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MIEDO
Durante aquel viaje rumbo a una nueva misión, alzó la vista y se fijó en el nuevo compañero que se había unido al escuadrón. Se trataba de un bombero lituano, tan alto y delgado como callado y serio. Sin duda sería un buen profesional, pero sentía una extraña sensación de desazón cuando pensaba que ocupaba el lugar de Fernando Lema como guía canino de Tina, con quien llevaba ya unos días entrenando en la búsqueda de personas bajo los escombros. Nadie es insustituible, pensó. Tan solo somos un número, como decía el teniente.
—¡Noruega nos necesita! —anunció Lottar, de pie en la panza del halcón, como queriendo que todos notasen la diferencia entre su liderazgo y el de Queiro—. ¡Preparaos para una misión de rescate como en los viejos tiempos! Esta vez iremos directos al centro de la acción.
—¿Tenemos más novedades, teniente? —le preguntó intencionadamente Pierre Blanc, pronunciando exageradamente la palabra teniente.
Lottar, disfrutando de la primera operación real en su nuevo rol, revisó la pantalla adosada al fuselaje del halcón, a donde le enviaban los comunicados desde la Sala de Control de Base Europa.
—Vamos en vanguardia. Los ingenieros van a tratar de contener las toneladas de petróleo que se escapen de la plataforma petrolífera. Y nosotros a buscar, encontrar y evacuar supervivientes, que para eso nos alistamos aquí. ¿Verdad?
La misión a la que se enfrentaban aquel día era realmente temible. Una incontenible tormenta había sido capaz de generar olas tan enormes que habían afectado a la estabilidad de una gigantesca plataforma de extracción petrolera situada en el centro del mar del Norte. Esto había provocado un fallo general de los sistemas de seguridad, que no pudieron hacer nada para evitar que se sucedieran las fugas de combustible que, en conjunción con el colapso del sistema eléctrico, había dado lugar a las primeras explosiones en cadena a lo largo de las instalaciones. En la plataforma trabajaban más de trescientos hombres y, aunque los medios de evacuación estaban bien planificados y explicados, la situación en la que se encontraba la plataforma, ya en diagonal y en proceso de naufragio, no habían sido suficientes para evitar una catástrofe.
Aunque los efectivos medios de rescate locales habían sido movilizados, tanto helicópteros como barcos de rescate, no eran tan rápidos ni contaban con los mismos medios que los preparados y envidiados halcones de la Fuerza Internacional de Rescate. Además, el gobierno de Noruega era uno que más fondos aportaban a la institución, y exigía su presencia, literalmente, en parte para justificar ese enorme gasto delante de la opinión pública.
Cuando la presencia de la plataforma petrolífera pudo detectarse desde el helicóptero, todos los miembros del escuadrón se quedaron completamente asombrados. Su situación era caótica, con varios incendios declarados tanto en lo alto de sus depósitos como en la base. De sus miles de tuberías y conductos, costaba adivinar cual sería la siguiente en explotar, convirtiendo el gas natural que contenían en puro fuego. El punto más alto de su torre, ahora en posición oblicua formando un ángulo de cerca de cuarenta y cinco grados con el agua que se mezclaba con el crudo, todavía se mantenía ardiendo como una antorcha. El fuerte oleaje provocaba además enormes vaivenes en su superficie. Alrededor de toda ella, una densísima e irrespirable humareda negra y gris, mezcla de decenas de peligrosos productos químicos. Varios buques de la marina noruega intentaban, a una distancia prudencial, intentar sofocar el incendio con unos poderosos cañones de agua especiales para estas tesituras. Sobre la superficie de la inclinada plataforma, en una gran explanada utilizada como helipuerto para el transporte de los trabajadores hasta tierra firme en situaciones normales, se acumulaban, sujetándose para no caerse, decenas de empleados de la plataforma, abrazando sus cuerpos como podían a las columnas y a las tuberías en un estado de absoluta desesperación. Cuando los primeros helicópteros del FIR llegaron, los saltadores tuvieron que emplearse a fondo para subir al máximo de la gente que pudieron a sus halcones. El Bravo Siete no fue menos. Lottar, ansioso por estrenar su cuenta de rescates como teniente, ordenó a los cuatro saltadores, Gio, Laurent, Pierre y Rocher, que se dieran prisa a la hora de colocar los anclajes a los trabajadores y salvarlos de aquel infierno sobre el mar en que se había convertido aquella condenada plataforma. Cuando bajaron y pusieron sus botas sobre el acero en que estaba construida, le obedecieron con la mayor profesionalidad posible, incluido Daniel, que rodeó el cuerpo de uno de los asustados cocineros de la instalación y le aupó hasta lo alto del helicóptero, situado en una de los pocos claros que estaba dejando el humo provocado por los incendios.
Sin embargo, al llegar de nuevo al helicóptero, y ayudar al cocinero a sentarse en el interior, Daniel le preguntó ante la presencia de Lottar que dirigía desde allí arriba la operación.
—¿Dónde está el resto de la gente?
El orondo chef, entre sollozos, con el rostro lleno de hollín y grasa, le contestó.
—Atrapados, no sabemos nada de la gente del nivel dos.
—¿Dónde está el nivel dos?
Aquel hombre les indicó con el dedo índice hacia el suelo. Daniel miró a Lottar, y éste a Daniel. Lottar continuó indagando, con un tono mucho más agresivo en sus interpelaciones que el del español.
—¿Cómo se baja al nivel dos?
—Dudo mucho que los elevadores funcionen. Habrá que bajar por las escaleras.
—¿Pero dónde están?
Lottar gritaba tan fuerte que presionó al hombre.
—Debajo de la torre principal. Hay que seguir el pasillo que hay, por la puerta verde. Las escaleras parten de allí.
Lottar comenzó a prepararse para descender junto con Daniel. A pesar de sus múltiples y evidentes defectos, era un hombre tan valiente que sobrepasaba en ocasiones la pura temeridad. Por primera vez se puso el casco amarillo que lo identificaba como el líder del grupo, el que siempre había correspondido llevar al teniente Queiro, y se dispuso a comandar, por fin, su primera misión de rescate a vida o muerte. Cargó con cuatro equipos de respiración autónoma en sus grandes manos, y se acopló con su cinturón al de Daniel. Una vez unidos, saltaron del helicóptero, con la intención de poner los pies sobre la superficie inclinada y resbaladiza de la plataforma. Lottar, al llegar a la explanada de acero, se reunió rápidamente con sus rescatistas. A Rocher y a Gio les emplazó a continuar evacuando personal, sin descanso, a toda la velocidad que pudieran, acuciados por el humo que hacía peligrar el vuelo estable del halcón. Después, habló con los gemelos Blanc y Daniel. A los tres les dijo que se soltaran del cable que les mantenía unidos con el halcón, y lo dejaran enganchado en una de las tuberías de la superficie. A cada uno le hizo entrega de un equipo de respiración autónoma, y le hizo señas para que se lo pusieran y le siguieran, teniendo que sujetarse para no caerse en todo momento, en las barandillas metálicas y en las cañerías que poblaban la gran plataforma. En fila india, siguiendo cada uno los pasos del anterior, llegaron hasta la base de la principal torre de extracción de crudo. Pudieron sentir el enorme contraste entre el frío reinante en el mar del Norte y el calor de las explosiones que se sucedían a su alrededor. Cuando estuvieron al fin bajo la formidable estructura de la torre, fabricada en metal y pintada de vistosos colores blanco y rojo, Lottar siguió dando instrucciones, esta vez fijando su atención en un mapa descriptivo de las salidas de emergencia de la instalación, colgado justo antes de la entrada de la puerta verde a la que había hecho referencia el asustado cocinero rescatado por Daniel.
—¡Vamos a intentar seguir las escaleras hasta el nivel dos! Seguramente haya algo que obstaculice esta salida de emergencia. Seguiremos las escaleras, despejaremos la salida y evacuaremos al personal. ¿Entendido?
Lottar miró primero a los gemelos, que mientras se ponían la mascarilla para respirar el oxígeno asentían con la cabeza. Daniel lo hizo acto seguido, pero preguntándose por qué motivo le había elegido a él para acompañarles en esa difícil tarea, en lugar de a Gio o a Rocher, que siempre habían demostrado mucha más afinidad con él.
Mientras caminaban por el pasillo, tan oscuro e inclinado como el resto del barco, Lottar iba abriendo el grupo teniendo que apoyar sus manos en las paredes, con Daniel ocupando el último lugar de la cola. Solamente las luces de emergencia continuaban prestando servicio, iluminando escasamente las estrechas galerías. Encontraron al fondo del pasillo el comienzo de la escalera, la cual estaba efectivamente bloqueada por una enorme y pesada puerta metálica. Lottar intentó abrirla, primero a empujones, después a patadas, finalmente con el pequeño hacha de trabajo que siempre le acompañaba, sin ningún éxito. Sus pies comenzaron a mojarse con el agua helada del mar, que lentamente se iba apoderando de cada rincón de la plataforma.
—¡Daremos la vuelta y buscaremos una vía alternativa!
El grupo se giró, y Daniel pasó del último a estar el primero de la fila, caminando en sentido contrario.
—¡Vamos, novato, date prisa! —le gritó Laurent, empujándole por la espalda.
Daniel no quiso entrar en refriegas, y continuó avanzando por el pasillo, hasta encontrar en una de las paredes un nuevo mapa explicativo de las salidas de emergencia. Junto a los otros, comenzó a examinarlo, hasta que Lottar tomó el mando y decidió el itinerario a tomar.
—Fijaos bien, hay una forma de llegar hasta el nivel uno, y de ahí al nivel dos. Hay que bajar por esta trampilla de emergencia, y continuar por este corredor, hasta la misma escalera que aquí tenemos bloqueada.
—Si... —añadió Laurent—. Ahora sólo nos falta encontrar la trampilla.
—Según este mapa tiende que estar a menos de diez metros de aquí, girando por el pasillo dieciséis a la derecha. ¿Lo veis? Recto y a la derecha.
Lottar ejerció de líder, ocupó el frente de la hilera y prosiguió a través de la galería, que a Daniel le parecía que a cada momento estaba más oscura, mojada e inclinada. Cuando llegaron a la zona donde se supone deberían encontrar la trampilla para acceder al nivel inferior, Lottar se agachó y la encontró en el suelo.
—¿Lo veis? Os lo dije.
Con todas sus fuerzas trató de girar una pequeña llave rotatoria que servía para poder abrir la portezuela situada en el piso. Lo hizo con tanto ímpetu que a pesar de los gruesos guantes que llevaba se hirió en la mano. Cuando por fin abrió la compuerta, todos pudieron ver a donde comunicaba. El piso de abajo parecía aún más oscuro que en el que ellos estaban, una gran bocanada de calor les azotó en el rostro nada más abrirlo, y emanaba un humo tan enrarecido que si no hubieran llevado la máscara del equipo de respiración autónoma les hubiera envenenado casi instantáneamente. Si querían descender de nivel, debían enfrentarse a unas condiciones mucho peores. Todavía más. Lottar miró a sus tres rescatistas. Y tomó la decisión de que fuese Daniel el que bajase primero. Éste, sorprendido, le miró. Y después a los gemelos Blanc. Lottar le repitió que bajase, con un gesto autoritario. El español, intimidado, comenzó a poner los pies en la escalerilla vertical que, pegada a la pared, ayudaba a descender hasta el llamado nivel uno. Apoyó sus botas en el primero de los estribos metálicos y, mientras descendía, miraba como desde arriba los otros le veían descender cada vez un poco más. Un pasito más. Daniel miraba hacia arriba, acompañando a cada paso que daban sus pies el movimiento de sus manos agarrándose a los peldaños. Entonces, vino a su memoria el teniente Queiro, y se fijó en que los hermanos Blanc se intercambiaban unas extrañas miradas entre sí. Un sentimiento de estar dirigiéndose como un borrego al matadero le horrorizó. Sintió que si bajaba un solo peldaño más, y se adentraba en aquel hostil pasillo, nunca más volvería a ver la luz del sol. Como si estuviera bajando a su propio sepulcro. Durante unos segundos dejó de mirar hacia arriba, y miró al frente, a sus manos con las que se sujetaba a los estribos de la escalerilla. Una parte de su cuerpo las había bloqueado, y no le permitían seguir bajando. Tal vez fuera el recuerdo del teniente, y lo poco que confiaba en los tres rescatistas que, sobre él, comenzaron a gritarle.
—¡Qué demonios haces! ¡Baja de una vez! —gritó Laurent.
—¿Qué te pasa ahora? ¿Tienes miedo?
—¡Baja! ¡Sigue bajando! —le abroncaba Lottar.
Daniel se bloqueó. Sintió el terrible pavor de poder verse allí traicionado por ellos. Y, cuando pudo comenzar a moverse, y les respondieron las manos y los pies, lo hizo en sentido ascendente, ante los chillidos de incomprensión de los otros. Volvió a subir al nivel superior, y Lottar se puso enfrente suyo, encarándose, y comenzó a gritarle llamándole cobarde e insubordinado. Pero Daniel no le oía. Ni apenas le veía. Le faltaba el aire, y caminó a toda prisa hacia la salida a través de aquellas galerías, dejando allí pasmados a su teniente y los gemelos. Al salir al exterior del pasillo, en la superficie al aire libre de la plataforma, la situación no era mejor que en sus entrañas. Graves explosiones, humo negro, peligrosos chispazos eléctricos, fugas de gas... Teniendo que sostenerse gracias a las barandillas para no caer al suelo por la inclinación de la plataforma, pudo llegar hasta donde había dejado asido su cable de seguridad. Se lo encajó a la espalda correctamente, y el pequeño testigo luminoso que llevaba el sistema se tornó en verde, indicando que ya estaba unido al halcón. Empujó con fuerza la pequeña palanca de su cintura, y notó como el cable se recogía a toda velocidad, separando sus pies de la superficie y atrayéndolo hasta el helicóptero, que luchaba por no ser envuelto por la peligrosa nube tóxica que emanaba de la malograda plataforma de extracción.
Cuando llegó arriba de la aeronave, casi no cabía un alma en el halcón, con doce supervivientes abarrotando su panza, y Bahía y Dopulus afanados por atenderles. Gio y Rocher se sorprendieron de verle llegar allí arriba solo, sin ningún rescatado, con el rostro pálido e inmóvil. Le preguntaron por Lottar y los gemelos Blanc, pero él no contestó. Ocupó su sitio en uno de sus asientos, cabizbajo, deseando no estar allí, no vestir ese uniforme. Se sintió como el cocinero que había subido al helicóptero y que ahora se sentaba delante de él, cubierto por una manta térmica de color dorado. Bloqueado, tuvo ganas de ponerse a llorar.
Aquel día, Lottar y los gemelos Blanc lograron encontrar finalmente el camino hasta descender al nivel dos de la plataforma. Allí lograron localizar, jugándose la vida entre las bolsas de gases acumuladas en las diferentes estancias que se encontraron al abrirse paso, a seis miembros del servicio de mantenimiento de la instalación. Alcanzaron el cuarto de máquinas en dónde se quedaron atrapados, con cada vez menos oxígeno, más agua salada y más miedo. Pudieron apartar a golpes todos los pesados obstáculos que habían bloqueado la salida y, posteriormente, guiarles en fila india hasta la superficie. Una vez allí, fueron capaces de evacuarlos uno por uno con éxito hasta el helicóptero, en una operación que demostró solvencia, destreza y coordinación. Aquel fue el día más feliz de Lottar desde su llegada a la Fuerza Internacional de Rescate. Y el más triste para Daniel.