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PRIMER CONTACTO
En el caso concreto del Teniente Queiro, tenía como tradición permitir que cada miembro del grupo llegara ese día a la hora que quisiera al barracón y, cuando caía la tarde, se personaba allí un psicólogo voluntario y varias estudiantes de la facultad de fisioterapia de la Universidad de Auvenville. Tras una vehemente sesión de terapia de grupo donde cada uno intentaba exteriorizar sus sentimientos tras vivir en primera persona una catástrofe de esa magnitud, el teniente conseguía que pudiera disfrutar todo aquel que lo quisiera de un relajante masaje corporal completamente gratuito a cargo de las entregadas voluntarias universitarias.
Aquella jornada, tras la misión en Holanda, Daniel fue el primero en llegar. No sólo de su escuadrón, sino también de toda la base. No había podido conciliar el sueño en toda la noche. Aunque mentalmente se encontraba relativamente bien, la tensión acumulada en su cuerpo le impedía casi hasta cerrar los ojos. Notaba un brutal cansancio físico en todos los órganos de su cuerpo y fuertes sobrecargas en sus hombros y sus brazos. Se levantó varias veces durante la noche para ir al baño y beber agua, y se sintió incapaz de dominar aquella extraña ansiedad, por lo que decidió a su manera coger el toro por los cuernos. Se puso ropa deportiva y, mucho antes de que saliera el sol, partió corriendo desde su apartamento hasta el bosque de Auvenville con la compañía del reproductor de música de su teléfono móvil. El sonido de las melodías dance de los noventa en sus auriculares le aislaba del resto del mundo, mientras trotaba sin prisa por el arcén de la carretera. El olor a sal y a suciedad parecía haberse quedado incrustado en sus fosas nasales, y asaltaban su cabeza incesablemente imágenes de la gigantesca ola, de aquellas mujeres que corrían tras saquear las tiendas de Holanda, de su añorada madre, del teniente Queiro, del inspector Gadea, de la preciosa e inaccesible Wilkinson...
Hubiera dado cualquier cosa por que haber tenido a mano alguna pastilla que le hubiera inducido al sueño. Pronto descubriría que una gran parte de los miembros del FIR eran habituales consumidores de ellas, llegando incluso algunos a ser adictos a los barbitúricos para combatir el desasosiego que, sin reconocerlo, le provocaba el grado de estrés que sufrían.
Cuando llegó a Base Europa a la carrera, mucho más cansado que cuando recorría distancias mayores trotando, pasó los controles de seguridad y fue directo a su barracón. Se metió debajo del grifo de la ducha durante varios minutos, con el agua tan caliente que parecía que en cualquier momento su moreno pellejo iba a hervir y a desprenderse de su cuerpo. Después giraba el rudimentario mando del grifo de plástico para que el contraste total con el agua helada despertara cada poro de su piel. Se encontraba desorientado por aquella extraña sensación de cansancio, incluso en algunos momentos le parecía que le faltaba el aliento y le palpitase el pecho, como si sus pulmones ni su corazón no funcionasen correctamente.
—¿Tú tampoco has podido dormir mucho, no? —la dulce voz de Wilkinson le pilló desprevenido mientras se vestía. Él la miró, vestida con el chándal corporativo de la Fuerza, tan atractiva como siempre le había parecido, a pesar de la frialdad que siempre le demostraba.
—No, la verdad... —contestó con sorpresa y sinceridad.
—Tranquilo, es algo normal. Está requetestudiado —a Daniel le hizo gracia esta cursi expresión—. Se llama síndrome de estrés post traumático.
—Yo no me encuentro nada estresado —le dijo intentando quitarle importancia.
—Tal vez tu mente no, pero tu cuerpo sí que lo está. Nos pasa siempre a todos después de una misión, aunque no queramos. A unos más y a otros menos, pero todos la sufrimos. La tensión acumulada tiene siempre sus consecuencias.
Daniel, al verla apoyada en el marco de la puerta del barracón, se fijó en las perfiladas ojeras azuladas que adornaban su delicado rostro. Sin darse cuenta, pensó que serían las mismas que algún afortunado disfrutaría de ver al despertarse a su lado cada mañana.
Los dos se sentaron mirando hacia fuera en el par de escalones de acceso al contenedor, uno junto al otro, pero sin cruzarse en ningún momento la mirada.
—Estuviste muy bien ayer. No parecías un novato.
—Gracias... Fue divertido.
—¿Divertido? ¿Por qué?
—Si llegas a ver el bofetón que le dio aquella vieja a Lottar... Créeme, te hubieras hartado a reír.
Los dos sonrieron, mientras él escenificaba la escena cómicamente golpeando con su mano abierta uno de sus carrillos.
—Le está bien empleado. No se puede pretender ser siempre el mejor en todo. Estoy seguro que es el típico que cuando va al médico, se cree que sabe más que el médico y le quita la razón.
—Si, la verdad es que a veces es insoportable.
—Pues imagínate cuando sea teniente...
—¿Teniente? ¿Lottar?
—Si, por antigüedad y por puntos sería el sucesor de Queiro. Yo creo que está obsesionado por mandar. Espero que cuando llegue ese día yo ya sea primer piloto y esté sirviendo... En otro sitio.
—Madre mía... El día que Lottar sea teniente a mí me pondrá a limpiar la mierda del barracón un día si y un día también.
—Yo creo que nos pondrá a todos. ¡Menudo dictador que va a ser!
Entre risas, encontraban un cierto consuelo a la tensión acumulada en sus jóvenes y atléticos cuerpos, descubriendo que casualmente compartían el mismo sentido del humor. Hasta que, muy a lo lejos, Wilkinson vio acercándose a Gio al trote, entre el mar de contenedores blancos de la explanada.
—¡Mira, otro como tú, que dice que no tiene ansiedad y viene corriendo desde el pueblo! —dijo ella con sarcasmo antes de ponerse en pie y acceder al interior del contenedor.
Daniel se dio cuenta de que tenía razón. Él y Gio compartían la misma chulería y les costaría horrores confesar que el estrés les pudiera llegar a afectar.
—¡Hola, pajarito! —le chocó la mano con energía al llegar trotando, antes de poner rumbo a la ducha del barracón—. ¡Buen trabajo ayer!
Por primera vez, a Daniel no le molestó que le llamasen de ese modo.
Un par de horas más tarde, el escuadrón Bravo Siete al completo se reunía informalmente en el exterior del barracón, en sillas de plástico blancas, formando un casi perfecto semicírculo. El sol acompañaba a pesar de que las temperaturas no eran demasiada altas. Gio y Daniel se encargaban de servir café y té a sus compañeros, y mientras tanto Dimitri y Bahía cortaban los pasteles que ellos mismos se habían preocupado en comprar aquella mañana en una pastelería tradicional de Auvenville. El resto aguardaba que tomase la palabra el teniente Queiro quien, frente a ellos, esperaba con semblante serio y una taza de café en la mano que terminasen de servir el desayuno. A su lado se sentaba un experimentado y veterano psicólogo, especializado en desastres, que solía acudir voluntariamente siempre que el teniente se lo pidiese, a ayudar en lo que pudiese a los rescatistas.
—Es el momento de compartir nuestras impresiones —comenzó a hablar el teniente—. Con total libertad. Sé que algunos de vosotros no estáis de acuerdo con las decisiones que se toman, pero tenéis que tener en cuenta que el escuadrón Bravo Siete, nosotros, solo somos una pieza dentro de un engranaje mucho más grande. No podemos hacer lo que queremos, sino lo que debemos. El que prefiera expresarse en privado con el psicólogo ya sabe que no hay ningún problema. Cuando terminemos está a vuestra disposición.
El mayor de los gemelos Blanc, Laurent, tomó la palabra.
—Lo sabemos teniente, pero creo que todos nos preguntamos por qué siempre tenemos que ser los mismos los que hacemos el trabajo sucio mientras otros escuadrones rescatan a decenas de personas.
—¿No se ha parado a pensar que... tal vez... gocemos de la confianza del Alto Mando? —le contestó con aspereza y autoridad, como si esperase de antemano esa manifestación de desagrado.
—Ya, pero mientras tanto hay rescatistas que están batiendo récords de estadística —le replicó.
—¿Y usted que prefiere? ¿Un buen currículum o la satisfacción de haber cumplido cada una de sus misiones con diligencia? Me parece absurda esta conversación, sinceramente, señor Blanc.
Lottar se puso en pie ladeando la cabeza, irrumpiendo en la conversación de forma desafiante.
—Lo que no es normal es que haya gente que este último año haya rescatado a treinta o cincuenta personas, y algunos de nosotros no lleguemos a cinco rescates, jugándonos la vida tanto o más.
—Esta claro que la estadística de rescates es importante para nuestras carreras —apuntó Gio en el debate apoyando la opinión del alemán—. Eso va todo en nuestro expediente...
—¿Lo que más le preocupa es su expediente, señor Lottar? —Queiro tensó la cuerda con su capciosa pregunta, ante la atenta mirada del resto del grupo, que los veía enfrentarse verbalmente, en pie uno frente al otro.
—Me preocupa que haya compañeros que se hayan equivocado al venir a este escuadrón. ¡Somos rescatistas, no cámaras de televisión ni periodistas, joder! No se equivoque, teniente. ¡Nos entrenamos muy duro para salvar vidas, y es eso exactamente lo que queremos hacer, ni más ni menos, joder! No se limite a llevarnos de paseo en el helicóptero.
—¡Cumplimos órdenes, estrictamente! Si tienen algún problema, hablen con el comandante Varela. Pero si no, y quieren seguir sirviendo en el FIR Europa, escuadrón operativo Bravo Siete, es nuestra filosofía. ¡Cumplir diligentemente con la misión asignada, ni más ni menos! ¡Quien quiera medallas, que se vaya a una olimpiada! —el Teniente asintió ligeramente con la cabeza, dando por terminada la conversación, mientras el alemán expulsaba su rabia por los agujeros de su nariz, como un enfurecido toro.
Durante unos minutos más, uno tras otro, todos los integrantes del equipo fueron dando su opinión acerca de la última misión, cómo se habían sentido, cómo se habían recuperado. Dimitri habló sobre el estable y satisfactorio comportamiento del halcón durante el vuelo, Daniel acerca de sus primeras impresiones del sistema de poleas tras sus primeros saltos, y la fuerza del tirón en su espalda cuando quiso subir al helicóptero con la muchacha y sus hijos. Dopulos se sinceró alrededor de lo mucho que le había costado dormir aquella noche, y la cantidad de valerianas que había teniendo que tomarse, recordando la magnitud de la fuerza del mar y los estragos que había hecho en Holanda. Por su parte, Bahía y Rocher pidieron hablar en privado con el psicólogo para exteriorizar sus sensaciones de una forma más íntima.
Para finalizar, tras la tensa charla, el teniente cumplió con la tradición. Llegaron al barracón, en una furgoneta negra, dos jóvenes y bellísimas estudiantes de la carrera de fisioterapia en la Universidad de Auvenville. Una de ellas era pizpireta, rubísima, alta y delgada. La otra, curvilínea, morena y con unos labios tan carnosos que parecían estar inyectados de bótox, era incluso más atractiva. Descargaron unas funcionales camillas de masaje plegables del vehículo y las instalaron tras el barracón. Saludaron uno por uno a todos los rescatistas ofreciéndoles su sutil mano, y se dispusieron a masajear con profesionalidad la espalda de aquellos que lo solicitaran.
—¡Eh! ¡Un momento! ¡Los veteranos primero! —dijo Lottar.
—¡No, no! ¡Por edad, mejor! —bromeó Dimitri, entre las risas de todos y el silencio incómodo de Wilkinson, que se veía fuera de lugar en aquella situación.
—¿Y por qué no eligen ellas? —propuso el italiano Gio.
Tras unos minutos de guasa, acordaron que fueran ellas quienes eligieran la espalda de quien masajear primero. De este modo, las jóvenes masajistas observaron detenidamente a todos y, sin vacilar, no tardaron mucho en elegir a Daniel, la morena, y a Gio, la rubia, dejando claro quienes eran los más agraciados del equipo. Entre más bromas y carcajadas, ellos se quitaron la camiseta dejando ver sus musculosos torsos, y se tumbaron boca abajo en las camillas, con la cara apoyada en el hueco que tenían para ese fin. Cuando las masajistas se pusieron crema en las manos, y comenzaron sensualmente a recorrer lentamente con la suave punta de sus dedos la musculada espalda de los rescatistas, hubo alguien de los presentes que comenzó a sentir algo inesperado en sus más recónditas vísceras.
—Me voy —le dijo Wilkinson al teniente Queiro mientras asistían al espectáculo.
—Si, yo también me voy a descansar a casa con mi mujer. Hasta mañana, Wilkinson.
—Hasta mañana, teniente.
Mientras ella se alejaba caminando del barracón, con aquel nuevo y extraño sentimiento en su interior, la joven y voluptuosa masajista se esmeraba en descontracturar el fibroso cuerpo de Daniel. Entretanto apretaba su trapecio con habilidad, introduciendo la yema de sus dedos en su carne, le preguntó al oído, susurrando sin que nadie les oyera.
—¿Te gusta?
—Me encanta —contestó él totalmente agradecido mientras ella le presionaba con sabiduría los puntos clave de la espalda.
—Esto es solo una pequeña parte del placer que te puedo dar..., Si tú quisieras, claro.
Daniel sonrió, excitándose mientras miraba hacia el suelo a través del hueco de la camilla de masaje en el que apoyaba la cabeza.
Aquella misma noche, Gio y él se citaron en secreto con aquellas dos hermosas masajistas, en su piso compartido de estudiantes en Auvenville. Ni siquiera cenaron o tomaron una copa juntos para romper el hielo. Simplemente estuvieron fornicando durante horas, con el ímpetu que sólo la juventud sabe brindar. Librándose de cada gramo de tensión y estrés a base de sexo, cada uno en la habitación de una de las libertinas fisioterapeutas, todo el edificio debió escuchar los desmedidos gritos y gemidos de las chicas, mientras Gio con sus empujones golpeaba con estrépito el cabecero metálico de la cama contra la pared, y voceaba para que le oyera Daniel, haciendo lo mismo pero en el dormitorio contiguo:
-¡Bunga, Bunga!
-¡Bunga, Bunga! —le contestaba entre risas el español desde el otro lado del tabique.