrios que permanecían pegados al marco de la ventana al impactar con el casco de kevlar que llevaba puesto.

Una vez dentro, recorrió la casa en busca de los niños. La mayoría de los muebles estaban volcados en el suelo, y la enorme pantalla de la televisión de plasma se había roto en mil pedazos por el golpe. Llegó hasta uno de los dormitorios, junto al que había, boca abajo, una silla de ruedas. La puerta estaba bloqueada por un armario que se había venido abajo con el temblor. Lo apartó con dificultad, abrió la puerta del cuarto y escuchó el grito de una joven mujer al verle, tirada en el suelo, arrastrándose en pijama sobre el terrazo. Daniel se agachó para intentar ayudarle.

—¡Mis hijos! ¡Mis niños!

—¿Dónde están?

—¡No lo sé! ¡No puedo moverme!

Él salió de la habitación, y siguió recorriendo la casa hasta llegar a un patio exterior. Allí, bajo la cada vez más persistente lluvia, lloraba uno de los niños que había visto desde el halcón. Daniel le abrazó, aunque el pequeño no dejó de llorar en ningún momento, ni siquiera cuando le llevó a la habitación junto con su madre.

Daniel, nervioso, cayó en la cuenta de que la mujer no podía levantarse por tener problemas de movilidad. La cogió en brazos, la sentó en la cama, y le dio a su niño de cuatro años en brazos.

—Por favor, dime, ¿Dónde están los otros niños?

—¡No lo sé, no he podido salir de este cuarto, la puerta estaba bloqueada!

—¿Cuántos son?

—¡Dos más, dos bebés más! ¡Mis hijos, por favor!

Salió corriendo de la habitación, y siguió recorriendo la casa. En uno de los cuartos encontró a uno de los niños, pataleando hambriento dentro de su cuna. Lo sacó de allí, y se lo entregó a su madre, que seguía sentada en la cama con su otro hijo.

Volvió a salir en busca del pequeño que faltaba, pero no lo encontró en la cuna que quedaba vacía en la otra habitación. Pensó en salir al patio, pero allí tampoco estaba. Pero vio en el pasillo una pequeña escalinata que llevaba hasta el tejado de plástico y aislantes. La subió, golpeando la trampilla por la que se accedía a él y, efectivamente, allí se encontraba otro de los niños a los que había visto desde el halcón. Se encontraba haciendo señales desesperadamente a los helicópteros que seguían sobrevolando la zona, pero a tanta altura y velocidad que era tan difícil distinguirle que ninguno, excepto Daniel, le hubiesen visto.

Bajo la lluvia, cogió al niño en brazos, y miró el mar. Se asustó como nunca antes se había asustado en toda su vida por lo que vio. El agua había empezado a crecer de tal forma que ya había alcanzado las primeras casas de la costa, y se abría paso a una endiablada velocidad, arrastrándolo todo a su paso. Abrazó al niño con fuerza, y quiso poder abrazar a alguien que le viniera a salvar a él. Pero su peso era demasiado para el tejado del patio donde estaba el niño subido, y cedió, partiéndose el plástico del que estaba fabricado. Cayó al suelo, golpeándose con fuerza al precipitarse en la espalda y las piernas. Su uniforme se rajó, provocándole un espectacular roto en la espalda. Por muy poco no se había sajado él de arriba abajo. Pero instintivamente consiguió proteger al niño que llevaba para que no sufriera ningún daño. Sin embargo, con la caída se desprendió de su emisora, que quedó en el suelo, y no se dio cuenta.

Se levantó lo más rápido que pudo, y llevó el niño junto con su madre.

—¡No lloréis, que os voy a sacar de aquí!

La mujer, entre sollozos, preguntó:

—¡Gracias Dios mío! Pero... ¿Qué es ese ruido?

Lo que estaba escuchando era el inconmensurable rugido del mar tragándose la tierra, cada vez con mayor ferocidad y a menos distancia de ellos. Un sonido tan apabullante que parecía que las olas ya estuviesen más cerca de lo que en realidad estaban.

Daniel se acercó a la ventana de la habitación, que daba justo al lado contrario por donde se acercaba con fuerza el agua del maremoto. Pudo oler el salitre, y un extraño hedor a putrefacción cada vez más intenso. Se asomó por ella para comprobar si era una buena vía de evacuación.

Bajo la creciente lluvia, Warren pudo ver un llamativo casco rojo de rescatista salir por una de las ventanas de la casa, y aprovechó el potentísimo zoom de su videocámara para enfocarle. Pebbles también lo vio, narrando en directo lo que podía ver desde su posición, sabiendo que podían estar observando millones de personas a través de la suscripción a su canal.

—¡Señores telespectadores, admiren con nosotros en tiempo real la complicada operación de rescate que está llevando a cabo este valeroso rescatista! Muchas preguntas nos asaltan... ¿Habrá gente atrapada dentro de la casa? ¿Por qué no bajan a ayudarle el resto de sus compañeros?

Tras unos segundos de pausa, continuó con su apasionada crónica.

—¡Un momento! Parece que empezamos a ver movimiento dentro de la casa.

Daniel se apresuraba a quitarse el cinturón y los anclajes que rodeaban su cuerpo.

—No hay tiempo para hacer dos viajes, así que vais a tener que ser valientes y subir vosotros solos, ¿De acuerdo?

Dos de los niños no dejaban de llorar, y la madre temblaba del pánico. Él la cogió en brazos, y la apoyó por dentro en el alféizar de la ventana de la habitación, ya que estaba incapacitada para mover las piernas por sí misma. Le pasó sus propios anclajes de seguridad, de los que se había desprendido, alrededor de la cintura y por las ingles, mientras le decía:

—Tienes que abrazar a tus hijos, con todas tus fuerzas, de acuerdo. ¡Abrázales, y sé fuerte! ¡Los vamos sacar de aquí! ¡Te lo prometo!

La mujer abrazó a sus tres hijos, y Daniel le puso los anclajes correspondientes para un único rescatado al mayor de ellos. A los otros dos los rodeó utilizando cuerda sintética que llevaba en el cinturón de herramientas, ahora colocado en el cuerpo de la mujer.

—Tranquilos chicos, no lloréis. Mira —le dijo a la mujer, que le miraba entre escalofríos—, estos nudos que estoy haciendo se llaman as de guía. Es el mejor nudo que existe. Mejor que el ballestrinque, o incluso que el ocho. ¿Verdad pequeños que os gusta este nudo?

Consiguió lo que pretendía, distraer a los niños durante unos segundos para poder rodearles de nudos y lazos de seguridad.

—Si tu cumples tu parte —se dirigió a la atemorizada madre—, y no sueltas a tus hijos, este nudo y este sistema de retención te llevarán directos al helicóptero, confía en mí ¿De acuerdo?

Desde lo alto del halcón, todos los rescatistas miraban asustados la progresión del agua del mar en tierra firme, tumbando palmeras y arrastrando coches y contenedores como si fueran barcos de papel. El torrente de agua estaba tan cerca de alcanzar la casa donde se había metido Daniel, que Lottar no tuvo ningún reparo en afirmar:

—¡Dimitri, estate preparado, en unos segundos nos desprenderemos del cable de seguridad del saltador cuatro y nos marcharemos! ¡Tal vez aún nos quede gente por rescatar en nuestra zona asignada! ¡Ya deberíamos estar allí!

Acto seguido le dedicó a Bahía una indisimulada mirada de desprecio, como si ya le hubiera elegido como nuevo enemigo.

Daniel se quitó finalmente su casco rojo, y se lo puso al mayor de los niños y se lo ajustó con la correa, rápidamente. Éste quien mostró encantado, como si fuera un juego.

—¡Coge esta palanca! —le gritó a la madre para que le quedara claro lo que tenía que hacer— ¡Esta palanca controla el cable que llevas atado a la espalda! ¡Cuenta hasta tres y tira hacia ti de ella con todas tus fuerzas hasta que llegues al helicóptero, de acuerdo! ¡En un momento estarás allí arriba, con tus hijos, a salvo!

Ella asintió aterrorizada con la cabeza, temblando, con la boca abierta. Él pensó que probablemente sería la última vez que vería a una mujer así de guapa en su vida. Miró a sus ojos, verdes, atenazados por el frío y el pánico. Y un inesperado impulso le llevó a besar sus labios sonrojados durante unos segundos. Ella se quedó aún más impresionada de lo que ya estaba, aunque en cierto modo le consoló. Un bramido in crescendo presagiaba la llegada del agua del mar en breves instantes, y mientras, el menor de sus hijos no dejaba de llorar desconsoladamente.

Daniel metió la mano en uno de los bolsillos de su uniforme, a la altura del pecho. Sacó un chupete de plástico de color rosa, que hacía casi un año que le había regalado el imbécil de Lottar, y se lo metió en la boca al pequeño. El niño dejó de llorar de inmediato, aliviándose succionando el chupete como si hubiese sido siempre suyo. Daniel contó a la vez que la mujer. Tres. Dos. Uno.

—¡Dime que lo estás grabando! —le preguntó Pebbles a Warren, mientras se aseguraba de haber desconectado el micrófono.

—¡Lo estoy grabando, jefe, lo estoy grabando!

Lottar se dirigió a cortar el cable de seguridad.

—¡Dimitri, nos vamos! El agua ya se lo está tragando.

Wilkinson sollozó, y dos inesperadas lágrimas brotaron al instante de sus ojos al saber que nunca más volvería a ver a Daniel.

Justo cuando estuvo a punto de pulsar el botón que separaría el helicóptero del cable que lo unía con el cinturón del rescatista, empezó a girar rápidamente la polea por la que se movía.

—¡Un momento! —gritó Gio—. ¡Está subiendo!

Wilkinson se giró, entusiasmada.

Miraron hacia abajo los rescatistas, y vieron subir, a una extraordinaria velocidad, a la madre junto con sus hijos, abrazada, muerta de miedo, haciendo exactamente lo que le dijo Daniel que hiciera con la palanca de control. Cuando llegó a la altura de la panza de la helicóptero y fue ayudada a entrar por los rescatistas, quedaron impresionados por la ausencia de Daniel.

—¡Lo nunca visto! ¡Qué valor tiene ese chico! —exclamó Bahía desde el corazón, mientras ayudaba a la madre a sentarse en una de las camillas.

—¡Dimitri! —gritó Lottar—. ¡Nos vamos a nuestro sector, la tormenta está empeorando!

El piloto miró a su ayudante en la cabina, sentada a su izquierda. Pudo ver lágrimas deslizándose bajo la visera de su casco. Pero ya no había otra opción. Movió con contrariedad su bigote, y continuó con el rumbo del helicóptero, desde el que se veía claramente como el agua comenzaba a golpear la casa en la que Daniel se había quedado voluntariamente atrapado.

—¡Señores telespectadores de Countdown Channel! —la voz de Pebbles sonaba realmente pletórica—. ¡Estamos asistiendo a un hecho extraordinario! Como han podido apreciar en sus privilegiadas pantallas, un rescatista se ha quedado en tierra, dejando su sitio para que pudieran ascender hasta el helicóptero, y salvar la vida, a una mujer y por lo que hemos podido contar hasta tres niños. ¡Sin duda una muestra de arrojo y valor muy poco frecuente en estos días, incluso para un rescatista de la Fuerza Internacional de Rescate! La pregunta que nos hacemos todos es... ¿Por qué? ¿Por qué no han bajado a ayudarle ninguno de sus compañeros? ¿Por qué no ha podido subir a los niños y después bajar a por la madre? ¿Por qué...?

De repente, Pebbles y Warren vieron algo que no se esperaban. Una gran ola de agua de un tamaño tan grande como la casa estaba a punto de impactar contra ella. Ellos estaban sobre el puente, desde donde tenían una magnífica panorámica de todo lo que ocurría, incluido el torrente de agua que se dirigía imparable hacia su posición.

Daniel salió por la ventana de la casa de un salto, justo a la calle, junto a los coches. Su uniforme estaba rajado, y sus pies ya estaban mojados por los charcos que estaba provocando la lluvia. Miró hacia el mar, miró hacia la terrible ola que estaba a punto de llegar hasta él, llevándose por delante palmeras, postes eléctricos y farolas. Cerró los ojos, intentó buscar una solución, una escapatoria. Subir al tejado sería una estupidez, la ola era tan grande como la casa. Pensó en su madre, se resignó a que muy pronto estaría con ella. Pensó en su padre. Su mente le llevó rápidamente al inspector Gadea, se acordó de que sin duda estaría cerca de allí, tal vez a salvo tal vez no. Recordó la casa donde estudió con él, tantos días. El olor a humedad de sus paredes, la exagerada luz que emitía el flexo junto al que pasó largas horas de memorización. Pudo ver la pila de libros y manuales que le dejó en la mesa. Pudo ver los libros de filosofía oriental. Recordó las palabras del inspector, acerca del camino recto del samurai que le llevaría hasta el triunfo. El camino recto. El triunfo. Ya casi podía notar el salitre del mar impactando en su cara.

Y perdió el miedo. Abrió los ojos. No abandonaría el camino recto del samurai, como le prometió al inspector. Se giró y, por puro instinto comenzó a correr en la dirección contraria al agua, saltando de coche en coche, de un maletero al techo, de un techo al capó, y de ahí al maletero del coche siguiente, huyendo del implacable destino que le llevaba directamente a la muerte. A su izquierda, el cauce del río estaba sirviendo para acumular el agua pero en el sentido contrario para el que fue diseñado, llevando el mar tierra adentro.

—¡Por Dios Warren! ¡Dime que lo estás grabando!

—¡Si jefe! —le contestó, recogiendo con su precisa cámara las imágenes del rescatista, corriendo justamente en la dirección en la que ellos se encontraban.

La ola impactó con toda la fuerza de la naturaleza contra la casa, provocando tal choque que rompió todas sus ventanas, tanto de un lado de la casa como del otro. El agua seguía avanzando a toda velocidad, rugiendo como un hambriento monstruo, lamiéndole los talones literalmente a Daniel, a quien le sobrepasaba ya el torrente que circulaba por el barranco de su izquierda, en paralelo a él, en una tétrica carrera de final incierto. Su corazón bombeaba sangre con tanta potencia que nunca hubo corrido a tanta velocidad ni saltado con tanto ímpetu como en ese momento. Saltaba de un coche al siguiente, cuando casi el agua levantaba el maletero del anterior por el que había pasado. Miró a su izquierda, al barranco, y contemplo en milésimas de segundos a uno de las decenas de yates y barcos de recreo que había arrastrado el mar hacia el interior, el cual era empujado por la rambla artificial tierra adentro con tanta fuerza que estaba a punto de sobrepasarle a él mismo. Saltó del último coche a una furgoneta, pisó sobre su techo, y de éste saltó varios metros hasta encaramarse en la cabina de un camión estacionado casi en diagonal. Con el agua rugiendo tras él, y ya moviendo y levantando las ruedas del enorme camión, corrió hasta el final de la caja del camión, y saltó desesperadamente, con toda la fuerza que le permitieron sus poderosas piernas, hacia la rambla artificial de su izquierda.

Warren, por instinto, asustado, dio un par de pasos hacia atrás, bajo la lluvia. La ola se dirigía directo hacia su posición, aunque el puente elevado en el que se encontraban debería estar por encima de la nivel del agua. Wendy tapó su boca, y se giró asustada.

—¡Por Dios Warren! ¡Dime que lo estás grabando!

—¡Si jefe! —le repitió.

Daniel puso sus botas al caer en la cubierta blanca y mojada del pequeño yate, de más de quince metros de eslora, que era arrastrado tierra adentro con toda la violencia imaginable por la corriente del mar, junto con toneladas de escombros. Intentó volver a ponerse en pie, pero la posición del barco era tan inclinada que hacía imposible llegar a conseguirlo sin tener que corregir constantemente la posición de las piernas. Miró a todos lados, el barco no tardaría en voltear sobre sí mismo mientras avanzaba por la rambla. Miró hacia la proa, hacia el frente, hacia el barranco por el que era arrastrado el barco. Vio un puente metálico, negro, que cruzaba el cauce. Tres insensatos estaban allí, mirando lo que ocurría, seguramente próximos testigos de su muerte. Él miró hacia arriba, hacia el mástil de fibra de carbono que se levantaba desde el centro de la cubierta del barco y se alzaba más de quince metros. Era su única oportunidad, por insensata que pareciera. Sin tiempo para pensar, comenzó a trepar por el mástil, con toda su energía, apoyando sus pies y sus manos en los aparejos y en las vergas del mismo.

Notaba en su cuerpo toda la fuerza de la inercia que llevaba el barco, que le dificultaba ascender por el mástil inclinado. La parte superior de su uniforme se enganchó inesperadamente en uno de los salientes de los aparejos, y tuvo que esforzarse aún más para arrancar casi de cuajo un enorme pedazo de tela del mono. Llegó hasta casi la parte superior, como impulsado por una energía que solo se puede obtener cuando se siente el aliento de la muerte respirándote en la nuca.

Cuando el barco deportivo, cada vez empujado a más velocidad, llegó a la altura del puente de acero, el casco pudo pasar por debajo, pero el mástil golpeó con toda la fuerza acumulada contra el puente, provocando que se tronchara de cuajo, partiéndose en dos trozos, uno de los cuales se inclinó cayendo con violencia sobre el puente, mientras el otro era casi absorbido por la fuerza del torrente bajo el puente. Daniel saltó justo a tiempo para caer de pie, detrás de la posición de Pebbles y los suyos tras sobrevolar sus cabezas junto con miles de astillas del mástil. Absolutamente impresionados por la aparatosa hazaña, el cámara pudo grabar toda la secuencia completa, que se estaba emitiendo en directo en pantallas de televisión de medio mundo, y Pebbles recuperó el aliento solo para preguntarle a Daniel, micrófono en mano:

—¿Quién coño eres? ¿Spiderman?

Daniel se incorporó tras la caída, miró a la cámara y a Pebbles y no dudó en contestar con aplomo.

—¡Saltador cuatro, escuadrón operativo Bravo Siete, de la sección europea de la Fuerza Internacional de Rescate!

Pebbles quedó maravillado por esta respuesta. No había visto a nadie con tanto carisma y telegénica en toda su vida. Warren aún tenía la boca completamente abierta por la proeza a la que acaba de asistir. La lluvia continuaba cayendo, cada vez con mayor intensidad, calando a los tres. El agua que arrastraba el mar llenaba la rambla, y estaba empezando a anegar también las zonas superiores y las calles y carreteras que la rodeaban.

Pebbles le hizo una señal ocular a a Warren para que continuara grabando.

—¿Y a dónde se dirigirá ahora, rescatista? —le preguntó, micrófono en mano—. Le hemos visto rescatar a una mujer y a un grupo de niños, pero su helicóptero le ha abandonado.

—No hay otra opción. A seguir salvando vidas, para eso estamos entrenados —dijo tratando de orientarse mirando hacia los lados.

—¡Ya han oído, señores! Estamos ante lo que podemos considerar el prototipo perfecto de rescatista, capaz no solo de jugarse la vida, sino de prácticamente entregarla por los demás. Apenas ha transcurrido un minuto desde que este hombre se ha librado de una muerte segura, y su único pensamiento ya está dirigido a encontrar y salvar a nuevas víctimas de la catástrofe. ¡Guau!

No pudo evitar esta expresión, ante la sorpresa de Warren, poco acostumbrado a estas salidas de tono de su jefe en antena.

—¡Es apasionante, e increíble! Aquí, bajo la lluvia, tras el terremoto, entre el tsunami, John Pebbles acompaña a este heroico rescatista en su búsqueda de la supervivencia humana. Recuerden, están en riguroso directo en Countdown Channel, son las ocho y treinta y nueve horas del domingo treinta y uno de ...

—¡Un momento! —le interrumpió Daniel, agitado—. ¿Qué día dice que es hoy?

—Treinta y...

—¡No, no! ¿Qué día de la semana?

—Domingo, ¿Por?

Daniel se giró varias veces, nervioso. Miró a su alrededor. Se tapó la boca con las manos, y exclamó.

—¡Dios mío!

—¿Qué ocurre?

Daniel se tocó alrededor de su cuerpo. No tenía su cinturón, que le había puesto a la mujer, ni mucho menos su emisora. Miró su teléfono móvil que guardaba en el pantalón. No tenía nada de cobertura, era obvio que los repetidores de telefonía no funcionaban, como solía pasar durante las primeras horas de todas las catástrofes.

—¿Esa cámara emite en directo?

—Efectivamente, así es.

—¿Queréis ver algo impresionante?

Pebbles y Warren se miraron mutuamente primero, y después miraron a Wendy. Ella era la más estupefacta de todos. Asintieron con la cabeza después, con profunda admiración por aquel joven que acababa de escapar de las mismas garras de la muerte.

En el Sala de Mando de la base de Auvenville se seguía con extrema atención el desarrollo de la titánica operación de despliegue. Desde sus precisos monitores podían ver el avance de las olas gigantes, capaces de provocar más daño que los propios temblores de tierra.

El comandante maldijo un par de veces, algo impropio de él, por no haber podido llegar con mayor premura a la zona.

—Los halcones están trabajando bien, señor —le comentaba uno de los científicos—. Se ha conseguido rescatar a gente.

—Hay que mejorar los protocolos. No sé cómo, pero tenemos que llegar antes. Si había gente atrapada, ahora se habrá ahogado. Es una pesadilla.

Su dilatada experiencia no impedía que su estómago se encogiera al ver lo que estaba ocurriendo. Apartó su vista de las pantallas y se centró en su propia tableta digital, apoyada sobre una de las mesas.

—¿Están reportando los datos?

—Sí, así es. Le indicó uno de sus ayudantes.

Con su único dedo índice, navegó por el programa informático en busca de buenas noticias.

Se fijó en la cantidad de personas ya rescatadas a bordo de los halcones. Casi cincuenta, y subiendo. A continuación miró la cifra de bajas. Ya había ascendido a tres. Como movido por un presentimiento, pulsó sobre esa cifra, y en un menú emergente apareció el indicativo de los escuadrones que habían sufrido la pérdida de un rescatista. Se trataba del Alfa Tres, el Bravo Siete y el Mike Cinco. Un cosquilleo recorrió su espina dorsal. Pulsó sobre el texto Bravo Siete, y la ficha personal del saltador cuatro, Daniel Burillo, apareció ante él como fallecido en acto de servicio. La fotografía oficial de su ficha fue realizada en su primer día en la base, recién incorporado a la Fuerza. Con un aspecto tremendamente ingenuo, parecía que hubiesen transcurrido diez años en lugar de uno, tal era el cambio que había sufrido. En esos días aún no tenía ni rastro de la cacareada mirada turbia que acababa por implantarse en todos los rescatistas. Sintió personalmente su pérdida, con una profunda y solemne tristeza, llegando a negar con la cabeza involuntariamente. Como si el destino de ese condenado chico hubiera sido algo irremediable, anunciado, predestinado. Pero debía sobreponerse, aún tenía una colosal operación de rescate que liderar.

—¿Hay alguna novedad, señor? —le preguntó uno de los técnicos al ver su gesto.

Hizo acopio de valor, y contestó dejando la tableta apoyada en la mesa.

—Ninguna, estaba repasando el parte de bajas. Por debajo de lo habitual. Y además no hemos perdido ningún halcón. Que continúe la búsqueda de supervivientes en cuanto se estabilicen las aguas.

Mientras tanto, a bordo del Bravo Siete nadie se atrevía a exteriorizar el más mínimo gesto. El sonido de las hélices y las sirenas se encargaba de evitar cualquier atisbo de conversación. En la cabina, Dimitri siguió al pie de la letra las órdenes de Lottar e intentó estabilizar el aparato en la zona que tenían asignada. Se fijó en que las manos de Wilkinson no dejaban de temblar, torpemente. Ella intentaba comportarse como un piloto profesional, y no dejar que la pena influyera en su misión. Pero no era así, no lo conseguía. Estaba trémula, y aturdida. El piloto se dio cuenta de su estado e intentó realizar todas las tareas de navegación en solitario durante aquellos dolorosos minutos, perturbadores a más no poder para todos los miembros del escuadrón.

Lottar, con su casco amarillo de teniente, miraba a los gemelos Blanc con la máxima frialdad posible, como buscando su apoyo. Ninguno de los tres tenía la culpa de lo que le había ocurrido a Daniel, ya con toda seguridad tragado por el mar. Pero en realidad ninguno sentía la más mínima lástima por lo que le había ocurrido. El resto del equipo, mientras tanto, cabizbajos, esperaban ansiosos la hora de bajar del halcón para que el trabajo les hiciera mantener la mente ocupada.

—¡No me puedo creer que no seas capaz de seguirlo!

Warren, subido como pasajero en la vespa conducida por Pebbles, gritaba enojado, ya que Daniel corría a través de los caminos de tierra encharcados con más agilidad que las motos. Con Wendy conduciendo tras ellos, cámara al hombro, filmaba a Daniel corriendo bajo la lluvia, pocos metros por delante de él. Era como un maravilloso travelling, en el que el rescatista demostraba su potencial físico corriendo a través de las veredas a medio asfaltar de la periferia de Alicante. Pebbles tenía que emplear a fondo su pericia para conducir sin caer al suelo por esos embarrados caminos. Daniel corrió durante cerca de veinte minutos, con tanto ímpetu que daba la impresión de que si se lo proponía llegaría a su destino mucho antes que las motocicletas.

—¿Dónde cojones va este tío? —se preguntó Warren en voz alta, con su boca pegada a la nuca de Pebbles, intentando mantener la cámara con la mayor estabilidad posible.

—No lo sé, pero nos está alejando del centro de la ciudad. ¡Si lo que nos enseña no es lo suficiente interesante habremos perdido una gran oportunidad de llegar los primeros!

—Nos la hemos jugado todo a una carta ¿Tú que opinas Wendy? —miró hacia atrás para dirigirse a ella, que les seguía a unos metros de distancia, sobre la otra vespa.

—¿No eras tú el que tenía instinto periodístico?

—¿Seguimos emitiendo?

—¡En directo, mientras nos dure la batería del equipo!

Pebbles pensó en esas palabras. Y sí, algo dentro de él le decía que si quería la mejor noticia, debía de seguir a aquel rescatista loco que corría como si tuviera clarísimo el lugar a donde dirigirse.

Daniel trotaba bajo la lluvia como si se hubiera liberado de un yugo. Como si al lanzarse de ese helicóptero hubiera dejado atrás las presiones y los complejos, y volviera a sentirse otra vez capaz de cualquier cosa. Además, sabía cual era el destino de sus zancadas. A través de los caminos, llegó a una zona prácticamente descampada, cruzada por un camino de tierra. A lo largo de ese estrecho camino salpicado de pequeñas piedras, sus presagios quedaron confirmados. En aquella llanura, a medio camino entre un grupo de casas de campo y un vetusto polígono industrial, se apelotonaban más de setenta coches, muchos de ellos cruzados por el movimiento de la tierra. Los periodistas quedaron asombrados, no se explicaban que hacía allí tal cantidad de coches. Daniel siguió corriendo, superando los coches aparcados, hasta que se detuvo en uno en concreto. Era un llamativo Ford Escort Cosworth de color púrpura con un antiestético alerón posterior. El mismo coche con el que se había corrido centenares de juergas hasta perder la cabeza unos años atrás.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Pebbles a Daniel, al ver que se detenía.

Éste no le contestó, y empezó a serpentear entre los coches, en dirección a una pequeña caseta de hormigón, situada junto a una pequeña loma. El terremoto había conseguido que se viniera abajo, quedando sus dos compuertas metálicas bloqueadas.

Daniel se acercó hasta apoyar su cara en las compuertas. Los tres periodistas le seguían de cerca, mientras Warren enviaba las imágenes hasta Londres. Golpeó la puerta con fuerza, pero no había forma humana de mover los pesados bloques. Gritó a través del pequeño hueco que se había formado entre las compuertas, el hormigón y la pequeña loma.

—¿Me oís? ¿Hay alguien ahí?

Los periodistas estaban anonadados, se preguntaban si aquel joven realmente estaba cuerdo.

Pero se oyó de pronto un rumor, golpes y gritos de desesperación.

—¿Me oís? ¿Me oís?

Finalmente pudo escuchar una voz, casi rota, a corta distancia pero a través de varias capas de escombros.

—¡Si! ¡Socorro! ¡Por Dios! ¡Sacarnos de aquí!

Los periodistas no salían de su asombro, al comprobar que se oían voces a través de las ruinas de aquella extraña caseta. Daniel intentó calmar a aquella voz.

—¡Bien! ¡Tranquilos! ¡Os vamos a sacar de ahí!

—¡Sacarnos ya! ¡Ayuda!

—Si, si. ¡Pero antes debéis decirnos cómo está la situación ahí abajo!

—¡Aquí abajo! ¡Joder! ¡Esto es una puta mierda! ¡La gente aquí está muy drogada, le están pegando infartos! ¡Hay gente por el suelo, muertos! ¡El jodido grupo electrógeno ha dejado de funcionar y estamos a oscuras!

—Necesito que...

—¡Sácanos de aquí!

—Escúchame... —Daniel reconoció la voz de su antiguo compañero de juergas al otro lado de los escombros—. Necesito que me digas cuanta gente hay, ¿De acuerdo?

—¡Vete a la mierda! ¡Esto es peor que el infierno! ¡La gente ha tomado LSD y se está volviendo loca! ¡Se están pegando bocados los unos a los otros!

—¡Vamos, más o menos, necesito saber cuantos sois para pedir los helicópteros!

—¿Helicópteros?

Daniel miró a los periodistas, abrumados por las circunstancias. Y después se fijó en la cámara de Warren. Sonrió.

Nadie se encontraba parado dentro de la Sala de Mando. En una frenética actividad, parecía como si todos supieran exactamente lo que tenían que hacer, piezas de una máquina perfectamente engrasada. El comandante se evadió durante unos segundos del ajetreo de pitidos, conversaciones y sonidos informáticos de la sala. Caminó hacia la cristalera que daba al gran anfiteatro de las butacas. Las personas que estaban muriendo en ese preciso instante no cabrían ni en diez salas como esa. Pero había llegado a tal punto su compromiso, que no cambiaría cien vidas de un civil por la vida de un rescatista. Aunque se tratase de un novato. Y sin embargo no dejaban de caer. Era una certeza matemática. Se giró de nuevo hacia las mesas y los ordenadores, al escuchar los comentarios de sorpresa de muchos de ellos. En una de las pantallas principales, de las situadas en la pared principal y que se podían contemplar desde todas las mesas, uno de los técnicos había sintonizado la versión de pago de Countdown Channel.

—Señor, tiene que ver esto.

—¿Countdown Channel? ¿Esa basura sensacionalista?

Caminó por mitad de la sala, hasta ponerse lo más cerca posible de la pantalla. No daba crédito a lo que estaba viendo. Era Daniel, dirigiéndose a él, y a millones de televidentes en todo el mundo. Prácticamente sin la parte superior de su uniforme, miraba fijamente a la cámara, y hablaba con claridad y aplomo.

—¡Mi nombre es Daniel Burillo, soy el saltador número cuatro del escuadrón operativo Bravo Siete! ¡Este es mi escudo!

Sobre su hombro derecho llevaba un tatuaje, el cual aún estaba enrojecido al ser muy reciente, pero que mostraba claramente un agresivo oso polar con las fauces abiertas, dentro de un círculo naranja, con la inscripción B7 entre sus garras.

—¡Solicito a la Sala de Mando de Base Europa, transporte de evacuación urgente para doscientas personas! ¡Repito! ¡Solicito evacuación para doscientas personas atrapadas y en riesgo inminente!

El comandante, tras pasar su única mano por detrás de la nuca, no pudo decir sino:

—¡Póngame inmediatamente con el teniente Lottar!

Un agudo pitido llamó la atención del escuadrón Bravo Siete, a punto de comenzar con las maniobras de aproximación para el rescate de víctimas en su zona.

—Adelante, comandante —contestó por la emisora Lottar, extrañado por esa comunicación directa.

—¿Dónde está su saltador número cuatro? —su tono rozaba la cólera.

—Lamentablemente lo hemos perdido durante el operativo, señor. Pero aún así hemos rescatado ya a dos personas que...

—¡Teniente Lottar! —el comandante enfureció para interrumpirle—. ¡Parece ser que es la única persona en el mundo que no se ha enterado que su hombre está vivo!

—¿Cómo dice, señor?

Todo el escuadrón giró la vista ante las reacciones apuradas de su teniente. Wilkinson y Dimitri se miraron, extrañados. Los gemelos no salían de su asombro al verle reaccionar.

—¡Abandone ese sector y vaya en busca de su saltador, inmediatamente! ¡Está solicitando evacuación para más de doscientas personas!

Dimitri no esperó a que Lottar le diera ninguna orden y giró el morro de su aparato para volver en busca de Daniel, con tanto brío que casi provocó que el alemán perdiera la verticalidad.

El comandante cortó la comunicación, y prosiguió viendo en las pantallas la sorprendente emisión en vivo de Countdown Channel. Ahora era Pebbles quien se había hecho cargo del micrófono, con unos sencillos rótulos sobreimpresionados en la pantalla, en la que se indicaban las coordenadas exactas en las que se encontraban.

—Nos encontramos en un inhóspito paraje en las afueras de la ciudad de Alicante, donde un devastador terremoto seguido de un tsunami ha provocado cuantiosos daños materiales y personales. Pero aún queda resquicio para la esperanza. Me encuentro junto a un enorme túnel de las antiguas vías ferroviarias que unían la ciudad con el centro de la región. Estas vías están abandonadas desde hace más de cincuenta años, y este túnel en concreto, al que no podemos acceder porque ha sido bloqueado por el seísmo, es utilizado para celebrar fiestas rave clandestinas que se alargan durante todo el fin de semana. Al parecer, y haciendo un cálculo aproximado del número de coches aparcados en los alrededores y las informaciones que nos han aportado las personas que se encuentran atrapadas en el interior del túnel, debería de haber más de doscientas personas atrapadas dentro del laberinto que forman estos pasillos subterráneos. Sin luz, comida, ni apenas espacio para respirar desde hace horas, hay un hombre, un sólo hombre que está luchando para sacarlos de ahí dentro con vida. Pero no es un hombre cualquiera, no señores televidente de Countdown Channel... Es un miembro del Frente Internacional de Rescate. Alguien capaz de anteponer la vida de los demás a la suya propia. Como a ellos les gusta decir, son la última esperanza de la humanidad contra el cambio climático. La punta de lanza de la raza humana. Los valientes entre los valientes. Ellos lo son. Ellos lo son...

El ruido de la llegada de los primeros halcones de evacuación obligó al periodista a cortar la comunicación, mientras Warren trataba de no perder detalle de todo lo que acaecía a su alrededor.

Mientras, en la base de Auvenville, el comandante Varela no podía dejar de repetirse, con una radiante sonrisa dibujada en el rostro:

—Condenado novato...