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—Sé lo que están haciendo en ese taller de falsificación, sé que son prisioneros de guerra de los que no se ha informado a sus países y sé lo que quieren hacer con ellos cuando acabe la guerra.

Gonzalo Fuentes ha llegado hasta el despacho del general Köhler. Hace sólo unas horas ha recibido, además, la noticia de la muerte de su hermana Elisa y de ese malnacido llamado Carlos de la Era. Blanca le ha mandado un telegrama y promete escribirle en los próximos días una carta en la que le contará los detalles. No sabe si le apetece conocerlos. Ha sido una sorpresa terrible que llega en el peor momento; después llorará a su hermana, ahora su ira se centra en el general alemán y su fuerza en intentar salvar la vida de Frank, si es que aún la conserva.

—¿Le ha llegado la orden de expulsión de Alemania, señor Fuentes? Si no la ha recibido, la recibirá esta misma mañana. Tendrá cuarenta y ocho horas para salir del país; de no ser así, no podremos garantizar su seguridad. El pueblo está muy sensibilizado y se aplica con saña contra los traidores a la patria. Creemos que usted ha venido a nuestro país a ayudar a nuestros enemigos.

—Le aseguro que le denunciaré. Ustedes van a perder la guerra y yo me encargaré de que el mundo entero sepa que es usted un criminal que ha combatido sin ningún honor. ¿Dónde está Frank Heimer?

—Le garantizo que su amigo no ha pasado unas buenas fiestas. Ya no es aquel hombre tan guapo y tan elegante que usted conoció. Pero le voy a ser honesto: ha sido una roca, no le detenemos a usted porque Heimer no le ha delatado; ha aguantado sin hablar.

—Quiero verle.

—Está bien, le voy a dar el gusto. No tengo ninguna obligación de permitirlo, pero podrá verle, digamos que es una concesión al amor… Ah, y si ve usted en algún momento al pintor francés al que su amigo ayudó a escapar, que supongo que lo hará, dígale que me gustaron mucho sus cuadros, que tiene mucho talento y que si sobrevive a esta guerra tendrá un gran futuro.

Un soldado abre con las llaves una puerta de barrotes. Da a un pasillo vacío, con paredes de un amarillo pálido y suelo de cemento; a los lados hay puertas metálicas de color gris. Gonzalo le acompaña, les siguen dos soldados más, muy armados y vigilantes; se adentran en un lugar lleno de hombres desesperados que harían cualquier cosa por abandonarlo.

Gonzalo ha sido desprovisto de cualquier objeto que pueda servir para agredir a alguien o ser usado en una fuga: ni llaves, ni bolígrafo, ni gafas, ni cinturón… Hasta el lazo que llevaba al cuello ha tenido que dejarlo antes de adentrarse en este pasillo de seguridad máxima. Paran ante la puerta número 7.

—Tiene quince minutos.

El soldado abre la puerta; Gonzalo entra y se queda encerrado en la celda. Frank está al fondo, en la oscuridad, sentado en una cama de obra que está cubierta por una fina colchoneta. Al identificarle, el alemán se levanta, con movimientos torpes. Tiene heridas en la cara, le faltan varios dientes. Los dos hombres se abrazan, se besan pese al aspecto lamentable de Frank.

—¿Qué te han hecho?

—Da igual, mañana por la mañana me fusilan y se acaba todo. No he hablado, no he dicho nada. Creían que me iban a hacer hablar y no han podido. He sido más fuerte que ellos.

Ha sido más fuerte, pero sale derrotado. Ha sido sometido a un juicio sin defensa y condenado a pena de muerte. Él, que se jugó la vida en París como espía a favor de Alemania, morirá fusilado en Berlín por espiar para los franceses.

—Aquí sólo estamos los condenados. Cada mañana se llevan a alguien, a veces a más de uno, y escuchamos los disparos en el patio de abajo. Algunos gritan y lloran; yo no voy a hacer eso, me voy a quedar callado, no les voy a dar la alegría de humillarme más.

—No puede ser, protestaré, no voy a permitirlo.

—No puedes hacer nada…

Sólo tienen quince minutos para estar juntos y ya han gastado algunos. Frank no quiere discutir sobre las posibilidades de Gonzalo de cambiar la situación, sabe que son nulas. Estará muerto antes de que su amante consiga que nadie le escuche.

—¿Te echan de Alemania?

—Sí, pero no me voy a marchar. Voy a pelear para que te salves.

—No te expongas a peligros inútiles. Cuando vayas a Madrid, pasa por el local de la calle de la Flor, bebe una botella de Moët & Chandon a mi salud y hazme un favor: dale una buena propina al pianista. Yo siempre quise dársela, pero lo dejaba para el día siguiente. Me daba vergüenza que se sintiera humillado. Otra cosa, entérate de dónde está enterrado el capitán galés al que maté; si algún día tienes oportunidad, ve a llevarle un ramo de flores y a pedirle perdón en mi nombre. Sé que es una tontería, pero me quedo más tranquilo…

—Esas cosas las vamos a hacer juntos.

—Ah, no se te ocurra quedarte solo. Busca a alguien que te quiera y sé todo lo feliz que puedas, aunque de vez en cuando te acuerdes de mí. Espero que no te veas en ninguna situación como la de los últimos días otra vez en tu vida. Si te pasara, si alguien necesitara tu ayuda y eso te pudiera perjudicar tanto como a mí, no lo dudes, dásela. Vale la pena, compensa todos los errores que hayas podido cometer antes.

Un golpe en la puerta les avisa de que se acaba el tiempo. Sólo les quedan un par de minutos para un último abrazo.

A las seis de la mañana, tras una noche en la que ha dormido poco, entra en su celda un sacerdote para ofrecerle la posibilidad de confesarse de sus pecados. Frank le contesta que no lo necesita. Media hora después le llevan el desayuno y, a los pocos minutos, cuando la luz del día permite ver, le conducen hasta el patio del cuartel. Los soldados que compondrán el pelotón de fusilamiento están preparados; varios militares de alta graduación están presentes. El general Köhler, en persona, dará la orden de disparar.

—¿Quiere decir algo?

—No, no tengo interés.

No le ofrecen taparle la vista; le da igual, mejor así. Prefiere mirar el cielo, las caras de los que le van a disparar, al general… Es un día feo, lleno de nubes a punto de descargar, además hace frío. Supone que los soldados están deseando que acabe para irse a tomar algo caliente. Habría preferido un bonito día primaveral, de cielo azul y pájaros surcando el cielo, pero es el que le ha tocado. Podría pensar en la gente que va a matarle, pero no va a desperdiciar en eso sus minutos finales… Un último pensamiento para Gonzalo, para Gustav Müller, para sus padres, y después el grito y el ruido de los fusiles. Nada más.

* * *

—Se mataron el uno al otro. Carlos atacó a Elisa con un tronco, ella se defendió con un cuchillo…

Buscaron a Carlos y a Elisa por todas partes, mandaron sus retratos a los cuartelillos de la Guardia Civil para encontrarlos… A nadie se le ocurrió mirar en la casa de El Escorial. El guardés había sido despedido un par de días antes por Carlos de la Era. La suposición, ya todo son suposiciones, es que pretendía matar a Elisa y hacer desaparecer el cadáver, quizá enterrarlo en el gran terreno que rodea la casa. Por eso lo despidió, para que no rondara por ahí y lo descubriera.

No encontraron los cadáveres hasta que los padres de Carlos de la Era decidieron pasar la Nochebuena en esa casa, fuera de Madrid, donde tantos recuerdos había de su hijo. La madre se desmayó al abrir la puerta y encontrarse con aquello; el padre, que estaba sacando el equipaje del coche, se precipitó sobre su hijo para ver si podía salvarle la vida, como si un mes no fuera tiempo suficiente…

—Ha hecho tanto frío este diciembre en la sierra que los cuerpos se conservaban mejor de lo esperado.

Después de que llegara la noticia a palacio, mientras tomaban la copa del día de Nochebuena, Manuel y Blanca fueron a casa del general Fuentes. Un policía que llevaba el caso les contó lo poco que sabían.

—Probablemente, sucedió todo el mismo día que desaparecieron. El primero en morir fue él, casi en el acto. Ella tardó un par de días. Tuvo que ser angustioso, sin poder moverse. Intentó arrastrarse hasta la puerta, pero no consiguió llegar. Tenía roto el hombro, el brazo izquierdo en dos sitios, varias costillas y el pómulo. Además, había perdido mucha sangre.

—¿Han avisado a su hermano Gonzalo?

—Su padre ha tenido una crisis nerviosa, me temo que su hermano no sabe nada. ¿Dónde está?

—En Berlín, es el corresponsal de El Noticiero de Madrid allí. Yo me encargo de ponerme en contacto con él.

Tras la muerte de alguien querido que se ha distanciado, llegan los remordimientos. Blanca no es ajena a ellos. ¿Debía haber insistido más en mantener la amistad con Elisa? ¿Tenía que haber dado la voz de alarma cuando se dio cuenta de que había perdido la cabeza? La última vez que habló con ella, cuando su amiga le dijo que se casaría con Carlos de la Era, tenía que haberse dado cuenta del peligro que suponía; no porque sospechase que lo ocurrido fuera posible, sólo porque presagiaba que en la locura de su amiga cualquier cosa podría pasar.

Le sorprende no sentir nada por Carlos de la Era, ni rabia, ni pena, ni odio, ni siquiera satisfacción por haberse librado de él para siempre. No hace tantos años, creyó estar enamorada de ese hombre y se llevó una tremenda alegría cuando él le pidió en matrimonio. En aquel momento era lo que ella deseaba, con eso se cumplían todas sus pobres expectativas. Ha cambiado tanto desde entonces…

—Voy a mandarle un telegrama a Gonzalo; después le escribiré una carta contándole todo con más calma.

La cena de Nochebuena, horas después de la terrible noticia, sin tiempo para ver recuperado al general Fuentes, es en su casa. Casi en familia; además de los marqueses de los Alerces y su hija, sólo están invitados los duques de Pimentel. En el último momento, a Blanca se le ocurre preguntarle a un abatido Manuel dónde cenará.

—En ningún sitio, será una cena normal. No encuentro nada que celebrar.

—Vente a casa, sé que a ti no te interesa el nacimiento de un Dios en el que no crees. Pero hazlo por mí.

Es la única razón por la que Manuel puede aceptar, que Blanca se lo pida.

—Me alegro mucho de tenerte aquí. Eres siempre bienvenido en esta casa.

—Gracias, don Jaime.

El padre de Blanca recuerda las conversaciones que ha mantenido con Manuel, se ha convertido en un rostro habitual en la casa, tanto que doña Ana, muy afectada también por la muerte de Elisa, empieza a sentirse incómoda con la cercanía de su hija con ese joven.

—¿No tienes familia en Madrid, Manuel?

—No, doña Ana, ni aquí ni en ningún lugar. Mi madre murió y con mi padre nunca me llevé bien; hace muchos años que no sé nada de él.

—Eso no está bien, deberías buscarle.

—Estamos mejor lejos el uno del otro, no lo dude.

Blanca observa, desde la llegada a la casa, lo mismo que ha visto durante el día: Manuel no está bien. Hay algo, algo anterior a la muerte de Elisa, que le preocupa. Durante la cena bebe más vino de lo habitual en él. Antes, a la entrada, ha aceptado la copa de jerez que don Jaime le ha ofrecido y no ha puesto ninguna objeción a que le rellenaran la copa en un par de ocasiones. Nunca ha visto beber a Manuel más de una copa de vino, se mantiene alerta.

Todos intentan evitar el tema del día, es Nochebuena, no es el momento de hablar de muertes y de asesinatos, sobre todo de una persona tan cercana como fue Elisa para la familia Alerces. Pero Blanca quiere tener un recuerdo para ella, que vuelva a ser en su pensamiento la amiga de toda la vida.

—¿Os acordáis del verano que Elisa viajó con nosotros a Valencia?

—Claro, era la primera vez que veía el mar y se puso a llorar…

A esa anécdota siguen otras, pero al recordarla a ella es difícil no tener presentes los sucesos del día.

—Carlos era un canalla. Siento que no vaya a tener más castigo que su muerte.

—No sé si el rey puede quitarle el título de duque del Camino a su familia.

—No ha estado a la altura de la responsabilidad que implica ser un aristócrata.

Manuel ha hablado poco; él apenas conocía a Elisa aunque le hubiera dado clase de mecanografía unas semanas, pero no puede estar más en desacuerdo con el elevado concepto moral que los presentes tienen de la nobleza.

—Que le quitaran el título no sería un castigo, dentro de poco no habrá títulos, ni siquiera habrá rey para darlos o quitarlos. En España cumpliremos de una vez por todas con el deber de echar a los Borbones.

Hay un momento de silencio que resuelve Blanca.

—Manuel está empeñado en que el triunfo de la revolución rusa va a viajar de país en país y que llegará pronto a España. Pero no creo que ésta sea la noche de discutirlo.

El duque de Pimentel es un hombre simpático, burlón y polemista incansable; no está dispuesto a dejar pasar la ocasión.

—Al contrario, Blanca. No tengo muchas oportunidades de cenar con un revolucionario, mucho menos uno que trabaja en el Palacio Real. Me encantaría que tu amigo nos ilustrara… Siempre y cuando no tenga intención de montar la guillotina en el salón.

Blanca no quiere que Manuel siga por ese camino, ha bebido mucho, quién sabe lo que puede llegar a decir… Tiene la suerte de que don Jaime no esté dispuesto a que una cena en su casa se convierta en un mitin político.

—A mí, mientras nadie me toque el jardín… ¿Os he contado que voy a empezar a escribir una columna semanal sobre jardinería en el periódico? Me lo había pedido varias veces el director, pero hasta ahora no me he decidido. Voy a empezar hablando de las orquídeas. El año que viene pienso organizar un concurso en toda España para premiar las mejores orquídeas. Voy a donar veinticinco mil pesetas para el premio y lo voy a ganar yo mismo.

La tensión se disipa mientras don Jaime describe las características de las orquídeas y las peculiaridades de la variedad negra de Centroamérica. Blanca admira, como siempre, la capacidad de su padre para encandilar a la gente hablando de su afición. No es para nada un chiflado, como piensan muchos; es uno de los hombres más inteligentes que conoce.

Mientras doña Ana muestra el belén a sus invitados, Blanca se queda a solas con Manuel.

—Has bebido mucho, ¿te pasa algo?

—Ha sido un día difícil, primero lo de Marcos, después lo de esa amiga tuya…

—¿Marcos? ¿Qué ha pasado con Marcos?

—Quería matar a Alfonso XIII. Le he salvado la vida al rey, es absurdo.

* * *

—¿Un pasaporte diplomático falso? ¿Me estás pidiendo que firme yo mismo en un pasaporte diplomático falso?

—Sí, majestad, es la única forma que tenemos de sacarle de Berlín.

Las fiestas y lo más duro del invierno han pasado; llega la primavera de 1918, la que esperan que sea la última con el mundo enfrentado. Álvaro Giner se va a París y después a Berlín. Se ha mantenido en contacto constante con Gonzalo Fuentes, que ha sido expulsado de Alemania y ha partido de Berlín en dirección a Suiza, y con Velasco, el traductor de la embajada, que ha organizado una especie de comando de apoyo para prisioneros fugados con ayuda de algunos compañeros, a espaldas del embajador. Entre todos han estado pensando en cómo traer a España a Jean-Marie Huguet y sólo se les ocurre hacerle pasar por personal diplomático. No ha tenido más remedio que hacer caso a la propuesta de Blanca: si el embajador no colabora tendrá que hacerlo alguien por encima de él.

—Eres fantástico, Alvarito… Sabía que ibas a ser un buen director para la Oficina Pro-Cautivos, pero pedirme que falsifique mi propia firma es digno de un artista. Eso era lo que esperaba de ti.

Tiene suerte de que el rey se ría con la idea y acepte colaborar. En pocos minutos, tras la intervención del secretario, Bernardo Candeleira, el pasaporte está hecho: un pasaporte falso con una firma auténtica.

La muerte de Carlos de la Era y Elisa ha hecho que, por una vez, su tema de conversación principal no haya sido la situación del zar y su familia. Siguen presos en Ekaterimburgo y las autoridades rusas no aceptan negociaciones.

—Los van a matar.

—¿Qué interés tienen, majestad?

—No sé qué interés tienen, pero los van a matar. Y no conseguimos hacer nada por sacarlos de allí.

Tanto en el despacho del rey como en los periódicos, la noticia de la muerte de Carlos de la Era ha desplazado la información sobre la guerra o sobre la revolución rusa. En algunas publicaciones se han dado detalles muy escabrosos sobre las noches de juerga del muerto.

—Dicen que es amigo mío y que hemos compartido francachelas. ¿Cuándo me has visto tú salir con él, Álvaro?, ¿cuándo?

—Un duque que aparece muerto en compañía de la hija de un general, que se supone que se han matado el uno al otro, el día de Nochebuena por la mañana, en una casa de El Escorial… Reconozca que es una información sabrosa para los periódicos. Es normal que inventen algunos detalles.

—Menudo elemento el tal De la Era, supera cualquier idea de la infamia.

—No puedo quitarme de la cabeza que fue él quien atropelló a Beatriz Vargas, por venganza.

—¿Tienes alguna prueba de eso?

—No; si la hubiera tenido no le habrían encontrado en El Escorial, le habría matado yo mismo.

—En fin, descanse en paz. Ya no dará más quebraderos de cabeza. Blanca Alerces puede quedarse tranquila. Esa chica me parece más lista cada día que pasa, no me extraña que te hayas enamorado de ella. ¿Alguna novedad?

—Estoy prometido con Adela Espinosa y me casaré con ella, majestad. Con respecto a Blanca no hay novedad, ni la habrá.

El viaje de Álvaro, tal vez el último antes del final de la guerra, le ocupará varias semanas. Sólo tiene un límite: volver antes de que acabe el mes de mayo para casarse; no puede retrasar la boda otra vez.

La primera parada de su viaje es París, allí debe entrevistarse con los funcionarios franceses que han interrogado a los prisioneros tras los últimos intercambios. Ellos le darán información sobre la situación de los presos en los campos que no han podido visitar. Temen que haya matanzas cuando se acerque el final de la guerra, y Álvaro debe valorar hasta qué punto la amenaza es real o propaganda de los aliados en contra de Alemania.

Aunque a la guerra le quede poco, los alemanes han decidido morir matando y la situación en París es peor que cuando viajó a la ciudad con Blanca. El general Ludendorff avanza con sus tropas hacia la capital francesa para librar la última batalla, quiere desfilar por París; el general francés Folch se dispone para defender la ciudad con tropas francesas, británicas y americanas. Plantará batalla en Marne, otra vez en el mismo lugar… Todo indica que se encontrarán al principio del verano; será el inicio del fin de la guerra.

Los alemanes y los rusos preparan la paz, que se firma a finales de marzo, en pocos días, según el Tratado de Brest-Litovsk. El armisticio en el frente oriental les ha llegado a los germanos tarde para cambiar el signo de la contienda. Los aliados son muy superiores en armas, en hombres y en moral; las potencias centrales se derrumban en todos los frentes, en Turquía, en los Balcanes, en occidente… Lo mejor sería que se rindieran, pero no están dispuestos a hacerlo. Lucharán hasta que no quede un hombre en pie.

De París, después de las reuniones, Álvaro viajará a Ginebra; allí tiene que encontrarse con Gonzalo Fuentes. Se reunirá también con los suizos; ellos están haciendo la misma labor de intercambio y supervisión con los presos alemanes y sus informes son similares a los de los españoles: en la guerra no hay buenos y malos. No son los alemanes los malos como a veces les parece a ellos, más centrados en defender los derechos de los aliados; los prisioneros germanos están viviendo la misma pesadilla y los mismos malos tratos que los ingleses o los franceses. Suizos y españoles, desde su neutralidad, deben coordinarse para mejorar su situación en lo posible.

En las últimas semanas ha intercambiado varios telegramas cifrados con Gonzalo y se ha enterado de la muerte del alemán con el que, al parecer, tenía una relación sentimental. Es un hombre muy preparado que tal vez pueda ser útil para la oficina en el fin de la guerra.

—No puede volver a entrar en Alemania.

El funcionario de la frontera alemana con Suiza recuerda a Gonzalo que ha sido expulsado del país por las autoridades y no será bienvenido otra vez.

—No lo haré, descuide.

La orden de expulsión tardó en llegar más de lo que esperaba. No fue el mismo día, como le avisó el general Köhler, sino entrado el mes de febrero; tampoco le daban cuarenta y ocho horas, sino dos semanas para abandonar Berlín.

En ese tiempo extra, a Gonzalo le ha dado tiempo a arreglar algunos asuntos: poner la situación en conocimiento de sus contactos de los servicios secretos ingleses, tratar con Álvaro Giner sobre la fuga de Jean-Marie Huguet, buscar sin éxito la tumba de Frank Heimer…

La estancia secreta de la casa de Marienstrasse no fue descubierta por los policías que inspeccionaron el sótano buscando a Jean-Marie, así que podrá seguir siendo utilizada. Pocos días antes de dejar la casa, Gonzalo recibió instrucciones de los ingleses: firmar un contrato de traspaso del alquiler con un abogado de Baviera. No habló nada con el letrado del sótano o de sus actividades, pero le quedó claro que con él continuaría la actividad para la que la estancia fue creada.

Él, como Blanca, también se ha sentido muy culpable por la muerte de su hermana Elisa, mucho más cuando no viajó para asistir a su entierro y la noticia le pilló por sorpresa. Después de recibir el telegrama de Blanca, abrió la carta que había recibido un mes antes de su padre y que permanecía cerrada. Allí le comunicaba la desaparición de Elisa y le pedía que informara si tenía alguna sospecha de dónde podía estar. Su padre le trataba, como siempre, como a un sospechoso, como culpable de cualquier mal que se cerniera sobre la familia. No estaba preocupado por Elisa, sino por las dificultades que su ausencia le estaba causando.

Por aquellas fechas, cuando le llegó aquella carta, se produjo la fuga de Jean-Marie. Quizá si hubiera abierto la carta habría vuelto a España y no habría podido esconder al francés; quizá Frank, sin su ayuda, no habría colaborado con su fuga; quizá no le habrían detenido y ahora estaría vivo…

Cuando estuvo en España, después de que Blanca le contara que Elisa había abortado, intentó hablar con ella. También le mandó muchas cartas de las que nunca recibió respuesta. ¿Cuándo se ha intentado lo suficiente? Piensa que estaba muy preocupado por su vida profesional, por la corresponsalía, por viajar a París y a Berlín, y poco atento a su hermana pequeña. Podría estar flagelándose con ese pensamiento toda la vida, pero es igual que la muerte de Frank: algo que ha pasado y que no puede cambiar.

Blanca le ha hablado en una carta de lo afectado que vio a su padre, al general. Cuando vuelva a España le visitará, una visita de cortesía, nada más. Es un hombre que nunca se ha preocupado por nadie, que ha hecho la vida imposible a su familia con sus normas, que le ha despreciado por no ser como él, que tiene más que ver en la paliza que recibió de lo que parece, aunque Gonzalo no haya querido investigar hasta el fondo porque prefiere la duda a estar seguro. No le perdona, tiene lo que se merece.

Ha seguido escribiendo los artículos que tanto éxito le procuran en El Noticiero de Madrid. En los últimos días no los ha podido enviar desde Berlín, pero no tiene ningún problema para hacerlo desde Suiza. Le dicen que son lo más leído y celebrado del periódico y que se comentan en muchas tertulias en los cafés de toda España. Toda la vida ha soñado con eso, con ser una firma prestigiosa en los periódicos; hasta en Nueva York hay gente que reconocería su nombre… Eso debería hacerle feliz y evadirle de la realidad, del dolor por la muerte de su hermana y de Frank.

Pero no es así, necesita algo más que le ocupe la mente y lo ha encontrado: la historia de Raúl Coronado. Le apasiona bucear en su vida y le queda muy poco para poner en orden todos los fragmentos sueltos de la novela que dejó en el piso de París. Ha decidido que acabará la labor en Suiza y que después le buscará en Barcelona. Ni él mismo sabe el objetivo de todo esto; es sólo que le apasiona su vida bohemia y quiere recuperar, de alguna manera, su talento y su figura.

* * *

—¿Vas mañana a Las Injurias?

Blanca y Manuel se ven todos los viernes por la tarde, después de salir de la oficina, en el mismo piso que la primera vez. Son sólo un par de horas, para ambos las mejores de la semana: charlan, ríen, hacen el amor… Después, Blanca se va a su casa, a llevar la vida de chica de buena familia que le corresponde; Manuel al barrio de Lavapiés, a dar una vuelta, cenar algo en una taberna y retirarse a la habitación que tiene alquilada en la calle del Sombrerete. Los dos se han quedado sin amigos. Elisa ha muerto, y los anarquistas no perdonan lo que para ellos ha sido una traición de Manuel.

—Sí, mañana daré las clases en el barrio, como siempre.

—Ten cuidado.

A Blanca le preocupa que Manuel y Marcos se encuentren. No se han visto desde la mañana de Nochebuena, hace ya tres meses, cuando Manuel impidió el atentado contra Alfonso XIII. Si sigue yendo a Las Injurias terminarán cruzándose.

—Yo no me voy a esconder. Saben dónde vivo y dónde trabajo, saben dónde me gusta ir a tomar un chato de vino; si quieren verme no tienen más que venir a buscarme.

Manuel no teme a sus antiguos compañeros; aunque muchos les vean como gente sin escrúpulos, dispuesta a matar a quien sea para lograr sus objetivos, no son así de verdad. Sólo son idealistas que quieren un mundo mejor y que han llegado a la conclusión de que la violencia es la única forma de alcanzarlo. No es culpa de ellos; violencia es lo que han usado el poder, la Iglesia, el rey, la monarquía, todos, para doblegar a los trabajadores y sus derechos. Se defienden con lo mismo que han empleado contra ellos. Manuel no tiene miedo de ser su víctima.

Tampoco teme el encuentro con Marcos. Su amenaza es fruto de la frustración de no haber podido cumplir el plan de matar a Alfonso XIII; sabe que nunca ha pensado realmente en abrirle en canal. Es más, está seguro de que si se encontraran le pediría perdón y se sentiría avergonzado. Manuel ha hecho mucho por Marcos, por su familia y por el resto de los vecinos del barrio.

Lo que le preocupa de veras a Manuel es que se siente solo, desclasado. Trabaja en palacio, se acuesta una vez a la semana con la hija de un marqués, vive en una habitación alquilada en un barrio castizo, da clases a unos niños de Las Injurias. Forma parte de muchos ambientes distintos y no pertenece a ninguno de ellos. Sus compañeros están en el Ateneo Libertario; la gente con la que él se entiende es la que acude a esos lugares. Su verdadera vocación es escribir obras de teatro como la que se representó en Delicias y ha seguido teniendo funciones por otras partes de España.

¿Qué puede hacer para hallar su lugar en el mundo? ¿Y qué pasará cuando acabe la guerra? Tendrá que dejar la oficina, buscar un trabajo distinto; se siente absolutamente desmotivado. Un día le dijo a Blanca entre bromas que le gustaría emigrar, encontrar un nuevo horizonte en el que intentar hacer realidad sus deseos. Hablaron de Brasil, de Argentina, de Cuba. No ha dejado de pensarlo desde entonces y cada día que pasa ve más claro que es una buena idea. No va a esperar a que ella se canse de él y dejen de encontrarse, no va a asistir a su boda con alguien de su clase social, no va a seguir trabajando con el rey o con Álvaro Giner en algo que no le entusiasme tanto como su trabajo actual. Cuando llegue el momento, se irá sin hacer ruido, sin despedidas. Ni siquiera de Blanca. Comprará el billete sin decir nada a nadie. Pasará un último viernes junto a ella, el sábado visitará Las Injurias y dará clase a los niños; paseará tal vez por el barrio y tomará un vaso de vino con la Murciana. Después, sin avisar a nadie, regresará a su habitación alquilada de Lavapiés, cogerá su petate y se marchará a Atocha para subirse en un tren que le lleve a Cádiz, o Lisboa, o La Coruña, donde sea que salgan los barcos hacia Sudamérica. Cuando se dieran cuenta de su desaparición, el lunes, ya estaría en alta mar, rumbo a una nueva vida. Seguramente le escribiera una carta a Blanca antes de subir al barco, para que no se preocupara pensando que lo han matado o que está en peligro y que fuera consciente de que él se ha marchado porque quería, sin decirle dónde.

¿Qué diría Blanca? Lo pasaría mal, claro, pero tarde o temprano comprendería que es lo mejor para los dos. Ella sería libre otra vez, y no tendría que preocuparse de no herirle cuando llegase el día en que su relación terminara. Le gustaría casarse con ella, pero sabe que eso no puede ser. Ya se ha olvidado demasiadas veces de quién es ella, de cómo se apellida y dónde vive. Y para alguien como él, eso no puede olvidarse.

Si supiera lo que está pasando, le pediría ella misma en matrimonio, pero Blanca ni siquiera imagina los planes de Manuel, y se marcha contenta tras pasar la tarde con él. Ha quedado con sus padres en acompañarlos el fin de semana al pueblo de Segovia en el que vive Alicia. Hasta ahora nunca ha podido ir con ellos, y eso que van a verla una vez al mes.

No les ha dicho lo último que supo a través de la policía: al parecer, el día que desapareció, Alicia estuvo en la casa de El Escorial con Carlos de la Era. Fue él quien la secuestró. Durante el registro que hicieron allí, encontraron una chaqueta de niña, la misma que llevaba aquel día. No hay ninguna explicación; nadie sabe por qué la secuestró ni por qué la dejó ir sin hacerle ningún daño. Es un secreto que su antiguo prometido se ha llevado a la tumba. Sólo se le ocurre que quisiera hacer ver a los Alerces su fragilidad, que todo el mundo es vulnerable cuando se enfrenta con un enemigo como Carlos de la Era.

En cuanto salen de Madrid, el sábado a primera hora de la mañana, casi de madrugada, su padre accede, para escándalo de su madre, a que conduzca ella.

—Sabes cómo es, ¿no?

—Perfectamente.

—No corras, por favor.

El coche de su padre, un Oldsmobile Limited Touring, no es igual que el de Álvaro, en el que aprendió las primeras nociones de cómo llevar uno, pero se adapta enseguida a las diferencias. Al hacerlo no puede evitar acordarse de él y del día que estuvieron conduciendo por la Casa de Campo. Fue un día maravilloso, el primero en que se atrevió a pensar que empezaba a enamorarse de su jefe.

¿Sigue estándolo? No lo sabe. ¿Lo está de Manuel? Tampoco lo sabe. Le quiere, de eso no tiene duda, le gusta estar con él, le gusta hacer el amor con él ahora que han aprendido a darse placer el uno al otro. Pero amor… No, no le ama; está mucho más cerca de ser amor lo que siente por Álvaro, aunque pensar en eso no tiene sentido: él volverá del viaje por Europa y se casará con Adela. Ése es el fin de su historia.

—Cuidado con esa curva.

—La he visto, papá.

—Tenemos que ir pensando en comprar un coche para ti.

—¿De verdad?

—Claro, conduces muy bien.

De vez en cuando tienen que aflojar la marcha casi hasta detenerse para adelantar a algún carro tirado por bueyes y mulas, incluso para esperar a que cruce un rebaño entero de ovejas. La vida va a otro ritmo fuera de Madrid, uno más humano. ¿Para qué quiere ella un coche?, ¿para ir aún más deprisa? Le da igual, el caso es que lo quiere; ojalá tuviera tan claras las demás cosas.

El pueblo en el que vive Alicia es pequeño, apenas un par de centenares de casas con vecinos que trabajan la tierra, cuidan de las gallinas y hacen negocios con el ganado. En algunas de las viviendas se notan los beneficios que ha traído la guerra para sus inquilinos y se ve que son confortables; aunque parezca mentira por su tamaño, es aquí donde se hacen parte de los acuerdos entre los tratantes y los enviados del gobierno francés para comprar mulas y cabezas de ganado para su ejército. La bonanza permite que haya abierta una fonda con las comodidades imprescindibles. Pero los Alerces no se quedarán a dormir allí; a veinte kilómetros del pueblo les espera la finca de un amigo de don Jaime en la que se hospedarán por la noche.

Alicia, muy crecida y cambiada pese a los pocos meses que hace que abandonó Madrid, les recibe en cuanto entran en el pueblo con grandes muestras de alegría. Parece una niña sana y feliz. Los habitantes de muchos pueblos de España quieren abandonarlos para vivir en la capital, sin darse cuenta de que acabarán en barrios como Las Injurias, subsistiendo peor aún que antes.

—¿Vas a enseñarme a montar en burro?

—Qué va, el burro en el que me dejaban montar lo han vendido. Se ha ido a la guerra. Espero que no le pase nada. A los burros no los disparan, ¿no?

—¿Quién va a disparar a un burro? Claro que no…

Tras bromear un rato con la niña, acompañarla a ver la iglesia, el orgullo del pueblo, y recuperar su confianza, Blanca saca el tema que tiene interés en hablar con ella.

—Alicia, ¿tú te acuerdas de aquel señor que te llevó un día del parque?

—Sí.

—No te hizo nada, ¿no?

—No, sólo me habló, pero le prometí que no le contaría a nadie lo que me dijo.

—Ese señor se llamaba Carlos, está muerto. Ahora me lo puedes decir.

Tiene que insistirle a la niña, que asegura que no se acuerda muy bien, que le decía cosas un poco raras y que no le hizo ningún daño.

—Sólo lloraba, decía que tú eras mala y le habías hecho mucho daño. Yo te defendí, pero me decía que no, que él no quería hacer nada malo, y que todo lo que hacía era por tu culpa…

Blanca se siente mal después de hablar con Alicia; la niña, tal como lo dice, parece olvidarlo y sigue con sus juegos, corriendo detrás de las gallinas, presentando a Blanca a las demás niñas del pueblo que se encuentra por la calle. Carlos no tiene razón, pero ella nunca se paró a pensar que él intentara justificarse: nadie se ve a sí mismo como un canalla.

—¿Me acompañas a dar un paseo?

Caminar con don Jaime por el campo es un placer. Sabe los nombres de todas las plantas y es capaz de encontrar las flores silvestres más bonitas.

—Tenías que haber sido agricultor.

—Quita, quita, prefiero ser un marqués chiflado. Parece que a la guerra le queda poco, ¿no?

—Eso dicen.

—¿Qué vas a hacer cuando acabe?

Todos se hacen la misma pregunta. La oficina estará abierta un tiempo, por lo menos hasta que los prisioneros vuelvan a casa. Quizá para recibir las súplicas de las familias que esperen reencontrarse con los suyos y no lo logren… ¿Qué va a ser de ella, de Manuel, de Álvaro?

—Creo que voy a estudiar. Derecho.

—¿Piensas dedicarte a la abogacía?

—No, a la política. España tiene que cambiar mucho y creo que debería haber mujeres en política cuando toque empezar a hacerlo.

—Eso está muy bien, pero no te olvides del periódico, ahí tienes un sitio en el que empezar a difundir tus ideas… Pero no me refería tanto al trabajo, me refería a la vida. Ahora estás con la oficina y te ocupa todo el tiempo. ¿Y cuando se acabe? ¿No tienes intención de formar una familia?

El paseo va tomando otro cariz; no se trata de ver plantas, al parecer es más importante. Una conversación padre-hija. Con doña Ana sería imposible mantenerla.

—¿Esto es cosa de mamá?

—Reconozco que alguna vez me ha hablado de lo preocupada que está, aunque después de lo de Carlos de la Era haya comprendido que hiciste bien en no casarte con él.

—Pues ha tardado.

—Y claro, ahora está inquieta porque hayas traído a tu compañero de trabajo, Manuel, varias veces a casa.

—¿Inquieta?

—Bueno, ella le da demasiada importancia a eso de la clase social.

—¿Y tú?

Don Jaime le ha enseñado a Blanca a estar por encima de esas cosas, pero la teoría es más fácil que la práctica. ¿Qué le parece a don Jaime el asunto cuando hay una posibilidad real?

—Yo creo que hay que intentar ser feliz, que es más fácil serlo con alguien parecido a ti, de tu misma clase, que con alguien que ha tenido una educación distinta; pero soy consciente de que la vida tiene a veces atajos que no te esperas.

—Entonces tú aprobarías que me casara con alguien de una clase social distinta a la nuestra.

—Tendrías que convencerme y no te resultaría fácil, pero sí, lo aprobaría.

Su padre siempre la sorprende. En realidad tiene muchos menos prejuicios que ella. Blanca no sabe si podría estar casada con alguien tan distinto como Manuel.

* * *

—Es mejor que el embajador no le vea llegar, sospecharía.

Álvaro Giner ha entrado muchas veces en la embajada española en Berlín, en el Palacio de Tiele-Winckler, en el barrio de Tiergarten, por la entrada principal; ésta será la primera vez que lo haga por la de servicio, casi a escondidas.

Dentro le espera Jean-Marie Huguet, que no ha podido abandonar la habitación en la que está escondido desde hace meses. Ha leído, ha pintado, se ha desesperado y se ha aburrido, pero por fin está a punto de salir de allí.

—Soy Álvaro Giner, y le voy a llevar de vuelta a España, junto a su mujer y su hijo que están esperándole en Madrid. No han dejado de buscarle todo este tiempo…

Tardará bastantes días en llegar y lo hará a través de Suiza, de allí a Italia y en barco a Barcelona: un largo camino.

Gonzalo Fuentes y Álvaro se encontraron en Ginebra unos días antes, en el hotel Beau Rivage, el mismo en el que murió la emperatriz Isabel de Baviera, la popular Sissi, tras ser atacada por un anarquista italiano durante un paseo por el lago Lemán. Hablaron entonces de muchas cosas: de los planes para sacar a Jean-Marie Huguet de Berlín, del taller de falsificaciones en el que éste trabajaba bajo las órdenes del general Köhler, de la muerte de Frank Heimer, de la de Elisa Fuentes y Carlos de la Era.

—Hay que hacer algo o matarán a esos prisioneros. Son los que saben qué identidades falsas usan los espías alemanes, qué propiedades tienen en Francia o Inglaterra, y los códigos que utilizan.

—Pediré a don Alfonso XIII que haga una queja formal, pero al ser un país neutral tenemos poca capacidad de maniobra. Mucha gente habla de una sociedad de naciones que impida estos abusos en caso de guerra. Esperemos que un día se pueda constituir.

Álvaro tiene la intención de pedir a Gonzalo que colabore con ellos a su manera, que escriba sobre esa sociedad en el periódico, que denuncie las condiciones de los prisioneros y los abusos a los que los someten.

—Cuenta conmigo.

—Te lo agradezco. ¿Vuelves a España?

—Sí, pero antes de ir a Madrid pararé en Barcelona; tengo que encontrar a una persona, si es que aún vive.

A las nueve de la noche, con tiempo justo para llegar a la estación de Potsdamer, Jean-Marie sale de la embajada en un coche conducido por Velasco, el traductor. Es el momento más peligroso, el edificio puede estar siendo vigilado. El fugitivo lleva subidas las solapas y el cuello del abrigo y calado el sombrero para evitar ser reconocido.

Hasta la estación no hay ningún problema, en Berlín hay poco tráfico de coches, menos aún en estos días. Álvaro y Jean-Marie se quedan solos en el enorme vestíbulo de la estación. Si les descubrieran ahora, si alguien reconociera al francés, tendrían pocas posibilidades de huir.

El tren que han de tomar, en dirección a Munich para cambiar allí a otro, tiene un retraso de cuarenta minutos, la puntualidad germana se resiente por la guerra. Buscan un banco apartado donde esperar. Álvaro vigila mientras Jean-Marie oculta su cara tras las páginas de un periódico, el Vossische Zeitung.

Álvaro avisa a Jean-Marie de la presencia de un policía que los observa y camina hacia ellos; el francés mantiene la calma.

—Tranquilo. Y déjame hablar a mí, tu acento podría llamar la atención.

—¿Pueden enseñarme los papeles?

El control del soldado francés al tenderle su pasaporte diplomático español al agente de policía es envidiable.

—¿Dónde viajan?

—Lejos de Berlín; vamos a Munich, después a Suiza. Y más tarde a casa.

Observa con atención los pasaportes, aunque está claro que no los entiende. Podrían haberle dado cualquier otro papel y tendría el mismo efecto.

—Les deseo buen viaje. Agradezco a su gobierno su labor por los prisioneros. Mi hermano ha podido volver a casa desde Francia gracias al rey de España.

La amabilidad detrás de la marcialidad y el cumplimiento del deber; la demostración de que el pueblo alemán ha sufrido en esta guerra tanto o más que los demás aunque no exhiba su dolor.

—Les deseamos lo mejor a usted y a su hermano… Escriba al rey de España, le alegrará conocer su alegría.

Todavía deberán pasar media docena de controles de pasaporte antes de llegar a la frontera con Suiza; en cada uno de ellos una punzada de miedo, un pequeño sobresalto.

* * *

—Tu marido ha salido de Alemania, está en Suiza. Aún tardará en llegar a España, pero está de camino.

Carmen Carmona ha cambiado; está mejor vestida, peinada, maquillada, con las manos cuidadas. Su belleza, que en peores condiciones era llamativa, ahora es espectacular. Nadie que se haya cruzado con ella en el recorrido que lleva de la entrada de palacio a las dependencias de la oficina ha podido evitar volver la cabeza para mirarla. Si el rey, tan mujeriego, la viera, no dudaría en detenerse para que se la presentaran.

—No hemos podido informarte hasta que hemos estado seguros de que se encontraba a salvo. Llevaba desde Navidad escondido en la embajada de España en Berlín, mientras buscábamos la forma de sacarlo de Alemania.

—Gracias, gracias a Dios.

Blanca ha estado en la tienda de ultramarinos y ha conocido a Diego. Carmen le ha contado la relación que mantienen.

—¿Has decidido que vas a hacer?

—Jean-Marie es mi marido, el padre de mi hijo; nunca he tenido dudas.

—¿Y el hombre con el que vives ahora?

—Voy a hablar con él. Desde el primer momento supo que esto podía pasar. Lo que quiero es ver a Jean-Marie, y que mi hijo conozca a su padre.

Carmen aprovecha para hablar con Diego después de hacer el amor, como siempre. Cuando el niño duerme en su cuarto, las criadas se han retirado a sus habitaciones y ellos disfrutan de su intimidad.

—Diego, Jean-Marie va a regresar. Viene de camino… Está vivo y ha sido liberado.

—¿Vuelve a España?

—Sí, llegará dentro de dos o tres semanas. Sabíamos que esto podía pasar.

Hay unos momentos de obligado silencio en los que ninguno de los dos sabe qué decir, si enfadarse, lamentarse o intentar convencer al otro.

—Me marcho, vuelvo mañana a Las Injurias. La Murciana me acogerá hasta que él llegue. Te agradezco todo lo que has hecho por mí y, aunque no sirva de nada decirlo, deseo que sepas que te quiero.

—No, por favor, Carmen. Tenemos que hablar… Mañana no abre la tienda, podemos dejar al niño con su cuidadora y salir a comer, hablar con tranquilidad.

—No, Diego, tú vas a querer convencerme y yo voy a estar tentada. Y no quiero. Volveré a Sevilla con Jean-Marie en cuanto él esté en España. Lo mejor es que me marche y no lo pensemos más.

No tiene que regresar al barrio. Diego paga el hotel en el que se quedará hasta que el francés llegue a Madrid. Desde allí va recibiendo las noticias de la llegada de su esposo a Italia, de su embarque en dirección a Barcelona… Pronto se reunirá con él; va a contarle todo lo que ha pasado durante estos años, sin ocultarle nada. Espera que su marido sepa perdonar las difíciles decisiones que se vio obligada a tomar.

* * *

—Sí que conozco al hombre de la foto, pero no sabía que se llamara Raúl Coronado, siempre le conocí como el Cubano…

Gonzalo nunca había estado en Barcelona. Desde el primer momento le ha fascinado el barrio chino, tan cerca de su hotel y tan lejos de lo que él imaginaba que fuera posible en España… Ha conocido todo tipo de lugares en Madrid, París o Berlín, pero nunca un barrio tan extremo y a la vez tan libre. En tres días lo ha visitado entero; ha estado en bares, en cabarés, en sitios muy parecidos al local sin nombre de la calle de la Flor, pero mucho más llenos de encanto. Ha preguntado por Raúl Coronado, sin éxito hasta que ha mostrado las fotos que estaban en su apartamento.

Durante las semanas que pasó en Ginebra logró ordenar los papeles del periodista hispanocubano, faltan algunos que se deben de haber perdido, nada importante que él mismo no pueda recomponer. Lo peor es que no tiene final; falta el que Gonzalo cree que es el último capítulo de la novela. En esa peculiar autobiografía, Raúl terminaba mencionando a Gonzalo sin nombrarlo: «Un joven que mandan de Madrid me va a sustituir, ¿llegará algún día a saber quién fui? Ahora vuelvo a España, me quedaré en Barcelona a esperar el final de la vida y de este relato».

Su búsqueda le ha llevado hasta un semisótano de la calle Escudellers, muy cerca de la Rambla.

—Vivía aquí, pero se colgó del cuello hace un par de semanas. Ha llegado usted tarde…

—¿Usted le conocía?

—Sólo le vi un par de veces. Un señor muy raro, parecía el rey de los mendigos y de los borrachos, miserable pero a la vez elegante. Yo vivía enfrente; cuando él se mató conseguí esta ratonera mucho más barata y me cambié.

—¿Dejó papeles, algo escrito?

—Tendrá que preguntarle a la Gallega, ella se llevó sus cosas.

Es fácil encontrar a la Gallega, una prostituta de casi cincuenta años que pasea su mercancía a poco más de cien metros del sótano que ocupaba Coronado.

—¿El Cubano? Vaya malnacido… Me decía que me iba a sacar de la calle y que nos íbamos a ir a vivir los dos a Figueres y mira, al final se colgó y ni me devolvió lo que me debía…

—Pero usted se quedó sus cosas.

—Ropa vieja y un bastón que decía que tenía empuñadura de plata y que no era ni plata ni nada parecido; lo he vendido por cinco duros.

—¿No dejó nada escrito?

—Esos papeles que estaba siempre escribiendo con esa letra que no hay quien entienda. Montones de papeles.

—¿Los sigue teniendo? Los necesito.

—Si me pagara bien, a lo mejor los encontraba.

La Gallega demuestra ser bastante buena negociando: cien pesetas por un montón de servilletas, de papeles de envolver escritos por detrás, de pedazos de papel de mil orígenes encontrados en cualquier sitio. Es mucho más de lo que ganó con el bastón de falsa empuñadura de plata.

Una noche entera de trabajo, sin dormir hasta el amanecer, permite que Gonzalo acabe la novela del cubano y tope con la sorpresa final, una nota para él:

Estimado y desconocido amigo, me habría gustado obligarte a viajar más, a esforzarte más para seguir esta historia. Era la única forma de asegurarme de que la apreciabas y merecías heredarla; quizá no tenga valor, pero es todo lo que dejo en el mundo. Haz lo que quieras con ella, guárdala, quémala, edítala con mi nombre o el tuyo, gástate el dinero que ganes o dónalo para bautizar niños felices africanos o chinos y hacerles infelices. A mí me da igual, me basta con saber que tú, seas quien seas, la has leído.

RAÚL

—¿Puede hablarme de él?

—Mi tiempo vale dinero.

—No se preocupe, le pagaré.

Todos creen conocer a Raúl Coronado, pero nadie sabe de verdad quién es, qué le llevó a su decadencia, por qué decidió abandonar lo que habría sido una vida burguesa, sin sobresaltos, para adentrarse en un mundo de drogas, absenta, mujeres de la noche… Sólo Gonzalo tiene la respuesta: está en su novela. Y no tiene demasiado interés aparte de asistir al proceso de degradación de su autor.

Ahora debe pensar qué va a hacer con ella: olvidarla, completar las partes que se han perdido y publicarla, entregársela a su medio hermana, Perla, en París… Para Gonzalo posee un gran valor, le ha recordado que se puede vivir de una manera distinta y está dispuesto a descubrir y abrazar la suya. Tal vez volver a París cuando acabe la guerra y escribir; ha de liberarse de una vez por todas de su condición de hijo del general Fuentes.

* * *

—¡Manuel!

—¿Otra vez tú? ¿Te has arrepentido de dejarme con vida?

—No, me he arrepentido de no explicártelo todo. ¿Podemos sentarnos a tomar un vino?

Se acomodan en la bodega de unos compañeros, Manuel Campos, casi ha olvidado que ése es su apellido y no Lope, no siente ningún temor, Luis ha venido solo. Él sigue siendo anarquista, pese a todo.

—No se puede mandar a un chico de dieciocho años al suicidio, matar al rey dentro del Palacio Real es suicidarse.

—Marcos se ofreció voluntario.

—Y tú aceptaste su oferta. Pues te aseguro que andas escaso de dignidad.

—No eres nadie para juzgar nuestros métodos. De cualquier manera no he venido a discutir eso contigo, sólo a que volvamos a ser amigos.

Un chico entra corriendo en la taberna dando gritos.

—¡Policía!

Todo el mundo sabe lo que eso significa, que hay que huir. Intentan usar la salida lateral, pero el aviso ha llegado tarde. Detrás del chico entra un hombre armado que al ver el revuelo que se ha montado en el interior abre fuego y alcanza a Luis. Manuel ha tenido reflejos para tirarse al suelo. Entran más policías, hay más disparos. Manuel está ileso, pero hay tres heridos en el suelo: el tabernero que les ha atendido, el chico que daba la señal de alarma y Luis. Los dos primeros taponan sus heridas, aún siguen vivos, pero Luis tiene una herida de bala en medio de la frente.

—Tú te vienes con nosotros.

—¡Ustedes no tienen derecho!

El agente le pega un puñetazo en el costado que le dobla, otro le propina una patada.

—¿Ves como tengo derecho? Y revés si me apuras, ¿quieres probarlo? Si no te matamos es porque no sabemos quién eres. Te llevamos a la comisaría, nos enteramos y decidimos si lo hacemos o no, así de fácil.

—Trabajo en el palacio, con el rey Alfonso XIII.

—Y yo en Oriente, con el rey Baltasar.

Es tarde, más de las diez de la noche; es imposible que nadie vaya a sacarle del calabozo hasta por la mañana. Eso si no descubren su verdadera identidad, entonces nadie conseguiría que le pusieran en la calle. Tiene que mantener la calma y esperar.

Han matado a Luis Segura, su mejor amigo desde niño, el que le apoyaba en las batallas a pedradas con otros niños, el que le acompañaba a los bailes para conocer chicas, el mismo al que él llevó por primera vez a un mitin anarquista… Se separaron desde la muerte de aquel policía en la manifestación de La Industrial Madrileña y en todo este tiempo se ha acostumbrado a no tenerlo cerca. Después pasó lo del rey y su negativa a atentar contra él. Estaban discutiendo en el momento de su muerte, nunca sabrá qué quería contarle… Todo eso no borra el hecho de que haya muerto, era su compañero de siempre, el que hacía que nunca estuviera solo.

Lleva dos horas sentado en el calabozo cuando le llevan a una sala de interrogatorios. Allí está el policía que le ha detenido.

—Antes de que me ponga una mano encima le recomiendo que compruebe lo que le he dicho. Trabajo en el Palacio Real, en la Oficina Pro-Cautivos, a las órdenes directas del rey.

—¿Y va a venir el rey a sacarte de aquí?

—No lo hará en persona, mandará a alguien. Eso sí, si hay que tomar medidas contra alguien las tomará él. Ándese con cuidado, no le va a gustar saber que me han tratado sin la debida cortesía.

Como ya ha comprobado en otra ocasión, tiene que ser más agresivo que el policía que le interroga, crearle dudas antes de que se las creen a él.

—Bueno, limítate a contestar a mis preguntas.

—Le ruego que me llame de usted.

El policía duda, lo ha conseguido. Empieza a pensar que quizá no haya sido buena idea detenerle, y golpearle.

—Como usted quiera. ¿Qué hacía usted en esa taberna con Luis Segura?

—Beber un vino.

—¿Es usted anarquista?

—¿Acaso tengo aspecto de anarquista?

—Las preguntas las hago yo.

—¿Está usted seguro? Las preguntas las hace el que manda. ¿Está usted seguro de que es usted el que manda aquí?

No tiene que esperar, como había previsto, a que alguien vaya a liberarle por la mañana. A las tres de la madrugada le sueltan y puede caminar hacia su habitación alquilada. Conmocionado por la muerte de su amigo, comprende lo cerca que ha estado de ser descubierto. No puede vivir siempre así, quizá sea mejor no esperar a que acabe la guerra para embarcarse hacia Brasil.

* * *

—¡Carmen!

Carmen y su hijo están en la estación de Atocha acompañados por Blanca Alerces. Del tren que llega procedente de Barcelona se bajan Jean-Marie Huguet y Álvaro Giner. No hay nadie más esperando a los dos viajeros, ni la familia de Álvaro, ni Adela Espinosa.

Jean-Marie ha sido el primero en salir del vagón y ha corrido por el andén para abrazarse a su esposa. Se han besado; ha cogido después en brazos a su hijo. Es una sensación increíble para todos.

Blanca y Álvaro se apartan discretamente, no querrían por nada del mundo interrumpir un reencuentro tan especial. Carmen y Jean-Marie tienen mucho que contarse. Y que abrazarse, y que vivir. Una vez hayan rellenado los papeles, se irán al hotel en el que ella se aloja. Jean-Marie tardará varios días en informar de todo lo que sabe sobre el general Köhler y el taller de falsificaciones. Entonces quedará libre de una vez por todas y podrán viajar a donde quieran. A Sevilla, si así lo desean. La embajada francesa ya ha sido informada de la liberación de su ciudadano y tiene preparada su licencia del ejército. Cobrará una buena paga que le permitirá establecerse con tranquilidad.

La sevillana está muy nerviosa. Ha consultado con Blanca cómo debe decirle a su marido que hubo otro hombre, que pensó que él había muerto, que ha estado viviendo con Diego como si fuera su esposa.

—No puedo ayudarte, no lo sé, nunca he estado en esa situación. Sólo sé que siempre es mejor la verdad, aunque ni de eso estoy segura.

Álvaro y Blanca se han saludado sin tocarse y observan la felicidad de la pareja, la felicidad del pintor francés con su hijo en brazos.

—¿Cómo van las cosas aquí?

—Como siempre. Mucho trabajo en la oficina, pero todo bien. ¿El viaje?

—Bien, aunque París estaba patas arriba con la ofensiva alemana. Y en Berlín se masca la derrota. He traído los papeles del próximo intercambio firmados por los ministerios de los dos sitios. Habría que darles salida lo antes posible.

—Por supuesto. En cuanto lleguemos a palacio empezamos a trabajar.

Siguen observando a Jean-Marie y Carmen; los dos hablan, les ven mover la boca aunque no oigan sus palabras.

—Bienvenido. Me alegra que estés de vuelta.

—Gracias, Blanca.

Jean-Marie y Carmen no consiguen quedarse completamente solos hasta un par de horas después. Han pasado por el Palacio Real, han sido recibidos por el rey en persona, que les ha dado la enhorabuena y les ha deseado suerte. Después de un día muy intenso, Juan se ha quedado dormido por fin.

—Jean-Marie, ha sido muy difícil, han pasado muchas cosas.

—Lo sé, no hace falta que te disculpes ni que me cuentes nada.

—Es que quiero contártelo porque no sería capaz de vivir ocultándotelo.

Le explica su huida de Sevilla, el atraco en el que perdió todo, la ayuda que le prestaron en el barrio de Las Injurias; le habla de la Murciana, de la dureza de trabajar lavando ropa en la orilla del río, de su visita a la embajada de Francia, la falta de noticias y las dudas sobre su paradero. Carmen se demora en contar a Jean-Marie todo lo que ha vivido desde que se separaron. Deja para el final lo más importante.

—Se llama Diego y es un buen hombre. Ha tratado a Juan como si fuera su hijo y me ha ayudado a mí. No voy a volver a verle, pero quiero que sepas que ha existido y que le he querido cuando pensaba que tú no volverías.

Jean-Marie se queda pensativo unos instantes, sin reaccionar.

—Siento lo que has vivido, Carmen, y yo tampoco estoy orgulloso de las cosas que he tenido que hacer desde que me fui de tu lado. Pero necesitaba seguir viviendo para volver a verte y conocer a mi hijo, y sólo por eso ha merecido la pena.

Jean-Marie le cuenta el otro lado de la historia. Juntos recomponen la parte de sus vidas que la guerra les ha robado. Carmen conoce, a través de su relato, el frío y el miedo de las trincheras, la lucha contra las ratas, el recuerdo de los compañeros que caían mientras la muerte le respetaba a él. Le habla de los retratos que hacía a cambio de cigarrillos, de la intervención de Otto para salvar su vida, de la fuga de la casa del general Köhler, de la ayuda desinteresada de Frank Heimer y Gonzalo Fuentes… Pero también de sus relaciones con Madeleine, la enfermera parisina, y con Gretchen, la esposa del general.

—Quiero que sepas que no he dejado de pensar en ti ni un solo día. Ni un momento.

—Yo tampoco he dejado nunca de pensar en ti.

—¿Quieres que volvamos juntos a Sevilla?

—Quiero.

* * *

—¿Y Manuel?

Ya ha anochecido y Álvaro y Blanca se han quedado solos en palacio, revisando los documentos que él ha traído de su viaje. No ha pasado por casa, tampoco ha ido a ver a Adela Espinosa; ha ido derecho al despacho, a trabajar, a intentar que su labor tenga éxito, que consigan salvar a uno más, sólo a un prisionero más, sea de la nacionalidad que sea, siempre uno más.

—No sé, esta mañana no le he visto, y ahora me han dicho los compañeros que no ha venido.

—¿Habrá pasado un fin de semana de juerga?

—No creo, es muy serio trabajando; quizá esté enfermo. Ha habido mucha gripe en Madrid; si mañana no viene, mando a alguien a su casa para comprobar que esté bien.

Blanca estuvo con Manuel el viernes pasado, como siempre; le notó raro, pero nada alarmante, cariñoso, sonriente. Él, tan poco dado a las muestras efusivas, tan serio, al despedirle le dijo que la amaba. Era la primera vez que se lo decía y a ella le gustó oírlo, aunque no pudo contestarle lo mismo, no podía mentirle y prefirió callar su boca con un beso.

Han transcurrido dos semanas desde el susto que se llevó, cuando un policía le detuvo y pasó parte de la noche en comisaría. No ha querido que nadie lo supiera, sólo Blanca. Desde aquel día está más precavido, como temeroso…

—Si necesita algo, no dudes en pedírmelo. Manuel es extraordinario. ¿Sabes quién le tiene mucho aprecio? Alfonso XIII. Creo que es el que mejor le cae de todos los que estamos aquí.

Los dos siguen trabajando hasta pasadas las diez de la noche para que al día siguiente esté todo preparado; quieren que la queja formal del rey por la ocultación de los prisioneros destinados a las falsificaciones salga a primera hora de la mañana. Antes de marcharse, Blanca se asoma al despacho de Álvaro para despedirse.

—¿Te importa sentarte un momento?

Ella entra extrañada, se sienta. No ha dudado de que la conversación será personal.

—Blanca, mi boda era la semana que viene.

—¿Era?

—No me voy a casar. Voy a suspenderla, como hiciste tú. No exactamente, no esperaré a que ella esté en el altar, pero no puedo seguir con esto. Hace meses que la idea me da vueltas en la cabeza, pero hoy, en la estación, lo he visto claro. Te quiero y quiero estar contigo.

—No puedes hacer eso, Álvaro.

—Uno no puede ser infeliz para siempre.