5
WILKINSON
Para cuando el ferrocarril abandonó la esplendorosa almendra central de París y el interminable laberinto de barrios y suburbios calcados unos a otros de la región de Isla de Francia, Daniel ya estaba prácticamente dormido. Por el zarandeo del convoy cabeceó varias veces, rendido. Navegaba entre la placentera sensación de no saber si uno esta aún despierto o soñando. En su cabeza se sucedían imágenes de sus primeros entrenamientos, del uniforme sin parches que hacía pocos días que acababa de estrenar, de las primeras impresiones que tenía de sus compañeros de escuadrón. Y sus padres, siempre sus padres. Se imaginaba a su madre deslizándose curioseando entre los puestos del Mercado de las Pulgas que había visitado ese día. Y a su padre disfrutando con las antiquísimas espadas de los salones del Museo del Ejército. Hasta que el característico sonido de las páginas de un libro recién comprado le hizo volver de entre sus divagantes y caóticos pensamientos. Abrió con pesadez los ojos, y miró hacia su izquierda. Junto a él, sentada, una hermosa joven leía un ejemplar del libro La vida es sueño, del poeta español Calderon de la Barca, titulado La vie est un sogne en lengua francesa.
Daniel, respirando hondo e intentando hacer una composición de lugar antes de exteriorizar ninguna reacción, la observó con detenimiento con los ojos entornados, disfrutando durante minutos de la belleza que tenía a su lado.
Se fijó en primer lugar en sus manos, finas y mimadas como lencería de seda. Sin anillos, lo cual le hizo suponer que no era una mujer comprometida. Después, prestó atención a su estilizado cuerpo, a su vestuario. Lucía unos elegantes zapatos blancos con tacón, y unos ajustadísimos vaqueros claros que se diría habían sido manufacturados a medida. Sobre su torso, un jersey rosa sobre una reluciente camisa de la que asomaba su cuello blanco. Un collar con perlas blancas muy semejante a sus pendientes hacía juego con el estrechísimo cinturón que rodeaba su cintura. Escondía los mechones rubios de su pelo detrás de la oreja, dejando adivinar su atrayente rostro de niña bien.
—Hola mademoiselle —le dijo en un tosco e improvisado francés.
Ella, sin mover el cuello, apartó su mirada del libro y la dirigió lentamente a su derecha.
—Hola —le contestó, añadiendo una dulce sonrisa.
—¿Te gusta Calderón de la Barca? Yo también soy español —le comentó jugando entre el idioma francés y el inglés.
—Enhorabuena... —contestó, con algo de sorpresa e ironía, sin apenas apartar la vista del libro. Pero segundos después se dio cuenta de que podía haber sido demasiado cortante y añadió—. Tenéis algunos de los mejores autores de la historia.
—Si... —Daniel no tenia prácticamente ni idea de la riquísima historia de la literatura en castellano, así que intentó disimular su falta de cultura cambiando rápidamente de tema.
—Y tú... ¿Eres francesa?
—No, pero estudio francés. Soy inglesa.
—¿Y por qué motivo vas hacia el este? ¿Negocios?
—Estudios, más bien.
—Ah... ¿Y qué estudias, si no es demasiada indiscreción?
—Vengo de hacer un curso de especialización y vuelvo a casa. ¿Y tú, estudias?
—No, la verdad es que estudié muchísimo en su momento y ahora por suerte puedo trabajar en lo que más me gusta.
—Ah si... ¿Y de qué se trata si no es mucha indiscreción? —le devolvió ella la pregunta con picardía.
—Soy miembro del FIR.
Ella le miro durante unos segundos con cierta extrañeza.
—¿El FIR? ¿Eso qué es?
—¡La Fuerza Internacional de Rescate! ¿No sabes lo que es?
—No, la verdad es que no.
—Te explicaré... Cuando hay un desastre o una catástrofe natural, como un terremoto o un huracán, nosotros somos los primeros en llegar.
—¿Y para qué?
—¡Para salvar vidas!
—Ah, qué interesante —ella cerró con cuidado el libro que estaba leyendo—. ¿Y tú, has salvado muchas?
—La verdad es que nunca he llevado la cuenta pero... —se fijó involuntariamente en el prominente busto que se marcaba bajo el jersey—. Seguramente si hubiera intentado llevarla la hubiera perdido. No sé, tal vez decenas, docenas, cientos...
—Creo que ahora que lo dices, me suena haber visto cerca de casa pasar bandadas de helicópteros... ¡Hacen un ruido terrible!
—Si, esos son los halcones. Yo me tiro al vacío desde ellos, para intentar ayudar a los demás.
Daniel intentaba mostrar la mejor de sus sonrisas mientras hablaba con ella con afán de seducirla, envalentonado por el éxito de su última experiencia en el aseo del tren durante ese mismo trayecto.
—Y... ¿Cuánto tiempo hace que te dedicas a saltar de los helicópteros para salvar vidas?
—Un par de años. Lo suficiente para darte cuenta de muchas cosas...
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, cuando estás en una misión, y ves a la gente perderlo todo de un día para otro... Aprendes a valorar mucho más las cosas que tienes. Ya sabes, las cosas pequeñas, que realmente son las que más importan. Ver tanta tragedia a tu alrededor te enseña a distinguir con claridad las cosas bonitas.
Intentaba servirse de todo su magnetismo personal para conseguir sus propósitos.
—Que cosas mas lindas dices...
—Y... ¿Dónde dices que vives?
—En Vutten.
—Eso está muy cerca de Auvenville, donde tengo yo el apartamento.
—Enhorabuena —repitió la ironía.
—No sé, si me dieras tu número de teléfono tal vez podríamos quedar algún día a tomar un café o a cenar y te enseño cosas de mi trabajo. Tengo unas fotos impresionantes de terremotos, incendios...
—¿Aún no sabes mi nombre y ya me estás pidiendo mi número?
—Bueno, por si algún día quieres que te rescate —le guiñó el ojo, poniendo toda la carne en el asador.
—Desde luego, si eres igual de valiente y lanzado desde un helicóptero como con las chicas...
—¿Qué? —le dijo acercando su rostro a escasos centímetros de ella, casi a punto de besarla.
—Que será mejor que te saques un buen seguro de vida. Te vas a estrellar, seguro.
La chica se levantó sonriendo con arrogancia de su asiento y, libro en mano, se dirigió a un hueco libre, tres filas más adelante.
Daniel, dándose cuenta de su patinazo, aceptó deportivamente las calabazas y devolviéndole la sonrisa se despidió de ella.
—Me llamo Daniel.
—Desirée. Enchanté —le contestó dulcemente antes de volver a sumergirse en los cálidos versos del poeta español, esta vez a unas cuantas filas de distancia.
Él aprovechó para cerrar sus ojos y dejar volar sus pensamientos hasta caer finalmente rendido, camino de su recién estrenada vida en Auvenville.
A la mañana siguiente, como todos los días, Daniel era el primero en llegar al barracón del escuadrón Bravo Siete. En parte porque era el que más ganas tenía de trabajar, en parte porque quería dar buena impresión al resto del grupo. Media hora antes de las ocho ya se encontraba dispuesto a salir a correr, esta vez con su nuevo chándal del FIR. Era el único que se afeitaba todos los días además del teniente Queiro, e intentaba mantener sus botas de servicio lo más pulcramente posible. Se notaba que por su reciente ingreso le ponía más ganas que ninguno, recordando a diario las palabras de la arenga del comandante en su primer día en Base Europa. Como las demás jornadas, la base fue llenándose poco a poco de un goteo de rescatistas poblando la explanada de los barracones.
—Buenos días —le dijo antes de chocarle con fuerza la mano Fernando Lema, casi siempre el segundo en llegar—. ¿Cómo te fue en París?
—Bien, la verdad es que necesitaba distraerme un poco. ¿Y tu maratón?
—Hice buen tiempo, la verdad. A ver si te animas y te vienes un día conmigo a correr.
—Si, puede ser una buena idea.
Mientras charlaban sobre la dureza de la prueba atlética, fueron llegando los demás rescatistas, con lo que cada vez se iban acumulando más conversaciones simultáneas. Hasta que una de ellas llamó la atención de Daniel.
—¡Bienvenida a casa! ¿Qué tal te ha ido? —desde su taquilla oyó la efusiva voz de Dimitri.
—Muy bien, pero ya estaba deseando volver a veros —una dulce voz femenina le resultó extrañamente familiar.
—Tranquila, no te has perdido nada —exclamó Gio.
El resto de los hombres del escuadrón la saludaron, mientras Daniel escuchaba todo.
—Bueno, si que hay algo que te has perdido —le dijo Lottar—. Tenemos un pajarito nuevo en la olla.
—¿Ah, si? No me digas —contestó ella—. ¿Dónde está? Dile que salga a saludarme, que no quiero entrar y verle desnudo.
De detrás de las taquillas, con las manos en los bolsillos del chándal, Daniel se acercó a la zona de la mesa de reuniones. Cuando vio a Wilkinson dándose la vuelta, los dos sintieron una enorme e inesperada sorpresa. Fue muy divertida para ella, pero profundamente vergonzosa para él. Se acercaron y ella le tendió la mano.
—Creo que ya nos conocemos, verdad.
Ella leyó en su uniforme, a la altura del pecho, su apellido bordado en letras blancas.
—Burillo...
Daniel asintió con la cabeza mientras le sacudía la mano, queriendo tragarse las arrogantes palabras que le dijo la noche anterior en el vagón de tren. Con aquel chándal, el pelo recogido en una coleta y sin nada de maquillaje, ella le pareció incluso mucho más morbosa y atractiva. El resto del grupo les miró con asombro, mientras se preparaban para la llegada del teniente y así comenzar el día haciendo deporte.
-Wilkinson... —pensó—. ¿Cómo me iba a imaginar yo que la copiloto sería una chica? Si al menos la llamasen por su nombre...
Durante el transcurso de las siguientes semanas, Daniel recibió innumerables clases teóricas que a la vez compaginaba con sus primeras prácticas con los sistemas de salto. Poco a poco se acercaba el día de ser un saltador completamente operativo. Sin embargo, durante sus sesiones de entrenamiento con el resto del grupo no tardó en darse cuenta de la gran rivalidad que existía entre algunos de sus miembros.
—¡Vamos, pajarito! —le gritaba Lottar antes de empezar la pista americana, retándole a hacerla en menos tiempo que él, ante la atenta mirada del resto del grupo, incluido el teniente. Aunque Daniel se esforzaba al máximo, no lograba alcanzar la misma soltura que el alemán, quedando normalmente relegado a hacer más tiempo que él. Cuando finalizaba, él le gritaba con malas intenciones:
—¡Corre, niñato, corre!
En otras ocasiones, el enfrentamiento se reproducía durante las pruebas de apnea en el interior de las piscinas. Se trataba de pruebas en las que se valoraba la capacidad pulmonar y la habilidad dentro del agua, la mayoría de las veces deshaciendo complicados nudos marineros con solamente el oxígeno de los pulmones. Normalmente era Gio, experimentado buceador, el que rendía mejor debajo del agua, pero Lottar y los hermanos Blanc se vanagloriaban de hacerlo mucho mejor que el novato español. El carácter extremadamente competitivo de Daniel le hacía esforzarse al máximo en cada entrenamiento, por lo que los resultados no se hicieron esperar. Cada vez era menor la diferencia entre los veteranos y él. De esto se dieron todos cuenta durante un complicado adiestramiento. Con los ojos vendados, y cargando con todo el material operativo como el casco, los equipos de respiración autónoma y el cinturón cargado de utensilios y herramientas, la prueba consistía en encontrar la salida dentro de una casa en ruinas simulada. Se simulaba un incendio de grandes dimensiones, donde el humo negro limitaría enormemente la visión. Había que entrar en la casa, de la cual nadie sabía la distribución, encontrar un muñeco de plástico que representaba a un bebé, cogerlo en brazos y encontrar la salida de la casa con los ojos vendados. Mientras, el resto del escuadrón observaba con atención el desarrollo de la prueba, tomando nota de los fallos que pudieran cometer los compañeros.
—¡Tenemos que saber orientarnos! —gritaba el teniente Queiro—. ¡Recordar donde está la salida de la casa, y salir de ella con vida y con el rescatado!
Uno a uno, todo el escuadrón menos los pilotos fueron entrando en la casa, mientras el teniente tomaba nota del tiempo con un cronómetro. Daniel, con seguridad, entró de los primeros, ayudándose con las manos para ir tocando las paredes y contando y memorizando los pasos que iba dando, hasta que entrando en una habitación palpó una cuna, y en ella el muñeco que representaba un bebé. Lo cogió en brazos, y contando sus pasos fue dando media vuelta con lentitud pero a buen ritmo, el suficiente para tardar bastante menos que el resto de sus compañeros. Lottar, Gio y los gemelos Blanc fueron los últimos en participar en la prueba, tardando a pesar de sus esfuerzos casi medio minuto más que el español. Por primera vez había superado a los veteranos en una prueba de entrenamiento. Pronto les alcanzaría en muchas más.
—Todavía te falta mucho para ganarte nuestro respeto —le susurró Lottar con malicia—. Aún no te has ganado ni los parches del uniforme.
Efectivamente. Hasta que no recibiese sus parches, no se podía decir que el novato estaba adaptado y era considerado uno más del grupo. De modo que, a pesar de vestir el mismo uniforme que ellos, saltaba a la vista que sin los parches no tenía el mismo estatus que los rescatistas veteranos.
-Ya llegaría el día —pensaba Daniel para automotivarse—. Pero mientras ya les he ganado en la casa de la oscuridad.
Otra primaveral mañana francesa, Daniel y Fernando se fueron a entrenar a otra de las zonas de la mastodóntica Base Europa. Era un lugar como el que el novato no había visto jamás nada igual en su vida. Estaban allí junto con Tina, una preciosa perra malinoais de color canela que había sido asignada a Fernando hacía un par de años y con la que pasaba gran parte de su tiempo en la base.
—¿Te gusta nuestro campo de entrenamiento? —le dijo subido en lo alto de un campo de escombros con la extensión de dos campos de fútbol.
—Joder, colega... ¡Parece que haya caído aquí una bomba atómica! ¡Qué pasada!
A Daniel le impresionó aquella gran cantidad de ruinas, tubos de hormigón, paredes derruidas y capas y capas de escombros superpuestos.
—¡Vamos, escóndete! ¡Veamos lo que tarda Tina en encontrarte!
—Se lo voy a poner difícil.
Daniel se adentró caminando con dificultad en ese mar de cascotes, material de construcción y viejos electrodomésticos, que imitaban el estado de un edificio tras un grave seísmo. Tenía que dar grandes zancadas y llevar mucho cuidado para no clavarse algunos de las puntiagudas barras de hierro que surgían de aquellas ruinas.
Se fijó en una pequeña bandera triangular naranja en lo alto de un mástil que se utilizaba para averiguar la dirección en la que soplaba viento. Si la brisa iba en el sentido del perro de rescate, le sería mucho más fácil localizar a una persona oculta bajo los escombros, así que Daniel intentó colocarse en una zona con el viento a favor para ponérselo más complicado. Reptando con agilidad, se coló entre varios pisos de muros tumbados como pisos de un tétrico sándwich, y encontró un pequeño hueco, donde a duras penas cabía su cuerpo. En su mano llevaba una sencilla pelota de tenis que serviría como premio para el animal en el caso de que éste finalmente lo localizase.
En la superficie, Fernando soltó la correa del ágil perro que comenzó a emplear a fondo su olfato para detectar el olor de Daniel. Siguiendo el cono olfativo con el que localizaba a las personas, el perro fue como una flecha escalando y descendiendo con sutileza y elasticidad entre aquel gigantesco campo de escombros, hasta la zona donde se encontraba acurrucado y escondido. Con sus pezuñas empezó a rascar ansiosamente una vieja nevera volcada bajo una serie de tabiques, y sus ladridos hicieron que Fernando corriera hasta llegar a su posición. Daniel abrió la nevera y salió de su interior con la pelota de tenis en la mano, que fue a parar a la boca de Tina quien, jugando, comenzó a rugir para que no se la quitaran al tiempo que movía su rabo apasionadamente. Durante casi un minuto, los tres jugaron juntos llenos de gozo sobre aquellos escombros.
—¿Serías capaz de encontrarme en cualquier sitio, eh Tina? —le dijo Dani mientras le acariciaba el lomo.
—En casi cualquiera. Siempre se puede mejorar un poco más —le rebatió con humildad Fernando—. En la última salida nos costó un poco encontrar a alguien. Fue en Grecia, en un centro comercial, después de un terremoto de siete punto dos. Había tantos cadáveres sepultados que no dejaba de tener reacciones extrañas, gemía, se ponía a dar vueltas... Supongo que en parte el fallo fue mío por no saber interpretar lo que me intentaba decir.
—¿Y al final encontrasteis a alguien?
—Si, a una mujer. Estaba en el hueco que había dejado la escalera mecánica cuando se le cayó el techo encima. Llevaba más de tres días allí encerrada. Pero Tina la encontró —dijo mientras jugaba con el perro a enseñar y esconder la vieja pelota de tenis—. Porque es la mejor... ¿A que si, Tina? ¿A que si?
El hermoso animal transmitía una contagiosa felicidad y energía mientras jugaba entre los escombros moviendo su cola.
—Oye, dime una cosa amigo —preguntó con tono prudente Daniel mientras seguía rascando al animal— ¿Y tú en que piensas cuando ves a tantos muertos?
Fernando se tomó su tiempo para contestar, arrodillado sobre aquellas placas de hormigón.
—Sencillamente... No pienso. Me concentro en la persona que sí que se ha salvado, aunque sea una entre mil. Sólo por esa vida merece la pena todo el esfuerzo. Los otros novecientos noventa y nueve... Simplemente no existen. Son como muñecos de trapo. Nunca piensas que es gente normal, como tú o como yo. Nunca pienses en lo que han sufrido, o lo que se han perdido en la vida. Es la única forma de no perder la cabeza.
Daniel intentaba asimilar todas sus palabras, sabiendo que en el futuro muy posiblemente le serían de gran ayuda cuando finalmente se enfrentase a una situación real como rescatista.
—Para nosotros es a veces casi como un juego, ya sabes... Te pones un caparazón alrededor del corazón para no sentir nada, y piensas que son maniquíes, que no son reales.
Le escuchaba con toda su atención.
—Si quieres que te sea sincero... ¿Quieres que te diga que es lo que más me afecta a mi?
—Dime, por favor.
—Tal vez te parezca una tontería.
—No lo creo, vamos, dime.
—Odio ver los zapatos de los muertos. Por alguna extraña razón, creo que es como si en ellos residiera el alma de la gente. No soporto ver los zapatos esparcidos de las víctimas, perdidos o con sangre, ya sabes...
Daniel no se esperaba aquella respuesta en absoluto.
—En fin, supongo que a cada uno le afecta todo esto de alguna forma. A cada uno nos sale por un sitio distinto. Por eso, en casa no puedo dejar nunca mis zapatillas a la vista, en el suelo. Las guardo todas en un zapatero dentro de mi armario, incluso antes de dormir lo hago con las zapatillas de estar por casa. Tal vez sea un trauma que se me ha quedado... ¿Quién cojones lo sabe?
—¡Eh! ¡Quitaos de ahí arriba! —el grito del guía canino de otro escuadrón operativo deseando su turno para poder entrenar con su animal en el campo de escombros interrumpió aquel arranque de franqueza—. ¡Los demás también queremos entrenar!
Al novato Daniel no le gustó en absoluto esa manifestación de sinceridad que había tenido su compañero. Por primera vez desde su llegada a Base Europa empezó a conocer algunas de las imprevisibles e inevitables consecuencias de trabajar en semejante nivel de estrés y tensión.