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—Puede que el día de tu boda sea el mejor de tu vida, aún no lo sé. Lo que te garantizo es que el día anterior no lo es.

Los martillazos llevan sonando desde primera hora en el palacete de los marqueses de los Alerces. Los carpinteros instalan el escenario en el que los músicos de la orquesta del hotel Ritz, contratados para la ocasión, amenizarán el banquete que los marqueses ofrecen mañana con motivo de la boda de su hija Blanca.

—Mira el cielo, más de un mes sin llover y no para desde ayer.

—He estado en las Clarisas antes de venir.

Según la costumbre, alguien, no puede ser ni la novia ni nadie de su familia, debe llevar dos docenas de huevos a las Clarisas del Paseo de Recoletos y entregarlos en el torno con una nota en la que consten los nombres de los contrayentes, el lugar y la fecha de la boda; así se asegurará de que la lluvia los respete. La encargada de llevar los huevos ha sido Elisa Fuentes, la mejor amiga de la novia. La misma que se ríe con los nervios de Blanca.

—No te cases nunca, Elisa, te vuelven loca.

—Lo está preparando todo tu madre… Tú sólo tienes que pensar en el paso que vas a dar mañana.

—Mi madre es la que más nerviosa me pone. ¿Qué te apuestas a que no tarda ni un minuto en entrar? ¿Y los martillazos? Me he despertado con ellos y todavía no eran ni las ocho de la mañana, no aguanto más… En qué mal día decidí casarme.

Elisa se asoma a la ventana que da al jardín. Allí trabaja más de una docena de operarios. Pronto terminarán los golpes de quienes levantan el escenario y su amiga Blanca podrá olvidarse de ellos, pero después deberá escuchar a los obreros que fabricarán allí mismo las mesas. En las cocinas ha empezado a elaborarse el menú y las criadas, contratadas desde hace tres días para ayudar a prepararlo todo y reforzar el servicio habitual, limpian la plata y enceran el suelo del gran salón de baile por si el cielo impide que la fiesta se celebre al aire libre.

Como si temiera no cumplir el plazo de un minuto previsto por su hija, doña Ana entra en la habitación sin llamar.

—Hola, Elisa, ¿entregaste los huevos?

—Sí, vengo de hacerlo. Dos docenas. En realidad trecenas, me dijeron que daba suerte que fueran docenas de trece, así que eso llevé, aunque no estoy segura de que se diga así.

—Esas monjas cada día inventan una cosa nueva para sacarle los cuartos a la gente. Muchas gracias. Me fío más del pastelero al que hemos encargado la tarta, está seguro de que hará buen tiempo. Dice que lo nota en los huesos.

—Seguro que no llueve, mamá. Tengamos fe, o en las Clarisas o en los huesos del pastelero.

Los martillazos siguen oyéndose y a ellos se suman ahora los gritos de un operario que da instrucciones a su cuadrilla para descargar, de unos carros tirados por mulas, los tableros con los que se fabricarán las mesas. Elisa nunca había visto a su amiga Blanca tan nerviosa; no puede tratarse sólo del barullo que hacen los obreros, tiene que haber algo más, seguro que se lo cuenta tan pronto como se queden solas.

—Mamá, me van a volver loca… ¿Hace falta tanto ruido?

—Tendrás que aguantarte porque vamos a estar así todo el día. Ha llegado un telegrama de don Alfonso XIII felicitándote por el enlace y excusándose por no poder asistir.

—No sabía que lo hubiéramos invitado.

—¡Cómo no lo íbamos a invitar! Le visitó tu padre. Si estuviera en Madrid nos honraría con su presencia.

—Pues menos mal que está ya de veraneo en La Granja, no quiero ni imaginarme el caos que sería esto si además viniera el rey a casa.

—Ojalá hubiera podido venir, le recibiríamos como debe ser. Otra cosa, la modista tiene que estar a punto de llegar, en cuanto lo haga le digo que suba. Voy a ver cómo van en la cocina.

Blanca y Elisa son amigas desde niñas, nacieron con poco tiempo de diferencia y se conocieron jugando en el Parque del Retiro. Han sido íntimas desde entonces, pese a las temporadas que Blanca ha pasado fuera de España por los destinos diplomáticos de su padre. Cuántas veces habrán fantaseado con el día de su boda. Miles. Desde mucho antes de que tuvieran edad para pensar en ello. No se imaginaban tan nerviosas la víspera.

—Tengo que contarte una cosa, Elisa; no sé si me quiero casar.

—¿Qué?

—No sé, ¿y si no estoy enamorada…?

—Eso es absurdo. Estás enamorada. Ayer lo estabas. No lo estás un día y el día siguiente no. Puedes enamorarte de repente, pero en desenamorarte tienes que tardar más.

—Yo qué sé. Lo mismo ayer tampoco lo estaba, igual no lo he estado nunca.

Quizá eso también sea normal, seguramente todas las novias estén a punto de echarse atrás el día antes de la boda. O puede que sea uno de los caprichos de Blanca, a los que Elisa se ha acostumbrado a la fuerza.

—¿Has visto hoy a Carlos?

—No. Hoy no y tampoco ayer. Yo pensaba que tendría más ganas de verme, pero al parecer estaba equivocada… Quizá él tampoco quiera casarse conmigo.

Carlos de la Era, el duque del Camino, es el novio, uno de los hombres más guapos que ninguna de las dos haya visto jamás. Elegante, alto, fuerte, educado, y dicen que muy rico. No es posible que Blanca no esté enamorada de él. Elisa desde luego lo está. Lo ha estado siempre, aunque no se lo haya contado a Blanca. Sueña con él, envidia a su amiga, incluso a ratos la odia por ser la elegida. Le habría gustado tanto ocupar su lugar mañana… pero claro, Blanca siempre ha destacado hasta volverla casi invisible. Bella y elegante, refinada, simpática, con una sonrisa que le ilumina el semblante. Cuántas veces habrá deseado Elisa cambiarse por ella, dejar su piso y vivir en el palacete de los Alerces; cambiar a su padre, un autoritario general, por el agradable y distinguido don Jaime; olvidar a su madre muerta, a la que recuerda siempre triste, siempre vestida de negro, por la sofisticada doña Ana; sus rotundas caderas por la delgadez de Blanca, sus pequeños ojos oscuros por los alegres ojos claros de su amiga… Pero, ante todo, envidia su suerte, ésa que la ha llevado a enamorar a un hombre como Carlos de la Era.

Elisa ve por la ventana a don Jaime, el padre de su amiga. Su amado jardín, su lugar favorito en el mundo hasta hace unas horas, ha sufrido una transformación absoluta después de que tantos obreros lo hayan pisoteado. El hombre mira desolado alrededor, es tal su tristeza que causa una mezcla entre risa y pena. Pero no dice nada; tras evaluar los daños entra callado en la casa, al fin y al cabo es la boda de su única hija, lo más importante que existe. El jardín se puede volver a levantar las veces que haga falta. Blanca sólo se casará un día: mañana.

—Blanca, no puedes decir que no te quieres casar el día antes de tu boda. Tu padre se moriría del disgusto.

—Ya, por eso te lo digo a ti y no a él.

—¿Y qué vas a hacer?

—Casarme, pero ser muy infeliz. Tengo que casarme, hay trescientos invitados, una tarima para la orquesta, un telegrama del rey, un ejército de camareros y cocineros y mi madre entra cada dos por tres en mi habitación. No me queda más remedio.

Ojalá fuera verdad que Blanca no le amara, piensa Elisa, le gustaría que Carlos se diera cuenta y se suspendiera la boda. Que ella le ofreciera consuelo y acabara en sus brazos, en el altar. Ha ensayado mucho su sonrisa para mañana, para que todo el mundo crea que se alegra por su amiga, pero será la persona más desdichada de las que estén en la iglesia cuando los vea convertidos en marido y mujer.

La puerta se vuelve a abrir, es otra vez doña Ana con el periódico en la mano. El ABC, como corresponde a una familia de buena posición, aunque don Jaime sea accionista de El Noticiero de Madrid.

—Te dejo aquí el diario, hablan de la boda. Y la modista ha mandado un mensaje, que se retrasa media hora.

—Gracias, mamá.

—Aprovecha este retraso para agradecer en una nota el regalo de la marquesa de Olivera, la tía de tu padre: ha mandado un abanico Luis XV muy bonito. Ah, hay una mujer abajo que quiere verte. Una tal Pilar Marín.

—¿Qué quiere?

—No sé. Ha dicho que tiene que contarte algo. No la he visto, me ha dado el aviso el secretario de tu padre. Anda, Elisa, que mi hija está hoy como sonámbula, léele el periódico. Mientras, yo voy a ver si todo está en orden en el jardín. Creo que mi marido matará a alguien si le pisotean un arriate más.

Lo del periódico es apenas una nota de sociedad. Una vez que se haya celebrado el enlace, la noticia de la boda será mucho más amplia, hasta llevará una fotografía de los novios en el suplemento Blanco y Negro, como se ha puesto de moda en los últimos tiempos.

—«Mañana, en la capilla del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, contraerá matrimonio don Carlos de la Era, duque del Camino, con la señorita Blanca Alerces, hija de los marqueses de los Alerces…».

—¿Por qué le nombran a él antes?

—No sé, será que siempre se nombra antes al varón. O que duque es más que marqués, ¿qué más da? Sigo leyéndote: «El novio ha regalado a su prometida un largo sautoir de magníficas perlas y un rico pañuelo de encaje. Los regalos han sido enviados en una arqueta antigua de gran valor. La novia vestirá un traje blanco con encajes de Bruselas. La señorita Alerces ha regalado a su prometido una botonadura y un alfiler de perlas y un reloj de platino. Felicidades mil deseamos a los novios».

—¿Felicidades mil? Definitivamente, no me quiero casar… ¡No van a parar nunca esos martillazos!

* * *

—Se acercan a nosotros diciendo que ellos no son nobles, que no son ni condes, ni duques, ni príncipes: que son de los nuestros, que han nacido tan sometidos como nosotros… No les creáis. Son mucho peores que los aristócratas, son burgueses. Con aquéllos sabíamos a qué atenernos, éstos sólo quieren chuparnos la sangre…

Es el enésimo discurso similar que Manuel Campos oye, el mismo acento italiano del compañero anarquista escondido en España, perseguido por la policía en su país y quién sabe en cuántos más; los mismos conceptos, el mismo ideario básico. En el público hay obreros con el rostro curtido, que estrujan sus gorras entre las manos, acostumbradas a trabajar, que siguen con dificultad el discurso del orador. Giovanni Rossi, el hombre al que atienden con la misma devoción que sus antepasados escuchaban a los curas, es muy distinto a ellos aunque se reivindique como un trabajador más. Es el único de los presentes que viste traje con chaleco, que lleva lustrados sus zapatos negros y que adorna su cuello con una corbata perfectamente anudada. Se nota que ha pronunciado el mismo discurso decenas de veces, sabe cuándo el público se va a entusiasmar y va a romper en un aplauso. Intenta contagiar su fuerza pero hay algo mecánico que sólo Manuel parece detectar. Sólo él quiere evadirse de las grandes frases y atender al fondo. Es necesario difundir su pensamiento entre obreros poco preparados, pero tiene que haber otras formas de hacerlo que den mejores resultados.

—Obras de teatro, entretenidas, cortas, variadas, servirían mejor para educar al obrero.

—Ya está, Lope de Vega reencarnado en tipógrafo anarquista.

—No te burles. Plantearíamos situaciones para a través de ellas mostrar lo justo y lo injusto, así la gente sabría qué hacer en cada situación. ¿De qué nos sirven los discursos si la gente no los escucha y quienes los escuchan no los entienden?

—Esta noche más de cuarenta personas estaban atentas a lo que decía el camarada Rossi.

—¿Cuarenta personas? Cuarenta personas convencidas de antemano. Eso es una gota en el océano y no nos sirve. Tenemos que llegar a miles, a millones.

Hay que aprender del enemigo, de la Iglesia católica con sus parábolas, himnos, autos de fe, sus promesas de futuro imposibles de cumplir… El Papa, los obispos y los curas se aseguran esclavos en este mundo prometiéndoles una inexistente vida más allá de la muerte; una supuesta salvación que, en cualquier caso, si se quiere creer en la absurda idea de que hay algo más allá, no dependería de ellos.

—Los anarquistas tenemos que convencer a los obreros de que la única vida importante es ésta, la de antes de morir, la temporal y no la eterna: aquí está el único paraíso posible; pero hay que defenderlo, y no permitir que nadie se lo apropie, ni nobles ni burgueses.

—Eres tan soñador como ellos.

—Imagínate, grupos de actores recorriendo los sábados por la noche los barrios obreros de Madrid, de Barcelona, de Bilbao, de Valencia… Ofreciendo un entretenimiento gratuito a los obreros y sus familias y, a la vez, dándoles a conocer el anarquismo, la labor del sindicato, o las tropelías de la Iglesia.

—Mejor poner a toda esa gente a fabricar bombas y a luchar contra ellos de la única manera que entienden los burgueses y los curas, a la fuerza.

Manuel nunca conseguirá convencer a su amigo Luis Segura, ni éste a Manuel. Ambos buscan lo mismo, pero los medios para llegar a conseguirlo no pueden ser más opuestos: la educación de los obreros frente a la lucha armada; los libros o las bombas.

—Con la violencia no lograremos nada, sólo que la policía nos persiga.

—Algún día hasta ellos estarán con nosotros, algún día los policías se darán cuenta de que también son obreros y se pasarán a nuestras filas, con sus pistolas, para hacer frente a nuestros enemigos, que son también los suyos.

—¿Tanto has bebido que deliras?

Los dos se ríen. Apenas han bebido, sólo una frasca de vino compartida entre ambos, lo que ocurre es que nunca pensarán lo mismo, ni siquiera en los temas en los que están de acuerdo.

—¿Vamos a tomar algo al Paseo del Prado?

—Pero algo rápido, que mañana trabajo en una boda. Estaré de camarero en el palacete de los Alerces, se casa la hija. Guapísima. La vi ayer de refilón cuando fui a que me contrataran, guapísima.

—Tanto soñar con la lucha armada y sirves champán en las fiestas de la alta sociedad.

—Hay que ganarse la vida, amigo. Aunque lo mismo me llevo una bomba y la suelto en el salón de baile. Quién sabe si el rey se presenta en la boda y me lo cargo. ¿Tú no matarías al rey si pudieras?

—Hombre, al rey, quién sabe, a lo mejor al rey sí. Pero nunca voy a poder, ya me dirás dónde me voy a encontrar yo con él.

* * *

—Y sobre todo, no permitáis que os apresen vivos.

Gavrilo Princip no para de toser, tiene tuberculosis y sabe que le queda poco tiempo de vida. Unos meses, como mucho un par de años siendo optimista; aunque quizá no dure tanto, quizá muera en menos de veinticuatro horas. Mañana, 28 de junio de 1914, participará en algo histórico, en aquello por lo que su cuerpo enclenque le ha impedido luchar: la grandeza de Serbia.

Nacido en Bosnia, aunque de origen serbio, hijo de una familia muy pobre, casi miserable, su padre no es más que un cartero rural que vio morir en la infancia a seis de sus nueve hijos; Gavrilo siempre ha querido ser un héroe para su pueblo, aunque su pequeña estatura, su salud frágil y su físico débil se lo hayan impedido. Intentó entrar en el ejército serbio para la guerra de 1912 contra el Imperio otomano y lo rechazaron; también ha sido descartado para cometer atentados, como si hubiera que ser un superhombre para arrojar una bomba. Pero esta vez tiene su oportunidad, la más grande: bienvenidos sean los fracasos anteriores si mañana logra su objetivo.

Acaricia la ampolla con cianuro que le acaban de entregar. Si todo sale bien ingerirá su contenido tras asesinar al archiduque Francisco Fernando de Austria, sobrino del emperador Francisco José, heredero del trono austrohúngaro. Gavrilo morirá sin delatar a nadie: la historia le recordará como un héroe.

Los seis hombres preparados para matar al archiduque han sorteado sus puestos, estarán situados a lo largo del recorrido que éste hará en un Gräf & Stift descapotable por Sarajevo. El azar decide por ellos quien lo matará. Todos tienen menos de veinte años, todos son serbios nacidos en Bosnia y pertenecen a la Mano Negra. Todos buscan lo mismo, la gloria y su muerte: no hay mayor honor.

Están reunidos en el sótano de la taberna de un irredentista serbio. Allí hay hombres a los que Gavrilo admira y a los que no soñó conocer, como Ilic, Tankosic o Mehmedbasic. Ilic es el que manda en la operación, el líder al que todos atienden.

—¿Alguna duda?

La tos de Gavrilo impide que nadie conteste. De todos modos, ¡qué pregunta! No es momento de dudar. La Mano Negra no es un club en que se admitan dudas o arrepentimientos. Cada uno de los presentes tiene una función que cumplir y en caso de no hacerlo será ejecutado por sus propios compañeros.

Tres de los jóvenes presentes, él, Grabez y Cabrinovic, partieron hace un mes desde Belgrado en dirección a Sarajevo navegando por el río Sava. Les han entrenado, armado, introducido en el Imperio austrohúngaro a través de un túnel por el que llegan las armas para la Mano Negra y Bosnia Joven, han sido protegidos por la red de espías y nacionalistas serbios… Hace sólo unos minutos les han dicho quién será la víctima y están alegres y excitados, es mucho más importante de lo que esperaban.

Princip comparte la alegría con sus compañeros, está tan emocionado que ahora no le importa que los demás le miren con asco a causa de su tos. Aunque estén dispuestos a morir el día siguiente, ninguno quiere ser contagiado de tuberculosis.

—Confío en que estéis a la altura y que vuestro comportamiento sea heroico.

No se atreve a hablar pero aseguraría que lo será. El débil Gavrilo, el enfermo, el frágil Gavrilo, demostrará que su amor por Serbia es tan firme como el de cualquiera. Sus actos le convertirán en un gigante.

Se alegra de abandonar la reunión y dejar de ver a los demás, sobre todo a Cabrinovic. Ha discutido muchas veces con él desde que salieron juntos de Belgrado. Ha sufrido sus amenazas y ha tenido que aguantar sus burlas. Su compañero se ha mofado de él por su corta estatura, por su escasa fuerza, por su voz aflautada… Mañana verán si Cabrinovic es un valiente o un simple bocazas; si tiene el valor de matar al archiduque cuando lo tenga delante o si es uno de esos, uno de tantos, que sólo fanfarronea en una taberna con un vaso de aguardiente delante.

La noche es oscura y fría pese a la época del año, ideal para retirarse a descansar, pero a Gavrilo no le apetece encerrarse en la pensión. Le gustaría contratar a una mujer y pasar la que puede ser su última noche con ella. Pero ninguna aceptaría, huirían de él en cuanto oyeran su tos. Dentro de unos días lo recordarían y se arrepentirían, tuvieron ocasión de yacer con un héroe, tal vez de tener un hijo con él, y la dejaron escapar.

Atraviesa el Puente Latino, sobre el río Miljacka, parte del recorrido del archiduque y donde, si todo va bien, morirá al día siguiente.

Le apetece entrar en una taberna y beberse un vaso de slivovitza, el aguardiente de ciruelas típico de Serbia, pero sabe que después del primero vendría el segundo, y después el tercero, y un cuarto casi con toda seguridad… No puede hacerlo, no con una pistola en la cintura y una ampolla de cianuro en el bolsillo: demasiado peligroso. No puede arriesgarse a no estar en condiciones de matar a Francisco Fernando de Austria. Es su pasaporte a la historia.

* * *

—Once mil quinientas pesetas…

—¡Qué barbaridad!

—Pues ya podemos disfrutar de él porque es la última unidad que sale de fábrica y me la han regalado…

El coche, un Hispano-Suiza modelo Alfonso XIII, bautizado así en honor del que ahora es su propietario, alcanza los ciento veinte kilómetros por hora, tiene cuatro cilindros en línea y sesenta caballos.

—Caja de cambios de cuatro velocidades y marcha atrás: una maravilla.

—¿Cuatro? ¿No tenía sólo tres?

—A este último modelo le han puesto una más. También han hecho una versión de cuatro plazas, pero yo sigo prefiriendo ésta de dos, es más deportiva. ¿Quieres conducirlo?

—Mejor hágalo usted, majestad.

Pese al tratamiento, pocas personas tienen tanta confianza como Álvaro Giner con don Alfonso XIII. A ninguna más le habría ofrecido conducir su nuevo vehículo.

—Vamos a salir ahora, después viene de visita el embajador de Francia y tengo que almorzar con él.

La carretera a Torrecaballeros, firme y con poco tráfico, suele ser la escogida por el rey. Siempre la misma rutina: llegar al desvío de Palazuelos de Eresma, saludar con la mano a los pocos vecinos que se encuentran en el camino y parar en una venta junto a la ermita a beber un vaso de vino con unas rodajas de salchichón. Allí les atiende, acostumbrada a su presencia, la hija del propietario de la venta, una joven muy poco agraciada.

—Mejor así, amigo Álvaro, mejor evitar las tentaciones. Recuerda que soy un hombre casado y padre de familia, con un nuevo hijo a punto de nacer.

—Lo recuerdo, majestad. Pero eso no tendría que ser obstáculo para alegrarnos la vista.

—La joven es simpática y diligente. Además es discreta, en cuanto nos atiende se hace invisible. Creo que preferiría pedir aquí un poco más de embutido y un pedazo de pan que asistir a la comida que habrán preparado en honor del embajador francés.

—¿Con este vino barato? Pues qué quiere que le diga, donde estén la cocina y la bodega de palacio…

—Mira que te gusta vivir bien, Álvaro… A veces me pregunto cómo aguantaste la guerra en el norte de Marruecos.

—A todo acaba haciéndose uno.

Aunque le guste vivir bien, Álvaro Giner es médico militar en la reserva y sabe tener disciplina y cumplir con su obligación. En el ejército lo ha demostrado, y no en una situación fácil: pasó casi treinta y seis horas operando sin descanso cuando el desastre del Barranco del Lobo, hace cinco años. Tras aquellos días pidió el paso a la reserva y no ha vuelto a ejercer la medicina; se dedica a gestionar, o más bien a disfrutar, la gran fortuna de su familia. Alfonso XIII bromea con él, pero sabe que su amigo no es alguien que se arrugue.

—¿Vas a ir mañana a la boda de la hija del marqués de los Alerces?

—Me he excusado, me quedo aquí con usted.

—Pobre chica. El novio, Carlos de la Era, es un punto de cuidado. Me hubiera gustado advertir al marqués cuando vino a invitarme. Don Jaime Alerces es un hombre muy curioso, me resulta muy agradable.

—Dicen que habla con las flores… Tal vez su futuro yerno siente la cabeza después de casarse. O tenga largas charlas con los gladiolos, como él.

—Lo dudo, lo mismo decían de mí, que iba a sentar cabeza… ¿Volvemos a La Granja?

—Cuando usted decida, señor.

A Álvaro Giner nadie le regala coches como el Hispano-Suiza que han salido a probar; pero tampoco le importa, si quisiera lo podría pagar con su propio dinero. A cambio, no tiene que asistir a las interminables reuniones de don Alfonso XIII con los embajadores, con el presidente del Gobierno, con los ministros y militares que acuden a departir con él. Admira y tiene gran afecto por el monarca, lo considera un buen amigo, pero desde luego no se cambiaría por él. Estará en la comida que se servirá en el comedor de gala del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, pero antes, mientras don Alfonso tiene que atender al embajador, él podrá visitar a su amante, Beatriz Vargas, en una de las casas cercanas al palacio que ha alquilado para ella.

En pocos días partirán hacia San Sebastián; la familia real pasará el resto del verano en Miramar, el palacio donostiarra en el que disfrutan de las vacaciones. Álvaro seguirá a don Alfonso y le acompañará en las diversiones, los paseos en coche por las carreteras vecinas, los baños de mar, las visitas clandestinas a Biarritz… Saldrán sin escolta, como han hecho hoy: él y el rey. Muchas veces le ha advertido del peligro a su amigo, él mismo estaba a pocos metros el día de su boda, cuando al paso de la comitiva por la calle Mayor le arrojaron una bomba que a punto estuvo de matarlos a él y a su esposa, doña Victoria Eugenia de Battenberg, pero don Alfonso se ríe de sus miedos.

—Moriré el día que tenga que hacerlo, ni uno antes ni uno después, te doy mi palabra.

Cuando vayan al norte, al Palacio de Miramar, también viajará Beatriz. Se alojará en un piso del que Álvaro es propietario frente a la playa de la Concha. Allí, en los ratos libres, recibirá su visita, igual que hoy en La Granja.

—Me aburro en este pueblo.

—La semana que viene nos vamos a San Sebastián.

—No veo el día, allí por lo menos puedo pasear por la playa y hay tiendas, no como aquí.

—Vengo a verte siempre que puedo.

—No tenía que haber dejado de cantar. Tenía que haber seguido con mi carrera; estaría en París, en Viena, en Milán, no en un pueblo que no tiene de nada.

Beatriz Vargas nunca fue una cantante famosa, aunque ahora parezca que él truncó una carrera exitosa. No pasó de ser una chica que participaba en el coro de algunas zarzuelas. Álvaro juraría que ni siquiera se distinguía su voz de las del resto del grupo cuando la vio por primera vez en el estreno de Las Golondrinas, en febrero, en el Teatro Circo Price de la Plaza del Rey. No fue la voz lo que le llamó la atención de esa corista, sólo su belleza, su estatura, su cabello rubio y sus ojos azules que la hacían parecer una mujer del norte de Europa. Desde luego, no fue por su voz por lo que Álvaro la esperó a la salida del teatro con un ramo de flores y la invitó a tomar una copa de champán en una fiesta privada que se celebraba en un piso de la cercana calle Barquillo.

A la novia de la boda de mañana, a Blanca, no la conoce. Le han dicho que es muy guapa. Duda que lo sea más que Beatriz; la corista le gusta aunque hoy esté de mal humor y él tenga que volver al palacio, a comer con su majestad y sus invitados, sin satisfacer los deseos que le llevaron a visitarla.

A veces piensa que debería hacer caso a los consejos familiares y buscar una mujer con la que casarse y formar una familia. Son ratos que pasan sin dejarle mucha huella.

* * *

—Me han dicho que quería usted verme.

Pilar Marín, la mujer que ha ido a ver a Blanca Alerces en un día tan poco apropiado como la víspera de su boda, es muy bella, aunque se nota la preocupación en sus ojos, y va bien vestida, con un sencillo y discreto vestido oscuro; quizá haya pasado horas decidiendo cómo presentarse en casa de los Alerces.

—Perdone que la moleste un día como hoy.

—Estoy muy ocupada y no puedo dedicarle apenas tiempo. Dígame en qué puedo ayudarla.

—Quiero contarle algo sobre el hombre con el que se va a casar, sobre don Carlos de la Era.

—¿Le conoce usted?

Pilar duda antes de hablar, pero se decide; es a eso a lo que ha venido, para lo que se ha atrevido a entrar en esta casa e importunar a Blanca.

—Le conozco. Es el padre de mi hija.

—¿Padre de su hija?

—Elena, de un año.

—Perdóneme. ¿Quién es usted?

—Entiendo que no me crea, que le extrañe mi visita… Conocí a Carlos hace cinco años, me prometió que se casaría conmigo. He vivido durante todo este tiempo en un piso de su propiedad en la calle de la Magdalena. Hasta hace un mes, justo cuando se anunció su boda con usted. No lo podía creer… Protesté y me echó de allí con mi hija. Ahora no tengo dónde ir.

Blanca no es una niña inocente, sabe que los hombres conocen a muchas antes de casarse, que se acuestan con ellas, es lo que se espera. Las únicas que tienen que llegar vírgenes al matrimonio son las mujeres, y ni siquiera todas, sólo las de buena familia. Ella es una de las que debe hacerlo, aunque tampoco le ha resultado difícil siempre vigilada por su madre, si descontamos las últimas semanas. Tras el anuncio del compromiso la dejaron quedarse a solas con Carlos y se permitió ciertas licencias con él, sin llegar a perder la tan preciada virginidad.

—No puede ser.

—Estoy desesperada, no habría venido de no ser así, se lo aseguro.

—¿Qué quiere de mí?

—No tengo dónde ir… Sé que es imposible que Carlos vuelva conmigo, y menos aún después de esta visita. Ayer fui a verle, quería pedirle que me dejara volver al piso en el que vivía, que lo hiciera por su hija… pero entonces le vi salir del mismo edificio con otra mujer.

—¿Otra?

—Sí, muy bella, muy bien vestida, supongo que otra igual que yo hace cinco años, cuando se encaprichó conmigo. Por favor, pídale que me deje volver.

—¿Está pidiéndome que hable con el hombre con el que me voy a casar para que vuelva con usted? ¿Está loca…?

—Yo sólo quiero que atienda a su hija. Es una niña, no tiene culpa de nada.

—¡Váyase de mi casa ahora mismo o haré que la echen!

Le da igual que esa mujer llore, que su dolor y su miedo sean sinceros. Le gustaría llamar a los obreros que hay fuera y hacer que la sacaran de allí a patadas, que la arrojaran a la calle como se merece. Está indignada, y no le importa si lo que le ha contado es verdad o no; sólo quiere que salga de su vista, que se vaya y no vuelva a aparecer nunca en su vida. No tiene derecho a hacer lo que ha hecho, a presentarse en casa de una mujer el día antes de su boda y decirle lo que le ha dicho.

Pilar Marín se recompone, se levanta y va hacia la puerta.

—Perdóneme por haberme presentado así. Soy madre y una madre hace cualquier cosa por sus hijos. Le deseo que sea feliz y que mañana vaya todo bien.

Blanca se cruza con su madre en la escalera, mientras sube a la habitación, sin ganas de hablar con nadie, con una decisión que debe tomar y que le asusta, que casi le duele en el pecho.

—¿Se ha ido esa mujer?

—Sí.

—¿Qué quería?

—Nada importante, mandarme saludos de una antigua compañera de colegio. Una pesada que me caía muy mal.

—Hija, estás irascible, tienes que tranquilizarte.

* * *

—Ése no está en venta. Lo siento.

Aunque le haga falta dinero, Jean-Marie Huguet no está dispuesto a deshacerse de su cuadro favorito. En el lienzo, la modelo, Carmen, que muy pronto será su mujer, está desnuda de espaldas al pintor, mirándose en un espejo. Ese cuadro tiene algo diferente, quizá no sea el mejor que ha pintado, pero tiene algo que atrae. Los clientes que visitan su estudio se dan cuenta de que es especial y todos se interesan por él. El marqués del Albero es un buen cliente y resulta más difícil decirle que no. Hace poco le compró otro cuadro en el que también estaba retratada Carmen. Hubo que mandarlo a Madrid, como regalo de boda para la hija de unos marqueses. Seguro que ellos también han sentido el embrujo que Carmen despierta.

Jean-Marie no ha olvidado el día que vio a Carmen por primera vez. Fue hace más de un año y él era nuevo en Triana, llevaba muy poco tiempo en Sevilla. Todavía no hablaba castellano tan bien como ahora, sólo lo chapurreaba. Había dejado París, su ciudad, la ciudad en la que todos los pintores quieren estar, para vivir en el sur de España. Llegó sin saber muy bien lo que buscaba, hasta que se encontró con Carmen.

Salía de su estudio en la calle Esperanza de Triana, observando la blanca luz del sur y persiguiendo la inspiración para pintar en esos rincones que había descubierto en la ciudad, los balcones floridos, los patios con sus fuentes o un simple callejón en el que un naranjo derramara su aroma, cuando, de pronto, la vio pasar como una aparición. Fueron sólo unos segundos, iba acompañada de su madre, según la tradición. Su melena azabache y su modo de caminar eran hipnóticos. Se quedó congelado, sin poder moverse. Cuando reaccionó, Carmen había desaparecido. Se arrepintió de no haberla seguido y enterarse de quién era, de no haber intentado hablar con ella. Pasó las siguientes semanas deambulando por Triana, buscándola sin descanso acompañado por su amigo Paco, también pintor, hasta que volvió a verla.

—¿Ésa es la mujer de la que llevas tanto tiempo hablándome? No sabes dónde te metes, gabacho. Olvídate de ella, es gitana, seguro que la han prometido y cualquier día la casan. Ya no es una niña.

Pero Paco le ayudó, se enteró de su nombre y de dónde podía volver a verla. Una noche, su amigo se presentó en el estudio y le apremió para que le acompañase. Los dos, Juan el gabacho, como conocían todos al francés, y él, acudieron a un bello patio andaluz donde unos gitanos tocaban flamenco. Dos jóvenes bailaban, una de ellas era Carmen. El cantaor era Antonio Carmona, su hermano, el hombre que hace pocos días visitó a Jean-Marie y del que depende lo que sucederá esta noche.

Dos semanas después del encuentro en el patio, en el que el francés quedó prendado de la gitana, Carmen entró en su estudio con aire tímido. Era uno de los primeros días de calor del fin de la primavera y Jean-Marie trabajaba desnudo de cintura para arriba, manchado de pintura. Ella iba vestida de blanco y no había duda: era la mujer más bella que él hubiera visto, y que jamás vería.

—Me gustaría pintarte.

Ella no contestó de inmediato. Paseó entre los cuadros a medio hacer, curioseó, mojó un dedo en la pintura que Jean-Marie estaba mezclando en ese momento, una combinación de azules, blancos, rojos y negros con los que pretendía reflejar un tono especial de cielo que sólo existía en su cabeza. Con el dedo, Carmen trazó una cruz en el pecho del francés, a la altura de su corazón. Si se trataba de un sortilegio para conseguir su amor, nunca hubo esfuerzo más vano, pues él se había enamorado de ella desde el primer momento en que sus caminos se cruzaron.

Después, la gitana paró delante del espejo y se miró en él. Ahí mismo supo Jean-Marie qué cuadro pintaría.

—¿Cómo quieres pintarme?

—Tú decides.

—¿Quién va a ver el cuadro?

—Quien tú quieras.

Carmen volvió sobre sus pasos, y se detuvo frente a uno de los cuadros que había visto segundos antes, era un simple ejercicio sobre una mujer desnuda.

—Así. Quiero que me pintes desnuda.

Nunca antes había trabajado con tanto entusiasmo. El cuadro tardó varios meses en estar listo. Sabe que el marqués del Albero le va a ofrecer mucho dinero, una de esas propuestas que no se pueden rechazar y que, sin embargo, Jean-Marie no va a aceptar aunque lo necesite.

—Dos mil pesetas.

—No, lo siento. Le he dicho que no está en venta.

Jean-Marie considera a Carmen su mujer, ella le considera a él su hombre. Esta noche lo serán también a ojos de los demás.

* * *

—¿Quién vive?

—Cirilo.

Parece mentira que para visitar un local de esas características haya que consultar antes el santoral e informarse de cuál es la onomástica del día. Aunque pensándolo bien, es otra de las paradojas españolas, de este país de locos, que tanto gustan a Frank Heimer, empleado de la embajada alemana en Madrid. Cuando vivía en Francia siempre creyó que no habría destino capaz de igualar al bellísimo París, pero ahora está acostumbrándose a España y le divierten particularidades como ésta, hasta el punto de no querer regresar a Alemania. Nada hace esperar que, tras esa discreta puerta de la calle de la Flor en la que se abre un pequeño ventanuco para pedir la contraseña, una vez traspasadas las cortinas negras que tapan la vista del interior, haya un cabaré de las características del que visita Frank. No tiene nombre pero sus clientes saben dónde está, cómo entrar y lo que esperan encontrar dentro.

Frank mira en todas las direcciones buscando a Gonzalo Fuentes, su amante español. No le ve entre los hombres que hay allí; todos los clientes son hombres aunque algunos lleven ropa de mujer: cada uno es libre de hacer lo que quiera; es el único lugar de Madrid donde podrán vestirse así en público.

Terciopelos rojos, cortinas burdeos, alfombras negras, rojas y doradas, grandes y cómodas butacas, camareros con el cabello engominado y blusas a rayas amarillas y negras, pajaritas negras, hombres besándose sin pudor… Frank descubre entre la concurrencia a un secretario de la embajada de Inglaterra al que conoció hace unos días en una recepción. La intuición le dijo que no tardaría en verlo por allí. El inglés también lo reconoce, pero no hace nada por acercarse a saludarlo: está muy ocupado con el joven moreno que lo acompaña. Junto al escenario, en el que no tardará en empezar el espectáculo, un viejo pianista interpreta una mazurca que dos hombres bailan con más entusiasmo que acierto.

Una vez que ha comprobado que Gonzalo aún no ha llegado, Frank ocupa una mesa discreta y encarga champán al camarero que se acerca solícito: un Moët & Chandon. No es su favorito pero sí el de Gonzalo; el alemán disfruta de antemano de la cara de alegría que pondrá al verlo su joven amante.

Dejar París fue una desgracia para él, más cuando supo que sería destinado a Madrid. Imaginaba un lugar horrible, pueblerino, cerrado, un patio de beatas… No ha cambiado de opinión, Madrid es así y además muy sucio y maloliente. Pero desde hace unos meses se ha instalado en él un sentimiento de felicidad desconocido hasta entonces y en el que Gonzalo y este lugar, el local sin nombre de la calle de la Flor, juegan un importante papel. Ahora se siente tan a gusto que no querría partir, excepto si el destino es la capital francesa. Salió hace tantos años de Berlín que no sabría vivir y divertirse en su ciudad.

El espectáculo, deprimente en opinión de Frank, consistirá en algunos hombres pintarrajeados que imitarán a bailarinas y a cupletistas, sobre todo a la Bella Otero. Gonzalo llega justo antes de que comience.

—Hola, mi amor.

Los dos son mucho más pudorosos que la mayor parte de los hombres que están a su alrededor y se limitan a rozar sus labios.

—Qué bien, Moët & Chandon… Perdona que haya llegado tarde, he tenido que acompañar a mi hermana a comprar unos guantes para asistir a la boda de su amiga Blanca que se casa mañana.

—Ah, sí, lo he leído en el ABC. Los Alerces son los de ese palacete tan bonito de detrás del Prado, ¿no? Tiene un jardín precioso…

—Lo cuida el marqués en persona, es un fanático de las plantas… Dicen que ha perdido la cabeza por ellas.

—¿Por gustarle las plantas? Una maravillosa ocupación, menos mal que no nací en este país de ignorantes… ¿Dónde es la boda?

—En la capilla del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón, en la calle de Juan Bravo, seguro que has pasado muchas veces por delante.

—Seguro que sí… Ah, ahí está ya ese horrible espectáculo.

En el escenario, un joven vestido con un traje de andaluza imita los movimientos de la Otero mientras canta un fandanguillo.

—Venga, es divertido.

—Yo no lo soporto…

—Si quieres nos vamos a tu hotel.

—¿Puedes pasar la noche conmigo?

—Puedo estar hasta muy tarde…

* * *

—Vamos a hablar con esas dos chicas.

—¿Tú no tenías que acostarte temprano para trabajar mañana de camarero?

—Será sólo un rato…

Manuel y Luis están en el Paseo del Prado, hace pocos días fue la verbena de San Juan y aún quedan puestos en los que tomar chocolate, buñuelos, bartolillos y barquillos. También otros que sirven vino y entresijos y vendedores de agua, azucarillos y aguardiente, en botijos que cobran el trago a una perra chica.

—La fea es para ti.

Manuel se ríe, es una broma que Luis siempre le hace. Ninguna de las dos chicas es fea, pero antes de que lleguen a su lado, otros dos jóvenes se les adelantan: sus novios.

—Mala suerte. Cuando una noche se tuerce, lo mejor es desistir.

Por muy anarquista que sea, por muchas reuniones políticas a las que vaya, Luis sólo piensa en conquistar a todas las mujeres que pueda; Manuel es mucho más comedido.

—Desistimos porque tengo mañana la boda, no porque se haya torcido la noche, siempre se puede enderezar. Vamos a tomar algo y después a dormir.

Mientras beben unos chatos de vino, dos jóvenes elegantes acompañados por dos damas bien vestidas pasan junto a ellos. Las cadenas de sus relojes y los collares de los cuellos de las mujeres llaman la atención.

—Mira esos pisaverdes. Hay que ser muy inconsciente para venir así a la verbena. Con lo que cuesta el collar de la rubia puede comer una familia seis meses. Alguien tendría que enseñarles a no presumir de ese modo.

De repente, casi como si lo hubieran adivinado, un chico de catorce o quince años pasa por su lado corriendo y pega un tirón del collar de una de las mujeres, que se rompe y queda en sus manos. Sale huyendo mientras los dos hombres que acompañan a la mujer tratan de impedirle la fuga. Se escabulle, ellos le siguen…

—¡Al ladrón!

El chico corre hacia el lugar desde el que miran los dos anarquistas; en cuanto los supera, Manuel da un paso al frente y los perseguidores tropiezan con él.

—Eh… ¿Dónde van? Tengan cuidado.

—Quite de en medio.

Es tarde, al chico no lo pillarán, se ha perdido entre la gente. Uno de los hombres se vuelve hacia Manuel.

—Lo ha hecho aposta. ¡Es su compinche!

—¿Qué dice? Me han atropellado ustedes… Deberían tener cuidado.

El hombre, acostumbrado al trato con los que considera inferiores, levanta el bastón para golpear a Manuel; se escucha entonces a Luis.

—Yo no lo haría.

Luis ha sacado una pequeña pistola, una Star, y le apunta con ella. El hombre, asustado, baja el bastón. Un círculo de curiosos se cierra alrededor de las dos parejas de señoritos. Luis y Manuel desaparecen en pocos segundos.

—¿Desde cuándo llevas pistola? ¿Te has vuelto loco?

—Nos ha sacado de un lío, es lo único que cuenta.

—No puedes ir armado, el que lleva una pistola acaba usándola.

—Oye, no te preocupes. Además, eres mi amigo, no mi padre.

* * *

—Bueno, parece que se arregla el tiempo, y que no tendremos lluvia mañana.

Blanca es consciente de que no hay ninguna relación entre los huevos que su amiga Elisa ha llevado al convento de las Clarisas y que no haya caído ni una gota más en toda la tarde. Al ver a su padre a través de la ventana, en el jardín que mañana sufrirá otra vez la invasión, intentando salvar sus plantas, ha salido a charlar con él.

Todo el mundo considera a don Jaime, el marqués de los Alerces, un poco chiflado. Su propia hija comparte esa opinión, pero de manera cariñosa. Desde luego no es alguien convencional. Ha desempeñado labores diplomáticas de relieve en plazas tan importantes como París, Berlín o Londres, es miembro de la Real Academia de la Historia y propietario de un bellísimo palacio de estilo neoclásico detrás del Museo del Prado. Y sí, tiene la particularidad de que disfruta de la compañía de las plantas, las cuida y poda con sus propias manos como si fuera un jardinero en lugar de un noble. Es la persona del mundo a la que más quiere Blanca, más desde luego que al que mañana será su marido.

—Buenas noches, papá.

—Buenas noches.

—¿Crees que va a llover mañana?

—Ya me gustaría… A ver si llueve, así los invitados entrarían al salón en lugar de dedicarse a destrozarme el jardín.

Típica respuesta de su padre. Blanca la esperaba y se hace la escandalizada.

—¿Y mi boda?

—Ah, sí, tu boda… Hija, perdona, ¿qué culpa tienen esas rosas de que tú te cases? No sé por qué le hice caso a su madre. O bueno, sí lo sé, para que me dejara vivir en paz. Podíamos haber hecho la boda en el Ritz. ¿No ha contratado la orquesta? Pues lo contratamos todo y santas pascuas…

—No me puedo creer que prefieras unas rosas a tu hija.

—No las prefiero, me opondría con más vehemencia a que te pisotearan a ti. Pero eso no quiere decir que disfrute de que las pisoteen a ellas.

Blanca se ríe, como cada vez que habla con él. Su padre tiene ganas de que ella se vuelva a meter en la casa y quedarse solo con sus flores para salvar lo que sea posible del destrozo que han causado los operarios que han trabajado allí todo el día y pedirles disculpas, en francés, como siempre…

—¿No deberías estar durmiendo? Supongo que mañana te harán levantarte muy temprano para vestirte y peinarte.

—No puedo dormir, estoy muy nerviosa. ¿Tú te pusiste muy nervioso el día antes de tu boda con mamá?

Blanca juraría que su padre la mira como intentando recordar, como si hubiera olvidado que hubo un lejano día que se casó con su madre.

—No me acuerdo. Fue hace mucho. Supongo que sí, no sé. Pregúntale a tu madre, ella se acuerda siempre de todo.

—¿No tuviste dudas?

—Todo el mundo las tiene, antes de cualquier decisión importante siempre hay dudas. Y uno tiene que hacer lo que debe.

—¿Casarse?

—Sí, si es eso lo que debe hacerse.

¿Qué le diría su padre si ella le contara su conversación con esa mujer, con Pilar Marín? ¿Suspendería la boda? ¿Se concentraría en sus plantas y se lo contaría a ellas para esperar su consejo? ¿Le diría a su hija que él no pactó su boda, como se hacía antiguamente, sino que fue ella quien decidió casarse con Carlos de la Era y que ahora tiene que asumir sus decisiones? Blanca no lo sabe y no se atreve a comprobarlo. No le contará a nadie, ni siquiera a su amiga Elisa, lo que Pilar Marín le reveló sobre su futuro esposo. No antes de que llegue el momento de hacerlo.

La casa está llena de regalos a los que Blanca no quiere ni mirar, aunque uno de ellos despierta su curiosidad. Apoyado contra la pared hay un cuadro de una bellísima mujer morena, quizá gitana, aunque no se trata de una bailaora, como las de los cuadros que adornan las paredes de las ventas. La mujer del cuadro está sentada, con uno de los tirantes de su camisón caído. No muestra nada, no insinúa nada y, sin embargo, es pura sensualidad. Nada lo dice, pero es imposible no pensar en que acaba de hacer el amor. Su madre entra en la sala.

—Un poco descarado, ¿verdad? Lo ha mandado el marqués del Albero. Por lo visto es de un pintor francés que se ha ido a vivir a Sevilla, un tal Jean-Marie Huguet.

—Es muy bonito. Habrá que agradecer todos estos regalos.

—Sí, hay que mandar notas de agradecimiento a todo el mundo, la semana que viene nos ponemos con ello. Pero ahora ven conmigo que tú y yo tenemos que hablar.

No quiere a su madre en la habitación, no quiere una charla entre madre e hija, hoy no lo soportaría.

—No hace falta, mamá. Los tiempos han cambiado y no necesito que me digas nada.

* * *

Si alguna vez una gitana le hubiese leído la buenaventura a Jean-Marie Huguet y le hubiera contado que habría una noche de su vida en la que estaría esperando en un callejón sevillano, con dos gitanos andaluces, a que diera la medianoche para raptar a una mujer, habría pensado que estaba loca. Pero así son las cosas y, eso es algo que ha aprendido desde que está por Andalucía, hay que tomarlas como vienen, incluso disfrutarlas. Se imagina contándoselas dentro de unos años a sus amigos en París, entre carcajadas, bebiendo un vino en alguna de las tabernas que solían frecuentar.

—¿Nunca os he contado cómo me casé con mi mujer?

Si lo hace tendrá que adornarlo. No les dirá que todo estaba pactado, que la novia le estaba esperando y que su hermano mayor, el que tendría que evitarlo, les vería marcharse despierto.

Todo quedó convenido un día en que Antonio Carmona, el hermano mayor de Carmen, visitó a Jean-Marie, Juan el gabacho, en el estudio de la calle Esperanza de Triana.

—Yo sé que amas a Carmen y que Carmen te ama a ti, pero ella está prometida a otro hombre. Esto hay que arreglarlo.

Jean-Marie se imaginó por un momento una pelea con navajas, a la luz de la luna y de una hoguera, con un montón de hombres morenos observando cómo un gitano cosía a cuchilladas al rubio pretendiente francés. No le supuso mucho consuelo la alternativa del rapto.

—¿Cómo voy a raptar a tu hermana?

—Es la mejor solución, la única posible. Te aseguro que he pensado en todo.

País de locos, donde se hace lo que se haría en cualquier sitio pero de una manera más difícil. ¿No sería más fácil que ellos dos se casaran con el consentimiento de todo el mundo?

—He hablado con el hombre con el que está comprometida desde tiempos de mi padre; está de acuerdo.

—¿Está de acuerdo?

—Sí, ya te lo he dicho. Habrá que pagarle un dinero, por las molestias, pero eso corre de mi cuenta.

—¿Y por qué no rompe el compromiso sin más? Sólo pagando.

—No entiendes nada, gabacho.

Si el hombre rompiera el compromiso, quedaría en entredicho su palabra. Si Jean-Marie rapta a Carmen, el antiguo pretendiente culpará a la familia de no haberla protegido y la repudiará. El resultado será el mismo, Jean-Marie se quedará con la joven, su antiguo prometido se quitará de en medio, sin menoscabo de su honor y con unos duros en el bolsillo, y la familia Carmona no se verá perjudicada porque todo el mundo sabrá que, en realidad, están de acuerdo con el rapto y sólo buscan la felicidad de Carmen. Un tremendo lío para arreglar lo que se podría concluir con un simple apretón de manos.

—¿Y qué dice Carmen de esto?

—No le he preguntado su opinión.

—Yo no quiero hacer nada sin saber qué piensa ella, mucho menos raptarla.

—Está bien, le preguntaremos a ella. Aunque está decidido.

A Carmen le entusiasmó la idea. El rapto, el extraño y teatral rapto, quedó marcado para la noche del sábado 27 de junio.

Así que ahora está a punto de entrar en la casa de los Carmona, llevarse a Carmen y dormir con ella en la habitación que tiene sobre el estudio. Nadie los buscará ni dará la noticia de la desaparición hasta el día siguiente, cuando ellos estén subidos en un tren que les llevará a Cádiz, en una especie de viaje de novios en el que espera no dejar de disfrutar ni un minuto del cuerpo de Carmen. A la vuelta serán, a ojos de los suyos, marido y mujer y Jean-Marie invitará a un banquete a la familia para celebrarlo. País de locos.

Faltan sólo unos minutos para la medianoche y está en un callejón con sus acompañantes, dos gitanos parientes de los Carmona; a uno le conocía de antes, al otro se lo acaban de presentar y ha olvidado el nombre aunque nunca olvidará su cara: una cicatriz le recorre el lado izquierdo, de la boca hasta el ojo. Cuando les cuente cómo fue esta noche a sus amigos en París, les insistirá mucho en la cicatriz.

—Eran dos tipos muy peligrosos, ni en el puerto de Marsella encuentras gente así. Uno de ellos tenía la cara cortada, a saber dónde se lo habrían hecho, en una cárcel del norte de África o algo parecido… Y allí estaban los dos, emboscados para que triunfara el amor entre una bella gitana y un gabacho como yo.

Todos fumaban, la brasa del cigarrillo era lo único que se veía en medio de la noche. Hasta que uno de ellos, el de la cicatriz, dijo que había llegado la hora.

El portón del patio está sin candado, tal como había prometido Antonio Carmona, la ventana del dormitorio de Carmen abierta y ella preparada para salir de casa con Jean-Marie, con el equipaje a mano. Todo según lo previsto.

Sentado en la oscuridad, su hermano lo observa todo. Está contento, ha logrado respetar los deseos de su hermana y, al mismo tiempo, salvar el honor de la familia. Confía en que el francés sea un buen marido para ella.

País de locos.

* * *

—¿Te marchas?

Son cerca de las cuatro y media de la mañana cuando Gonzalo abandona la cama de Frank Heimer, su amante. Sobre el lecho quedan las sábanas revueltas y el calor de sus cuerpos.

—Es tarde y mañana tengo una boda, ¿recuerdas?

—¿Te veo por la noche?

—No sé si podré. Si puedo escaparme, nos vemos después un rato. Si no, hablamos el lunes, te llamo a la embajada.

Gonzalo sale procurando no hacer ruido, tendrá que ignorar la mirada del portero de noche de la recepción. Está seguro de que le insultaría si Frank no fuera uno de los clientes fijos del hotel París. Le han insultado tantas veces en tantos sitios… No entiende por qué le importa tanto a la gente lo que los demás hacen en la intimidad.

En los bajos del hotel, en la esquina que da a la Puerta del Sol, está el Café de la Montaña, cerrado ya a esta hora. Allí, en la tertulia de Ramón María del Valle-Inclán, conoció a Frank.

Su amante no es nada afeminado, como otros que ve en el cabaré, él tampoco, pero en cuanto lo vio supo que ese alemán alto y rubio, juvenil aunque haya cumplido los cuarenta, compartía su secreto. La segunda vez que se vieron pasaron varias horas juntos en el local de la calle de la Flor, escuchando al pésimo imitador de la Bella Otero. Recuerda el día exacto gracias al santo que tuvieron que decir en la puerta para que les abrieran: san Carlos Borromeo, 4 de noviembre, hace casi nueve meses.

Ese mismo día, Gonzalo venció su pudor y entró en el hotel París en su compañía. No era la primera vez que estaba con un hombre, pero sí la primera que lo hacía en un sitio limpio y elegante, con tranquilidad y dedicación, no un alivio rápido, temeroso de ser descubierto.

La calle está casi desierta y la temperatura es fresca pero agradable. Gonzalo se olvida de la prisa por llegar a casa y camina con calma por la calle de Alcalá. Tardará menos de media hora en entrar al piso familiar de la calle de Claudio Coello. Mañana le despertarán temprano, mucho antes de lo necesario, para llegar a la iglesia en la que se celebrará la boda, cerca de su casa. Su hermana Elisa deberá estar lista mucho antes, tendrá que ir al palacete de los Alerces y ayudar a Blanca a prepararse, es su dama de honor.

El piso está en silencio cuando abre la puerta. Todavía recuerda la noche que entró a una hora parecida a la de hoy, después de haber estado en la cama con Frank, y se encontró a su padre, el general, esperándole. Menos mal que creyó en sus explicaciones y acabó sonriendo orgulloso, convencido de que su hijo venía de la cama de alguna mujer. Gonzalo no quiere ni pensar en lo que puede ocurrir el día que su padre se entere de sus amores; algo que sucederá tarde o temprano, por mucho que él lo oculte. Lo descubrirá, tal como lo descubrió su hermana Elisa. Sólo espera que el momento tarde en llegar.

Gonzalo se desviste por segunda vez esa noche, y se mete en la cama, pero, antes de que se haya dormido, Elisa entra en la habitación. Esas noches en que entra a hablar con él parece otra vez la niña asustada que buscaba la protección de su hermano, la niña que echaba de menos a su madre y temía a su padre.

—¿Estás dormido?

—¿Qué haces que no estás descansando?

—Llevo toda la noche dando vueltas en la cama. Estoy más nerviosa que si me casara yo.

—Pues verás la cara que vas a tener mañana si no duermes, aunque sólo sea unas horas.

—Esta mañana fui a llevar los huevos a las Clarisas.

—Vaya tontería.

—Es la costumbre. Hay que hacerlo. Después fui a casa de Blanca. ¿Sabes lo que me dijo? Que no se quería casar.

—Eso sí que sería divertido, que plantara al novio en la iglesia.

—Le han entrado dudas, dice que no sabe si está enamorada…

—Elisa, deberías olvidarte de él, mañana se casará con tu mejor amiga. No te hagas ilusiones.

Gonzalo se dio cuenta enseguida del disgusto que se había llevado su hermana cuando se anunció el compromiso entre Blanca y Carlos de la Era. No le costó ni cinco minutos que Elisa le confesase que estaba enamorada de él.

—¡Blanca es una caprichosa y no se merece todo lo bueno que le pasa!

Tiene que insistirle un par de veces para que se vaya a dormir y poder hacerlo él. En la cabeza de su hermana no entra que ella ha tenido suerte de no ser la prometida de Carlos de la Era. Mucha gente sabe que es un mujeriego, que no tiene tanto dinero como el que quiere dar a entender y que es un sinvergüenza.

* * *

—Ahí viene la comitiva; son seis coches, el archiduque va en el tercero.

En el coche que abre la marcha hay agentes de la policía local; en el segundo viaja el alcalde de Sarajevo y el jefe de la policía; en el tercero el archiduque, su esposa, la duquesa Sofía Chotek, embarazada de su cuarto hijo, y el gobernador, Oskar Potiorek. En los siguientes, más miembros de las fuerzas de seguridad y acompañantes del heredero al trono del Imperio austrohúngaro.

Los puestos se han sorteado entre los voluntarios para matar a Francisco Fernando de Austria. Los más afortunados, es decir, los primeros que le ven llegar, desde el jardín del Café Mostar, son Ilic y Cubrilovic, tienen una bomba y una pistola cada uno.

Ninguno de los dos abre fuego, después dirán que no consiguieron reaccionar a tiempo y que un policía se situó a su lado, que les hubieran detenido antes de arrojar la bomba y habrían desbaratado las posibilidades de los demás; pero Gavrilo sabe que les faltó valentía y decisión, que la fuerza de un hombre, de un patriota, viene de dentro, no está en los músculos sino en el corazón y la cabeza. Un hombre de apariencia débil puede ser un poderoso titán si dentro de su pecho está el orgullo serbio.

El siguiente terrorista, en la avenida que bordea el río Miljacka, es Nedeljko Cabrinovic. También tiene una bomba para lanzar al paso del coche. ¿Se atreverá a hacerlo Cabrinovic, el gran fanfarrón, el que tantas veces ha humillado a Gavrilo y dudado de su valentía, o será tan cobarde como los anteriores? Cuando el coche atraviese el puente y llegue a su lado, se verá.

A Gavrilo Princip le gustaría que el archiduque sobreviviera a Cabrinovic, así llegaría hasta donde él está esperando y podría darle muerte.

Observa a la gente a su alrededor: familias que han acudido a ver el paso de Francisco Fernando. Allí, hay todo tipo de ciudadanos: serbios, bosnios, croatas, ortodoxos, musulmanes, católicos… No es normal que alguien tan relevante visite Sarajevo y coincide con el día de San Vidovdan, san Vito, el patrono nacional de Serbia, el día que se celebra la derrota del ejército serbio contra los turcos en la batalla de Kosovo Polje en 1389. Serbia estuvo oprimida durante siglos por el Imperio otomano, pero no sucederá lo mismo con el Imperio austrohúngaro. Si matan a Francisco Fernando se liberarán.

Gavrilo Princip escucha la explosión a lo lejos, Cabrinovic se ha atrevido a hacer explotar la bomba. Será él quien pase a la historia… Lejos de alegrarse por el éxito de la misión, se entristece, pronto todos olvidarán que él estaba allí, preparado.

Hay caras de terror, gente que corre hacia sus casas, sobre todo las familias con niños, policías que van a toda prisa hacia el lugar del atentado… Gavrilo se aleja con calma, sin llamar la atención. En su cintura lleva la Browning 9 × 17 Corto de seis cartuchos, fabricada en Bélgica en 1910, una pistola muy eficaz disparando desde cerca.

Lo que Gavrilo no ha podido ver desde su posición es que, aunque Cabrinovic tuvo valor y lanzó su bomba al paso del coche que ocupaba Francisco Fernando con la duquesa Sofía, al archiduque le dio tiempo a verla y desviarla con el brazo. La bomba rebotó con la capota recogida del Gräf & Stift Double Phaeton y fue a parar a los bajos del siguiente vehículo: produjo una veintena de heridos entre policías y espectadores. Cabrinovic se metió la ampolla de cianuro en la boca y se tiró al río. Pero el cianuro estaba caducado y el río Miljacka no tenía suficiente agua en esa época del año como para que se ahogase: fue detenido vivo.

El coche que ocupan Francisco Fernando y su esposa ha salido a toda velocidad a refugiarse en el ayuntamiento. Contra todo pronóstico, el archiduque ha salvado la vida.

* * *

—¿Has visto qué día hace? Maravilloso.

Da igual si han sido los huevos de las monjas o que lo normal en un día 28 de junio en Madrid es que haga buen tiempo. El caso es que el domingo luce un sol magnífico, un cielo azul sin una nube y la temperatura es muy agradable. No va a ser una de esas jornadas, como las de la semana pasada, en las que Madrid parece un horno: es el día perfecto para casarse.

Blanca está descansada y preparada para un día muy largo. Más preparada que su amiga Elisa, con ojeras y cara de cansancio, como si la que se casara fuera ella.

—Gonzalo llegó a casa a las cinco de la mañana y yo todavía no me había dormido.

—¿Venía de ver a su amigo?

—Supongo que sí, no le pregunté.

—Teníamos que haber invitado a la boda al alemán. Total, un invitado más no le habría llamado la atención a nadie.

—Sí, lo que faltaba, para que mi padre se entere y saque la pistola…

La pistola en realidad es un revólver, del general Fuentes. Cuando tenían trece años y Blanca había regresado de Londres la extrajeron de su cartuchera. Fue una suerte que la madre de Elisa, que murió poco después, las descubriera jugando con ella antes de que ocurriera una desgracia.

—Qué lástima que tu hermano sea así. Estoy segura de que va a ser el hombre más guapo y el más elegante de todos los invitados, cualquier chica querría casarse con él.

—Mejor hablamos de otra cosa, ¿vale? Sabes que no me gusta lo de Gonzalo. Rezo por él todos los domingos.

—Pues como esperes que él cambie porque tú reces…

En casa de los Alerces se están dando los últimos retoques para la boda, por la ventana se ve a los camareros colocando los manteles, las cuberterías, la cristalería…

—A tu padre le van a destrozar el jardín. Menos mal que sólo tiene una hija y no va a tener más bodas aquí.

—Lo mismo yo me caso varias veces… Hay muchos países en los que el divorcio está permitido.

Las dos se ríen. ¿Divorcio en España? Imposible: eso son cosas de países protestantes que no respetan la familia… Escuchan entonces un sonido extraño, mucho más armonioso que los martillazos que las han acompañado desde el día anterior, es un violoncelo: los músicos de la orquesta del hotel Ritz han llegado y empiezan a probar sus instrumentos, queda muy poco para la hora de la boda.

—¿Has pedido que la orquesta toque alguna música especial?

—Me da igual, los que saben son ellos. Lo que toquen estará bien.

—Parece que no te hace ilusión casarte.

—No es como te imaginas, Elisa. Cuando seas tú la que se vaya a casar, verás como tengo razón. Ni día más feliz de tu vida, ni gaitas.

Hay algo especial en Blanca, Elisa ha tardado en darse cuenta: parece mayor. Como si hubiera madurado sólo por el hecho de estar a punto de contraer matrimonio.

Doña Ana está casi arreglada cuando entra en la habitación con la mujer que peinará a Blanca.

—¿Todavía así? Venga, que se nos echa la hora encima.

Está nerviosa, pero el horario es el convenido: Blanca tomó un baño a primera hora de la mañana, ahora la van a peinar, a maquillar y a vestir. Después saldrá hacia la iglesia en un Rolls-Royce Silver Ghost, que los duques de Pimentel les han prestado para la ocasión.

Su futuro esposo, el duque del Camino, estará esperándola en la iglesia a las doce en punto del mediodía. Tras la ceremonia se trasladarán al palacete de los Alerces y, en mesas sueltas dispuestas en el jardín, se servirá la comida mientras la orquesta del Ritz interpreta alegres piezas musicales. El menú, el mismo que se ofreció en la boda de su majestad Alfonso XIII, estará compuesto por consomé Nilson, huevos en salsa Périgueux, lenguado Colbert, capón con frutos rojos y tarta nupcial, una costumbre inglesa que se ha hecho imprescindible en todas las bodas desde que se sirvió para homenajear a doña Victoria Eugenia. La boda perfecta, aunque Blanca Alerces no aparente la felicidad que, sin duda, debe sentir por dentro.

—Siendo una comida al aire libre tendría que haberse servido un lunch

—¿Un lunch? De verdad, qué daño está haciendo en las costumbres que la reina venga de Inglaterra. Es una boda y en las bodas se sirve un banquete, como se ha hecho siempre. Diles tú a los franceses que coman un lunch, verás lo que te dicen.

—Los franceses son republicanos, mamá, ¿quieres que les copiemos eso?

Su madre las deja por imposibles y ellas se quedan solas con la peluquera después de dar las órdenes pertinentes. Cuando acabe con Blanca, aún le dará tiempo a retocar el peinado de Elisa.

—¿Se te han pasado las dudas sobre la boda?

—Se me han pasado, ahora estoy segura de lo que debo hacer.

* * *

—Vengo a hacer una visita y me lanzan una bomba. ¡Es ultrajante!

El archiduque Francisco Fernando está indignado a la llegada al Palacio Municipal de Sarajevo. Le han entregado los papeles en los que está escrito el discurso de agradecimiento a la ciudad que debe pronunciar: están manchados de sangre. El alcalde quiere declamar, pese a quien pese, sus palabras de bienvenida, como si nada hubiera sucedido pero el archiduque le manda callar. Es su esposa, la duquesa Sofía Chotek, quien tiene que calmarlo.

Hoy mismo se celebra su decimocuarto aniversario de boda. Sofía, hija de un noble bohemio, era la dama de compañía de la archiduquesa Isabel y conoció a Francisco Fernando en un baile en Praga. Cuando él empezó a frecuentar la casa de la archiduquesa, las familias pensaron que el heredero al trono había iniciado una relación con una de sus hijas; la sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron que quien le interesaba era Sofía, la dama de compañía. Su tío, el emperador Francisco José, le amenazó con apartarle de la sucesión: Sofía Chotek no pertenecía a una familia que reinara en Europa, condición indispensable para ser miembro de la dinastía Habsburgo, no podía contraer matrimonio con ella. Pero él no dio su brazo a torcer: estaba enamorado, se casaría con Sofía o renunciaría al trono.

Tras muchas negociaciones, en las que tuvo que intervenir hasta el Vaticano, el emperador aceptó un matrimonio morganático, es decir, uno en el que sus descendientes no heredaran los títulos o privilegios de sus padres.

El amor entre ellos no se ha apagado y las palabras de la duquesa al oído de Francisco Fernando parecen actuar de bálsamo; él se tranquiliza y le pide al alcalde que siga con su discurso.

—Por favor, siga, siga con su bienvenida…

Las noticias del fracaso del atentado y la detención de Cabrinovic han volado por Sarajevo. Si su compañero no ha muerto puede haberles delatado a todos. Princip no sabe qué hacer, si esperar en la pensión, si acudir a la taberna en la que recibieron las órdenes anoche… Quizá a estas alturas los demás hayan sido detenidos o hayan huido de la ciudad. Teme convertirse en el ratón al que todos persiguen… Por el momento, se esconde en medio de la gente, en la pastelería Moritz Schiller, a la que han acudido muchos de los que esperaban para ver pasar a Francisco Fernando esa mañana de domingo. Allí medita qué debe hacer.

En el ayuntamiento de Sarajevo van recibiendo noticias de los heridos del atentado, el conde Waldeck y el coronel Merizzi están entre ellos y han sido trasladados al hospital, aunque no se teme por su vida.

El archiduque decide que acudirá al hospital a interesarse por ellos antes de seguir con los actos oficiales de la visita. Los encargados de la seguridad lo discuten y estiman que será mejor hacerlo por vías de poco tránsito para evitar las aglomeraciones del centro de la ciudad, muy colapsadas tras el atentado y el frustrado paseo de la comitiva imperial.

Gavrilo abandona la confitería, no puede seguir deambulando sin destino. Todavía lleva encima la ampolla de cianuro y la pistola Browning. Se presentará en la misma taberna de anoche y esperará allí, hará lo que le manden: un patriota que estaba dispuesto a morir al levantarse por la mañana no puede esconderse atemorizado en el transcurso del día, no un patriota serbio.

El coche en el que se han subido el archiduque y su esposa es el mismo en el que sufrieron el atentado hace casi una hora, tiene señales de la bomba en la parte trasera; todo es un absoluto desastre de planificación. La policía ha tomado la decisión de alterar el itinerario para llegar al hospital de Sarajevo, pero a nadie se le ha ocurrido comunicárselo al conductor. Tampoco han pensado que el archiduque y su esposa deberían viajar en un coche cubierto y no en el mismo en el que acaban de atentar contra ellos. Potiorek, el gobernador, avisa al chófer de que se ha confundido de camino y debe dar la vuelta. Están en una calle estrecha y la maniobra es muy lenta.

Gavrilo no puede creerse lo que ve: a pocos metros está el coche en el que viaja su objetivo, casi parado. No puede ser. Es el destino, que quiere que él mate al archiduque, la respuesta a sus rezos. Saca la pistola, que casi se le cae con los nervios, y corre hacia él. Lo ve perfectamente, no es un error, ése es su uniforme, es el heredero al trono acompañado por su mujer. ¿Qué hacen allí?

Dispara dos veces a menos de un metro y medio de distancia, no puede fallar. El archiduque es alcanzado en el cuello, mientras su mujer intenta protegerlo con su propio cuerpo y recibe un impacto en el abdomen. La duquesa Sofía de Chotek y el archiduque Francisco Fernando están heridos de muerte.

Gavrilo se echa la mano al bolsillo y saca el cianuro, se lo traga. No sabe si el efecto será inmediato. Los incompetentes escoltas encargados de la seguridad del heredero se lanzan sobre él, también los clientes de la confitería que han salido alarmados por los disparos. Todo el mundo le golpea y él espera morir de un momento a otro, pero no muere, aún no.

* * *

—Ahí viene la novia…

La iglesia está adornada con lujosos ramos, con coloridas guirnaldas de flores. Los invitados, lo más granado de la alta sociedad madrileña, esperan en los bancos que les han sido asignados con gran trabajo y cuidado por doña Ana, marquesa de los Alerces, madre de la novia, que espera la aparición de su hija vestida con un traje de chantilly negro con aderezo de topacios y brillantes.

El novio, Carlos de la Era, duque del Camino, también espera. Viste su elegante uniforme de maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla: casaca roja con botonadura y adornos en plata y pantalón negro. No hay duda de que es el novio más apuesto que se recuerda en mucho tiempo. La niña de los Alerces es una joven muy afortunada.

La novia ve la iglesia desde el maravilloso Rolls-Royce Silver Ghost, un nudo se le forma en el estómago, no puede estar más nerviosa. Tampoco más decidida.

Un grupo de curiosos se ha reunido en la entrada, miran los lujosos coches que, manejados por los mecánicos, han trasladado y esperan a los invitados: los Hispano-Suiza, los Mercedes, los Buicks… También elegantes carruajes tirados por caballos, recuperados para un evento tan excepcional como la boda de la marquesita de los Alerces, como la ha llamado el periódico esa mañana.

Entre los curiosos que han visto entrar a sus dueños, a los hombres con sus chaqués o sus uniformes, a las mujeres con sus exquisitos vestidos y sus carísimas joyas, está Manuel Campos, el anarquista. El tumulto le ha pillado por sorpresa y se ha acercado a ver qué pasaba. Le avergüenza observar todo ese lujo mientras en muchas zonas de la ciudad hay niños que pasan hambre. Frank Heimer se ha acercado también y observa discretamente entre el público congregado la entrada de Gonzalo. De buena gana habría entrado junto a él, de su brazo. Detrás de todos ellos, con lágrimas en los ojos tras ver a su antiguo amante Carlos de la Era, está Pilar Marín. Lleva en brazos a Elena, su pequeña hija.

—Papá, ¿tú seguirás apoyándome aunque me equivoque?

—Claro, aunque prefiero que no te equivoques. ¿No querrás que demos la vuelta…?

—No, no quiero, aunque no sé si me voy a equivocar.

—Tranquila, en la vida todo tiene remedio, menos la muerte.

Todos los que se han congregado en la puerta reconocen que la novia está bellísima con su vestido blanco de terciopelo chiffon con falda que se ahueca bajo el corpiño, una especie de cofia tejida con hilos de perlas, tras la que se alza un cuello de antiguo encaje de Bruselas del que parte un manto del mismo encaje. Un collar de brillantes completa el adorno. No tiene nada que envidiarle en elegancia y apostura al novio. Un aplauso espontáneo surge entre los presentes al ver bajar a la novia del coche; un hombre provoca las carcajadas al gritarle: «¡Guapa!». Ella lo localiza y tiene ganas de darle las gracias pero se contiene. Aún no ha sido capaz de mirar a los ojos a Carlos de la Era. De hecho, sólo ha cruzado su mirada con la de un joven obrero que estaba observando a la entrada cómo ella se bajaba del coche. Él le ha sonreído y ella, agradecida, ha respondido a su sonrisa.

* * *

—¡Cuarenta a treinta! ¿No pensarás ganarle a tu rey, Alvarito?

—No lo dude usted ni por un momento…

No hay deporte más aristocrático que el golf; además, su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, procede de Escocia, su cuna. Pero a don Alfonso de Borbón no le gusta. Álvaro Giner ha intentado muchas veces aficionarle sin éxito. Pero el tenis es su verdadera pasión.

Los dos juegan, con sus preceptivos uniformes blancos, en la pista habilitada en la zona sur del palacio. Normalmente gana el rey, pero hoy está menos acertado y la competitividad deportiva está muy por encima del respeto a la institución. Si puede, Álvaro Giner vencerá y se lo restregará con burlas por la cara. Igual que don Alfonso le haría a él.

Sigue el partido y Álvaro gana el juego: uno más y habrá vencido. Toca descanso, los dos se acercan a las sillas del borde de la pista y al botijo, que está a la sombra, con el que se refrescarán. Si sus súbditos supieran que su monarca bebe el agua fresca del botijo con el mismo placer que una copa del mejor champán francés…

Un funcionario se acerca a la pista, no es habitual, nunca quieren que haya nadie, ni siquiera usan recogepelotas, les gusta jugar solos, aunque tengan que agacharse ellos mismos…

—Señor, ha llegado un telegrama urgente.

Alfonso XIII lo toma de la bandeja de plata en la que se lo ofrecen y lo abre. La expresión de su cara se torna sombría.

—¿Problemas?

—Han asesinado a Francisco Fernando de Austria en Sarajevo.

—¿Familia del señor?

—Sí, estamos emparentados, pero eso no es lo importante. Esto puede ser el comienzo de una guerra terrible. Perdona, tenemos que dejar el partido, voy a ver si me pueden informar de los detalles.

* * *

—Vamos para dentro, no hagamos esperar a los invitados.

Al ser una boda aristocrática, la novia, del brazo del padrino, entra en primer lugar a la iglesia bajo los acordes de la marcha nupcial; tras ella entra el novio con la madrina. Ella se sitúa en el lado izquierdo y él en el derecho. Delante del altar se cruzan por primera vez las miradas de Blanca y Carlos. Él sonríe, con esa sonrisa que hace derretirse cualquier obstáculo, ella se mantiene seria; sus ojos azules son más fríos que nunca.

El oficiante de la boda es el obispo don José María Salvador y la ameniza el coro de niños del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón. El ritual de la misa se repite una vez más mientras el obispo pronuncia bellas palabras sobre el matrimonio. La novia, de espaldas a los invitados y con la mirada fija en el suelo, continúa seria, sin mirar a su prometido.

—Carlos, ¿quieres como esposa a esta mujer para vivir juntos, en la ley de Dios, en santo matrimonio? ¿La amarás? ¿La consolarás? ¿La cuidarás tanto en la enfermedad como en la salud?

—Sí, lo haré.

—Blanca, ¿quieres a este hombre como esposo, para vivir juntos, según lo ordena Dios, en el santo estado de matrimonio?

—No, no quiero…

En medio del silencio sepulcral que ha presidido la ceremonia, los invitados prorrumpen en murmullos que van ganando intensidad. El novio, el padrino, la madrina, el oficiante han vuelto la cara hacia Blanca Alerces. Su madre, en los bancos, no se puede creer lo que ha oído, tiene que haberlo escuchado mal.

—Repito la pregunta: ¿quieres a este hombre…?

—No, no siga. No le quiero como esposo y voy a explicar por qué.