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—¿No hablas alemán?

—No, yo sólo francés e inglés, majestad.

—Yo te digo lo que pone: aceptan conceder la libertad a Vaslav Nijinsky. Será entregado en la frontera suiza en los próximos días y desde allí será libre de ir donde quiera. Sólo tiene que firmar un pacto como caballero: nunca luchará contra Alemania.

—Enhorabuena, majestad.

—No, por favor, no me felicites a mí, felicita a todos los compañeros de la oficina. ¿Y el otro? ¿Cómo se llamaba?

—Maurice Chevalier.

—¡Eso!… Espero que cante bien y valga la pena el esfuerzo.

Manuel está contento, tanto como el rey. Llamarán a los periódicos nacionales y contarán el papel de la oficina en la liberación de los dos presos; otros periódicos extranjeros se harán eco y los gobiernos se sentirán presionados: es posible liberar, intercambiar prisioneros, es posible llegar a acuerdos, atender a motivos humanitarios. Y si se entienden para intercambiar presos, ¿por qué no para acabar la guerra?

—Se lo diré a la gente de la oficina, se pondrán muy contentos. Seguro que nos llegan más peticiones para liberar prisioneros. Ya no serán sólo para hacerles llegar cartas o recibir noticias.

—Claro que sí, felicita a todos. Otra cosa, Manuel, me acaban de suspender la audiencia que tenía ahora, ¿te apetece un café?

No puede decir que no. Incluso un anarquista sabe que si el rey le invita a tomar café debe aceptarlo. Mientras Alfonso XIII llama a su secretario para que les sirvan un café en el despacho, Manuel mira la estancia con incomodidad: los muebles, la lámpara de cristal veneciano que tanto impresiona a Blanca, los cuadros… A la derecha del rey hay un retrato de su padre, Alfonso XII; sobre un mueble, tras su silla un cuadro que representa a una reina que Manuel no identifica, tal vez la reina madre. Sobre todos los muebles hay objetos, algunos relacionados con el polo, una de las aficiones del dueño del palacio. Manuel está intranquilo, se ha acostumbrado a despachar con el rey a diario, pero es la primera vez que éste le invita a sentarse en una de las mesitas que están junto al ventanal.

—Te voy a confesar una cosa, las cocinas están tan lejos que el café llega frío: es un asco. Ser rey y vivir en un palacio no sirve para tomar café caliente. Cuéntame, ¿cómo va el trabajo en la oficina?

—Bien, majestad. El personal responde a la perfección. Ya estamos trabajando la forma de preparar el papeleo necesario para el intercambio de presos.

—Cuando acabe esta guerra, que acabará, no lo dudes, me gustaría contar con vosotros para otras funciones. Da gusto trabajar con gente que quiere hacerlo.

Es el lugar más lujoso en el que ha puesto los pies. En la misma butaca en la que está sentado han estado varios presidentes de Gobierno, tal vez alguno extranjero o, incluso, otro rey. Allí se han tomado decisiones que han determinado la vida de mucha gente, para bien y para mal; ahora es él quien ocupa el asiento. Es fácil dejarse vencer por la vanidad, sentirse halagado y seducido por las atenciones que está recibiendo del rey. Tiene que recordarse que su objetivo es ayudar a salvar vidas, y que cuando deje de ser posible hacerlo desde su puesto, luchará para que ese hombre que se sienta frente a él después de pedir que les sirvan café abandone este palacio, también que abandone España. Nunca, nunca trabajará para ese gobierno en nada que no sea lo que hace ahora, pero decirlo no le traerá ningún beneficio. Llegará el momento de hacerlo.

—Gracias, señor.

Don Alfonso tiene razón, el café llega frío a su despacho. Lo sirve una joven uniformada que se sonroja cuando él le dirige la palabra.

—Vamos a tener que hacer algo, Enriqueta; o corres más por los pasillos o ponemos una cocina en el antedespacho…

—Lo siento, majestad.

El rey se sirve leche y le ofrece a Manuel, él mismo pone el azúcar en la taza del anarquista.

—¿Dos cucharadas, tres?

—Dos, por favor.

Los dos beben, en silencio durante unos segundos, mientras la criada sale del despacho.

—Enriqueta es nueva en palacio. Su madre trabaja aquí, en las cocinas, y también se llama Enriqueta. Es una mujer encantadora, cuando yo era un niño me colaba para robar galletas hechas por ella. Me creía muy listo, hasta que me enteré de que las dejaba siempre en el mismo sitio para que yo las encontrara. Cosas de niños. Supongo que ahora serán mis hijos quienes las roben.

Manuel no sabe qué hacer, ¿espera a que el rey deje de hablar de Enriqueta y dé por concluida la reunión? ¿Se bebe el café de un trago, pide permiso, se levanta y se va? En todo caso, debe ser don Alfonso quien maneje la conversación.

—Me comentó Álvaro Giner que los sábados vas a un barrio marginal a dar clases a los chavales.

Manuel ni siquiera imaginaba que Giner conociera sus actividades, mucho menos que el rey estuviera al tanto.

—Sí, majestad, a Las Injurias.

—¿Dónde está?

—No muy lejos de aquí, junto al río. Es un barrio pequeño, muy pobre y muy malo. En él viven desgraciados, mendigos, pobres y…

—… delincuentes.

—También los hay.

—Está muy bien que vayas a darles clase. Si puedo ayudarte en algo, dímelo.

Manuel no está seguro de si habla en serio. Es el rey, nadie tiene tanto poder como él, miles de funcionarios están contratados sólo para cumplir sus deseos, como Enriqueta.

—No sé qué podría pedirle. Si usted quisiera podría hacer desaparecer ese barrio.

—Exageras, ya me gustaría a mí… Alguien podría criticarme por falta de inteligencia o capacidad, Manuel, pero nunca por no hacer todo lo que puedo. Hay veces que la intervención de un rey engrasa los mecanismos para conseguir algo, pero nada más. Y te repito, si en algo te puedo ayudar, pídemelo.

No, no y no. Es necesario que el rey y toda su familia abandonen España. Manuel está convencido de que la monarquía es una lacra para el país, y el hecho de que el rey despierte su simpatía no cambia nada. Muchos de sus compañeros le dirían que no debe fiarse, que el trabajo del rey es el engaño de su pueblo y que él es sólo una víctima más. Quién sabe, quizá tengan razón y sea injustificado, pero siente simpatía hacia él.

Cuando Manuel regresa a la oficina le esperan dos noticias, una buena y otra nefasta. La buena es que los alemanes también han contestado afirmativamente a la petición de liberación de Maurice Chevalier; la mala, que las tropas inglesas y neozelandesas han sido por fin evacuadas de Galípoli, después de un año combatiendo contra las defensas turcas, y que las bajas se acercan a los doscientos cincuenta mil hombres. Saldrán muchos mensajes de pésame a las familias que estaban esperando que sus súplicas fueran contestadas, llegarán interminables listas de bajas.

—¿Tenemos datos de prisioneros? Hay que abrir una sección nueva en el archivo para las cartas que nos lleguen sobre soldados combatientes en Galípoli.

Ha sido una verdadera carnicería. Las tropas aliadas han intentado desembarcar en las playas de la península de Galípoli, en unas aguas infestadas de minas, con los francotiradores turcos esperándolas… Entre las defensas turcas, el calor, la imposibilidad de avanzar, la necesidad de recibir suministros y agua a través del mar y la dificultad para evacuar a los soldados una vez que se demostró que la ofensiva era imposible, los atacantes han sufrido una de las mayores derrotas de la guerra.

—El ministro británico de Marina, Winston Churchill, ha tenido que dimitir.

—Nadie va a devolver la vida a los que han muerto por su error.

—Hace poco tuvimos que contestar a una mujer, de apellido Rached, que había perdido a sus tres hijos en esa batalla.

También hay carta de Blanca. Ella y Álvaro han abandonado París y las negociaciones han sido satisfactorias; si en Alemania van igual de bien, pronto podrá empezar el intercambio de presos. En el sobre ha dejado una nota personal para Manuel en la que le cuenta detalles de las reuniones, sus impresiones sobre París, le envía saludos de Gonzalo, y lo que más interesa a Manuel, lo mucho que le echa de menos y cuánto le habría gustado que les acompañara… Él también la echa de menos, cada día que llega al palacio y ella no está allí, sonriéndole desde su mesa.

La siguiente carta que lee le saca, como es habitual, de sus pensamientos.

Majestad don Alfonso XIII, rey de España:

Sé que el objetivo de la oficina que usted con tanta dignidad ha puesto en funcionamiento es la ayuda a los prisioneros y que mi petición no tiene nada que ver con ellos, pero mi desesperación es tal que acudo a usted con una última esperanza de encontrar una mano tendida que me ayude.

Soy natural de Fresnoy-le-Grand, un pequeño pueblo francés situado entre Saint-Quentin y la frontera con Bélgica, en el departamento de Aisne. Al principio de la guerra fui enviado a París para ser instruido y defender a mi país de la invasión alemana. La mala suerte hizo que sufriera un accidente de tráfico por el que me fue amputado un pie, lo que me imposibilitó para servir en el ejército. Tras meses de hospitales pretendí regresar a la granja que mis padres poseen en mi pueblo. Ha querido el destino que haya sido completamente arrasada por encontrarse en pleno campo de batalla. No queda nada, ni animales, ni cultivos, ni una piedra sobre otra de la casa que construyeron mis antepasados.

No es eso lo que me preocupa, es tanta la destrucción que no soy más que otro afectado que tendrá que rehacer su vida cuando acabe la guerra. Para lo que solicito su ayuda es para localizar a mis padres y a mi pequeña hermana Adèle. Huyeron de Fresnoy-le-Grand y nadie es capaz de darme razón de su paradero.

Si puede ayudarme le quedaré eternamente agradecido, si no es así le animo a seguir con la gran labor que está haciendo en este grave trance por el que atraviesa Europa.

BENOÎT LASSERRE

Enviarán la petición del joven francés al Ministerio de la Guerra de su país. Poco más pueden hacer. En verdad es ínfimo lo que hacen para resolver la situación y mucha la frustración con la que Manuel se acuesta una noche tras otra.

* * *

—Tenemos interés en ver a un preso en especial, Pierre Sartou.

Pierre es el hermano de Sylvie, la niña francesa que mandó la primera carta a Alfonso XIII, y gracias a la cual se puso en marcha la Oficina Pro-Cautivos. Se le localizó y se hizo llegar su carta a su hermana en la lejana Navidad de 1914. Muchos meses después, cuando está a punto de terminar la primavera de 1916, Pierre Sartou sigue prisionero en el campo alemán de Döberitz.

—Pierre Sartou está en la enfermería, no sé si podrán verlo. Tendrán que autorizarlo los servicios sanitarios.

Pierre ha contraído fiebres tifoideas y los médicos no permiten que reciba visitas; tampoco podrían hablar con él, la fiebre está en pleno apogeo, con altísimas temperaturas. Giner, como médico, sabe que poco pueden hacer los que le atienden: esperar a que se recupere o a que muera. Aunque existe vacuna desde finales del siglo XIX, en Barcelona hubo una epidemia en 1914 que mató a casi dos mil quinientas personas por consumir el agua contaminada que bajaba de Montcada. Sólo la suerte podría salvar a Pierre Sartou. La medicina no tiene remedio para él, se puede prevenir la enfermedad pero no curarla.

—¿No puede ser trasladado a un hospital mejor dotado?

—Es un prisionero de guerra, un enemigo de nuestro país, y está recibiendo una atención digna, tal como nos obliga la Convención de Ginebra.

Todas las naciones que han entrado en conflicto han firmado la primera y la segunda Convenciones de Ginebra, la última en 1906, que regula el trato a los prisioneros de guerra y obliga a que sean asistidos en caso de ser heridos, a que no se atente contra su integridad física o a que no puedan ser ejecutados sin un juicio previo. El momento de mayor peligro para un prisionero es el de su captura, ya que la mayor parte de las ejecuciones injustificadas se producen entonces. Aunque el peligro no haya terminado para ellos, a partir de su detención suelen estar más protegidos. Por desgracia, muchas veces ni siquiera se les da de alta en los listados que se envían a los organismos internacionales. Pese a las inspecciones de la Cruz Roja y de países neutrales como España, las normas de la Convención se cumplen con excesiva laxitud. En el caso de Döberitz, el trato a los prisioneros es correcto, aunque la masificación comienza a ser evidente y quizá la situación cambie en poco tiempo. La información que tienen Álvaro y Blanca es que el trato humano durante el encierro es un tema que depende mucho de los directores de los campos. Hay campos donde se respeta a los internos, pero también hay otros que son verdaderos centros de castigo y represalia. Las cartas que se han recibido en el Palacio Real de Madrid hablan de malos tratos generalizados a los prisioneros rusos en los campos de las potencias centrales y de la hambruna que sufren los alemanes en los rusos. Muchos de ellos están muriendo en Siberia de frío, hambre y enfermedades.

Álvaro y Blanca han llegado a Berlín sólo unos días antes, después de un largo viaje a través de Suiza, con muchos cambios de tren, esperas, noches en pequeñas ciudades francesas, suizas y alemanas, rodeando las zonas en las que se combate. Tienen autorización para visitar cualquier campo de prisioneros, sin aviso y sin dar explicaciones. Han escogido Döberitz en primer lugar porque está a algo menos de treinta kilómetros de la capital alemana, el lugar donde deben mantener las entrevistas para que el gobierno de ese país también apruebe el plan de intercambio de Alfonso XIII.

La tarea es más difícil en Berlín que en París. España tiene la obligación de representar los intereses franceses en Alemania, del mismo modo en que Suiza representa los alemanes en Francia. Eso implica que, pese a su neutralidad, los diplomáticos españoles corren el riesgo de ser vistos como francófilos en Berlín. Lo último que quiere el gobierno español es que los alemanes tomen alguna represalia; no sería la primera vez que, bajo la falsa justificación del error, un submarino alemán ataca a un mercante español.

—Lo más importante es que no echéis por tierra el trabajo que hemos hecho desde el principio de la guerra.

Luis Polo de Bernabé, el embajador de España en Berlín, es un reconocido germanófilo. Pronto se hace evidente la antipatía entre él y Álvaro Giner.

—¿Le conocías de antes?

—No. En persona no. Había intercambiado muchas cartas con él, pero nunca lo había visto.

Álvaro ha protestado muchas veces por los informes de las inspecciones que se han hecho a los campos de prisioneros; en la Oficina Pro-Cautivos ni siquiera han conseguido un listado de todos los que existen en Alemania.

—Por no hablar de los presos que están asignados al trabajo de la minería o del campo…

Muchos soldados que en sus países de origen se dedicaban a la agricultura o la ganadería, no han ido a campos de concentración, sino que han sido enviados a granjas o fincas para suplir el trabajo de los hombres locales que han sido alistados en el ejército y están en el frente. Son, salvo excepciones, los más afortunados. Las familias alemanas, los vecinos de los pequeños pueblos, los han recibido con los brazos abiertos, demostrando que no es lo mismo un militar prusiano que un civil de cualquier otra parte del país. Se sabe de casos en los que los soldados ingleses o franceses viven en libertad casi absoluta, integrados en las familias, cumpliendo a veces el papel de cabeza de familia o hijo mayor.

—El lío va a ser mayúsculo cuando se acabe la guerra, muchos no van a querer volver. Por no hablar de la cantidad de niños medio franceses o medio alemanes que van a nacer en los dos países.

El ciudadano medio alemán, igual que el francés, es mucho más humano con el enemigo que los gobiernos que los representan. Cuando el prisionero convive con la gente normal tiene una vida mucho más confortable y grata.

En España también se ha acogido a algunos desplazados de la guerra. Existió un plan, ideado por un comandante granadino, que proponía que España se hiciera cargo de la labor de albergar a los prisioneros alemanes capturados por los franceses y que Suiza hiciera lo mismo con los franceses capturados por los alemanes. Giner y el rey llegaron a estar reunidos un par de tardes estudiando la posibilidad, aunque su financiación era casi imposible. Lo que sí se ha hecho es acoger familias alemanas que llegaron a Guinea Ecuatorial, la Guinea española, huyendo de la guerra en Camerún. Han sido trasladadas a la Península, muchas de ellas a Zaragoza.

—En el par de años que llevan allí, han creado empresas, sociedades… Habría que traer a España a todos los alemanes que pudiéramos, a ver si nos ayudan a progresar. En España deberíamos importar mucho de la forma de ser alemana.

Álvaro y Blanca han comido y cenado con personal de la embajada, con médicos militares que han hecho inspecciones y les ponen al tanto de la situación, con antiguos compañeros de estudios de Giner. No han vuelto a quedarse solos, como en la última noche en París. Quizá sea mejor así, no poner en peligro su extraordinario entendimiento en los temas de la oficina.

* * *

—¿Va a estar muchos días en Madrid, señor Fuentes?

—Una semana. Si me quedara más tiempo le avisaría lo antes posible y ampliaría la reserva de la habitación.

Después de las noticias que Blanca le reveló en París, Gonzalo ha decidido volver a España a ver a su hermana Elisa. Ha pedido permiso en el periódico y ha hecho, en sentido inverso, el viaje que le llevó a la capital francesa hace unos meses. Ha estado poco tiempo fuera, pero ya ve Madrid, su ciudad, con otros ojos: sucia y provinciana, aunque llena de encanto. Lo mismo que opinaba Frank.

Ha decidido hospedarse en el hotel París, el mismo en el que tantas veces durmió con Frank. En el rostro del recepcionista reconoce al hombre que le entregó a su amante aquel telegrama que le hizo abandonar Madrid en dirección a Berlín, el mismo que reprobaba con la mirada sus salidas a altas horas de la madrugada de la habitación de un cliente.

La redacción de El Noticiero de Madrid, detrás de la calle de Alcalá, muy cerca del palacio de Casa Riera, donde dicen que se va a construir la sede del Círculo de Bellas Artes, sigue con la tranquilidad habitual, una tranquilidad que se transformará en bullicio a medida que se acerque la hora del cierre de la edición y aparezcan los reporteros para escribir sus notas, los colaboradores con sus columnas y sus caricaturas, los comerciales peleándose por los anuncios de sus clientes…

—Tus crónicas han tenido mucho éxito, espero que no hayas decidido abandonar París.

—No, en absoluto; volveré en cuanto solucione unos problemas personales.

Ya no es el chico asustado que provocó las burlas del director y la desconfianza del redactor jefe; ahora es uno de los periodistas más respetados de la empresa, tanto que almorzará con el director y con el accionista principal, don Jaime Alerces, el padre de su amiga Blanca, en un reservado del Lhardy.

—¿Quién crees que ganará la guerra?

—Yo apostaría por los aliados, don Jaime, aunque parezca que los alemanes tengan ventaja. Cuanto más larga sea la guerra, más ahogada estará Alemania, con frentes y enemigos por todas partes. Su única opción de vencer era una guerra rápida, que no se ha producido…

—¿Por qué no intentan una negociación?

—Creo que es una cuestión de carácter. Hay que conocerlos: gente orgullosa, disciplinada, que siente gran amor por su país. No aceptan la opción de rendirse sin pelear hasta con el último hombre. Tenemos que aprender mucho de ellos, aunque no precisamente en cuestiones bélicas. En pocos años les han arrebatado a los ingleses la supremacía técnica y científica, se han convertido en una potencia naval, su industria es la más potente de Europa… Sólo fallan en sus relaciones diplomáticas, como vecinos resultan desastrosos.

—Estados Unidos está cada día más cerca de intervenir en la guerra, yo no sé por qué están esperando tanto.

—En París se ven desde hace meses observadores americanos que van y vuelven del frente. El día que los americanos decidan declararle la guerra a Alemania, estará cerca el fin.

—La capacidad industrial de Estados Unidos es asombrosa, fabrican aviones y tanques en proporciones de diez a uno con respecto a los europeos. Ganarán la guerra por aplastamiento.

Don Jaime Alerces ha unido el respeto profesional al afecto personal que ya sentía por Gonzalo. Aprovecha la comida con él para preguntarle por su hija Blanca, con la que cenó Gonzalo en París. La conversación les lleva a hablar de la vida cotidiana en la capital francesa, amenazada por las bombas germanas, por sus conocidos de la época que trabajó en la embajada, por los retratos de los ciudadanos franceses que ha ido publicando Gonzalo.

—Reconozco que desayuno todos los días con El Noticiero de Madrid en la mano. Me gusta mucho tu enfoque de la información. En otros periódicos hay resúmenes de operaciones, tú nos retratas la vida de la gente. Enhorabuena.

—Muchas gracias.

—Y no sólo soy yo, mucha gente lo valora. Por ejemplo, don Alfonso XIII es uno de tus lectores más fieles. De hecho, ha pedido que aproveches tu estancia en Madrid para almorzar con él.

El anuncio que hace el director de la invitación del rey pilla desprevenido a Gonzalo, siente vértigo.

—¿El rey? ¿Almorzar conmigo?

—Pasado mañana, si no tienes inconveniente, claro.

—No, por supuesto que no… ¿Cómo voy a tenerlo?

Pero la comida en palacio con el rey, aun siendo complicada, le intranquiliza bastante menos que la visita que tiene que hacer al piso de la calle de Claudio Coello en el que ha vivido la mayor parte de su vida. El reencuentro con su padre, el general Fuentes, le desagrada. Durante muchos años le ha temido y le ha visto como una especie de león, poderoso y autoritario; ahora se da cuenta de que es un pobre hombre, fracasado, miembro de un ejército inepto y mal preparado, en el que sólo ha ascendido por la falta generalizada de capacidad de todos sus compañeros.

—Te dije que no quería volver a verte por aquí.

—No vengo a verte a ti, sino a mi hermana.

—Ella no quiere hablar contigo. ¡Fuera de esta casa!

—¿Volverás a sacar la pistola? Me acusas de ser poco hombre, pero apuntas con una pistola a tu hijo… No me iré sin hablar con mi hermana. He aprendido mucho, a los hombres como tú les faltan agallas para disparar. Eres un cobarde.

—No quiero hablar contigo. ¡Márchate!

Elisa se ha asomado a la sala y ha puesto fin a la discusión. No le da opción, debe marcharse sin hablar con ella. Su hermana no le contestará ningún mensaje, quizá ni lea sus cartas, como supone que ha pasado con todas las que le ha enviado. Sólo puede intentar abordarla por la calle, cuando vaya a misa, si es que sigue teniendo esa costumbre… Su padre no comprende que Elisa necesita ayuda, está en peligro y, si nadie se la presta, morirá, quizá de pena, de falta de ganas de vivir en esa casa, como Gonzalo empieza a sospechar que le sucedió a su madre.

Delfina, la criada, es la única que le ha dirigido una sonrisa y se ha asomado a la escalera cuando se marchaba.

—Señorito Gonzalo, insista, que a su hermana yo no la veo bien…

Es una buena mujer; de no haber sido por ella, su infancia en esa casa habría sido todavía peor, con más falta de cariño. La pobre mujer hizo todo lo que pudo para que los dos niños no echaran demasiado de menos a su madre cuando murió. Lástima que su padre no ayudara.

* * *

—Por favor, he contestado tres veces a la misma pregunta…

—Y la contestará todas las veces que se la hagamos.

Frank entiende que sus compatriotas tienen que asegurarse de que no se ha convertido en un agente doble de los franceses, que no vuelve a su país para espiar en beneficio de sus enemigos, pero no esperaba ser tratado peor que un prisionero de guerra.

—¿Por qué huyó en Dover sin cumplir con la misión encargada?

—Lo he dicho, me reconocieron. Un periodista español al que conocí durante mi estancia en la embajada en Madrid estaba allí.

—¿Por qué no lo mató?

—No tuve oportunidad, creí mejor huir que ser descubierto y poner en peligro a muchos compañeros en París.

Cómo contestar que Alemania puede pedirle casi todo, incluso que pierda o ponga en peligro su vida, pero no que mate a Gonzalo Fuentes. No lo haría nunca, ni siquiera para salvarse.

El viaje de vuelta a Alemania, desde que logró contactar con la organización en París, fue similar al de ida, aunque más largo: viajes a ciegas, largas caminatas nocturnas por el monte, días pasados en cabañas remotas… Está seguro de que atravesó Suiza antes de entrar en su país, así que es posible que esté retenido en el sur de Alemania.

—Antes de la muerte del capitán Rogers, usted dejó de cumplir con los protocolos de seguridad durante varios días.

—Ya lo expliqué. Estaba detrás de los mapas que después envié y que sirvieron para prevenir al ataque de las fuerzas británicas. Me pareció más importante que los protocolos en ese momento.

No es cierto, lo que hacía era buscar a Gonzalo, pero la suerte puso esos planos en su camino. Salvó la vida a muchos soldados alemanes, evitó que cayeran en un ataque británico en la zona de la frontera francobelga. Ésa es la versión que debe contar para defenderse. La única que le puede ayudar a salvar su propia vida.

—Los periódicos franceses dicen que usted contactó con el capitán galés esa misma noche.

—Los periódicos franceses no tienen ni idea de lo que pasó, no suelen estar informados de lo que hacen los espías alemanes en París.

—Entonces cuente cómo fue…

La misma historia falsa, elaborada de antemano en las largas horas de huida. No caerá en contradicciones por muchas veces que se la hagan repetir. Le están interrogando los mismos que le prepararon para soportar un interrogatorio; saldrá adelante.

Cuando se acaban las preguntas, le encierran en una celda incomunicada. Recibe la comida a través de una trampilla en la puerta. Al menos tiene un ventanuco que le permite saber si fuera es de día o de noche, y mucho tiempo para pensar. En Gonzalo, en Gustav Müller, en las personas a las que ha matado, en su decisión de huir y volver a Alemania, y en que tiene la sensación de que su país está perdiendo la guerra.

Pocas horas después, sin tiempo suficiente para conciliar el sueño necesario, vuelven a llevarle a la sala de interrogatorios.

—¿Por qué huyó del hotel en Dover?

No está asustado. Conoce las preguntas, e incluso el orden en el que se las harán. También sabe que se acerca el día en que vayan a buscarle para dejarle en libertad.

* * *

—No lo acabes todavía, quiero que continúes conmigo, quiero seguir viéndote todas las tardes.

Gretchen, la esposa del general Köhler, tiene veinticinco años, treinta y cinco menos que su marido, y se aburre con él. Prefiere pasar las tardes con Jean-Marie, ese pintor francés que no para de hablarle mientras posa. Lo suelen hacer en francés, el idioma de la madre de Gretchen, pero él conoce cada día más palabras en alemán. Y es tan gentil, tan educado y divertido al mismo tiempo… El día que le contó la historia del secuestro de una mujer gitana en Sevilla, no podía dejar de reír.

—¿Y te casaste con ella?

—Es mi mujer.

Ahora le ha anunciado que el cuadro ya está, que faltan un par de horas de trabajo y podrán colgarlo en el lugar que el general ha habilitado para él en la gran sala de su mansión.

—Di que le queda trabajo, que todavía puede estar mejor, que faltan detalles…

—No puedo, tu marido me ha preguntado ya tres veces, ha visto el cuadro. Tengo que entregárselo y darlo por terminado.

—Pues píntame otro, uno como el que le hiciste a esa gitana.

—¿Desnuda? El general me mandaría fusilar.

—Yo hablo con él. Ve pensando cómo voy a posar.

El general nunca le niega nada a Gretchen, claro que ella nunca le ha pedido que le permita posar desnuda delante de un hombre.

—No es un hombre, es un artista.

—Es un prisionero francés que está a mis órdenes. ¡He dicho que no!

—¿No te gusto? ¿No quieres poder conservarme siempre así, hasta cuando el tiempo haya arruinado mi figura? Ahora soy bella, dentro de unos años seguiré siéndolo en el cuadro.

Dos horas después, tras usar las mismas artes con las que le conquistó cuando era camarera en una cervecería muniquesa, Gretchen obtiene autorización de su marido para posar otra vez para Jean-Marie. Está deseando desnudarse para el francés.

Por las mañanas, Jean-Marie sigue en el taller en el que hacen las falsificaciones. Entre los prisioneros corre el rumor de que no aparecen en ninguna lista, ni sus países ni sus familiares saben que están allí; quizá les hayan dado por muertos.

—Eso quiere decir que piensan matarnos antes de que acabe la guerra.

—No van a hacer eso, somos muy útiles…

—Cuando finalice la guerra, dejaremos de serlo y querrán borrar nuestra huella.

Los rumores son muchos y descorazonadores. ¿Será verdad que sus carceleros les han dejado en una situación de inexistencia legal? ¿Será cierto que han informado de que han muerto o ésa será otra de las mentiras que circulan día y noche? Siguen tratándoles bien y están mejor que antes, que cuando estaban condenados a trabajos forzados y al hambre. Desde luego, Jean-Marie no volverá a cargar con piedras en una cantera si tiene alguna forma de impedirlo.

—Aquí estamos menos vigilados que en otros lugares, hay que intentar fugarse.

—¿Para ir dónde? Estamos en Berlín. ¿Dónde pretendes ocultarte?

—Podemos falsificar documentos, salvoconductos.

—Yo os ayudo a falsificar lo que me pidáis, pero no contéis conmigo para una fuga. Yo de aquí no me muevo a ningún lado.

* * *

—Carmen, tu hijo lleva todo el día tosiendo y tiene fiebre. Está malo, deberías llevarlo a un médico.

Anoche también estuvo tosiendo. Carmen esperaba que se le pasara al llegar el día. ¿Cómo va a llevarle a un médico, de dónde va a sacar el dinero?

—Ve a la Casa de Socorro, allí te van a atender. Es la humedad, la humedad va a matarnos a todos en este barrio.

En la Casa de Socorro, en el hospicio o en la beneficencia le vería un médico, pero Juan necesitará medicinas, cuidados… Carmen no puede dejar de trabajar para ocuparse de él, cada día que no trabaja es un día que no cobra. No les sobra el dinero, con lo que ella gana sólo tienen suficiente para comer.

—Larga, lo hago, pero por cincuenta duros.

La oferta de Rosa «la Larga» es la única manera que se le ocurre de sacar dinero.

—Te dije que la oferta bajaría.

—La oferta es la que es y ahora quiero cincuenta en vez de cuarenta. Si pretendes quedarte con tu parte, ya sabes lo que hay.

La Murciana es la única que sabe que ha ido a ver a Rosa.

—Haces bien en aceptar y en pedir más dinero. No tengas remordimientos, la que se acueste con ese hombre no eres tú. Es tu cuerpo, pero no tu alma. Lo importante es tu hijo. No pienses que engañas a tu marido porque no es así: tu cuerpo se va a acostar con otro hombre, pero lo que importa es tu corazón.

La Murciana lo ha hecho muchas veces, más joven, cuando necesitaba dinero. Ahora, Carmen que vive a su lado lo sabe, no recibe visitas de ningún hombre. Espera que vuelva Manuel, que un sábado, cuando acabe las clases que les da a los niños, se quede con ella, pero eso no va a pasar.

* * *

—¿Tiene ordenanza?

—Claro, aunque haya sido hecho prisionero soy coronel del ejército francés, me corresponde un ordenanza…

El campo de Helmstedt está a casi doscientos kilómetros de Berlín y, al verlo, Álvaro y Blanca entienden por qué han sufrido tantas presiones para visitarlo. Allí están recluidos los prisioneros de más alto nivel, los mandos más altos del ejército enemigo. Tienen soldados rusos y franceses que hacen las funciones de ordenanzas, limpiabotas, mozos de caballería, cocineros y camareros.

—Nos han traído a un club de vacaciones. Esto no es real, Blanca. Creen que somos imbéciles. Voy a pedir que nos lleven a otro campo.

—Nos vamos a meter en un lío.

—La guerra es un lío.

Álvaro Giner está indignado con la visita. No ha hecho este viaje, no ha cruzado media Europa en guerra para que le hagan ver un lugar con duchas con agua caliente, cocineros franceses y jardines para que paseen los presos. Busca en el mapa y en sus anotaciones.

—Merseburg, salimos ahora mismo.

—¿Hoy? No puedo llevarle hoy.

Giner no escucha la queja del oficial alemán que está a su servicio durante las visitas a los campos.

—Tenemos una autorización que nos permite visitar el campo que queramos, el día que decidamos y sin pedir permiso previo. Quiero que vayamos a Merseburg ahora mismo.

Al oficial alemán no le queda más remedio que obedecer sus órdenes. Recorren los ciento cincuenta kilómetros entre un campo y otro en el Mercedes del ejército que está a su disposición. Conduce un joven soldado cojo, quizá herido en el frente, seguramente considerado no apto para el servicio y relegado a tareas en la retaguardia.

—Al general Köhler no le va a gustar esta visita no programada.

—Lo sentiré mucho.

Desde el coche, ven la Alemania que más está sufriendo la guerra, la de las pequeñas poblaciones en las que las mujeres deben trabajar la tierra y mantener abiertas las fábricas que suministran los materiales para que el ejército siga combatiendo. En Berlín se nota menos, aunque haya escasez, pero las tiendas están desprovistas de muchos productos básicos. En Francia cuentan que los soldados alemanes están mal alimentados, que la maquinaria de la guerra lo consume todo y el pueblo está sufriendo la locura bélica de los generales prusianos. Sólo un pueblo disciplinado como el germano puede aguantarlo.

—No hay ni fruta ni jabón para nosotros, para nuestras familias, ¿cómo se lo vamos a dar a ellos?

Los prisioneros cobran su salario miserable y simbólico por su trabajo, pero pagan precios reales e inflados por productos como el jabón.

Como sospechaba Álvaro, Merseburg no tiene nada que ver con Helmstedt o con Döberitz. Éstos son los verdaderos campos de prisioneros, los que no han visitado los inspectores enviados por la embajada: los presos están mal alimentados y vestidos, los carceleros son severos, están masificados y se somete a los internos a trabajos forzados. Además, los hospitales no cuentan con instrumental o medicamentos.

—Me ha contado el oficial que les acompañaba que se empeñaron ustedes en visitar Merseburg.

—Nuestra obligación es ver las condiciones en las que están los prisioneros de guerra. Ustedes han firmado el acuerdo que nos autoriza a hacerlo.

El general Köhler ha invitado a Blanca y a Álvaro a cenar en su propia casa, una mansión en uno de los mejores barrios de Berlín. A Blanca le gustaría participar en la conversación de los dos hombres, pero Gretchen, la esposa del general, se ha empeñado en llevarla a contemplar la fabulosa colección de cucharillas de café de plata iniciada por la abuela del general hace casi cien años, como si a ella pudieran interesarle las cucharillas de plata.

Gretchen es bellísima y llama la atención su gran diferencia de edad con el general. En la pared de la sala hay un retrato suyo en el que se ve su belleza a la perfección; el pintor ha sabido captarla. No está firmado, Blanca no sabe de quién es el autor, pero hay algo en ese cuadro que le llama poderosamente la atención: la bella alemana está retratada en un lugar que le recuerda mucho al sur de España, y en un paisaje que podría ser sevillano. Le sorprende esa ambientación, que choca bastante con la palidez de su rostro y el dorado cabello, tan alejado de la racial belleza andaluza. Lo olvida cuando, por fin, puede sumarse a la charla de Álvaro y el general.

—Está claro que nos gustaría tratar mejor a nuestros prisioneros, pero ya ha visto la situación a la que nos lleva la Armada inglesa al no permitir que nos lleguen mercancías, amigo Giner.

—Ha sido Alemania quien ha empezado el bombardeo de mercantes desde los submarinos, general.

—Un simple acto de defensa. España conoce la soberbia de los británicos en el mar. Afortunadamente, nuestro káiser tuvo la visión de disputarles la supremacía naval.

La cena, apaciguados los ánimos por el protocolo, transcurre con normalidad. El general es un hombre culto, de buena conversación, un gran anfitrión; su esposa, Gretchen, es de una simpatía natural arrolladora.

—Cuando acabe la guerra, mi mujer y yo nos iremos a vivir a París. Gretchen es hija de un alemán y una francesa. Espero que los franceses no nos obliguen a destruir esa maravillosa ciudad.

—No creo que les vayan a obligar, general.

—Los franceses… Son gente encantadora, pero demasiado orgullosa. Les conviene rendirse pronto.

En el coche, de vuelta al hotel, Blanca se muestra ausente. Sigue pensando en Gretchen y en su retrato. Es una de las mujeres más hermosas que ha visto nunca, y el cuadro reproduce fielmente su esplendor. Sin embargo, no ha podido evitar asociar su retrato al que el marqués del Albero le envió como regalo de bodas, y a pesar del parecido, la sensualidad de Carmen es insuperable.

—¿Y si un cuadro me recuerda al otro porque están realizados por el mismo pintor?

—Podemos preguntar al general si conoce a Jean-Marie…

* * *

—No es una comida de gala, si te he invitado es para conocer tu opinión sobre la guerra y otros asuntos. Así que siéntete cómodo y háblame con sinceridad, incluso si es para decirme que no estás de acuerdo conmigo. Lo que me interesa es saber lo que opina la gente preparada y que conoce mundo, como tú.

Alfonso XIII ha recibido a Gonzalo en un comedor privado y pequeño, por lo menos para las dimensiones de palacio, en el que almorzarán los dos a solas.

—Acostumbro a leer las crónicas que mandas de París. Me gusta su informalidad, en el buen sentido de la palabra, que escribas sobre las personas y no sobre los ejércitos.

—Tiene trampa, majestad, es que de ejércitos no sé nada. Ya sabe que mi padre es general: en casa de herrero, cuchillo de palo.

—Una suerte para los lectores. ¿Me equivoco o en las últimas semanas te has ido haciendo algo aliadófilo?

—Creo que los aliados van a ganar la guerra, majestad. En París se dice que Alemania está ahogada, que siguen combatiendo sólo por la tozudez que les caracteriza.

Es una conversación que ha tenido y tendrá más veces, tanto en París como en Madrid. Alemania sigue obteniendo éxitos militares, posee un ejército preparado y disciplinado, hay gente que aún cree que sus soldados desfilarán por la avenida de los Campos Elíseos; Gonzalo no está de acuerdo: los aliados ganarán la guerra y, si el gobierno alemán no se da cuenta y pacta una paz digna mientras aún tiene capacidad de negociar, las consecuencias para el derrotado serán dramáticas y duraderas.

—Hemos mandado muchos mensajes en ese sentido al káiser…

—Majestad, perdone que le diga, el káiser no tiene ningún poder y sus opiniones no le interesan a nadie. Desde que dejó su país en manos de los militares ha perdido toda la capacidad de maniobra y, lo que es peor, toda autoridad moral. Los comunistas son cada vez más fuertes en Alemania, en Rusia…

—¿Y en España?

Gonzalo no sabe hasta qué punto la petición del rey de que fuera sincero es seria. ¿Quiere que le diga lo que piensa de verdad o es sólo una forma de aparentar apertura? Don Alfonso parece leer su pensamiento.

—Por favor, te he pedido que me dijeras la verdad, me parece muy interesante conocer tu opinión.

—También en España, los comunistas y los anarquistas… En muy pocos años el káiser, el emperador del Imperio austrohúngaro, el zar y muchos otros reyes centroeuropeos serán historia. Sólo la monarquía inglesa ha sabido adaptarse a los tiempos.

—Me interesa también tu opinión sobre España.

—Creo que hay que hacer cambios estructurales profundos, abandonar cualquier idea colonialista, aprovechar el momento económico para crear industrias, invertir en educación… Si algo nos ha enseñado esta guerra es que debemos prepararnos para el futuro.

—¿Y el futuro de la monarquía?

—Majestad, con todos mis respetos y afecto hacia usted, la monarquía no tiene futuro, la monarquía es pasado.

El almuerzo continúa, cordial, evitando los temas en los que pudieran surgir desencuentros; Gonzalo reconoce que el rey es un hombre dialogante y duda de la conveniencia de sus palabras anteriores. Hablan de deportes, de la vida en París, de los espectáculos de la ciudad…

—No he tenido mucho tiempo para salir. Ser corresponsal en tiempos de guerra da mucho trabajo.

—Supongo que conoces la tarea que estamos realizando en la oficina en la que trabaja tu amiga Blanca.

—Una gran labor…

—Tal vez en alguna ocasión nos puedas echar una mano. Y, aunque creas que no debo seguir en mi puesto, ten en cuenta que busco lo mejor para España. No te pido que defiendas la monarquía o a este rey, pero si crees que hacemos algo bien, apóyalo, por favor.

Gonzalo se sienta, como habrán hecho tantos otros tras entrevistarse con don Alfonso XIII, en un banco de la Plaza de Oriente. Parece mentira que la ciudad siga su curso normal, tan ajena a las intrigas palaciegas, a tan pocos metros del rey. Quizá desde alguna de las ventanas que dan a la plaza, el monarca observe a los ciudadanos; es posible que tenga un lugar desde el que vea la reacción de los que han estado hablando con él, si se van preocupados o ufanos. Le ha dicho a la cara al rey de España que la monarquía es el pasado. ¿Por qué? ¿A qué ha venido tanta sinceridad? No ha sido el vino, ya que apenas ha mojado los labios en la copa que le han servido. Tal vez vanidad, la vanidad de saber que podía hacerlo. Los pecados de vanidad son los peores y los más fáciles de cometer.

* * *

—Alicia, ten cuidado, no te manches el vestido nuevo.

Doña Ana Alerces hace con Alicia algo que con Blanca siempre dejó en manos de las mujeres que contrataba para cuidarla: la lleva a pasear al Retiro, deja que juegue con otros niños, habla con sus madres o sus abuelas, presume de las gracias de la niña como sólo se hace con las de una nieta.

—Quédate en el tiovivo y yo voy a comprarte un vaso de horchata. No te muevas de aquí y no hagas el salvaje, que a veces parece que te has criado en el oeste americano, con los indios.

No hay peligro; entre todas las madres se solapan y cuidan a los niños. Va tranquila a por la horchata que venden en el puesto, la bebida que más le gusta a Alicia. Allí se encuentra con otra mujer con la que coincide a menudo, la madre de dos niñas gemelas muy amigas de la suya.

—Llevaba unos días sin verla, doña Cristina.

—Esto de tener gemelas es terrible, doña Ana: las dos han tenido cólicos a la vez.

—Qué curioso es lo de los hermanos gemelos. Leí en La Dama y la vida ilustrada la historia de dos gemelas que se casaron con dos gemelos el mismo día y tuvieron hijos a la vez.

—Parece brujería, ¿verdad?

Las dos vuelven hacia el tiovivo con los vasos de horchata para sus hijas. A doña Ana le sorprende no ver a Alicia con sus dos amigas.

—¿Y Alicia? ¡Alicia!

No empieza a preocuparse hasta que ha dado dos vueltas enteras al tiovivo y no la encuentra.

—¡Alicia! ¡Alicia!

* * *

—El dinero por delante.

Aunque sea la primera vez que hace algo así, Carmen no es tan inocente como para confiar en Rosa «la Larga». Aurelia, «la Murciana», también le ha dado instrucciones acerca de lo que debe hacer.

—¿No te fías de mí?

—No.

La cita es en un piso de la calle de Bordadores. Se trata de una vivienda oscura y antigua, una vieja sale a abrir la puerta.

—Te manda la Larga, ¿no?

La hacen pasar a una habitación en la que hay una cama, una cómoda con un aguamanil sobre ella, un crucifijo en la pared y una butaca. El hombre no ha llegado todavía. Carmen mira por la ventana, da a un patio interior. Se sienta a esperar; ya no puede arrepentirse, ha llevado a su hijo Juan al médico y necesita el dinero, tiene que comprar medicinas y darle comida, ropa más abrigada… Piensa en quitar el crucifijo de la pared, ella es creyente y no quiere que el Señor esté presente en lo que va a hacer, pero al final decide que se quede en su sitio, no es más que un pedazo de madera.

Diez minutos después, escucha la llamada a la puerta de la calle; está tensa, en unos segundos entrará el hombre que ha pagado los cincuenta duros, más lo que le haya dado a Rosa, por estar con ella.

Entra en la habitación sin llamar. Carmen lo reconoce, es el dueño de una tienda de ultramarinos a la que ha entrado a veces con la Murciana. Recuerda incluso su nombre: Diego.

—¿No te desnudas?

Carmen empieza a hacerlo de espaldas a él, pero, con la mano en su hombro, la hace girarse.

—He pagado por esto, hazlo despacio.

Él no se desnuda hasta que ella lo está por completo, tumbada boca arriba, inmóvil sobre la cama.

Carmen ha estado imaginando con angustia este momento varios días. Ella esperaba a un hombre repulsivo y monstruoso, deforme y maloliente, pero se ha encontrado con Diego, un hombre amable al que ella siempre había visto atractivo y deseable. Diego se tumba a su lado. Intenta besar a Carmen en la boca.

—Eso no… por favor.

—Diez duros más.

Ella la abre, permite que su lengua recorra su boca, se enrede con la suya. Él empieza a acariciar todo su cuerpo y se demora en algunos rincones, prolonga el tiempo que va a pasar con Carmen al máximo, hasta que presa de su excitación se sube sobre ella y la penetra. El cuerpo de Carmen responde a sus caricias con vehemencia, es la primera vez que lo hace desde que Jean-Marie se marchó a la guerra, la primera desde que nació Juan.

—Ha estado bien, ¿no?

—Muy bien.

La pasión ha dejado paso al remordimiento. Carmen nunca pensó entregar su cuerpo a cambio de dinero, menos aún que fuera a disfrutar con ello. Se siente muy confusa, pero al menos sabe que su hijo agradecerá todo lo que va a comprar con ello. No volverá a cobrar.

—¿Te gusto como modelo?

Gretchen tiene la piel muy blanca, es delgada, fibrosa, sin nada de vello. Su pecho es pequeño pero bien formado, sus piernas largas y su abdomen plano y musculado.

—Claro. Eres muy bella.

Jean-Marie quiere pensar en el cuadro, en la postura, la mirada, el entorno… Necesita que la pintura avance para no despertar las sospechas del general, pero, a la vez, sabe que a ella el cuadro le da igual, que está allí por otras cosas. Y que él acepta para no perder su posición de privilegio.

—No querrás que esté quieta todo el tiempo.

—Por favor, ayúdame; intenta conservar la posición que te he dicho.

—Acércate y dime cómo era, ¿cómo tenía que colocar esta pierna?

Gretchen no va a disimular, le besa, le toca, se ofrece…

—Tengo que pintarte.

—Después.

Jean-Marie prefiere no pensar en lo que le pasaría si por cualquier causa el general lo descubriera con su esposa. Nada bueno, eso seguro. Pero también sabe que ella puede conseguir que su marido le eche, le castigue, le fusile o algo peor si se lo propone. No puede evitar ceder a los deseos de Gretchen, aunque debe encontrar el modo de que el riesgo le sea rentable.

* * *

—La niña se fue de la mano de un hombre. Tenemos una descripción: alto, de unos treinta y cinco años, moreno, bien vestido… Nada más. Lo único que nos ha dicho una mujer que la vio es que no se la llevaba por la fuerza, parecía marcharse de buen grado.

—¿Nadie la vio subirse en un coche, en un tranvía?

—Nadie.

La madre de Alicia está desesperada, a doña Ana ha tenido que atenderla su médico con un ataque de nervios. Es don Jaime el que habla con la policía, el que hace que se encarguen de la desaparición con la diligencia con la que se ocuparían de la de la hija de los marqueses de los Alerces y no con la de la hija de una criada.

—Hay que encontrarla como sea. Seré generoso con cualquier pista.

Manuel Lope ha sido avisado y se ha presentado en el palacete de los Alerces en cuanto le ha sido posible.

—Claro que existe gente que roba niños, don Jaime. Y nunca es con buenas intenciones, nunca.

Hay ejemplos sobrados de las peores perversiones, desde burdeles que ofrecen niños y niñas hasta los innumerables sacamantecas que han secuestrado bebés para hacer ungüentos de todo tipo: para mantener la juventud, para curar la tuberculosis… En la memoria de todos los españoles está aún el caso de Enriqueta Martí, la vampira de Barcelona, que murió hace sólo tres años linchada por sus propias compañeras de cárcel. En su casa de la calle Ponent, en el barrio del Raval, se encontraron restos de una docena de niños, aunque se suponía que había matado a muchos más y años antes había sido detenida por prostituir a menores.

—Pero en Madrid nunca se ha dado un personaje así, todavía; esperemos que no sea la primera vez.

—Quiero volver a casa…

Alicia no quiere seguir en esa casa tan grande y tan fría, con ese señor que antes jugaba con ella y que le ofreció comprarle todos los juguetes que quisiera si le acompañaba. Ahora sólo la mira, sentado frente a ella.

—Claro, pero hoy es mejor que te quedes a dormir aquí.

—Quiero volver a casa con mi mamá.

Le tiene miedo. ¿Y si quiere hacerle daño?

—Podemos comer bombones, ¿quieres comer bombones?

—No, quiero volver a mi casa. ¿Vas a hacerme daño?

El hombre no contesta y Alicia empieza a llorar.

—Blanca me hizo mucho daño a mí.

—Blanca es buena.

—Eso cree todo el mundo, pero no es verdad.

Ahora es el hombre el que llora y Alicia se levanta para acariciarle la cabeza.

—¿Por qué lloras? No llores…

La intención de Carlos era que Blanca y su madre no volvieran a ver a Alicia, ahora duda. Ni siquiera él es capaz de hacer daño a una niña. No a esa que se preocupa por él, con la que lleva jugando todo el día. Tuvo una hija con Pilar, aquella amante que arruinó su boda, pero nunca estuvo cerca de ella, nunca la tuvo en sus brazos o le enseñó una de las canciones que sabe de cuando era pequeño…

Manuel está desesperado, y aunque conoce las complicaciones que le traerá en el futuro, se decide a contactar con sus antiguos compañeros para que le presten sus ojos y busquen a Alicia en cualquier rincón de Madrid. Consuela a Ramona, y ofrece toda su ayuda al padre de Blanca.

—¿Ha avisado usted a su hija?

—No, aún no; no sé qué hacer.

—Blanca no puede hacer nada desde Berlín, no le diga nada, ya se enterará cuando vuelva. Quizá para entonces Alicia haya aparecido.

La primera noche sin Alicia es una pesadilla para todos, nadie duerme en el palacete de los Alerces. Por primera vez en muchos años, don Jaime no tiene ganas de hablar con sus flores.

—Podemos publicarlo en El Noticiero de Madrid, en primera página, y ofrecer una recompensa. Si alguien ha visto a la niña tendremos una pista…

El marqués, aconsejado por la policía, ha decidido esperar cuarenta y ocho horas por si se tratara de un secuestro y recibiera una petición de rescate. Prefiere pagar lo que le pidan que asustar a los secuestradores y provocar que le hagan daño a la niña. Si Alicia no ha aparecido en dos días, su foto estará hasta en el último rincón de España.

—¿Te vas a acordar de decirle eso a tu abuelo?

—Sí.

—A ver, repítemelo para que yo esté seguro de que no se te ha olvidado.

—Que la próxima vez no voy a volver tan fácil a casa.

—Eso es, eres una niña muy lista. Ya sabes, te bajas del coche y vas andando por la calle hasta un policía que hay en la esquina; le dices que eres Alicia y que otros policías te están buscando, que te lleven a tu casa.

Alicia sonríe, para ella es todo un juego. Y lo va a hacer muy bien porque es muy lista.

—Y recuerda que me has prometido que no le contarías a nadie lo que te he dicho de Blanca.

Al dejarla es consciente de que alguna vez puede encontrarse con ella por casualidad y que, tal vez sin mala intención, la niña le delatará. Quizá no tenía que habérsela llevado del parque en el que jugaba con su abuela; quería hacerle daño a Blanca y el dolor sólo lo ha sufrido él. No ha sido capaz, pero no olvida; lo intentará de otra manera.

—La niña ha aparecido.

Doña Ana se abraza a Ramona. No puede ocultar la felicidad por la noticia que le da su marido, en el fondo pensaba que no volvería a verla.

—¿Está bien?

—Sin un rasguño. Ni siquiera lloraba, la traen para casa.

Alicia no es capaz de decir dónde ha estado, sólo que se fue con un señor muy amable, que le compró caramelos y jugó con ella, que le enseñó una canción, que no sabe dónde se ha dejado la chaqueta que le falta, a lo mejor en casa de ese señor, que cenó una tortilla y que ha dormido en una cama muy grande; también que el señor le dio un mensaje para don Jaime: que la próxima vez no le sería tan fácil encontrarla.

—¿Alguien les odia a ustedes? ¿Alguien tiene alguna cuenta pendiente por la que quiera vengarse?

—No que yo sepa, pero claro, el odio siempre le sorprende al que es odiado. No sé quién puede haber sido. Tomaremos medidas para que no haya una próxima vez.

* * *

—El general Köhler afirma que el cuadro es de un pintor alemán y que el nombre de Jean-Marie Huguet no le dice nada.

—Menuda intuición la mía… Tenían una atmósfera tan parecida que creí que podría ser de él. ¡Qué vergüenza! Ese general y tú habréis pensado que estoy loca.

Blanca se ríe de su propia intuición, de la pretensión de encontrar a un hombre, entre los cincuenta millones de personas que ha desplazado la guerra, por el estilo de un cuadro, como si ella fuera una especialista en arte.

Un día tras otro se reúnen con funcionarios del Estado para pactar los primeros intercambios de presos. Están cumpliendo con creces el encargo que les hizo don Alfonso XIII y pronto volverán a España para preparar los papeles que devolverán a sus hogares a miles de personas. Antes viajarán a Austria, donde inspeccionarán un último campo de prisioneros, el de Mauthausen, a unos veinte kilómetros de la ciudad de Linz. Según les han informado, es el más duro de todos los campos de concentración de prisioneros de las potencias centrales.

Han recibido, mientras tanto, la pésima noticia de la muerte de Pierre Sartou en la enfermería del campo de Döberitz como consecuencia de las fiebres tifoideas que había contraído. Desde allí mismo, desde Berlín, han redactado la carta que le dará la noticia y el pésame a su hermana Sylvie; también le escribirá el rey de España expresándole sus condolencias.

—Tendría que haber sido el primer prisionero que canjeáramos, gracias a su hermana empezó todo.

—Si no hubiera sido por la carta de su hermana se habría hecho por otra causa. La Oficina Pro-Cautivos existe porque tenía que existir, Blanca. El rey quería ayudar y hacía falta que alguien lo hiciera, de una u otra forma se habría creado…

Han leído en un periódico berlinés la noticia de la liberación de Nijinsky y de Maurice Chevalier, allí se cuenta que Alemania espera reciprocidad por parte de los aliados. Sólo se menciona de pasada la intervención de don Alfonso XIII, como si no hubiera tenido demasiada trascendencia.

—No te preocupes, el rey lo dice siempre. Lo importante son los resultados, no las medallas que le pongan.

También han recibido una carta de Manuel, impersonal, relatando los avances de la oficina. Pronto estarán allí, revolucionando su funcionamiento con el trabajo que darán los intercambios.

—Vaya, la ciudad está desconocida. Berlín era una ciudad muy divertida cuando yo estudiaba aquí.

Cabarés que no tienen actividad, cervecerías cerradas, terrazas en las que se quedaba para tomar algo al caer la noche que ahora no existen… Aunque el frente esté más lejos, en Berlín se nota la guerra mucho más que en París. Blanca y Álvaro están alojados en el hotel Esplanade, en la Potsdamer Platz, el que fue construido para ser uno de los hoteles más lujosos de Europa, pero ahora está casi vacío a causa de la guerra. El maravilloso jardín de más de mil quinientos metros cuadrados debe de ser uno de los pocos lugares de la ciudad en los que no hay señales del conflicto. Se dice que era allí, en el jardín y en la sala llamada del Emperador, donde el káiser Guillermo se reunía antes de empezar la guerra con sus amistades para celebrar fiestas y bailes.

—No creo que el káiser esté ahora para fiestas. Los periódicos de izquierda piden su abdicación y los de derechas no le defienden.

Berlín es una ciudad de algo más de dos millones de habitantes, con problemas de abastecimiento, en la que se ven unas condiciones de vida muy duras. La economía, antes libre, ha tenido que ser estatalizada. La prioridad ahora es la maquinaria de la guerra, construir aviones, tanques, bombas, armas, munición, dar de comer a las tropas… La población civil está cada vez más abandonada y las protestas empiezan a dejarse oír. Los comunistas ganan fuerza día tras día y muchos creen que la guerra no va a llevar sólo a la derrota del país, también al cambio de sistema, a la revolución.

Los militares alemanes han perdido, además, la batalla de Jutlandia, en la que se iba a dirimir la supremacía naval. Mantenerse en la guerra sin forzar un armisticio sólo servirá para sangrar el país, pero los generales prusianos están dispuestos a luchar hasta el final y llevar a Alemania al desastre.

En el barrio de Charlottenburg aún quedan vestigios de la animada vida nocturna de antes de la guerra. Es allí, en una cervecería repleta de público pese a las dificultades, donde Álvaro y Blanca se sientan, con dos enormes cervezas ante ellos.

—Esto está muy amargo.

—¿Nunca habías probado la cerveza?

—Nunca.

—No te preocupes, cuando hayas acabado esta jarra te habrás acostumbrado al sabor y querrás pedir otra.

Los mejores momentos del viaje son aquellos en los que ambos olvidan las obligaciones de la oficina y de la guerra y son sólo un hombre y una mujer; cuando les da igual lo que vaya a pasar con el káiser o con el zar, cuando lo único que pretenden es disfrutar de una buena cena con el mejor champán en un lujoso restaurante parisino o de unas salchichas y una jarra de cerveza en una cervecería berlinesa.

—¿Qué harás cuando acabe la guerra?

—¿Va a acabar? A veces lo dudo… No lo sé, quizá haga caso a mi padre y escriba una columna en el periódico. Una columna feminista.

—¿Tu padre quiere que escribas una columna feminista? Desde luego es un hombre sorprendente.

—Ya ves. ¿Y tú?

—Yo no. Yo soy bastante normal.

—No, tonto… ¿Qué vas a hacer cuando acabe la guerra?

—Casarme.

—¿Con quién?

—No lo sé, con alguna mujer que me quiera. Lo mismo me caso contigo. Al acabar la guerra lo hablamos; si no hemos encontrado nadie más que nos quiera, nos casamos.

—Menos mal que falta mucho para eso. Tendré tiempo para pensarlo hasta entonces. O para buscar a alguien que me quiera.

Bromean, aunque a ambos les gustaría que fuera así: casarse al terminar la guerra. Cambian de tema. Blanca se acostumbra al sabor amargo de la cerveza y pide otra jarra. Se le sube un poco a la cabeza y se ríe mucho. De vuelta al hotel se ríe por todo. Álvaro, tan cortés como siempre, se despide de Blanca en la puerta de su habitación.

Ella, mientras se desnuda para meterse en la cama, piensa en la charla. Ojalá la guerra acabara y pudiera casarse con Álvaro Giner.

Álvaro también se va inquieto a su habitación, tiene un problema: no le extrañaría que en Madrid casi le consideraran prometido con Adela Espinosa mientras él se comporta como un seductor con Blanca Alerces. Lo peor de todo es que para él ha dejado de ser el juego al que tantas veces ha jugado antes, desea hacerlo realidad: seducir a Blanca, casarse con ella, quererla y que ella le quiera a él.

* * *

—¿Quién vive?

—Antonio.

El 13 de junio, San Antonio, es el último día de estancia de Gonzalo en España. Lo que iba a ser una semana se ha convertido en casi un mes. Ha intentado por todos los medios hablar con su hermana Elisa y no lo ha conseguido; se vuelve a París desolado.

No lo ha hecho antes, pero quiere pasar la última noche en un ambiente conocido, el local sin nombre de la calle de la Flor.

—¿Puedo invitarle a una copa de champán?

Un hombre pelirrojo, con acento inglés, se acerca a él. No espera respuesta antes de sentarse a su mesa.

—Gonzalo Fuentes, ¿no?

—¿Me conoce?

—Lo sé todo sobre usted. Bueno, casi todo. Pero no se preocupe, considero que está de nuestra parte.

—¿Y usted es?

—Mi nombre da igual, trabajo para la Corona británica.

El espectáculo del local ha vuelto a cambiar y tiene menos gusto, si eso era posible, que los anteriores. Ahora es un grupo de jóvenes vestidos como cabareteras que bailan un remedo del cancán tan famoso en París. Los asistentes, sin embargo, jalean y aplauden como si estuvieran ante las bailarinas del Folies Bergère.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Es usted un periodista reconocido, en muy poco tiempo se ha hecho con un nombre. Si pidiera que le trasladaran a Berlín, en su periódico se lo concederían de inmediato.

—Estoy muy bien en París.

—Alemania perderá la guerra. Usted es un buen escritor, un buen periodista; sin duda aprecia que la estética de la derrota es muy superior a la de la victoria. Berlín es el lugar en el que hay que estar: informará de la caída del káiser, de la rendición, si tiene suerte asistirá a una revolución de cerca…

—¿Y su interés es?

—Que colabore con nosotros para que todo esto pase lo más deprisa posible.

—¿Que les haga de espía?

—Podemos llamarlo así… Pero no crea que se trata de ponerse en peligro, sólo de mirar donde a nosotros nos costaría hacerlo y darnos su opinión.

Tras el número del cancán aparece un mago que pide la participación del público para adivinar naipes, para hacer desaparecer monedas de delante de los ojos, para sacar piezas de lencería femenina de dentro de los pantalones de los voluntarios…

—¿Y qué me ofrece a cambio?

—¿Dinero?

—No, el dinero no me interesa, en el periódico me pagan lo que necesito.

—¿Qué le parecería que sus crónicas se publicaran en periódicos de Inglaterra y Estados Unidos?

—No estaría mal. ¿Por qué me lo ofrece a mí?

—Se lo he dicho, le considero de los nuestros. No tiene que contestarme ahora mismo, digamos que estaré mañana en el andén de la estación, antes de que se suba al tren.

Gonzalo se queda solo. Ha dejado de interesarle el local y la gente que ha ido a divertirse; piensa en la oferta que le han hecho. ¿Berlín? Le encantaría conocer Berlín, la ciudad de la que Frank le habló tantas veces. ¿Cómo estará él? ¿Habrá salvado la vida?

—Has pasado todas las comprobaciones, estás libre.

Por fin los servicios de espionaje alemán se han convencido de que Frank Heimer no es un agente doble, sigue siendo un patriota dispuesto a lo que sea por ayudar a su país a ganar la guerra, no trabaja para los franceses…

—¿Volveré a París?

—Eso es imposible, te quedarás en Alemania, estás quemado como espía. Vas a ponerte bajo las órdenes del general Köhler. Dirige un taller que se ha creado con prisioneros de guerra para falsificar documentos. Mañana sales hacia Berlín.

—¿Tiene una respuesta para nuestra propuesta?

El tren que sale hacia París parte de la Estación del Norte. Gonzalo ha llegado solo al andén, allí le espera el agente inglés.

—Acepto.

—Nos alegramos de que así sea. Cuando llegue a París, un agente nuestro se pondrá en contacto con usted. Deberá seguir un adiestramiento de un par de semanas. Hasta que llegue el día de incorporarse, haga vida normal, siga con las crónicas para su periódico.

—De acuerdo.

—Buen viaje y bienvenido al bando de los ganadores.

* * *

—¿Quién es usted?

—Yo soy Elisa Fuentes, la novia de Carlos de la Era. ¿Y usted? Tiene pinta de meretriz, ¿le paga mi prometido por vivir aquí?

Beatriz Vargas no tiene ni idea de quién es esa joven que se ha presentado en el apartamento de la calle de la Magdalena diciendo que es la novia de su amante. No le importa, no es asunto suyo, no va a ponerse celosa. A ella le da igual si Carlos de la Era tiene novia o si está casado; sólo le interesa el dinero que pueda sacarle.

—Mire, si es usted su novia, lo mejor será que arregle los problemas directamente con él.

—¡Fuera de esta casa!

—No me voy a ir hasta que no me lo pida Carlos.

Elisa lleva varios días espiando la casa, ha visto a Carlos entrar sin que él la viera a ella; le ha visto salir acompañando a esa buscona. Ahora es esa mujer quien le entretiene, antes era ella. No está dispuesta a dejarse vencer sin pelear por su amor, han pasado mucho juntos, podían haber tenido un hijo; tenía que haber dejado que naciera, se equivocó. Después de varios meses encerrada, Elisa lo ha visto claro por fin y se ha decidido: será su mujer, luchará por el amor de Carlos de la Era.

—Le he pedido que se vaya de casa de mi prometido. Es mejor para usted.

—Si sigue importunándome, llamaré a la policía.

Beatriz cierra de un portazo. La mirada de esa mujer es la de una loca. Se lo dirá a Carlos en cuanto le vea para que se la quite de encima.

—¿Estás loca?

Carlos ha abordado a Elisa por la calle, no ha parado de buscarla desde que Beatriz le contó lo sucedido. Ha estado a punto de subir a su piso de la calle de Claudio Coello y enfrentarse al general Fuentes. Esa mujer se ha vuelto loca, él no ha sido capaz de hacer con Alicia lo que había previsto, Blanca sigue de viaje con ese militar que —ahora no tiene ninguna duda— la ha seducido. Su venganza, esa que tantas noches había soñado y acariciado, se queda en nada.

—¿Se ha ido esa mujer de nuestro piso? Te perdono. Nos queda toda la vida por delante; olvidaremos los malos momentos, también olvidaremos esto.

—¿Que me perdonas? ¿Nuestro piso? Elisa, has perdido la cabeza. Como vuelvas a aparecer por mi casa te vas a arrepentir.

Elisa sonríe como si no escuchara a Carlos, como si en lugar de amenazarla estuviera declarándole su amor.

—Sé que me quieres, que te sientes confuso pero me quieres. Voy a rezar por ti, voy a pedirle a Dios que te aclare las ideas. No te preocupes, yo te estaré esperando cuando te des cuenta del amor que sientes por mí.

—Estás loca, completamente loca. No te acerques a mí.

Carlos se marcha mucho más preocupado de lo que llegó. Elisa le ve subirse al coche y arrancar; después sigue su paseo, sonriente, tranquila, feliz de haber visto a su amado.

* * *

—¿No tienen un mínimo de humanidad?

El trato a los prisioneros en el campo de Mauthausen es cruel y atroz: centenares de ejecutados por intentos de fuga, avisos en las paredes de que los guardianes están autorizados a disparar sobre el preso que se niegue a trabajar, numerosos casos de suicidio, mala alimentación, nula atención médica, falta de camas o jergones para los prisioneros que duermen en el suelo sin ropa de abrigo, internos con graves problemas mentales que pasean sin control por el campo, castigos físicos y palizas…

Hablando con los oficiales y con los médicos que hacen las inspecciones, Álvaro y Blanca han elaborado un listado de irregularidades en varios campos de prisioneros, en Gross-Wüstervitz, en Hagenbeck, en Göttingen, en Münster, en Lechfeld… Pero en ninguno de ellos tan graves como en Mauthausen.

—Son enemigos de Alemania, es como deben ser tratados.

El comandante del campo es un hombre frío, de un sadismo extremo.

—Voy a presentar una queja contra usted, voy a hacer que sea juzgado. Va a pagar lo que está haciendo a estos hombres.

Blanca está asustada por Álvaro, su enfrentamiento con el comandante del campo, del que ignora el nombre, ha trascendido de lo formal. Los dos están encarados, da la impresión de que en cualquier momento abandonarán las palabras y pasarán a las manos. Dos soldados, armados hasta los dientes, esperan órdenes de su jefe para reducir al enviado español.

—Tiene que abandonar el campo.

—No, tengo autorización para estar aquí. Me iré cuando considere que he acabado la inspección.

—Yo soy el comandante del campo y le ordeno abandonarlo.

—¿Sí? Pídale a sus soldados que me echen, que alguien me ponga un dedo encima y se va a arrepentir toda su vida…

Blanca no le había visto así antes, ni siquiera imaginaba que un hombre tan educado y moderado como Álvaro podía demostrar tanta ira.

No se calma hasta que los dos están subidos en el tren que les lleva a Viena.

—Este mundo es un asco por culpa de gente como ese comandante. En casos así tendría que estar permitido matarlos en el acto… Te juro que matar a un tipo así me dejaría dormir tranquilo.

—Bueno, no pienses más en eso. Para compensar el que haya gente así se ha creado la oficina, para evitar que se salgan con la suya. Protestaremos en todos los sitios en los que haya que protestar, elevaremos quejas, conseguiremos que sea destituido y castigado…

Sólo pasarán una noche en Viena, el día siguiente inician su viaje de vuelta. De Viena a Suiza, de allí a Francia y a España. Sin parar. Les quedan varios días para llegar a Madrid, pero sólo una noche para despedirse. A ambos les pesa todo lo que han callado durante estas semanas juntos.

* * *

—No hagas tonterías, Manuel.

No le había pasado antes, pero hay cosas que se saben sin necesidad de haberlas experimentado: lo que Manuel tiene en su espalda es una pistola.

—¿Quién eres?

—No te vuelvas. Eso ahora da lo mismo, lo importante es que nos acompañes, un amigo tuyo quiere verte.

Por lo menos no son policías.

—¿Y un amigo mío necesita que me apunten con una pistola para que yo quiera verle a él? No seremos tan amigos entonces.

—Él cree, en realidad todos creemos, que has cambiado mucho; ya no sabe si eres amigo nuestro o un perro de los Borbones.

Entran a un portal de la calle del Olmo; allí le vendan los ojos y le conducen a través de patios interiores. Le dan algunas vueltas para despistarlo y lo consiguen, pronto deja de saber dónde está.

—Veo que mi amigo tampoco se fía de mí.

—De momento no nos fiamos de ti ninguno de nosotros. Lo bueno es que puedes convencernos de que sigues siendo de los nuestros.

¿Está en peligro? ¿Quieren hacerle algo? Si quisieran matarle no tomarían tantas precauciones.

—Puedes quitarte la venda y sentarte, ahora viene tu amigo.

En la pequeña habitación sin ventanas en la que se encuentra, sólo hay una mesa y dos sillas. Tiene que esperar casi diez minutos hasta que se abre la puerta y entra su antiguo amigo Luis Segura.

—Perdona todo este teatro, me resulta muy complicado moverme por Madrid. ¿No me das un abrazo?

—Me han traído a punta de pistola, ¿crees que puedo saludarte con un abrazo?

Luis está desmejorado; ha perdido peso, está ojeroso, es el ejemplo de alguien que no duerme bien y no pasa mucho tiempo al aire libre. Se sienta frente a él, serio.

—Me dicen que no quieres colaborar con nosotros y no me lo he creído. Me he arriesgado a venir desde Barcelona para oírtelo decir en persona, para que lo digas mirándome a los ojos.

—Luis, nadie mejor que tú sabe que no estoy de acuerdo con esos métodos.

—¿Te están pidiendo ayuda los tuyos y prefieres ponerte del lado de tus enemigos? ¿Acaso eres uno de ellos? Hace tiempo te pregunté si matarías al rey; dijiste que sí, que al rey, sí. ¿Me mentías?

Quieren presionarle y han encontrado a la persona adecuada, pero Manuel lo tiene muy claro: su respuesta va a ser no, le digan lo que le digan, le amenacen con lo que le amenacen.

—Si le matáis ahora la situación empeoraría para muchos. Puede que también para todos nosotros. Se va a perder lo que se está haciendo. Esperad al final de la guerra, ahora no le toquéis.

Luis saca una pistola de debajo de su chaqueta, la coloca sobre la mesa.

—¿Me estás amenazando?

—No, te estoy dando la pistola con la que vas a matar a Alfonso XIII.

—No la voy a coger.

Luis y Manuel se conocen desde niños, desde antes de que Manuel rompiera con su padre, desde mucho antes de que descubrieran los ideales anarquistas que terminaron de unirlos. De hecho fue Manuel quien se los descubrió a su amigo. Se han bañado juntos en el arroyo del Abroñigal, han participado en guerras a pedradas con sus enemigos del barrio de Las Ventas del Espíritu Santo, han conquistado criadas en los bailes de La Bombilla, han ido a manifestaciones… Son distintos, pero eso nunca fue un obstáculo para entenderse.

—Manuel, tenemos una obligación y lo sabes.

—Matar no es una obligación.

—Ese hombre al que proteges ha mandado a muchos a matar en Marruecos, también a morir. Y va a seguir haciéndolo. Yo no dudaría en cumplir con lo que me piden los compañeros, me cambiaría por ti, aunque fuera imposible salir del palacio con vida. Lo sabes. Pero eres tú el que tiene la posibilidad y el deber de hacerlo.

—Olvídalo.

—¿Es tu última palabra?

—Lo es.

Hay un silencio entre ellos. Manuel imagina que lo único que queda es una amenaza y que a Luis le cuesta pronunciarla.

—Recuerda que no te llamas Manuel Lope, que tu verdadero nombre es Manuel Campos y que el otro te lo han proporcionado los compañeros a los que te niegas a ayudar.

—¿Me vais a delatar?

—No depende de mí. No sé qué decisión se tomará; intentaré ayudarte pero no creo que nadie me escuche, ahora eres nuestro enemigo.

Manuel se levanta.

—¿Quiere eso decir que no voy a salir de aquí?

Luis se acerca a la puerta y da unos golpes. Un hombre al que Manuel no ve la cara entra; es el mismo que lo llevó dentro.

—Lleva a Manuel a la calle, que no vea dónde estamos, no podemos confiar en él. Adiós, Manuel.

Pocos minutos después, tras atravesar los mismos patios que antes, con los ojos tapados, Manuel está en la calle. Luis, su mejor amigo de siempre, le ha colocado en el lado contrario, en el que él sabe que no está. Ahora tiene que protegerse de los dos bandos, de la policía y de sus amigos.

* * *

—No puedo más, ¿tomamos un café?

Viena es la primera ciudad del recorrido que no conocían ni Álvaro ni Blanca. Una guerra no es el mejor momento para el turismo, pero ambos han recorrido las calles de su barrio antiguo, la famosa Ringstrasse, la avenida creada a mediados del siglo XIX por donde pasaban las murallas de la ciudad, en la que se han construido los edificios más importantes y bellos: la Ópera, un maravilloso edificio neorrenacentista en el que caben casi tres mil espectadores, que disfrutan de las mejores representaciones del mundo; el ayuntamiento, frente al Rathauspark, de estilo gótico; la Universidad de Viena, una de las más antiguas de Europa; el Teatro Imperial o Burgtheater, otro majestuoso edificio neobarroco, heredero del anterior teatro en el que se estrenaron varias óperas de Mozart; museos como el de Historia Natural, salas de conciertos, palacios, la Iglesia Votiva, una de las más bellas de Europa, mandada construir por Maximiliano de Habsburgo.

—Andamos sólo un poco más, me han dicho que no podemos irnos de Viena sin sentarnos en el Café Demel.

Viena es la ciudad de los cafés, hay casi un millar y en ellos se sirven las mejores tartas del mundo. Los clientes pasan horas sentados, leyendo los periódicos; hay tertulias, partidas de ajedrez, músicos que tocan valses para amenizar la estancia…

—Tarta Sacher… La probé una vez en Berlín, pero ésta es la original.

Ni la maravillosa tarta Sacher del Demel, que se disputa la autoría con el Café Sacher, detrás de la Ópera, les hará olvidar el mal sabor de la visita al campo de Mauthausen.

—Pero no vamos a seguir hablando de eso. Es la última noche de nuestro viaje. ¿Tienes ganas de volver a casa?

—Tengo ganas de descansar, de ver a mis padres, a Alicia, de volver a la oficina…

—Pues yo me quedaría para siempre viajando de un país a otro, comiendo una tarta tan rica como ésta en Viena, bebiendo champán en París, cerveza y salchichas en Berlín…

No completa la frase, pero piensa que se quedaría para siempre escuchando a Blanca reírse como lo está haciendo ahora.

—Ya lo veo, comiendo y bebiendo sin parar.

—Sí, pero contigo; si tú no estás, me vuelvo a España. A buscarte.

Álvaro se atreve a deslizar la mano sobre la mesa y tocar la de Blanca; ella no la aparta, los dedos de ambos se entrelazan. Hace un minuto, medio, a él no se le hubiera ocurrido pensar que esto podría estar sucediendo.

—Pues si vienes a buscarme, yo acepto pasarme la vida contigo de un lado a otro de Europa.

Les ha costado contenerse y no dar un espectáculo en el café, o caminando por las calles de Viena de camino del hotel, o en la recepción del lujoso Grand Hotel en el que se alojan. Pero una vez dentro de la habitación de Blanca, dan rienda suelta a los besos que han estado guardando todo el camino.

—No sé si hacemos bien, quizá debo irme a mi habitación.

—Me da igual si hacemos bien o no, no te vayas.

Álvaro la besa, y para Blanca el recuerdo de una escena semejante vivida con Carlos de la Era le resulta grotesco. Con su antiguo prometido sólo pensaba en parar a tiempo; sin embargo con Álvaro piensa en que moriría si él se detuviera. Blanca empuja suavemente a Álvaro haciéndole caer sobre su cama, y empieza a desabotonar su camisa; él se deja hacer mientras ella dirige sus manos y sus movimientos. Durante un instante fugaz el rostro de Manuel cruza la memoria de Blanca, pero no es momento para este tipo de pensamientos y se concentra en Álvaro.

No se hablan, sólo se besan, se acarician, se quitan la ropa con torpeza. Cuando ya está desnuda, Blanca se levanta para encender la luz de la habitación.

—Quiero verte y que me veas, no quiero hacerlo a oscuras.

La vergüenza que sospechaba que tendría ha desaparecido por completo. En su lugar brota el deseo de acariciar, besar, morder el cuerpo de Álvaro, dejar que se suba sobre ella y la cubra por entero. Siente un ligero dolor, también le han hablado de ello, pero es un dolor sutil que se ve fácilmente desbordado por el placer que la inunda. Escucha cómo Álvaro le dice «te quiero» entre susurros y cierra los ojos. No contesta, aunque ella lo siente también.

Blanca se deja llevar, abraza a Álvaro y gira su cuerpo hasta quedar encima de él. Se mueve despacio, con cuidado, levemente… quiere disfrutar cada segundo, prolongar esta sensación tanto como pueda. Es incapaz de creer que haya esperado todos estos años para vivir algo tan maravilloso. Blanca acerca su cuerpo al de Álvaro, y regresan los besos. Ahora sólo desea que la abrace fuerte y sentir cómo él se mueve dentro de ella cada vez más deprisa. Ignora qué va a pasar a continuación, y su excitación aumenta. ¿Será la misma explosión que se apodera de su cuerpo cuando se acaricia…? La respuesta no tarda en llegar: es la misma sensación aunque más intensa y prolongada. Escucha los gemidos de Álvaro, nota cómo sus músculos se tensan y se relajan después. Él sigue dentro de ella, se quedan tumbados, abrazados, sin moverse, y es entonces cuando se lo dice:

—Yo también te quiero.