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EL CAMINO RECTO

—Aquí tienes —le decía mientras soltaba los gruesos manuales traduciendo simultáneamente sus títulos del inglés—. La historia de las Naciones Unidas. Tratados Internacionales. El cambio climático...

—Un momento, ¿Y estos dos últimos? ¿También entran en el temario? —le preguntó refiriéndose a los dos únicos libros que estaban en castellano.

—También te hará falta un poco de filosofía.

—¿Filosofía?

—Te inspirará y te ayudará a centrarte.

El joven leyó los títulos de los libros, y se fijó por la etiqueta en que acababan de haber sido comprados en un centro comercial.

-El arte de la guerra... y Hagakure, el camino del samurai.

—El camino recto del Samurai que te llevará al triunfo... Ya lo comprenderás —le dijo con aires místicos antes de cambiar de tema—. ¿Te gusta tu nuevo despacho?

Daniel dio un ágil giro de trescientos sesenta grados sobre una gastadísima silla de oficina negra con ruedas. Le dio tiempo a fijarse en las humedecidas paredes blancas sin apenas adornos de aquella humilde casa de campo. También en un pequeño armario de madera perfecto para almacenar allí decenas de libros y cuadernos. En la pesada mesa rectangular que parecía estar deseando que le dieran uso después de tantos años de ostracismo. Y en el oxidadísimo flexo que le serviría de única compañía durante las venideras largas sesiones de estudio.

Pero la habitación al menos es espaciosa, pensó antes de preguntar:

—¿Te importa que me ponga aquí un banco de pesas? Para hacer pechito y eso... —dijo con gracia imitando el movimiento de los chulos de gimnasio de barrio.

—Sin problema, necesitarás algo más que unas mancuernas para ponerte en forma. Pero procura hacer también algo de cerebrito...

Dani le respondió con una sonrisa cordial, antes de añadir:

—Tal vez sería buena idea ponerme internet, ¿No? Para poder resolver dudas, mirar legislación, palabras en inglés que no me acuerde...

—Negativo, negativo. Yo te traeré un buen diccionario. Y las dudas que tengas me las apuntas en un cuaderno y ya te las miro yo, no te preocupes.

—¡Madre mía, esto va a ser peor que Alcatraz! —ironizó.

—Mira, Dani —le explicó—. Si te pones a tontear por internet, a chatear y toda esa mierda vas a dejar de dedicarte el tiempo a ti mismo y se lo vas a dedicar a otros. O a otras. Joder, piensa en ti, sólo en ti durante unos meses... Sé egoísta.

El inspector clavó con chinchetas un clásico calendario de publicidad de un taller mecánico sobre una de las pálidas paredes de la habitación.

—Tienes aproximadamente un año para ponerte las pilas. Pero no te confíes, un año a contrarreloj pasa en seguida. Entrégame un año de tu vida, y a cambio tendrás un porvenir. Un futuro. Te lo prometo.

—De acuerdo.

—Pero no te tuerzas, por favor... Quítate de la cabeza a las chicas, a las borracheras y a las peleas.

—¿A las chicas también?

—Las mujeres nublan la mente de los hombres. Y tú, ahora, la necesitas tener más despejada que nunca para memorizar todos estos ladrillos —le dijo señalando la pila de gruesos libros y manuales sobre la mesa.

Dani los ojeó vagamente durante unos instantes.

—¿Has leído las bases de la oposición?

—Si, por encima.

—¿Qué pruebas son? Vamos a verlas.

—A ver... —comenzó a buscar con el dedo en una de las múltiples fotocopias que tenía hasta encontrar lo que buscaba—. Aquí esta. Orden establecido de celebración de los exámenes eliminatorios. Primer examen, en la capital de cada país asociado.

—En nuestro caso, Madrid.

—Si. Para empezar un examen psicotécnico, aptitudinal y de personalidad de más de mil preguntas.

—Bien, lo prepararemos. ¿Cual es el siguiente?

—Según esto, en esa misma fecha, pruebas físicas.

—Será una cosa por la mañana y otra por la tarde.

—Si, seguramente. Las pruebas se puntuarán de uno a diez. En primer lugar, ejercicio de dominadas, con un mínimo de veinticinco flexiones completas.

—¡Suena duro!

—En segundo lugar, carrera de velocidad, cien metros como máximo en doce segundos.

—La cosa se pone exigente.

—Después, una pista americana que se desvelará el mismo día de las pruebas. Y por último una carrera de tres kilómetros que hay que hacer en menos de once minutos.

El inspector resopló.

—Son más fuertes que cualquier otra oposición.

—Cuanto más duras mejor para nosotros —zanjó Daniel con suficiencia.

—Después, al día siguiente, examen tipo test de trescientas preguntas sobre el contenido del temario. Se puntúa de uno a diez y cuenta un sesenta por ciento de la nota final, mientras que las físicas un cuarenta.

—No hay tiempo que perder Dani. Tendrás que estudiar y entrenar al mismo tiempo.

—¿Al mismo tiempo? —preguntó con sorpresa.

Durante las semanas y los meses siguientes, el joven tuvo que cumplir a rajatabla un intenso y extenuante horario que diseñó el inspector, en el que apenas le dejaba tiempo libre. Por las mañanas estudiaba y entrenaba, y por las tardes más de lo mismo. Llegaba a la noche rendido, y se acostaba a una hora más temprana de la que nunca lo había hecho en toda su vida. Cuando el policía no estaba trabajando, con el consentimiento de su esposa, se pasaba las horas con él, ayudándole a memorizar y controlando los tiempos y las marcas de su imparable progresión atlética. Muchos días salían juntos a trotar por los alrededores de la casa de campo, y no cesaba de hacerle incisivas preguntas sobre el temario mientras le ordenaba que hiciera series, flexiones y abdominales si no respondía con exactitud a las cuestiones que le planteaba.

—¿En qué año se creó la Fuerza Internacional de Rescate?

—¡En el año dos mil seis! —gritaba Daniel mientras esprintaba.

—¿En dónde?

—En Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas

—¿Qué suceso desembocó en la creación de este cuerpo de élite de rescate?

—El terremoto y posterior tsunami del Océano Índico en dos mil cuatro, y los incendios forestales que asolaron Francia en dos mil cinco.

Al inspector le congratulaba la progresión geométrica del joven, sobre todo en cuanto a conocimientos, ya que no dudaba que físicamente era un portento, igual que lo fue su padre. Con el paso de las semanas y los meses, fue perdiendo peso a consecuencia de la estricta dieta y el no beber alcohol, provocando que su cuerpo se curtiera aún mucho más.

—¿Cuántos hombres forman en la actualidad la Fuerza Internacional de Salvamento? —le preguntaba cada vez que terminaba de hacer una intensa serie de press de banca, sin dejarle apenas tiempo para recobrar el aliento.

—¡Treinta mil hombres y mujeres, divididos en seis fuerzas independientes de cinco mil rescatistas cada una! —jadeaba.

—¿Dónde están localizadas las bases de esas secciones?

—Esa es más difícil eh...

—¡Vamos, contesta! Tienes que pensar rápido y tenerlo claro.

—Hay una base en cada continente. En Europa está en Auvenville, Francia. En América hay dos bases: en Little Rock, Arkansas, Estados Unidos...

El inspector le interrumpió para colocarle la barra con las pesas a la altura de su pecho. Daniel pensaba con apremio y forzaba su musculatura al mismo tiempo.

—Y la segunda base de América está en Buenos Aires, Argentina. Hay otra más en África, en Kinshasa, capital del Congo... Y dos bases más en Asia... Una en Shanghai, China y la otra en Kuala Lumpur... ¡Malasia! —siempre terminaba las series de ejercicios esforzándose al máximo de sus posibilidades.

En otras ocasiones los entrenamientos se realizaban en una rudimentaria pista de atletismo cercana a la casa de campo del inspector, la cual no tenía las medidas reglamentarias pero que podían utilizar casi en la intimidad ya que la mayor parte de las veces no había nadie corriendo allí. El policía se vestía con un clásico chándal azul con franjas blancas y armaba con un antiguo cronómetro amarillo, tan grande como la palma de su mano.

Mientras aumentaban progresivamente su velocidad de carrera, Daniel seguía contestando a las preguntas con una insultante seguridad:

—¿De quién depende directamente la Fuerza Internacional de Rescate?

—Orgánicamente de las Naciones Unidas y operativamente del Jefe de la Fuerza en la que esté destinado.

—¿Y en Europa?

—De la Comisionada General Knaack, de nacionalidad alemana.

—Perfecto..., ¿Cuáles son las competencias de la FIR?

—¡Esa es muy fácil! La intervención para el auxilio y el rescate urgente de personas víctimas de catástrofes naturales en cualquier lugar del mundo.

—¡Buen tiempo! —le gritaba cronómetro en mano mientras cruzaba la línea de meta en aquella cochambrosa pista de atletismo.

Durante muchos meses, el inspector se volcó por completo en ayudarle. Le veía casi a diario, se encargaba de llenarle la nevera, pagar las facturas y de que tuviera todo lo necesario. Le regaló un teléfono móvil del que sólo él tenía el número para evitar que nadie le llamara e intentara apartarle del buen camino. El camino recto, como a él le gustaba decir. A cambio le hizo prometer a Daniel que no bebería alcohol, que no quedaría con nadie, que no se saldría del programa bajo ningún concepto. Le compró una pizarra blanca gigante que colgaron en la habitación de estudio. En ella, el joven repasaba los temas en voz alta a diario, mecánicamente, y memorizaba decenas de datos históricos y técnicos sobre incendios, terremotos, inundaciones, volcanes...

Cada día que transcurría se encontraba más seguro de sí mismo. Abandonó completamente el tabaco y el alcohol, con mucha más facilidad de lo que se hubiera imaginado. Las drogas no le tentaron en absoluto ya que al alejarle de las malas compañías no tuvo oportunidad de pensar en ellas. Ni siquiera durante la cena de navidad, que pasó en casa del policía con su mujer y su familia, probó más alcohol que una copa de vino con la que se mojaba los labios después de brindar. En cierto modo, el inspector estaba orgulloso del comportamiento de su pupilo. Lo único que le atemorizaba era que, llegado el día, la presión pudiera con él, que no superara el examen y una suerte de efecto búmeran le hiciera venirse abajo de nuevo. Por eso debía estar muy encima de él en el caso de que esa desgracia ocurriese. O todo el trabajo y el esfuerzo dedicado se derrumbarían como un mal castillo de naipes.

Había desayunado lo correcto aquella mañana. Ni más ni menos que el resto de los días. Daniel era capaz de ser muy constante y metódico si se lo proponía tanto con la alimentación como con su programa de estudio. Y realmente lo estaba llevando a cabo cumpliendo con los objetivos parciales que le había marcado el inspector al pie de la letra. Ese día madrugó, como se había convertido en costumbre. Dedicó un par de horas a repasar tecnicismos en inglés como comburente, carburante o subducción, repitiendo en voz alta lo que escribía con rotuladores de colores en su pizarra blanca. Se vistió con zapatillas, mallas deportivas y camiseta técnica y sin pensárselo dos veces salió a correr sin un destino fijo, pero con la intención de trotar al menos una hora y media a un ritmo sostenido y constante. Sin más acompañamiento musical que los latidos de su vigoroso corazón. Los caminos de tierra y roca que rodeaban la pequeña casa de campo en la que estaba instalado apenas medían cinco o seis metros de ancho, y surcaban decenas de humildes casas muy parecidas a la suya, habitadas por campesinos y jubilados. Algunos perros le ladraban con saña al pasar y le seguían corriendo pegados a la valla toda la distancia que podían, poco acostumbrados al trasiego de gente por aquellos caminos, intentando sacar el hocico entre las vallas y los arbustos.

Se sentía bien, respiraba hondo y en su cabeza iban y venían datos sobre el temario que devoraba sin descanso. Notaba que sus pasos cada vez eran más firmes sobre el asfalto, e iba dejando atrás los profundos complejos que le habían convertido en otro estúpido rebelde sin causa más. Esa psicosis que le había asomado tantas veces al precipicio.

Sus veloces zancadas le llevaron a alejarse de la zona semi urbanizada donde se encontraba concentrado, y decidió correr hasta llegar a un polígono industrial casi por completo abandonado por la especialmente terrible crisis económica que azotaba a la región, al que calculó tardaría veinte minutos en llegar a ese ritmo vivo que llevaba.

Sin embargo, unos minutos después, mientras atravesaba una amplia zona despoblada, le sorprendió encontrar una hilera de coches aparcados en el lateral del estrecho camino asfaltado que llevaba hacia el polígono. La extraña fila de coches, entre los que pudo ver algún joven esnifando cocaína sobre la documentación de los vehículos, no tenía ningún sentido de estar ahí, en mitad de la nada. Pudo contar hasta cincuenta coches, muchos de ellos con gente en su interior, oyendo música tecno algunos, consumiendo alcohol la mayoría. Pasó corriendo por al lado de ellos, oyendo las burlas de alguno de los grupos de muchachos borrachos y colocados que imitaban estúpidamente su forma de correr. Cuando casi hubo superado el último de los coches estacionados, se fijó en uno de ellos que destacaban sobre el resto. Se trataba de un Ford Escort Cosworth, un antiguo modelo deportivo de color púrpura con un inconfundible alerón posterior, sobre el que vio esnifar cocaína a un joven con la cabeza rapada. Lo reconoció inmediatamente ya que había estado infinidad de veces en su interior. Aceleró el ritmo y respiró aliviado por haber superado todos los coches hasta que tras de sí escuchó:

—¡Dani! ¡Eh! ¡Dani!

No pudo evitar girarse al oír su nombre. Reconoció a uno de sus mejores amigos, compañero de innumerables juergas de todos los estilos y con todas las sustancias imaginables. Se fijó en sus zapatos, originalmente negros pero absolutamente llenos de polvo pálido. Su camisa de cuadros estaba llena de indisimulables lamparones, y su fuerte aliento a alcohol se detectaba a varios metros de distancia. A Daniel le dio especialmente asco la baba que se acumulaba en la comisura de sus labios, por otra parte negros de ingerir litros de whisky con coca-cola. Sin pretenderlo, se reconoció a sí mismo en aquel individuo. Y una profunda sensación de rechazo se apoderó de él. Se sintió sano. Se sintió bien en su nueva vida, en su nuevo cuerpo.

—¿Dani? ¿Qué coño haces corriendo? Si la fiesta está aquí —le dijo con una voz exageradamente pastosa.

—¿Cómo estás?

El chico de la cabeza rapada le chocó la mano y le dio un fortísimo abrazo, tenuemente correspondido por Daniel.

—Joder... ¡Cuánto tiempo sin verte! Estaba preocupado.

—Necesitaba tiempo para pensar, ya sabes...

—¿Y qué coño haces por aquí?

—¿Yo? Joder ahora vivo por aquí cerca ¿Qué coño haces por aquí tú, en mitad de la nada?

El amigo rió con ganas por la pregunta de Daniel.

—¿En mitad de la nada?

Dos hermosísimas chicas se acercaron lentamente por detrás y le abrazaron de la cintura. Bajo sus grandes gafas de sol y su intenso maquillaje se apreciaban las marcas de días de fiesta sin dormir.

—Ahora la gente se junta aquí en el túnel ¡Se pone a tope Dani! ¡Hasta que el cuerpo reviente! Como tú siempre decías.

—¿En el túnel?

—Si hombre, debajo del túnel, en la antigua vía del tren. Mira, ¿Ves esas puertas?

Le señalo con el dedo, a unos cincuenta metros, dos puertas metálicas que abrían una antigua caseta de hormigón pegada a una pequeña loma. Aunque hubiera pasado corriendo por allí un millón de veces jamás se hubiera fijado en ella.

—Si. ¿Qué les pasa?

—Bajas por ahí y te encuentras el paraíso. ¿No oyes la música?

—Joder ahora que lo dices sí, pero pensaba que era la música de estos coches.

—¡Qué va! Hay un ambientazo de la hostia ahí dentro. ¿Dónde te crees que está la gente de todos estos coches? ¡Pegándose la fiesta ahí abajo! ¡Menuda fiesta Rave! Por cierto...

Se soltó de las dos chicas y, abrazándole, le dijo al oído.

—Oye... ¿Y dices que vives ahora por aquí? ¿Y si me haces fuego de cobertura y nos vamos tú y yo con estas dos golfas? Pillamos una botellita de ron, un par de gramitos y nos las cepillamos hasta que nos salga sangre... ¡Como en los viejos tiempos, Dani, como en los viejos tiempos!

Observó sus enormes pupilas desorbitadas, y no pudo evitar sentir un profundo y puro asco. Se separó de él lentamente, le cogió de la nuca, notando el sudor en su pelo engominado y le dijo:

—Tengo que seguir con mi entrenamiento. Cuídate, amigo, cuídate.

Se dio la vuelta y corrió con más fuerza que nunca, como queriendo huir de todo aquello que representaba su pasado. Su respiración se agitó sobremanera, como intentando no asfixiarse con las reminiscencias de su vida anterior. En el trayecto de vuelta a la casa de campo se juró que estudiaría con mucha más intensidad aún a partir de ese momento. Recordó las palabras del inspector, visualizó el camino recto del Samurai que le llevaría hasta el triunfo. No descansaría ni un solo día hasta la fecha del examen. Ni uno solo.