15
BLANCO
—Estos novatos del sur... —se mofó Lottar—. ¡Como se nota que no has salido de la playa! A ver si te enteras que el símbolo el escuadrón es un oso polar... ¡Ah, no! ¡Que tú todavía no te has ganado el escudo!
El alemán parecía disfrutar burlándose del español, que no entendía que el teniente permitiera que no se le entregase el escudo, como al resto de sus compañeros. Sin embargo, bien era cierto que Queiro era una persona amante de las tradiciones, y respetaba esa absurda pero eficaz forma de motivar a la gente, utilizada en muchas unidades militares. Le recordaban a los boinas verdes de los grupos de operaciones especiales, que primero han de ganarse el machete, y por último la boina verde, antes de poder ser considerados como miembros de pleno derecho de sus unidades.
El halcón Bravo Siete volaba a escasa altura sobre el cielo de Bucarest, entre amplios copos de nieve que habían provocado una inédita panorámica de la enorme capital de Rumanía. Las temperaturas habían caído de forma casi repentina a más de treinta grados bajo cero en la escala Celsius, lo que se había traducido en una capa de nieve de casi dos metros de altura que no sólo había desbordado la capacidad de respuesta de los medios locales de socorro, sino que había bloqueado la gran mayoría de las vías de comunicación de la ciudad, paralizando hospitales, medios de transporte y el suministro eléctrico. Por toda la ciudad los habitantes que no había podido huir durante los primeros días de las fuertes nevadas trataban de sobrevivir utilizando hogueras naturales y quemando enseres para calentar sus viviendas. Además de los inevitables saqueos de comercios llevados a cabo por indeseables delincuentes, muchos padres de familia se habían visto abocados al pillaje en supermercados y ultramarinos para almacenar comida ante la poca previsión que habían demostrado las autoridades. Se calculaba que miles de ancianos, enfermos y niños corrían peligro de morir a consecuencia de las extremas temperaturas en un país acostumbrado al frío, pero no de semejante y pantagruélica intensidad. Cuando la situación estaba cerca de volverse insostenible, se decretó la situación de emergencia en el bosque de Auvenville, y se comisionó inmediatamente a los halcones para que partiesen en busca de damnificados.
—Cuando era buzo en el Adriático... ¡Oh si! Eso si que era pasar frío —relató Gio gesticulando expresivamente frotando sus manos.
—El puto cambio climático —se quejó Dopulos, tampoco acostumbrado a las bajas temperaturas en su Grecia natal.
Todos los rescatistas iban lo suficientemente abrigados, con un uniforme más compacto y espeso que el habitual, que les cubría casi hasta la mitad del rostro, gruesos guantes de cuero y, en el caso de Daniel, unas orejeras que le cubrían totalmente hasta la altura de los ojos.
—¿Tenemos preparadas las mantas térmicas? —le preguntó el teniente Queiro a Bahía exhalando una gran nube de vaho.
—Si, las cincuenta de dotación están aquí.
—Perfecto —contestó mientras frotaba sus guantes para calentarse las manos.
Lottar le hizo un discreto gesto a Pierre Blanc como para indicarle que el teniente también era uno de esos rescatistas débiles del sur de Europa que no eran capaz de soportar el frío.
—Cuando lleguemos a nuestro sector —continuó el teniente—, iremos directos a un geriátrico que tenemos localizado. Nos están esperando para evacuar a una decena de personas mayores. Espero que al menos tengamos una evacuación tranquila, y que la tormenta no empeore.
—En principio parece un trabajo fácil —comentó Dopulos.
—No se fíe demasiado —concluyó apelando a su dilatada experiencia.
Pierre Blanc le comentó a su hermano y a Lottar con discreción que, a pesar de lo aparentemente anodina de la operación, sería una buena oportunidad para aumentar su cómputo de personas evacuadas. Algo importante para aquel que quisiera ascender y hacer carrera en la Fuerza Internacional de Rescate.
—Tendrían que instalar calefacción en estos cacharros —se quejó Gio—. A ver si en los nuevos que están fabricando se le ocurre a algún lumbreras... ¿Teniente?
—Dígame.
—¿Sabe si se ha pedido o se va a pedir alguna opinión de los rescatistas a la hora de diseñar los nuevos halcones? Al fin y al cabo somos nosotros los que vamos dentro.
—Si, claro, te los van a tunear con una radio y unos altavoces —bromeó Daniel entrando en la conversación, mientras seguía tiritando de frío.
—Hombre, pues no estaría mal.
—Yo al menos les pondría calefacción a los perros —comentó Fernando señalando los pequeños habitáculos de puerta alambrada, donde viajaban los dos animales instruidos para la búsqueda y rescate—. ¡Van helados los pobres!
—Todavía no he visto el modelo nuevo —zanjó el teniente—. Pero me resulta tan extraño que ahora les haya dado por renovar toda la flota, que no me fío en absoluto de a dónde nos vayan a subir. Dimitri, ¿Les han dado a usted detalles sobre los nuevos helicópteros?
El piloto polaco contestó desde la cabina.
—La verdad es que nos han dado muy poca información. Pero será difícil superar a una maravilla como ésta. Por cierto teniente, estamos llegando a nuestro sector.
—De acuerdo, cuando localice la residencia de ancianos, descienda todo lo que pueda para que bajemos todos.
—A la orden.
—Cuanto antes empecemos, antes terminaremos y nos iremos —comentó mientras comprobaba la temperatura exterior a través de la consola informática con que contaba el halcón.
El helicóptero siguió su trayectoria hasta que llegó a las coordenadas que le habían sido asignadas por la Sala de Mando de Base Europa. Localizaron inmediatamente el geriátrico que buscaban puesto que era uno de los edificios más amplios de aquella zona residencial. Un enorme manto blanco cubría absolutamente todos los tejados de los edificios, las calles, las copas de los árboles, hasta tal punto que casi hacía daño a la vista aquel pálido reflejo. Con extremo cuidado, utilizando los radares de última tecnología con que contaba el helicóptero, así como toda la pericia y la experiencia de sus pilotos, se aproximo hasta el tejado de la residencia de ancianos donde, a través de una pequeña terraza, se dispuso a descender el equipo de rescatistas. El aire que movían los rotores de la aeronave provocaba que las capas de nieve más superficiales se removieran saliendo despedidas. Con un pequeño salto, primero fue Lottar el que descendió con el cable atado a su espalda como medida de precaución. Puso su pie en la capa de nieve que había sobre la terraza, y se hundió de golpe hasta casi medio metro de profundidad, calándose el uniforme hasta la altura de la ingle.
El teniente ordenó que los demás saltadores descendieran con unas grandes palas rudimentarias de dotación, y entre los cuatro tardaron más de diez minutos, con un gran esfuerzo físico, en despejar unos cuantos metros cuadrados de terraza, lo suficiente para que pudieran descender el resto. Bajaron con dificultad procurando no resbalar con la nieve Dopulos, Fernando, Rocher y el Teniente, y posteriormente el helicóptero cogió altura hasta mantener una posición relativamente estable a casi cien metros sobre el edificio.
—Es extraño que no hayan salido alguien a recibirnos con el ruido de los rotores —dijo el teniente, mientras intentaba abrir la puerta corredera metálica de la terraza—. Deberían estar esperándonos.
—¿Es aquí seguro? —le preguntó Fernando.
—Si, las coordenadas coinciden.
A consecuencia del frío la puerta estaba completamente anquilosada y se hizo imposible el que se pudiera arrastrar sobre sus guías, por lo que Lottar rompió los cristales de un certero palazo, y se encargó de que no quedara ningún trozo de vidrio pegado al marco que pudiera resultar peligroso. Incluso utilizó su casco para romper la parte superior de los cristales a cabezazos, entre la estupefacción de Daniel. Una vez despejado el camino, los ocho rescatistas entraron con cuidado en el oscuro pasillo del geriátrico. El sistema eléctrico no funcionaba, y tuvieron que utilizar las pequeñas linternas con las que contaban en su cinturón de herramientas.
—¡Esto parece una nevera! —comentó Daniel, mientras avanzaba por el pasillo, iluminando en busca de supervivientes—. ¡Joder que frío, hace más que fuera!
Lottar fue el primero en entrar en una de las habitaciones que había a los lados de aquel largo y tétrico corredor. Giró el pomo de la puerta, la empujó hacia dentro y alumbró a la cabecera de dos camas que había en su interior. Se topó con los cuerpos de dos ancianos, tumbados sobre las camillas, con los ojos cerrados. Sin asustarse lo más mínimo por la repentina imagen, se acercó, se quitó el grueso guante de su mano derecha y tocó la frente del primero de ellos, un anciano calvo y arrugado.
—¡Estos están fritos! —anunció, antes de volver a ponerse el guante.
El resto de los rescatistas comenzaron a inspeccionar a continuación, una por una, todas las habitaciones del geriátrico, encontrándose a su paso con decenas de cadáveres de personas mayores, los cuales no había podido sobrevivir a la letal combinación del frío polar con la falta de suministro eléctrico y de abastecimiento de gas para las estufas. Habían fallecido irremediablemente, casi congelados en sus propias habitaciones. Muchos de ellos se encontraban en un avanzado estado de entumecimiento, incluso con hielo acumulado en sus orificios corporales. El teniente Queiro ordenó a Dopulos y a Rocher quien, como suizo que era estaba más acostumbrado a las bajas temperaturas, que se encargaran de contar el número de cuerpos que se encontraban, para realizar posteriormente un informe de la penosa situación con que se habían topado.
—¿Y los encargados? ¿Los médicos, las enfermeras? ¿Dónde se supone que están? —preguntó Laurent, con la nariz congestionada por el tremendo frío.
—Habrán huido para estar con sus familias... —le contestó con frialdad Lottar mientras caminaban entre los pasillos del geriátrico—. ¿O es que tú no hubieras hecho lo mismo?
El teniente y el resto dedicaron cerca de una hora en examinar todo el edificio, no hallando más que cuerpos helados y amoratados de personas mayores. Recorrieron el comedor, los almacenes, las cocinas, incluso el aparcamiento subterráneo, en busca de algún testigo vivo que pudiera ponerles al corriente de lo sucedido en aquella tétrica residencia de ancianos.
—Esto parece la morgue —le dijo Daniel a Fernando, impresionado por tanto fiambre en las habitaciones.
—Bueno, al menos no están descuartizados, o achicharrados o...
—Joder, compañero... No sigas.
—¡Cómo se nota que llevas poco tiempo! Esto no es nada. Al final te acostumbraras, no te preocupes.
—No me quedará más remedio.
El teniente se reunió finalmente con el resto de sus hombres, justo en la terraza por la que habían podido acceder al edificio. Solicitó permiso a través de la malla de transmisiones para ponerse en contacto con la Sala de Mando. En breve, escuchó con bastantes interferencias la intensa voz del comandante Varela.
—Señor —comenzó a darle novedades—. Estamos en nuestro punto asignado para la evacuación, pero solo hemos encontrado noventa y ocho cadáveres, en principio parece que a consecuencia del frío.
—¡Dios santo! —comentó sorprendido—. ¿No está el personal de servicio?
—Negativo, si estaban se marcharon antes de que llegásemos nosotros.
—La situación meteorológica se está complicando rápidamente. Abandonen el sector, no hay más objetivos de relevancia en la zona.
—A la orden, comandante.
El teniente Queiro le indicó a sus hombres que se marchaban del lugar, y ordenó a Dimitri el que volviera a descender lo suficiente para que pudieran acceder al helicóptero y abandonar aquel gélido lugar. Daniel se fijó en las tuberías que rodeaban el edificio, reventadas a consecuencia de la gran helada, mientras sentía tanto frío que le dolía cada hueso de su cuerpo, desde los dedos de los pies hasta el puente de su nariz.
—¿Qué pasa, pajarito? ¿No te has traído la tabla de snowboard? —bromeó Lottar, antes de subir al helicóptero con Rocher anclado a él.
Fernando se acercó a Daniel para subir con él.
—Vamos, Dani, son sólo cristales de hielo.
Se notaba tan entumecido como aquellas personas del geriátrico. No pudo siquiera contestar.
—¿Ves toda esta nieve? Cuando se derrita vendrán las inundaciones y el desbordamiento de los ríos. Tendrás que acostumbrarte al frío, aún nos queda tiempo de estar aquí.
Daniel exhaló una bocanada de helado vaho, antes de taparse hasta la mitad de la cara con la braga negra que rodeaba su cuello, colocarse tras su compañero y unirse a él con los sistemas de retención.
—¡Por favor, enciende la calefacción! —le pidió Daniel a Wilkinson mientras entraba rápidamente en su Mini Cooper—. ¡Tengo el frío metido en los huesos desde hace dos días!
Ella se carcajeó y giró la ruleta de calor del sistema de climatización de su coche antes de arrancar y ponerse en movimiento. Aquella tarde habían quedado en la estación de tren de Guerguein, un pequeño pueblo situado a veinte kilómetros al sur de Auvenville, para poder verse y pasar un rato los dos juntos, en solitario, a salvo de miradas indiscretas. Daniel había tenido que recurrir de nuevo al viejo taxista magrebí para que le pasase a recoger y le llevara hasta allí, pero no le importaba. Después de la jornada laboral en Base Europa, Fernando le había llevado hasta su apartamento. En lugar de entrar en el portal, disimuló y se marchó a comprarse ropa a una de las pocas franquicias internacionales de moda que había abiertas en Auvenville. Quería mostrarse de la mejor forma posible ante los ojos de Wilkinson, que le viera en su mejor versión, no sólo con el chándal o el uniforme del FIR. Casi a la carrera, cargado con las bolsas de las compras, subió después a su piso, se duchó, afeitó, y perfumó, y fue recogido por el anciano conductor en la puerta de su domicilio. Puntual, pero con el habitual hedor a tabaco negro que emanaba todo lo que le rodeaba.
—¿Te apetece que vayamos al cine? —le preguntó ella.
—¿En francés?
—Creo que con un poco de suerte podemos ver alguna película en versión original.
—¿Con subtítulos en francés? —insistió en tono jocoso Daniel.
—Si, tal vez no sea una buena idea. Además creo haber visto que sólo proyectaban la última de Vin Diesel.
—¿No me digas que no te gusta Vin Diesel?
—¿Ese saco de músculos? Por favor... A mí me gusta otro tipo de cine.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé... Muchos... Woody Allen, los hermanos Coen, las últimas de Clint Eastwood...
—¿Clint Eastwood? ¿Harry el sucio?
—No, esa no precisamente. Ahora quiero ver una versión de un libro de Haruki Murakami. ¿Lo conoces?
Daniel la miró extrañado, e intentó ocultar su evidente falta de cultura con algo de humor zafio.
—¿En qué equipo juega?
Ella le hizo una mueca, y el le confesó estar bromeando.
—¿No te gusta leer, verdad?
—¿Te parece poco lo que hemos tenido que estudiar? No, en serio... La verdad es que debería leer más, aunque supongo que es un hábito que hay que cogerlo desde pequeñito.
—Puede ser. A mí en mi casa me obligaban a leer. ¡Aunque la verdad es que me obligaban a hacer muchas cosas!
—¿Y eso?
—Mis padres eran... Bueno son. Bastante rectos y exigentes. Tienen un bufete de abogados en Londres, y la verdad es que querían que dedicara mi vida a la abogacía. Ya sabes, la tradición de la alta sociedad británica. Me machacaban con los estudios, a diario. Yo sacaba muy buenas notas en el instituto, y ni si quiera me preguntaron si quería continuar estudiando, ni mucho menos el qué. Me inscribieron en la carrera de Derecho, en el Imperial College. Y al final pasó lo que tenía que pasar.
—Que te revelaste.
—¡Claro! Acabe odiando todas y cada una de las asignaturas. Aprobé, eso sí, pero el mismo día en que me dieron mi diploma de graduación, se lo puse a mi padre encima de la mesa de su despacho y le dije que no quería ser abogado, que quería ser piloto de helicópteros.
—¡Se quedaría de piedra!
—Imagínate, menudo disgusto en casa. ¡No te lo puedes ni imaginar! Acabamos llorando todos, hasta mi hermana pequeña. Por lo que se ve tenían planificada toda mi carrera, para que algún día entrara a formar parte del bufete familiar.
—¿Y te apoyaron?
—¡No me apoyaron en absoluto! Mi padre se negó a financiarme la Academia de Pilotos, confiando en que así desistiría. Pero me puse a trabajar por mi cuenta para pagarme los estudios. Con el tiempo parecía que mi madre lo iba comprendiendo. Hasta que...
—¡Hasta que les dijiste que te iba a alistar en la Fuerza Internacional de Rescate!
—¡Eso es! No les entraba en la cabeza que su primogénita quisiera tener su propia vida.
—¿Te llevas bien con ellos?
—Si, relativamente. Voy a casa cuando puedo, paso las vacaciones y las navidades con ellos. Aunque no te lo creas, una de mis mayores motivaciones es demostrarles a mis padres que puedo salir adelante sin su ayuda. Y de momento lo estoy consiguiendo.
—A base de esfuerzo.
—Si.
Daniel bajó un poco la calefacción del coche que ya empezaba a provocarle dolor de cabeza.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Que aunque yo no sepa quien es Haruki Mukakaka...
—¡Haruki Murakami! —le interrumpió entre risas.
—Eso... Aunque yo no sepa quien es ese señor, sé como te sientes. Aunque a mí me ocurre al contrario. Me hubiera encantado seguir el camino de mi padre. Pero la fastidié. Así que tú no la fastidies. ¿Me lo prometes?
—Prometido. Además... ¿Sabes una cosa tú?
—¿El qué?
—Algún día, cuando consiga las suficientes horas de vuelo y sea una piloto profesional, mi padre no tendrá más remedio que decirme que está orgulloso de mí.
—Seguro.
Aquella tarde, estuvieron charlando sobre cuestiones cada vez más personales en el interior de su coche, hasta bien entrada la madrugada, intentando domar la inevitable atracción que crecía sin remedio en sus jóvenes corazones, en aquel tranquilo pueblo de la campiña francesa. Pero Daniel no consiguió evitar que aquella profunda sensación de frío abandonara sus huesos.