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VIEJOS DEMONIOS

Australian Bar. Aparcó su coche cerca de la puerta y, casi por inercia, entró en el pub con la intención de calmar su ansiedad con la medicina del alcohol. Lo mismo que en el pasado había hecho cientos de veces en Alicante desde que murieron sus padres.

El oscuro bar estaba decorado con una antiestética sobrecarga de motivos aussies. Señales de tráfico alertando del peligro de canguros cruzando la carretera, pieles de caimanes y tablas de surf decoraban las paredes de un lugar destinado a emborrachar a base de cerveza barata y cócteles a estudiantes y profesores de la cosmopolita Universidad de Auvenville. Casi rozaba la madrugada de aquella jornada laborable, pero eso no impedía que cerca de una docena de personas, la mayoría hombres, se agolparan junto a sus copas en la ancha barra de oscura madera. El hilo musical repetía constantemente canciones clásicas de grupos australianos como Men At Work o Midnight Oil.

Una camarera de piel blanca, abundante pelo rizado y pechos exageradamente mal operados le puso un posavasos delante mientras él acomodaba su trasero en la butaca.

—¿Qué te pongo, moreno? —le preguntó en un perfecto inglés.

—No lo sé —dijo con desgana—. ¿Qué suele beber aquí la gente?

—Cerveza Foster, o si quieres algo más fuerte tengo whisky australiano Great Outback , ginebra Lark... O si lo prefieres te puedo preparar un cóctel.

—Empecemos con la cerveza. Gracias —contestó con apatía y su mirada perdida en el escote de la mujer.

Muchos recuerdos venían a su mente, la mayoría de ellos traumáticos, sin ser capaz de domarlos ni ponerlos en orden. Recordaba con nitidez las palabras y la voz de su madre, no así su rostro, el cual le costaba definirlo con precisión en su memoria. Parecía poder sentir sus manos peinando sus cortos cabellos de niño, su cálido cuerpo abrazándole que contrastaba con el pálido frío de la habitación de hospital donde la vio con vida por última vez. Ella se fue demasiado pronto, dejando a un hombre honrado con el alma rota y a un adolescente inquieto con la llama del odio prendiéndose en su interior, enfadado con el mundo y sin saber a quien culpar por haberse quedado huérfano. Evocaba con total detalle sin embargo a su padre, esforzándose en vano por ser tan buen progenitor como policía. Eran físicamente muy parecidos, compartiendo sus grandes cualidades atléticas con una forma eléctrica de expresarse y vivir el día a día. Él intentó pasar el mayor tiempo posible con su hijo durante los primeros meses tras la terrible pérdida. Incluso solicitó por escrito dejar su puesto en el grupo de investigación de delincuencia organizada, en donde llevaba años trabajando, para tener un horario más estable como simple patrullero uniformado de seguridad ciudadana.

Respetó honrosamente la memoria de su esposa hasta el mismo día en que él falleció y, aunque se agrió su carácter indefectiblemente, nunca dejó que la tristeza ni la pesadumbre inundaran la casa donde crió a su hijo.

Intentó guiarle por el buen camino y, aunque desaconsejaba a Daniel el ingresar en la policía cuando al fin reuniera el requisito de la edad, éste siempre le amenazaba bromeando con que en unos años compartirían servicio en el mismo coche patrulla.

Apoyó su tercera jarra de cerveza vacía en el posavasos, mientras la suave espuma de la Foster se deslizaba lentamente entre su labio y su nariz. Miró a su alrededor, girando su cuello a ambos lados. Parecía que todos los clientes que bebían en aquella barra compartían un único motivo de estar allí dentro: empinar el codo y deleitarse observando el neumático cuerpo de las dos camareras. Unas cuantas mesas de madera del local estaban ocupadas por varios grupos de gente joven, con toda seguridad universitarios que faltarían a la primera hora de las clases del día siguiente.

—Morena —se dirigió con dulzura a la camarera—. Dijiste que además de la cerveza tenias más cosas.

—Tengo muchas más cosas...

—No lo dudo. Pero de momento me conformo con que me emborraches.

Ella le siguió el juego, como veterana que era en esas lides.

—Un gin tonic, quizás...

—Si, iremos paso a paso.

Mientras ella se deslizaba sensualmente tras la contrabarra para prepararle su consumición, y el resto de los clientes solitarios contemplaban sin disimulo su prieto trasero, un menudo hombre oriental, portando un ramo de rosas de plástico, entró en el establecimiento. Aquel chino recorría en silencio las calles de la ciudad ofreciendo cada flor por un mísero euro. Se dirigió a la mesa donde se sentaba el grupo de estudiantes pero, antes de llegar, una mesa ocupada cuatro franceses de color, vestidos con ropas anchas y que sin duda no habían pisado una universidad en su vida, decidió divertirse a costa del chino. Se pusieron en pie y comenzaron a zarandearle y a jugar con él como si fuera un muñeco. Burlescamente, le quitaron el ramo de rosas, y el más grande de ellos se lo subió casi al hombro y comenzó a lanzarlo hacia arriba, una y otra vez, entre las risotadas de sus amigos. El pequeño hombre oriental, asustadísimo, apenas se movía, dejando hacer lo que quisieran a aquellos gamberros. Cuando se hubieron cansado de casi llorar de risa, uno de ellos comenzó a morder imitando a un perro todas las rosas del chino, metiéndose varias a la vez en la boca, ante las mofas y las risotadas de sus amigotes. El resto de los clientes del local asistían estupefactos al espectáculo, pero sin atreverse a intervenir. Todos excepto Daniel, que se puso en pie, se acercó al grupo y en un rápido movimiento tiró del brazo del chino y lo apartó del resto de los gamberros. Con su otro brazo le arrancó de cuajo el ramo de rosas de plástico de la boca de uno de los pandilleros, casi tirándole al suelo. El más grande de ellos intentó golpear instantáneamente a Daniel con su puño, pero éste, en un rápido movimiento, consiguió esquivarle girando su cuerpo y mantener una distancia de seguridad que le permitió gritarles:

—¡Dejad al puto chino! ¡Desgraciados!

El bar se quedó completamente en silencio, coincidiendo con el final de una canción de INXS. Los cuatro franceses de color se pusieron en pie, mientras el oriental, arrodillado, se intentaba escabullir gateando del lugar ahora que no era el centro de atención. Daniel dio un paso atrás hasta casi llegar a la barra, mientras los pandilleros le acorralaban, ocupando posiciones muy lentamente. El español, sin asustarse pero tomando precauciones, como había hecho decenas de veces en peleas callejeras en los peores antros de Alicante, alargó su mano hasta coger una botella de Foster vacía que había sobre la barra. Con su mano derecha la agarró de su parte superior con fuerza, y con un violento golpe la partió, convirtiéndola en un peligroso arma de filo cortante que sujetaba con firmeza. Aquellos pandilleros quedaron impresionados, excepto el más grande de ellos, quien medía cerca de dos metros de altura y pesaba mucho más de cien kilos. Éste sacó un bolsillo de su pantalón una gran navaja de doble filo en forma de mariposa, que abrió sujetándola también con su mano derecha, enfrentándose así a la botella rota de Daniel. El brillo del metal de su hoja pareció concentrar toda la luz del local. Éste, tiró la botella al suelo, rompiéndola en millones de cristales. Se levantó rápidamente la camiseta, dejando ver su marcado abdomen y su pecho y, dibujando círculos con el dedo índice sobre su cuerpo le gritó en repetidas ocasiones al pandillero:

—¡Vamos! ¿Te dibujo una diana? ¿Te pinto una puta diana en mi corazón para que no falles? ¡Atrévete a pincharme! ¡Vamos valiente! ¡Demuéstrame la puntería que tienes!

Lo siguiente que escuchó Daniel fue la potente voz de un hombre que, en francés, le gritaba detrás de él a aquellos peligrosos delincuentes. No sabía exactamente qué era lo que les estaba diciendo, pero éstos, al oírle, se guardaron con lentitud las armas y salieron uno tras otro del local, sin dejar de mirar amenazadoramente a Daniel. Cuando se hubieron marchado del establecimiento, el español le preguntó a aquel hombre, aún jadeando y excitado por los nervios, que qué era lo que les había gritado en francés, ya que no había entendido ni una sola palabra.

—Tan sólo te he traducido, chico —le dijo aquel hombre—. Estos paletos no tenían ni idea de lo que les estabas diciendo en inglés.

Daniel le ofreció la mano para presentarse a aquel hombre. Sin embargo éste, al ir a estrechársela, mostró al final de su antebrazo la amputación de su mano derecha. Después utilizó la izquierda para sacudírsela con fuerza. El novato, debido a la influencia del alcohol, no se puso más nervioso aún al comprobar que se trataba del mismísimo Comandante Jefe Varela. Costaba reconocerle sin uniforme, yendo vestido con aquella chaqueta de cuero negro y unos simples pantalones vaqueros.

—Por suerte se han marchado, si nos hubiera tocado pelear no se como hubiera podido darles puñetazos sin mi mano derecha. A veces pienso que debería ponerme un garfio para ocasiones como ésta. Tienes pelotas, hijo. Déjame que te invite a una copa

—De acuerdo, comandante.

—¡Ah! ¿Eres del FIR? Me lo suponía, no tienes pinta de universitario. Ocuparon dos banquetas en la barra, ante la estupefacta mirada del resto de los clientes del local, que aún permanecieron unos minutos conmocionados por el conato de pelea.

—Está claro que tienes valor, y eso es importante para triunfar en la Fuerza. Pero no te confundas. Yo acabo de ver aquí temeridad, incluso insensatez... Y eso te llevará directo al fracaso. Directo a la muerte.

—Entiendo señor.

—¿De dónde eres? ¿Italiano?

—No, soy español. De la costa de Alicante.

—Alicante... Buen sitio para emborracharse, no como este jodido tugurio. Pon dos copas más, por favor —se dirigió a la asustada camarera, indicándole con los dedos de su única mano.

—Dime... ¿En qué escuadrón estás? No me suena tu cara.

—Llevo poco tiempo, soy de la última promoción de novatos. Estoy destinado en el escuadrón operativo Bravo Siete.

—Bravo Siete... ¿Con el teniente Queiro?

—Si, eso es.

—Es un buen mando. Un hombre con templanza y buen criterio. De lo mejorcito que tenemos. Hazle caso y podrás contarlo.

—Lo haré, señor.

La camarera les sirvió un cargadísimo gin tonic y un whisky on the Rocks para cada uno, sin apartar ahora ella su vista de Daniel.

—Ésta os invito yo... —dijo ella, sonriendo de la forma más seductora que supo.

Cuando se dio la vuelta, continuó hablando el comandante.

—A esta chica le gustas, no cabe duda... En cinco años jamás he visto invitar a nadie en este local.

—¿Lleva aquí ya cinco años?

—Estoy desde el principio, hijo. Primero como teniente de escuadrón y ahora como comandante jefe, desde que me pasó lo de la mano —le enseñó el muñón en que acababa su miembro.

—¿Le puedo preguntar qué le paso, señor?

—Dios mío, ¿Llevas más de tres meses en Base Europa y aún no sabes porqué me quede sin mano? Aún tienes mucho que aprender —comentó sonriendo—. Pues no seré yo quien te lo cuente. No me gusta contar batallitas de veterano dándole la paliza a los recién llegados.

Ambos aprovechaban cualquier pausa en la conversación para dar un buen trago a su copa.

—¿Qué era usted antes de ser el jefe aquí? ¿Era jefe de bomberos en Londres?

—No.

—No se... ¿Coronel del ejército británico?

—No.

—¿Político?

—No, por Dios...

—Entonces...

Ambos volvieron a beber, disfrutando de la conversación.

—Era policía.

—De alguna unidad de élite, supongo.

—No. Negativo. Era un simple policía municipal. De un pequeño pueblo de la costa de Inglaterra. Ya sabes, de esos policías que los vecinos conocen su nombre y dónde vive y hasta cómo se llama su perro.

—¿Y cómo ha llegado hasta...? Ocupa usted un puesto envidiado por cualquiera.

—Bueno, me interesaba el tema de la protección civil y en mi tiempo libre servía como voluntario. Fui formándome y haciendo cursos, y colaborando con organizaciones no gubernamentales de emergencias en desastres. Participé en misiones de rescate en un par de terremotos y tsunamis... Y cuando en mi pequeña comisaría solicitaron personal para la primera promoción original del FIR, presenté mi currículum, y me seleccionaron para llevar un escuadrón. Era de los pocos locos que se presentaban reuniendo los tres requisitos: con carrera universitaria, experiencia en desastres naturales y ganas de ganar dejar su vida anterior y empezar de cero aquí en el bosque de Auvenville. Acababa de divorciarme de mi mujer y necesitaba un cambio en mi vida. Tuve suerte y en mi equipo me tocó gente muy competente. Gente entregada y comprometida. Lideramos la estadística de los rescates durante los primeros meses, funcionábamos realmente bien. Salvamos a cientos de personas. Y llegado el momento, hacía falta un inglés para ocupar el puesto de comandante jefe.

—¿Joder y por qué un inglés?

El habla de ambos era cada vez más pastosa y difícil de entender por la influencia del alcohol que no dejaban de servir las camareras.

—La política lo cala todo, hijo. No es ninguna casualidad que Francia sea el país sede de la base. La Comisionada Delegada es alemana. El comandante de los escuadrones de ingenieros es italiano. El combustible que se suministra a los halcones se compra a Lukoil, la mayor petrolera rusa... Así que el Reino Unido tenía que tener a alguien. Un inglés, por supuesto, como jefe de los escuadrones operativos. Se presiona políticamente a todos los niveles para repartir los puestos más importantes. ¿Qué te creías? ¿Los países que más dinero aportan al FIR crees que dejarían que diera las órdenes un rumano o un búlgaro? ¡Venga, hombre! Por desgracia, y lo digo con sinceridad, la cosa no funciona así. Hay muchos intereses en juego. Más de lo que crees.

—¿Intereses de qué tipo?

El comandante puso su única mano en el hombro de Daniel, cuyos ojos ya estaban enrojecidos y velados por el alcohol.

—No me tires de la lengua... Aún es demasiado pronto para que te dejes influenciar por toda esa mierda. Tú ahora tienes que preocuparte de disfrutar, salvar vidas... Y acostarte con esta camarera... ¿Has visto que par de cantimploras? —le dijo admirando el pecho de la francesa.

La incipiente borrachera de Daniel no le dejaba creer lo que estaba viviendo, tomando copas con el mismísimo comandante jefe en persona, que le cogía del hombro como si fuera su amigo de toda la vida.

—El FIR mueve indirectamente mucho dinero. Y dónde hay dinero... Hay intereses y problema ¿Has visto los halcones, los helicópteros? ¡Qué maravilla de la técnica! ¿Verdad?

—Si, claro, son fantásticos.

—Son Embraer. Fabricación brasileña. Han costado más de cien millones de euros cada uno. Ahora se están peleando a muerte los políticos para que los releven y presenten un nuevo prototipo que sea fabricado por Airbus aquí en Europa. Eso significa puestos de trabajo, o lo que es lo mismo, votos. Si cambian el modelo, supondrá también mucha formación para los pilotos, mecánicos; y más cursos, capacitaciones... Dinero, dinero, dinero... Pero no pienses en eso. Todavía no, eres muy joven y llevas poco tiempo en la Fuerza.

Volvió a beber hasta casi vaciar su vaso.

—¿Por qué te alistaste? —le preguntó a Daniel en un momento dado de la conversación.

—Las cosas estaban muy jodidas. En mi casa, en mi cabeza, en mi país... Y por supuesto, creo que valgo para estar aquí, para este trabajo.

El comandante mojó sus labios nuevamente en ginebra y se paso la lengua relamiéndose mientras la otra camarera le lanzaba miraditas.

—Cuando estés sobre las ruinas de un edificio, cierres los ojos para concentrarte y puedas oír los sollozos y la respiración entrecortada de alguien que esté enterrado, con diez metros de escombros sobre su cabeza, pidiéndote por favor que le salves la vida... Trates de llegar hasta él, le cojas de la mano, le des esperanza y le digas: voy a sacarte de aquí, con el ruido de las aspas del helicóptero sobre tu casco... ¡Dios mío, esa sensación no la vas a tener en ninguna otra parte del mundo, ni en ningún otro trabajo! ¡Es casi mejor que ser padre, un millón de veces mejor que el mejor polvo que hayas echado en tu vida! Hazme caso... Es un privilegio estar aquí. No lo desaproveches.

Con el transcurso de los minutos el Australian Bar se fue vaciando.La camarera de mayor edad comenzó a poner lentamente, una a una, todas las sillas boca abajo sobre de las mesas para facilitarle la limpieza del suelo.

—Estas tías no tardarán en cerrar. Menuda borrachera llevo.

—Llevamos —añadió Daniel.

—¿Vais a cerrar? —le preguntó a la morena mientras secaba los vasos que salían del lavavajillas, con la estudiadísima inclinación que dejaba ver su gran escote.

—Al público si. ¿Os esperáis mientras hacemos la caja? Nos da un poco de miedo que vuelvan a entrar los cafres esos.

—No hay problema. Siempre que os toméis una copa con nosotros —propuso Varela.

La de mayor edad dejó de limpiar, y agachó con cuidado la persiana metálica corredera de la entrada del local hasta la mitad de su recorrido, dejándola apoyada en una banqueta. Apagó la iluminación exterior del pub y se acercó también a ellos. Los cuatro ocuparon posiciones en la parte exterior de la barra de madera, sobre las banquetas y formaron un corrillo que se alargo hasta bien entrada la madrugada, entre risas, cigarros, seducción y cócteles.