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—Inglaterra también le ha declarado la guerra a Alemania… Majestad, tenía usted razón cuando dijo que el asesinato del archiduque Francisco Fernando podía ser el comienzo de una guerra terrible.

—La tenía, por desgracia. Era algo que se veía venir.

—Y yo pensando que lo que usted quería era parar el partido de tenis que jugábamos para evitar que yo ganara…

Alfonso XIII se ríe de la ocurrencia de Álvaro Giner, aunque los dos saben que no es un asunto gracioso. En el último mes, desde la muerte en Sarajevo del heredero del Imperio austrohúngaro, las potencias europeas han ido situándose a uno u otro lado en dos grandes bloques. Pocos días después del atentado, Austria, respaldada desde el primer momento por Alemania, exigió a Serbia que permitiera a su policía actuar en Belgrado para reprimir a la Mano Negra. Aunque los autores materiales hubieran sido detenidos en Sarajevo, los austríacos estaban convencidos de que a los autores intelectuales del asesinato del archiduque había que buscarlos en la capital serbia, y no confiaban en la diligencia y el interés por el caso de la policía de ese país. Los serbios, apoyados por Rusia, consideraron intolerable la petición y se negaron; decidieron ignorar el ultimátum de los austríacos, que vencía el 7 de julio.

A finales de julio, Austria le declaró la guerra a Serbia en respuesta a su negativa; Rusia movilizó a su ejército y lo situó en la frontera; Alemania interpretó la movilización como una amenaza a Austria-Hungría y le declaró la guerra a Rusia; Francia, en virtud de su tratado de amistad con Rusia, se la declaró a Alemania; Inglaterra, casi de inmediato, se vio abocada a hacerlo también.

La Triple Alianza, Alemania y Austria-Hungría, se enfrenta a la Entente Cordiale, Inglaterra, Francia y Rusia.

—Alemania no puede mantener el frente oriental y el occidental abiertos a la vez.

—¿Y los austrohúngaros?

—No tienen capacidad de combatir, disponen de muchos soldados pero mal preparados, hablan más de quince idiomas diferentes, así no hay quien dé una orden: es un ejército inútil. La guerra es de los alemanes contra todos los demás. Tienen que vencer con rapidez en uno de los dos frentes y después ocuparse del otro. Si tardan, están perdidos.

Muchos países irán sumándose a los dos bloques a lo largo de los meses hasta convertir la guerra en un conflicto mundial, pero en los primeros días de agosto éstos están definidos.

—¿En qué lado estará España, majestad?

—Si de mí dependiera, en ninguno. Si lo conseguimos, nos mantendremos escrupulosamente al margen, amigo Álvaro.

Al monarca español no le faltan presiones, incluso en su propia casa: su esposa, doña Victoria Eugenia de Battenberg, es inglesa y quiere que España forme parte de la Entente; su madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, la reina madre, es archiduquesa de Austria y princesa de Hungría, y pretende que España apoye a las potencias centrales.

—¿Cómo va a conseguir mantener la neutralidad, majestad?

—Sonriendo a las dos, sonriendo siempre, poniendo cara de tonto, para que las dos piensen que me han convencido… Lo mismo que haré con los embajadores que vengan a visitarme: sonreír. Es más difícil mantener la paz en casa que en Europa…

Don Alfonso XIII, en lo más recóndito de su alma, está a favor de los aliados, de Francia e Inglaterra, aunque se cuide mucho de expresarlo en voz alta. Álvaro Giner estudió parte de su carrera en Berlín y siente simpatía por los alemanes, es un muy ligero germanófilo. Por descontado, él tampoco se manifiesta a favor de ningún bloque. El resto de los españoles están igual de divididos: Maura y Lerroux son aliadófilos; Vázquez de Mella, germanófilo; Eduardo Dato y el conde de Romanones, neutrales…

—En España, lo que nos interesa ahora mismo es recuperar Gibraltar y gestionar Marruecos y la Guinea española. Nuestro ejército no está preparado para aventuras bélicas en Europa. Tú has estado en Marruecos y lo sabes. Sobrevivimos con armas anticuadas, una aviación casi inexistente…

—Tiene razón, majestad. Pero los militares están deseando que nos decantemos. Y si es a favor de Alemania, mejor. Yo visito de vez en cuando el Casino Militar y les escucho. Incluso hablan de invadir Portugal.

—Vaya tontería, los ingleses ayudarían a los portugueses y acabarían con la poca flota que nos queda, bombardearían nuestros puertos y no nos dejarían ni barcos mercantes… Además, hay que olvidarse de la idea de reunificar la península Ibérica en un solo país, debemos respetar la soberanía de los portugueses. Los militares tienen que acostumbrarse a obedecer, se supone que es su obligación. Y creo que la mía como rey es ahorrar a los españoles el sufrimiento de una guerra.

El análisis de Alfonso XIII es certero y, a la vez, amable. El ejército español no tiene ninguna capacidad, ni siquiera ha sido capaz de doblegar en Marruecos a los rifeños, armados con cuatro rifles viejos. Su exceso de oficiales mal preparados lo hace inoperativo; la Armada no se ha recuperado del desastre del 98, cuando quedó destruida casi por completo durante la guerra con Estados Unidos por la independencia de Cuba. La economía del país no ha despegado aún, es tan sólo agrícola y de subsistencia, apenas hay ciertos polos de incipiente desarrollo en Cataluña, Bilbao y Madrid, además de la minería asturiana, pero muy poco más. La situación social no es mejor, los obreros catalanes se alzaron contra el gobierno y la Iglesia en la Semana Trágica de Barcelona de 1909, las muestras de desafección de los trabajadores son constantes desde entonces, nunca la monarquía había sufrido tanto rechazo entre sus súbditos.

—Espero que el presidente Dato consiga convencer al Parlamento de que lo último que nos podemos permitir es una guerra ahora mismo.

—Al menos Dato ha anunciado que está a favor de la neutralidad.

—Si no lo estuviera habría que buscar la manera de relevarlo de sus funciones.

La guerra, la política, los problemas… Aunque en las últimas semanas apenas tienen tiempo para hacer deporte o entretenerse, la camaradería entre ellos no se ha resentido.

—Oye, me ha contado mi mujer lo que pasó en la boda de la niña de los Alerces. ¿Te has enterado?

—No, ni idea, ¿qué pasó?

—A ella se lo contó la esposa de Romanones, por lo visto no se ha hablado de otra cosa el tiempo que hemos estado en San Sebastián: dejó plantado al novio en la iglesia.

—¿A Carlos de la Era? ¿Por qué?

—Supongo que la niña es un poco caprichosa. Largó que era un sinvergüenza, que tenía una mujer y una hija a las que había echado de casa para liarse con otra… Imagino que no le faltaban razones, pero qué momento para expresarlas.

—Vaya, pues parece que le conocía bien…

—No te lo tomes a broma, ¿te parece bien que esperara a estar delante del altar?

—No, claro. No es decoroso organizar ese espectáculo. Tendría que haber suspendido antes la boda con algún pretexto honroso.

—Los trapos sucios han de lavarse en casa, qué vergüenza para su familia.

—Me sorprende que nadie me lo haya contado. Tiene que ser la comidilla de todo Madrid.

—¿No será que sales poco por ahí y pasas mucho tiempo con una antigua corista en el piso que tienes en la calle Fuencarral? Que todo se sabe, Alvarito, todo se sabe…

* * *

—He tenido que arrancar todo lo que había en ese lado… Hasta el año que viene no volverá a crecer nada.

En el jardín del palacete de los marqueses de los Alerces aún se notan los estragos causados por la fiesta de la boda de Blanca. Y eso que ni siquiera se celebró. Toda la comida se entregó a organizaciones de caridad; los camareros, los cocineros y las criadas cobraron sus sueldos sin cumplir el trabajo para el que fueron contratados; los regalos fueron devueltos a sus remitentes. Pero, por desgracia, el daño en el jardín no quedó a medias sino que fue completo. Es por lo único que Blanca se siente culpable, más cuando ve a su padre trabajar en él sin descanso.

—¿Qué les dices a las flores?

—Las tranquilizo, les explico lo que les voy a hacer… No puedes podarlas sin más, sin decirles que lo haces por su bien. Tampoco cambiarlas de sitio; hay que explicárselo para que colaboren contigo y arraiguen en su nuevo espacio.

—¿Y por qué en francés?

—Pues porque creo que es el idioma que mejor entienden. Del mismo modo que estoy convencido de que les gusta la música. No toda la música, claro, sólo la clásica. La zarzuela, salvo excepciones, podría matarlas. Vivaldi está bien.

Fuera de su jardín, don Jaime es un hombre como los demás: normal, culto, inteligente, trabajador, preocupado por sus negocios y sus inversiones. Quizá sea un poco extravagante en su forma de vestir, sólo eso. Su aspecto es bondadoso, y eso hace que la gente le tenga aprecio. Incluso aquellos que dicen que está chiflado lo hacen con un punto de cariño. Puede que el espinoso asunto de la boda rompa la imagen positiva que siempre se había tenido de los Alerces, pero eso a don Jaime no le preocupa.

Él se llevó la misma sorpresa que los demás con la decisión de su hija ante el altar; y además, tuvo que ser él quien diera explicaciones a los invitados y a la familia del novio. A pesar de la vergüenza soportada, no le reprocha a su hija su comportamiento de la iglesia, todo lo contrario.

—Creo que vi algo en tus ojos cuando íbamos en el coche, Blanca. Tenía que haberlo entendido y haber pedido al mecánico que nos trajera de vuelta a casa.

—¿Lo hubieras hecho?

—Si nuestra posición no nos sirve para eso, no sé para qué nos puede servir. ¿Y tu madre? ¿Ha vuelto a hablarte?

—Lo imprescindible. Creo que si por ella fuera me echaría de casa.

—No te digo que no lo haya pensado. No quiere salir de casa. Está convencida de que cada vez que salimos se ríen de nosotros a nuestras espaldas.

—Lo siento mucho por vosotros, pero no por mí. Era lo que tenía que hacer.

Su madre se lo reprochó por los dos, por su padre y por ella misma. Siente que Blanca ha avergonzado a toda la familia y que difícilmente será olvidado. Le han contado que hasta en el Palacio Real se ha comentado la espantada, en un té entre la reina, la Romanones y un par de mujeres más.

—Ahora tú me dirás qué vas a hacer, ¿meterte a monja? Porque con tus antecedentes no se acerca otro hombre a ti. Ni el hortera de una tienda te va a mirar…

—Pues no me caso. Anda que me importa…

—Sigue así, sigue así y verás qué bien te va a ir.

En eso tiene razón doña Ana. ¿Quién se va a fijar en Blanca? ¿Qué hombre en su sano juicio iniciaría una relación con ella? ¿Para que vuelva a dar la espantada en la iglesia? Desde luego, no lo va a tener fácil para casarse.

—Puedo estudiar, ir a la universidad.

—Claro… ¿Por qué no? ¿Y ser soldado no te lo has planteado? Puedes llegar pronto a cabo, cabo de infantería. Ya sabes que hay guerra y que en las guerras se asciende muy deprisa. Hija, pareces tonta.

Blanca sólo puede hablar con libertad cuando la visita su amiga Elisa. Ya no miran vestidos o revistas de moda, como hacían antes, ahora las dos conversan sobre todo lo que ha pasado en sus vidas.

—Es que no entiendo cómo se te ocurrió lo de la iglesia. Ni cómo no me lo comentaste, si me entero no te dejo hacerlo…

—Lo que me faltaba, que estés de acuerdo en callarte.

Desde el primer momento, cuando pocas horas después de la boda pudo encontrarse con su amiga, Elisa le hizo ver que no le parecía bien lo que había hecho. Sin embargo, pasada la conmoción inicial, una secreta felicidad se apoderó de ella. Carlos de la Era seguía libre, quizá hubiera una pequeña, remota, posibilidad de que se enamorara de ella.

—Los hombres tienen amantes, vaya sorpresa, bienvenida al mundo real. No nos gusta pero ha sido así desde que el mundo es mundo. ¿O acaso creías que a Blanca Alerces no le pasaría?

—¿Y tenemos que callarnos y soportarlo?

—¿Te crees que mi padre no tiene una? ¿O que el tuyo no la tiene? Ni tu madre dice nada, ni la mía cuando vivía, es lo natural.

—Pues no, me niego. Además, no sé si tu padre tiene amante o no; el mío no, seguro. El mío bastante tiene con su jardín.

La única forma de no romper su amistad es no hablar del tema, comentar cualquier otra cosa menos ésa. Pero no siempre es posible, vuelve una y otra vez a las conversaciones.

—No es sólo lo de la amante, Elisa, es una cuestión de principios, de tomar el control de tu vida. El día de mi boda lo hice por primera vez, le dije a todo el mundo que no acepto que alguien mienta, que abandone a una mujer con una hija suya sólo porque ha encontrado a otra, que la deje en la calle, a su suerte, que me considere inferior por ser una mujer.

—Ahora me dirás que vas a salir a la calle a pedir el sufragio femenino.

—Pues claro. Por supuesto que lo haré.

—No vamos a seguir hablando de esto. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Trabajar. No sé en qué, pero trabajar.

—Estás peor de lo que pensaba, Blanca. ¿Qué trabajo crees que puede hacer una mujer de tu posición?

—No sé, ahora con la guerra europea habrá muchas empresas que trabajen para los países extranjeros. Soy hija de un embajador, he sido educada en los mejores colegios y con institutrices de varias nacionalidades, y hablo dos o tres idiomas. Digo yo que buscarán gente que hable idiomas para sus negocios.

* * *

«Tengo el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional».

El Real Decreto de su majestad Alfonso XIII, declarando oficialmente la neutralidad de España en el conflicto, ha salido publicado en La Gaceta el día 7 de agosto de 1914. Todas las tertulias, los periódicos y los corrillos han tomado partido de inmediato: a favor y en contra de la intervención, a favor y en contra de Alemania, de Francia, de Inglaterra… Aunque los soldados españoles no vayan a participar, con excepción de los alistados en la Legión Extranjera Francesa, los ciudadanos seguirán la guerra como si todas las decisiones pasaran por la aprobación de la discusión de su café. Algunos se han pertrechado de mapas de Europa para seguir en ellos la evolución de las batallas y conquistas de uno y otro lado.

—Si España se une a Alemania, Francia tendrá que defender dos frentes a la vez y no tardará en caer. Podemos devolver a los gabachos las afrentas de su invasión.

—Eso es absurdo; además, quién se acuerda de Napoleón, si nos unimos a Alemania los ingleses no tardarían en invadirnos. Tenemos que unirnos a Francia e Inglaterra.

—Los submarinos alemanes torpedearían nuestros barcos y perderíamos las Baleares, las Canarias, Marruecos y Guinea. Lo que España debe hacer es mantenerse neutral. Para una vez que acierta el Borbón…

Entre los españoles se ha establecido una curiosa división que poco tiene que ver con la realidad del conflicto. Mientras los más liberales apoyan a los aliados, los conservadores y amantes del orden se inclinan por los alemanes. Para algunos, otro de los criterios es el de simple simpatía hacia unos u otros. Nada es racional, claro que la guerra tampoco lo es.

Frank Heimer, alemán enamorado de Francia, asiste a las discusiones con el corazón dividido pero con las ideas claras en la cabeza.

—Claro que soy germanófilo, no podría ser otra cosa. Soy alemán, si mi gobierno me llama para combatir no tendré la menor duda de que deberé acudir.

Frank acaba de cumplir los cuarenta años. No parece inmediata la posibilidad de que se llame a hombres de su edad, pero si la guerra se prolonga es algo que podría pasar.

—Muchos profesores han sido llamados a filas y están recibiendo instrucción para ser suboficiales. En el ejército mandarán a los que eran sus alumnos. No sé cuáles serán las ideas de los generales prusianos con respecto a los que son como yo…

Gonzalo sigue encontrándose con él siempre que tiene ocasión, en la tertulia del Café de la Montaña o en el local sin nombre de la calle de la Flor; y pasa en su habitación del hotel de París las noches que puede zafarse de la vigilancia paterna.

—Al general Fuentes, mi padre, le da igual que yo haya cumplido veintidós años y sólo me falten unos meses para terminar la carrera de Derecho, dice que mientras viva en su casa tendré que acatar sus órdenes. Tengo que encontrar trabajo y emanciparme.

—Vente a vivir conmigo.

—Pero tú… ¿Qué quieres? ¿Que nos mate a los dos?

—No dudo de que lo haría… ¿Has probado con don Jaime, el padre de la amiga de tu hermana?

Uno de los múltiples negocios del padre de Blanca, pues los Alerces son una familia muy bien situada, es una participación importante en El Noticiero de Madrid. La ilusión de Gonzalo es entrar a trabajar de periodista en ese medio y le ha pedido ayuda a don Jaime.

—Me ha dicho que vería qué podía hacer.

—Si él quiere no tendrá problemas para colocarte.

—Veremos. Si no consigo trabajo como periodista tendré que entrar en un bufete en cuanto acabe la carrera. En algún horrible despacho en el que pasaré el resto de mi vida haciendo algo que no me gusta.

—¿Por qué estudiaste para abogado?

—Era eso o la academia militar. Tú me dirás.

La contraseña del día en la calle de la Flor es Domingo de Guzmán, el santo del 8 de agosto, sólo ha pasado un día de la declaración oficial de neutralidad española. Gonzalo y Frank comparten una botella de Moët & Chandon, como casi siempre. El espectáculo ha cambiado, por fin ha desaparecido el pésimo imitador de la Bella Otero. En su lugar hay uno mucho más atrevido, un joven que imita a la Chelito en el célebre número de la pulga: «Hay una pulga maligna, que a mí me está molestando…».

—Oh, por favor… No puedo creer que vaya a desnudarse.

—Pues al paso que va, no lo dudes. Si no encuentra la pulga tendrá que seguir buscándola…

—Como entre la policía y le vean bailar medio desnudo nos meten a todos en la cárcel, ni pasaporte diplomático ni nada.

—Si entra la policía nos detienen, eso seguro, mira a tu alrededor.

Un grupo de jóvenes ha decidido vestirse con faldas de bailarinas de cancán que suben a la menor ocasión, otro lleva una túnica romana, mientras una pareja formada por un hombre mayor y otro jovencito se besa junto a una columna, ajena a todo. La gente que sigue el espectáculo aplaude sin cesar; mientras, Frank y Gonzalo se ríen.

—Al final vamos a echar de menos al Bello Otero…

—¿Decías que no se desnudaría? ¿Y eso?

—¡Vaya cuerpo!, a ver si le pagan lo suficiente para comerse unos buenos filetes.

La noche está siendo mucho más divertida de lo que esperaban, después de varias jornadas en las que sólo se ha hablado de política y guerra. Hasta que un hombre muy borracho se encara con Frank.

—Eh, tú, boche

Tiene un fuerte acento francés. «Boche» significa asno en francés y es el nombre que las revistas satíricas de ese país han decidido utilizar para designar a los alemanes. Pese al insulto, Frank sonríe.

—No olvide que estamos en un país neutral, amigo.

El francés no está dispuesto a salir de allí sin pelear. Gonzalo se mete por medio, intenta evitar que la discusión llegue a mayores.

—Vamos, Frank, marchémonos.

—Aún no hemos terminado el champán. Y me está gustando el espectáculo.

El borracho agarra a Frank de la solapa, éste le empuja. La situación llama la atención de los que están alrededor. El francés intenta golpear al alemán, pero su estado etílico le hace perder el equilibrio y caer al suelo sin que Frank apenas le toque.

—Vámonos, Frank.

—Espera, no sé si este señor tiene algo más que decirme.

—Vamos, por favor, vámonos de aquí.

La noche se ha estropeado, pero queda una desagradable sorpresa más. Al llegar al hotel, el portero de noche llama al inquilino.

—Señor Heimer, ha llegado un telegrama para usted.

Frank viene de la calle con cara de disgusto aunque Gonzalo haya intentado calmarlo en el camino hacia el hotel, sin embargo su expresión se vuelve aún más abatida al leerlo.

—¿Malas noticias?

—En la habitación te cuento.

Una vez a solas le da el telegrama. La mano le tiembla al tendérselo a Gonzalo, él tiene miedo de cogerlo.

—Sabes que no hablo muy bien el alemán.

—Hablas lo suficiente para entenderlo, lo que pasa es que no quieres leerlo, como me ocurre a mí. Yo te lo traduzco: he sido movilizado, tengo un mes para presentarme en el Ministerio de la Guerra en Berlín.

* * *

—¿Cómo? ¿Un telegrama para mí?

—Viene de Francia, he tenido que repartir varios esta mañana.

El telegrama de Jean-Marie no está escrito en alemán como el de Frank, sino en francés, pero el contenido es más o menos el mismo: deberá presentarse en París para incorporarse a su ejército. En caso de no hacerlo, será considerado un desertor.

Todavía está aturdido, sin asimilar la información, cuando Carmen entra en el estudio. Viene tan contenta que deja que ella hable primero.

—¡Vamos a ser padres!

Lo han comentado muchas noches antes de dormir, Jean-Marie estaba deseando tener un niño español, un churumbel, esa palabra que tanta gracia le hace y tanto le cuesta pronunciar. Si la noticia del embarazo hubiera llegado cinco minutos antes, justo antes que el telegrama, le habría hecho el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué pasa? ¿No te alegra?

—Claro, claro que me alegra, pero me ha llegado un telegrama.

Carmen sabe sin leerlo qué dice.

—¿Te tienes que ir?

—Sí.

—No te vayas. No te van a encontrar… Nos marcharemos lejos.

—No puede ser, tengo que ir.

—¿Y tu hijo?

Jean-Marie no tiene solución para eso. Su hijo tampoco saldría beneficiado de que su padre desertase y fuera perseguido, de que él tuviera que esconderse en un pueblo de cualquier serranía, donde nadie le encontrara. ¿Qué haría para ganarse la vida? Pintar no, desde luego. ¿Cuidar cerdos? ¿Cultivar tomates? Él no es de campo, nació en París. No sirve para eso.

—Venderé todos los cuadros y te dejaré algo de dinero antes de marcharme.

Carmen volverá a vivir con su familia, ellos cuidarán de ella y de su niño. Entre los gitanos no se abandona a una hermana.

—Carmen, lo siento. No contaba con esto.

—Vete, no quiero saber de ti.

—Me quedan dos semanas para coger el tren. A lo mejor la guerra ha acabado cuando llegue a París y vuelvo sin haber pegado un tiro. ¿Te imaginas? Tendría que inventarme algo para contarle al niño cuando nazca.

—¿Y si es niña?

—Le diremos que su padre era el soldado más guapo de toda Europa y por eso le devolvieron a casa enseguida.

¿Y si fuera así? ¿Y si la guerra durara tan poco tiempo que Jean-Marie volviera sin que le pasara nada?

—¿Te acuerdas de cuando estuvimos en Cádiz?

—Claro.

—Estas dos semanas serán todavía mejores. Y mis compatriotas van a darle tal paliza a los alemanes que no quedará ninguno vivo para cuando yo me suba al tren.

Un cuadro en el que Carmen está sentada y un tirante de su camisón está caído, uno que Jean-Marie empezó justo después de que hicieran el amor por primera vez, ha vuelto al estudio.

—¿Ése no lo habías vendido?

—Tiene que venir a recogerlo el marqués del Albero. Lo han devuelto de Madrid, era un regalo de bodas y la novia se arrepintió de casarse en el último momento. ¿Qué pasaría…?

—Que él quería irse a la guerra, seguro, como te vas a ir tú.

* * *

—Sabemos todo lo que queremos saber, todos tus compañeros nos lo han dicho. Si te seguimos preguntando es para tener el gusto de ver cómo traicionas a los tuyos.

La ampolla de cianuro que Gavrilo Princip se llevó a la boca también estaba en mal estado, como la de su compañero Cabrinovic. Esperaba morir y sólo tuvo vómitos, quedaban balas en su Browning e intentó dispararse, pero la pistola le fue arrebatada de las manos antes de que pudiera hacerlo.

Los encargados de seguridad del archiduque Francisco Fernando le golpearon, la gente que pasaba intentó matarlo, sólo la intervención de unos cuantos miembros de la policía local le salvó la vida. Le llevaron a la comisaría, un lugar seguro para su integridad física, con muchas heridas y un brazo roto como consecuencia de los golpes recibidos.

Gavrilo sabe que el brazo no está bien, no lo atendieron como debían y ha soldado mal; el dolor es insoportable pero nadie le hace caso. ¿A quién le importa que el asesino del heredero al trono se queje de dolor? Le han dado tantas palizas desde que fue detenido que ya ni las siente, el sufrimiento que le causa el brazo anula cualquier otro pesar.

—¿Quién te dijo que el coche del archiduque pasaría por allí?

—Se lo he dicho, fue casualidad. Yo salía de la confitería, de Moritz Schiller…

—¿Y quieres que nos creamos eso? ¿Quién era tu contacto en el séquito de Francisco Fernando?

Todos han sido detenidos y ninguno ha sido capaz de mantener silencio. El mismo día 28 de junio, en las calles de Sarajevo, fueron apresados Princip y Cabrinovic; en los días siguientes cayeron el resto de los terroristas: Grabez, Cubrilovic, Popovic, Djukic… Y después los organizadores: Ilic, Kerovic… Pero no sólo ellos, también los campesinos que los ocultaron en su viaje hasta Sarajevo, los simpatizantes que los ayudaron a cruzar la frontera, los serbios residentes en Sarajevo que les dieron cobertura para asesinar al archiduque… Mehmedbasic, el líder en Bosnia de la Mano Negra, es el único que ha conseguido huir. Le apresaron en Montenegro, pero las mismas autoridades le ayudaron a llegar a Serbia y allí ha sido protegido por los suyos.

Gavrilo está incomunicado y no sabe qué está pasando fuera. Sueña con que, pese a su sufrimiento, su nombre sea conocido en Serbia, que hasta los niños tengan como deseo convertirse algún día en alguien como él, que su simple mención sirva para que en Belgrado los hombres asientan con respeto.

—¿Quién te dio órdenes en Serbia?

—Nadie. Hasta que llegué a Sarajevo no me dijeron a quién mataríamos. Sabíamos que sería alguien importante, pero no quién. Yo pensaba que habría que atentar contra el general Oskar Potiorek, el gobernador de Bosnia.

Los investigadores quieren probar que la inteligencia militar serbia está detrás del atentado. A Princip le han enseñado periódicos extranjeros, en idiomas que él no entiende y en alfabetos que no sabe leer, en los que se afirma que fue así. Le preguntan por Apis: lo único que él sabe es lo mismo que sabe cualquiera, que es el apodo del coronel Dragutin Dimitrijevic, el jefe máximo de la inteligencia serbia, pero nunca lo ha visto, mucho menos ha hablado con él.

No pueden condenarle a muerte porque es menor de edad, no ha cumplido los veinte años que marcan la mayoría en Bosnia, la máxima pena que le pueden imponer es de veinte años de cárcel. No sabe si eso es una buena noticia o no, el dolor de su brazo es inaguantable, la debilidad de la tuberculosis no le deja tener esperanzas, la incertidumbre del futuro es máxima. Para Gavrilo Princip la muerte sería una buena salida.

* * *

—Hola, no esperaba verte tan pronto.

Carlos de la Era se ha bajado de su coche, un Renault Coupé DeVille rojo, al ver a Blanca caminando por la calle a la altura del Paseo del Prado. Ella viene de una casa en la calle de Santa Isabel, pedían alguien que supiera inglés. Pensó que serían traducciones o algo así, pero sólo querían una institutriz para los niños y ése es un trabajo que no está dispuesta a aceptar. No desea cuidar a los hijos de otros como penitencia por no tener los suyos propios. Además, tampoco le habrían dado el trabajo, en cuanto la señora de la casa la vio le preguntó si no era la chica que había dejado plantado a su novio. Aunque no conocía de nada a esa familia, ellos sí que la conocían a ella; está visto que su historia ha corrido y su madre tiene razón, le va a perjudicar mucho. Aun así, le da igual, está convencida de lo que hizo y no se arrepiente en absoluto.

—Perdona, Carlos, no tengo nada que hablar contigo.

—Claro, lo dijiste todo en la iglesia, ¿no?

Blanca intenta esquivarlo y seguir andando, pero él lo impide.

—Tú lo dijiste todo, yo aún no he dicho nada. No es justo, ¿no?

—Por favor, déjame pasar.

—¿Te crees que puedes dejarme en ridículo sin que yo haga nada? Lo vas a lamentar… Yo también puedo contar cosas sobre ti. Puedo contar que esa dama tan educada en público no es más que una ramera en privado. ¿Crees que a tu madre le va a gustar escuchar las aficiones de su hija?

Blanca llegaba virgen al matrimonio pero, como cualquier mujer, ha traspasado ciertos límites con el que iba a ser su marido. Nada muy escandaloso: besos poco castos, algunas licencias en los escasos momentos que se quedaban a solas, manos que se aventuraban donde la castidad no recomienda…

—¿O a tu padre, el señor embajador, el loco que habla con las flores? ¿Le va a gustar a él saber que su hija es una cualquiera?

—No hay nada de lo que tenga que arrepentirme.

—Eso lo veremos… Te voy a contar cómo va a pasar: un día, toda esa gente que te saluda va a dejar de hacerlo, harán comentarios a tu paso, más de los que hacen ahora, mirarán a tu padre y a tu madre con sorna, y tú tendrás que ver cómo ellos se avergüenzan de ti.

—Eres un canalla.

Carlos se ríe, una risa forzada, burlona.

—¿Un canalla? Qué insulto más bonito. Los que hay a tu alrededor sufrirán, pero ninguno te llamará canalla. No, a ti no. Sólo tú sabrás que eres la culpable de lo que les pase. Ya sabes que no me gusta leer, pero me he aprendido una frase de un libro: «la venganza es un plato que se sirve frío». No lo olvides.

Blanca se zafa de él y sigue su camino. Quiere llegar a casa cuanto antes, pensaba aprovechar que estaba sola para pasear, quizá para curiosear en los escaparates la ropa de la nueva temporada, pero se le han pasado las ganas. Va deprisa, llorando, debe de parecer una loca.

—¡Blanca!

Quien la llama es Gonzalo, el hermano de Elisa. Alguien en quien puede confiar, de quien sabe casi todo y a quien podría contarle lo sucedido sin temor a ser juzgada.

—¿Qué te pasa?

—Nada, no es nada.

—Oye, a mí no me engañas.

Quiere parar un coche y subir a Blanca para devolverla a casa, pero ella prefiere caminar. Dar tiempo a borrar lo que acaba de suceder.

—No puedo llegar así a casa, se me tiene que pasar, que no noten que he estado llorando.

Gonzalo acompaña a Blanca, caminan un rato. Se sientan en un banco del Parque del Retiro. Hace unos minutos ha vivido uno de los peores momentos de su vida, ahora todo está en paz a su alrededor; unos niños pasan jugando, una pareja de enamorados camina del brazo, unas doncellas ríen alborotadas…

—¿Me vas a decir qué te ha pasado?

—Carlos de la Era, me acabo de encontrar con él.

—¿Te ha hecho algo?

—Nada, sólo decir que se vengaría.

—No te preocupes, eso son cosas que se dicen pero a las que no hay que hacer caso. Carlos no puede hacer nada contra ti.

—Carlos es hombre y yo mujer. Claro que puede. A la gente le encantará escuchar cualquier historia que cuente sobre mí.

Cuando Blanca tenía doce o trece años, Gonzalo le parecía el hombre más guapo del mundo. Soñaba con casarse con él; la única que lo sabía era su amiga Elisa. Poco después empezó a darse cuenta de que Gonzalo era distinto a otros chicos y dejó de pensar en él como un novio. Hace más de un año, Elisa apareció un día muy preocupada por su casa. Al principio evitaba decir qué le ocurría, pero por fin se lo contó: a Gonzalo no le gustaban las mujeres, sólo los hombres. Había descubierto una carta que un amigo le había mandado y no quedaban dudas. Se lo preguntó y su hermano se lo confirmó.

—Sólo me ha pedido que no se lo cuente a mi padre. Ni se me ocurre, nos mata a los dos, a él por lo que es y a mí por haberme enterado antes que él.

Las dos amigas sabían que aquello existía, hombres que hacían el amor a otros hombres, también que algunas mujeres hacían lo mismo, pero no habían conocido a nadie así. Blanca fue la que antes reaccionó.

—¿Y qué importa? Es listo, es guapo, es buena persona, y siempre que quieres algo de él te ayuda.

—¿Y si mi padre se entera?

—Si no se lo cuentas tú no puede enterarse, ¿no?

Aunque tardó algo más de tiempo, Elisa también se dio cuenta de que aquello no tenía por qué cambiar su relación con su hermano. No le gusta y no se reprime para decirlo, pero le echa una mano si lo necesita para librarse de la vigilancia de su padre.

—Yo creo que mi padre sospecha, y cualquier día se lía una buena. Verás.

Blanca se retoca el maquillaje para que no se note que ha llorado antes de volver a casa. Gonzalo bromea con su espejo, se ofrece a sujetarlo, se lo acerca y se lo aleja.

—¿Te quieres estar quieto?

—No. Y te acompaño a casa. Si aparece ese tal Carlos de la Era le doy una paliza. Faltaría más.

Siempre acaba haciendo que ella se ría, es una pena que no le gusten las mujeres, sería el marido perfecto. El que, según su madre, Blanca no encontrará.

* * *

—El Imperio austrohúngaro invade Serbia. Esto va en primera…

Las guerras existen porque son buenas para los negocios, para vender periódicos y hasta para servir más consumiciones en los cafés. La neutralidad derivará en que muchos españoles se hagan ricos, se venderán alimentos a los países en conflicto, se fabricarán armas, repuestos para sus trenes y automóviles, ropa para sus soldados… Hasta los periódicos subirán las tiradas dispuestos a satisfacer la demanda de noticias de los ciudadanos que se reúnen a comentarlas, discutir las decisiones de los ejércitos, o adivinar hacia qué lado se decanta la victoria.

—Las noticias que me llegan son dramáticas.

Alfonso XIII tiene acceso a más información que los lectores de periódicos. El número de bajas, desde los primeros días de la guerra, está siendo mucho más alto de lo imaginable. Todos los analistas, que auguraban una guerra corta, bonita, con más diplomacia que disparos, tal como habían sido las guerras europeas desde Napoleón, estaban equivocados.

En apenas unos días, Alemania ha invadido Bélgica, Austria ha invadido Serbia y ha sido rechazada, Francia ha atacado la provincia alemana de Lorena, Rusia ha invadido Galitzia, los alemanes marchan hacia París, los franceses han atacado a los alemanes en Camerún, las tropas francesas y británicas se disponen a enfrentarse con las alemanas en Marne, en la que será la primera gran batalla de la guerra tras el fiasco de la derrota austrohúngara frente a los rusos en Lemberg…

—Guerra de trincheras, la caballería no sirve para nada. Artillería, infantería y aviación. Sacrificio de miles de hombres para conseguir un par de metros de avance que el día siguiente, con el sacrificio de más miles de hombres, el enemigo recupera.

—Eso no se puede mantener.

—Espero que no. Los diplomáticos tienen que actuar y ponerse de acuerdo. Yo he dado órdenes a todas nuestras embajadas para que estén al servicio de la paz. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano para lograr que esto pare.

Por primera vez en muchos años, las iniciativas de la monarquía están agradando a los españoles. Aunque los militares, los periódicos o los dueños de las fábricas de armas quieran entrar en la guerra, lo cierto es que los ciudadanos están muy contentos con la paz.

—De momento, vamos a ver si logramos un acuerdo para acabar con los ataques de los submarinos a los barcos civiles. He escrito al káiser, a Jorge V de Inglaterra, al zar Nicolás y al presidente de Francia, Raymond Poincaré, pidiéndoles que nos sentemos a hablar.

—Me parece difícil.

—Por lo menos que no se ataque a los barcos de pasajeros o a los buques hospital.

—Alemania seguirá hundiendo cualquier barco que pueda llevar suministros a Inglaterra.

—Un grave error. Con eso sólo lograrán que Estados Unidos entre en la guerra. Quizá consigamos algo, aunque sea haciéndoles ver que es beneficioso para todos…

Muchos trabajadores españoles que habían emigrado a otros países europeos han empezado a volver y en algunas ciudades falta trabajo.

—Es algo pasajero. En España se va a ganar mucho dinero con la guerra. Esperemos que eso haga que nos pongamos al nivel que nuestros vecinos y no sea otra oportunidad desaprovechada.

* * *

—¿Quién vive?

—Simeón.

Frank llega al local y mira alrededor, le extraña que Gonzalo aún no haya llegado; se sienta, y pide la última botella de Moët & Chandon que tomará con su amante, algo avergonzado por estar consumiendo champán francés, un producto del enemigo. Ahora que empieza a acostumbrarse a la impuntualidad de los españoles, su amigo Gonzalo no es ajeno a este defecto, tiene que marcharse…

Nunca hasta hoy se había fijado con detalle en el pianista. Es un hombre mayor, muy educado, un buen pianista aunque tenga que tocar músicas de baile de todo tipo, tal vez en otro tiempo tocara en ambientes más adecuados a su pericia y ante un público más atento. Sus cejas están tan depiladas que casi han desaparecido, algunos días recoge su pelo en una redecilla, otros usa una peluca rubia, y siempre actúa vestido con un traje dorado. Frank se pregunta qué le llevó allí. Él mismo aprendió a tocar el piano cuando era un niño y no lo hacía mal. Ahora hace años que no practica, aunque tal vez con un poco de empeño conseguiría tocarlo bien de nuevo. Piensa que él podría acabar así, en un local para homosexuales, vestido de dorado, interpretando danzones cubanos al piano para que un par de parejas baile. Tal vez hubo un día que el pianista esperó a su amante tomando una copa de champán en un cabaré sin nombre de cualquier ciudad europea. Es posible que el éxito y el fracaso estén mucho más cercanos de lo que siempre ha creído Frank y puedan pillar, cualquiera de los dos, al que menos se lo espera.

Gonzalo, retrasado como siempre, está llegando a la calle de la Flor. Al ir con prisa no se fija en un grupo de hombres que rondan la zona.

—¡Ése!

Le cierran el paso, uno de ellos le empuja, otro le zarandea.

—¿Tú eres uno de los que va al número 5?

—Claro que lo es, ¿no ves que es un sarasa?

Está asustado, no es la primera vez que le insultan pero sí que le rodean y le impiden seguir.

—¿Qué pasa? ¿Qué queréis de mí?

Siguen los golpes y los empujones, cada vez más agresivos.

—Queremos echar de España a los sodomitas.

—Pero no os quieren en ningún sitio, así que te vamos a enseñar lo feo que es eso que os gusta.

—Dejadme en paz. Yo no os he hecho nada.

—No nos ha hecho nada. Pobrecilla…

Gonzalo está aterrorizado, nunca ha sabido pelear. No recuerda haberlo hecho nunca, ni en el colegio, y los cuatro hombres que le han rodeado son fuertes y están acostumbrados a golpear. Uno de ellos le muestra un palo.

—¿Te gusta el tamaño? ¿Es suficiente para ti? Verás cómo te hacemos disfrutar.

Intenta salir del círculo corriendo, pero un puñetazo le tira al suelo.

—Venga, bajadle los pantalones que se va a enterar.

Se resiste y lucha sin ningún éxito. Un puñetazo hace que su cabeza rebote en el suelo, una patada le provoca un dolor muy fuerte en una pierna. Cuanto más se revuelve, mayor se hace la lluvia de golpes. Nota en la boca el sabor de la sangre, no ve con un ojo, y acaba de recibir una nueva patada en el pecho que le hace estremecerse de dolor. Gonzalo sigue luchando, cada vez con menos fuerza. Le han bajado los pantalones e intentan mantenerlo quieto. Si lo consiguen le empalarán, van a matarlo. Por eso sigue peleando. No se rinde pese al dolor, pese a los golpes…

—Eh, ¿qué está pasando?

Sus agresores dudan. Gonzalo alcanza a ver a dos hombres que se acercan y que se encaran con ellos.

—Dejadle en paz.

Se va a montar una pelea entre los dos grupos, pero los que pretenden ayudarle son sólo dos. Tienen todas las de perder, pero al menos son decididos.

—¿Vosotros también habéis venido a divertiros con chicos? Cuando acabemos con él os podemos enseñar a disfrutar…

Se han equivocado de personas. Gonzalo, casi inconsciente, no sabe por qué ha cambiado la situación y el grupo pequeño domina al grande. No alcanza a ver cómo uno de los dos hombres que han aparecido para ayudarle saca una pistola.

—¿Quién no está de acuerdo en dejarle en paz?

Los que estaban golpeando a Gonzalo tienen un momento de duda en la que se miran unos a otros, quizá preguntándose si deben enfrentarse a los recién llegados. Los agresores miden sus fuerzas, sopesan si el de la pistola está dispuesto a disparar. El hombre levanta el arma y apunta a la cabeza de uno.

—Tú vas a ser el primero. Te estoy apuntando entre los ojos.

El señalado da un paso atrás, entonces echa a correr. Apunta a otro.

—Vuestro amigo es un cobarde. Tendrás que ser tú.

Todos andan hacia atrás, con terror. Al final huyen en desbandada. El acompañante del hombre armado se acerca a Gonzalo.

—¿Estás bien? Joder, te han dado una buena paliza. Hay que llevarte a una Casa de Socorro.

Gonzalo quiere pedir que avisen a Frank, que le estará esperando en un local a escasas dos manzanas de allí. El santo del día es Simeón, tienen que decirlo en el ventanuco que se abrirá en la puerta y les dejarán pasar a avisarle… Pero no consigue hablar.

—¿Lo ves? Es la segunda vez que la pistola nos saca de un lío.

—Aun así no deberías llevarla.

Sus dos salvadores, Manuel Campos y Luis Segura, le llevan a la Casa de Socorro de la calle Fuencarral. Tiene dos costillas y la nariz rotas, le han saltado dos dientes, le tendrán que poner puntos en la ceja izquierda…

Frank empieza a impacientarse, Gonzalo no es puntual pero tampoco es normal que llegue tan tarde. Si hubiera pasado algo le habría mandado recado para encontrarse en otro sitio. Es su última noche en Madrid, no puede imaginarse no verlo antes de que parta su tren.

Unas horas después, cuando ha visto dos pases del espectáculo, cuando ha escuchado todo el repertorio del pianista, el camarero se le acerca.

—Vamos a cerrar…

Vuelve solo al hotel, en recepción no hay nada para él, ni siquiera una carta de despedida de Gonzalo. Las maletas, hechas a falta de una pequeña en la que llevará la ropa que necesitará durante el viaje, están cerradas. Pasa la noche, la que debía ser una maravillosa noche para el recuerdo, solo, alternando la ira, la tristeza, la preocupación y el miedo.

Los dos hombres que evitaron la muerte de Gonzalo han ido a su casa de Claudio Coello a dar aviso de que ha sido ingresado en el Hospital San Carlos, en la calle Atocha. Luis se ríe de la situación, tal vez al intervenir se hayan puesto en contra de los suyos.

—Hemos salvado la vida a un burgués, encima hijo de un general. Si lo sé, no saco la pistola.

—Era un hombre solo contra cuatro, me da igual quién fuera él y quiénes fueran los cuatro… Como si eran compañeros nuestros.

—La verdad es que no creo que ellos fueran anarquistas. Yo creo que el chico era un poco sarasa.

—Que cada uno haga lo que quiera. Eso a nosotros ni nos va ni nos viene.

Manuel, pese a estar orgulloso de haber ayudado a ese joven, sigue preocupado por la pistola que porta su amigo. Dos veces les ha sacado de problemas, ¿será la tercera la que les meta en ellos?

El tren de Frank sale a las once y diez de la mañana en dirección a Valencia, de allí cogerá un barco hasta Italia y después seguirá viaje hasta Berlín, en tren de nuevo. Su equipaje está en el compartimento de primera clase en el que viajará. Hasta el último minuto sigue mirando el andén, buscando a Gonzalo, convencido de que llegará y podrán abrazarse, pero el convoy parte sin que aparezca. Desde la ventanilla, Frank observa los arrabales de la ciudad y tiene la sensación de que nunca volverá a visitarla.

* * *

—Han marcado la fecha de tu juicio, empieza el 12 de octubre.

Por fin se acabarán las palizas y los interrogatorios para Gavrilo Princip. También la incomunicación a la que ha estado sometido. Aun así, sin poder hablar con nadie, sólo escuchando las conversaciones de los guardianes entre ellos, se ha enterado de las consecuencias de su atentado, de las declaraciones de guerra de las potencias europeas, de los bombardeos, las batallas, las miles de muertes diarias que al parecer se producen.

—Ni aunque pudieran matarte un millón de veces seguidas se haría justicia contigo.

Es un patriota, no un criminal desalmado, si hubiera sabido lo que ha pasado después quizá no habría disparado sobre el archiduque.

Le han contado los detalles del fracaso de Cabrinovic al suicidarse, su ampolla de cianuro también estaba caducada, el río al que se arrojó apenas cubría dos palmos… Imagina que ha pasado por lo mismo que él, las mismas palizas y humillaciones. Seguro que ya no es tan soberbio, si volvieran a encontrarse no se reiría de Gavrilo.

No ha podido hablar con ningún abogado y no sabe qué estrategia debe seguir para defenderse. No tiene mucha importancia: aunque no le puedan condenar a muerte por su edad, aunque consiguiera no ser sentenciado a la pena máxima de veinte años que el Código Penal marca para los menores de edad, no volverá a pisar la calle en libertad; la tuberculosis, agravada por la falta de atención, se lo llevará pronto. Pero lo peor es soportar el sufrimiento que le causa el brazo que la turba le rompió en el momento de su detención, le sigue doliendo y apenas puede mover los dedos de la mano.

En un descuido de los carceleros, Gavrilo ha conseguido distraer una cuchara. Lleva días afilando el mango contra la piedra de la pared para obtener un objeto cortante. Muy poco a poco, aprovechando los ratos en los que la vigilancia se hace menos intensa, coincidiendo con los momentos en los que hay cambios de turno: lo último que quiere es que lo descubran. No sabe dónde será más eficaz usarla, tal vez cortar las venas de su brazo, de ese brazo que no le deja vivir.

Un guardián entra en su celda, uno al que antes no había visto.

—Gavrilo, soy serbio.

—¿Quién eres?

—Mi nombre no importa.

Puede estar diciéndole la verdad o puede ser una treta de los carceleros para sonsacarle más información. No sabe cómo no se dan cuenta de que no la tiene, de que ha dicho todo lo que sabía.

—Vamos a sacarte de aquí. Esta noche, tienes que estar preparado.

No había pensado en la posibilidad de escapar, de volver a estar fuera de la cárcel, de cumplir su sueño de pasear por Belgrado considerado un héroe, tal vez de desfilar entre los aplausos de la gente por la avenida principal, la Knez Mihailova, en un coche abierto como el que llevaba al archiduque. La muerte le llegaría poco después, pero habría disfrutado de las mieles de sentirse un privilegiado entre los suyos.

Espera toda la noche hasta que la puerta de su celda se abre. No es el mismo hombre que entró antes sino uno de sus carceleros habituales, el más violento de todos ellos. Al entrar le pega un puñetazo que hace que el débil Gavrilo ruede por el suelo.

—Así que pensabas escaparte esta noche…

Es trasladado a una celda de castigo, una húmeda estancia en la que ni siquiera puede estar de pie. Además, el cuchillo que estaba fabricando con el mango de la cuchara ha quedado en la otra celda, escondido entre dos piedras de la pared. No podrá poner fin a su vida y acabar con el sufrimiento.

* * *

—Las costillas tienen que soldar solas. Tendrá que guardar reposo absoluto durante unas semanas…

Gonzalo aún debe estar ingresado unos días en el hospital, lleno de dolores. No ha parado de pensar en Frank. Estará en el barco camino de Italia. Ni siquiera sabe en qué ciudad atracará, todo eso se lo tenía que haber contado la última noche, en la cita a la que no llegó.

No han trascendido los motivos de la paliza; su padre, el general Fuentes, cree que sólo trataron de robarle y le consuela que fueran cuatro los atacantes, para él sería una desgracia que su hijo no supiera defenderse de uno o dos.

—Aunque tu madre, que en paz descanse, te mimó demasiado… Yo te habría dado otra educación.

Su hermana Elisa y su amiga Blanca le visitan a diario. Blanca le lleva una buena noticia: su padre, don Jaime Alerces, ha hecho la gestión que le pidió en El Noticiero de Madrid, cuando salga del hospital deberá presentarse en la redacción, tal vez tengan un puesto de trabajo de periodista para él, lo que siempre ha deseado.

Blanca le lee a diario el periódico, casi todo lo importante son noticias sobre la guerra. Ella es la única que se ha atrevido a preguntarle a la cara si sabe quién y por qué le agredieron.

—Por estar en el sitio equivocado en el momento equivocado, sólo por eso. Si en lugar de pasar yo hubiera pasado otro le habría ocurrido lo mismo.

—Vas a quedar bien. Ya lo verás. La cicatriz de la ceja te hará más interesante…

Blanca visita a Gonzalo todas las tardes. Las heridas de la cara tienen mejor aspecto, el hermano de su amiga recupera el ánimo, aunque sufra por no haber podido despedirse de Frank. Los médicos están contentos con su evolución, y es posible que el tiempo que deba pasar en el hospital no sea tan largo como se esperaba en un principio. Recibe muy pocas visitas, por eso les extraña cuando la puerta de la habitación se abre y aparece Manuel Campos, uno de los dos hombres que le salvaron la vida.

—Buenas tardes, sólo venía a interesarme por su salud. No quería molestar.

—No, en absoluto, pase…

Gonzalo le está muy agradecido, se enfrentó a los agresores a pesar de encontrarse en inferioridad de condiciones. No sabe cómo consiguieron él y su amigo poner en fuga a sus atacantes, tampoco le importa, aparecieron justo en el momento que debían hacerlo.

Blanca y él se miran con curiosidad hasta que Gonzalo los presenta.

—Creo que la conozco… pero no sé bien de qué.

—No sé. No salgo mucho.

—¡Ya lo sé! ¡La iglesia de los Huérfanos! Usted es…

Antes de terminar la frase, Manuel es consciente de que no debería haberle recordado ese momento.

—Sí, soy yo, la novia…

—Perdone que se lo haya recordado.

—No importa, uno tiene que ser responsable de sus actos. Supongo que cargaré toda la vida con aquello. Estaba usted en la puerta, ¿verdad?

—Sí.

—Creo que lo recuerdo. Me pareció que me sonreía al bajar del coche.

La charla fluye. Cinco minutos después, Blanca y Manuel están enfrascados en una conversación tan intensa que parece que han olvidado a Gonzalo. De la boda frustrada a la guerra, de ahí a la neutralidad de España, después a la presencia española en Marruecos, a poetas como Juan Ramón Jiménez, ensayistas como Eugenio D’Ors, o filósofos como Ortega y Gasset, que acaba de publicar Meditaciones del Quijote, que él ha leído pero ella aún no y que lleva la frase que más famosa se ha hecho en los últimos tiempos: «Yo soy yo y mi circunstancia».

—No sé cuántos chistes he visto con la famosa frase.

—Pues es muy interesante, tiene que leer el libro.

—Lo haré; en cuanto llegue a casa me pongo con él. Creo que mi padre lo recibió hace unos días.

Gonzalo les escucha mientras les mira y descubre, una idea absurda, que hacen una pareja fantástica. Ella rubia, de piel muy blanca y ojos azules; él moreno, masculino, de ojos marrones, el tipo de hombre que gustaría a Frank. A la media hora empiezan a tutearse. Gonzalo sigue pensando: si no pertenecieran a mundos tan distintos habría un verdadero flechazo.

¿Quién es él? Gonzalo sabe poco sobre Manuel, sólo que pasaba por casualidad por aquella calle con un amigo, que paró al ver la paliza que le propinaban, que le llevó a la Casa de Socorro y de allí al hospital… Pese a sus ropas de obrero, parece un hombre educado, habla bien, es culto, sus manos están cuidadas, seguro que no se dedica al trabajo físico.

Mientras oía hablar a Manuel y a Blanca, Gonzalo ha olvidado un rato a Frank. Va a un país en guerra, ¿morirá?, ¿volverá a verle?

* * *

—¿Estás seguro de que es por aquí?

—Claro, majestad. Lo que pasa es que no tiene un letrero anunciándose.

Hay túneles secretos que van desde el Palacio Real a varios puntos del barrio en el que está enclavado. Se construyeron para hacer posible la huida de la familia real en caso de necesidad, pero llevan décadas usándose para salir de incógnito. Don Alfonso XIII los aprovecha de noche desde que, muy joven, descubrió que Madrid podía ser una ciudad muy divertida al margen de sus estrictas normas morales. Hoy han salido por un túnel que da al sótano de una casa de la calle de las Fuentes. Allí esperaba el coche de Álvaro Giner, que él mismo ha conducido hasta las inmediaciones de la calle Atocha, a la altura de Antón Martín. El sitio que buscan está en la calle León, en el tercer piso de un edificio sin ningún signo exterior.

—Es ahí.

La encargada del piso sabe que va a recibir la visita de un «hombre muy importante» y no debe hacer preguntas. Les abre la puerta en cuanto llaman y los lleva, sin cruzarse con nadie y sin expresar extrañeza, a una salita. Cuando empiece el espectáculo correrán una cortinilla y lo verán desde allí, sin mezclarse con el resto de los espectadores que están en un salón grande, acondicionado como si fuese un teatro. Como si estuvieran en un palco, Álvaro y su misterioso acompañante verán todo sin ser vistos.

La misma encargada les lleva una cubitera llena de hielo en la que se enfría una botella de Perrier-Jouët.

—Faltan quince minutos para empezar.

Los dos hombres deben, pues, esperar bebiendo una copa. Si no estuviera el rey, unas señoritas habrían pasado a acompañarles, a hacer que la espera resultara menos aburrida y a predisponerles para el espectáculo que van a presenciar.

—¿Sabes que la reina Victoria mandó alargar los manteles de las mesas en el Palacio de Buckingham para evitar que se vieran las patas de los muebles? Decía que podían recordar a las piernas de una mujer e incitar al pecado.

—No me hubiera gustado verle las piernas a ella si realmente se las recordaban…

—Son raros estos ingleses.

—Usted se casó con una.

—Extraña decisión, fue una extraña decisión…

Alfonso XIII se casó enamorado y no cabe duda de que su esposa aún lo está, pero la pareja se ha ido distanciando, quizá por la hemofilia que ella ha transmitido a algunos de sus hijos. El matrimonio tiene una relación cordial, casi amistosa, pero ella debe soportar las continuas infidelidades de su marido. De él se dice que ha tenido un hijo con otra mujer, que se entiende con una nanny inglesa contratada para cuidar de sus hijos, que es conocido entre las actrices más bellas como un gran amante y que no es raro verle en los camerinos al acabar las funciones. Casi todo lo que se cuenta, y que sin duda ha llegado a oídos de la reina, es cierto.

Durante un rato no hablarán de la guerra, que se prevé larga y generalizada. Las presiones siguen sobre Alfonso XIII, pero su convencimiento de que España debe mantenerse al margen del conflicto es cada vez mayor.

—¿Cómo has conocido este sitio?

—Me lo recomendó un militar en el casino. Le aseguro que no es un espectáculo habitual…

—A ver si es verdad, a ver si vemos algo que compense el viaje.

Don Alfonso retira unos centímetros la cortina que les separa del resto del público y observa a los que esperan, como ellos, a que empiece el espectáculo.

—Mira quién está ahí. Carlos de la Era.

Álvaro localiza al hombre que el rey le señala. Es él, y podría decirse que forma parte del espectáculo. Le acompañan dos mujeres jóvenes, provocativas, que se turnan para besarse, para recibir sus caricias. Es evidente que son prostitutas.

—¿Supiste algo más de su boda?

—De la boda no, majestad. Sólo de lo que él anda diciendo: cuenta por ahí que la novia, la niña de los Alerces, no es tan casta como parece, que si alguien se casa con ella no será el primer hombre que la disfrute.

—Menudo cretino. Pero tiene suerte, la familia estaba casi arruinada y saldrán adelante gracias a la guerra. Su padre anda haciendo negocios con los franceses, con los ingleses y con los alemanes.

El sonido de un gong les avisa de que deben abrir la cortinilla. Ven el salón en semipenumbra, en él hay unas quince personas entre hombres y mujeres. Al fondo hay un escenario iluminado.

—No iremos a ver a una de esas que se busca la pulga.

—No, le aseguro que no. Aunque esto va de menos a más.

El espectáculo va, como ha anticipado Álvaro Giner, de menos a más. Cada vez con un contenido erótico más evidente: desde las bailarinas que se desnudan e interpretan el tradicional cuadro sáfico a la gran atracción de la noche, un número decididamente pornográfico.

—Ahora verá.

—Eso espero, porque lo que llevamos visto hasta ahora no merecía el viaje.

—La paciencia siempre es recompensada.

Tres mujeres salen al escenario. Dos vestidas de blanco, con alas, como dos angelitos. La tercera de rojo, con un tridente en la mano, el diablo.

—¿Otro número de amor entre mujeres?

—Paciencia, majestad…

—Por lo menos las dos angelitas son bastante guapas. La diablesa es demasiado alta para mi gusto.

Bailan, las dos que hacen de ángeles huyen de la diablesa. Ésta va atacándolas con el tridente y arrancándoles la poca ropa con la que empezaron hasta quedar desnudas.

Por fin la diablesa consigue agarrarlas y se empiezan a besar. Una de ellas le quita la capa roja, la otra sigue con los besos. Entonces pega un tirón de la única prenda de ropa que le queda y la diablesa también se queda desnuda.

—¡Caray!

La exclamación del rey coincide con un murmullo generalizado en la sala. Desde luego, era importante mantener la sorpresa del espectáculo hasta el final, como ha hecho Álvaro Giner con su amigo.

Unos gritos interrumpen la diversión, Carlos de la Era se ha levantado y ha abofeteado a otro de los espectadores. Le acusa de mirar con lascivia a las mujeres que le acompañan. Se forma un pequeño revuelo al que el rey asiste desde su posición.

—¿Quiere que salga, majestad? Si me ve, quizá deje de montar este alboroto.

—No, seguro que aquí saben tratar con gente como él. Vamos a eliminarlo de todas las invitaciones de palacio, siempre me resultó antipático. Por quien siento curiosidad es por esa chica, Blanca Alerces. Si algún día coincidimos con ella señálame quién es.

* * *

—No volveremos al trabajo hasta que se hayan atendido nuestras peticiones.

Los trabajadores de La Industrial Madrileña, una fábrica de piezas para tranvías cercana a Cuatro Caminos, han decidido ir a la huelga por la negativa de los empresarios a negociar un nuevo convenio. Tras una semana de protestas han asaltado una fábrica de pan aledaña para repartir sus productos entre los obreros. La policía ha doblado su presencia, muchos trabajadores de otras zonas de Madrid, de otros sectores, han acudido a apoyar a los huelguistas. La situación es tensa y parece que puede ponerse peor.

—No habrás traído la pistola, aquí puede haber lío.

—Para eso la he traído, por si hay lío.

Luis Segura y Manuel Campos están con los compañeros de La Industrial Madrileña, igual que con todos los que luchan por sus derechos. Luis trabaja de camarero pero sin un puesto fijo, sirve en banquetes, hace suplencias, echa horas en momentos de más ocupación. Prefiere estar así, gana menos dinero pero le da igual, no tiene una familia para mantener. A cambio tiene tiempo libre para estar donde se le necesita y hoy los que le necesitan son los trabajadores de la fábrica de Cuatro Caminos. La presencia de líderes sindicales como él, alborotadores profesionales como les califica la policía, es fundamental para que no se pisoteen los derechos de los más débiles.

Manuel sí tiene trabajo fijo, es linotipista en una imprenta cercana a la fábrica en huelga, en la calle de Bravo Murillo. Por eso ha podido ausentarse a la hora de comer y está allí, viendo a los policías preparándose para reprimir a los obreros.

—Ten cuidado, se va a montar una buena.

Casi todos los huelguistas son mecánicos, hombres curtidos que empuñan sus contundentes llaves inglesas a modo de armas y que no están dispuestos a amilanarse ante la amenaza que supone la policía en formación. Entre ellos hay algunos jóvenes, casi niños; son los aprendices. Una de las causas por las que Manuel está metido en la lucha es para impedir que un niño pueda trabajar. Los niños deben estar en las escuelas, preparándose para el futuro, no siendo explotados desde los doce o trece años.

Manuel Campos avanza para mediar y evitar el enfrentamiento. Sin éxito: no hay negociaciones entre los grupos y nadie hace caso a las llamadas de sensatez. La policía carga en cuanto está preparada para hacerlo; los obreros contestan arrojando adoquines, peleando con sus pesadas herramientas. En pocos minutos, se ven metidos en una batalla campal, el medio en el que mejor se mueve Luis y peor Manuel.

Manuel se aparta del centro de la acción, no evita el cuerpo a cuerpo cuando es necesario pero no le gusta. Hay otras maneras de hacer las cosas, el enfrentamiento violento le parece la peor solución entre personas civilizadas. Espera que la pelea acabe pronto y sin heridos graves, aunque la policía se está empleando a fondo.

Uno de los aprendices está arrancando adoquines del suelo ayudado con un hierro que le sirve para hacer palanca. Puede tener doce años pero parece más niño. Otros compañeros suyos, de la misma edad, los sacan y los arrojan contra los agentes. Están haciendo suficiente daño como para que un grupo de policías se haya fijado en ellos y cargue en esa dirección.

Uno de los agentes alcanza al chico y lo golpea una y otra vez con la porra. Manuel se da cuenta de que si no hace algo va a matarlo. Corre hacia él y lo empuja. De repente se ve enfrentado a otros tres policías, armados con sus porras. No le va a quedar más remedio que pelear, sin ninguna opción de salir bien parado. Intercambia algunos golpes hasta que una de las porras le alcanza la cabeza y cae. Ve a los agentes lanzarse contra él para apalearlo. Pero entonces suena un disparo y el que iba a golpearlo se le viene encima: su sangre le mancha, tiene una herida de bala en la cabeza que le ha matado en el acto.

Hay un momento de indecisión entre los demás agentes que Manuel aprovecha para levantarse y correr. A su lado corre Luis, el autor del disparo que ha matado al policía. Tienen que huir de allí, como sea.

—Te dije que nos meteríamos en problemas por culpa de la pistola, ¡te lo dije!

* * *

—Tres mil pesetas. Por tres mil pesetas se lo queda.

Jean-Marie sabe que es un precio excesivo por un cuadro suyo, aunque, para él, Carmen ante el espejo valga más. Estaría dispuesto a regatear hasta dos mil, tiene que conseguir dinero suficiente para que su mujer se mantenga por lo menos hasta que nazca el niño.

—Tres mil es demasiado.

—Si me muero subirán los precios.

—Eso es sólo si usted fuera conocido. No dudo de que llegue a serlo, tiene usted talento.

—Me voy dentro de dos días a Francia, he sido llamado a filas.

No quiere dar pena, sólo quiere el dinero. Su interlocutor, el marqués del Albero, el mismo que compró el cuadro de Carmen sentada para regalarlo en Madrid en una boda, lee los periódicos, igual que él, y sabe que es casi imposible volver con vida de esta guerra.

—Está bien, tres mil. Sé que se lo podría sacar por menos pero no voy a regatear, tres mil. Y procure sobrevivir, sería una pena que perdiéramos su talento.

La venta del resto de los cuadros no ha sido tan rentable, aun así podrá dejarle en total cuatro mil pesetas a Carmen. Él sólo se llevará dinero para llegar a París; a partir de ahí tendrá que vivir, todo el tiempo que pueda, de lo que el ejército dé a sus soldados.

Antes de cerrar para siempre su estudio, aparece por allí su cuñado, Antonio Carmona.

—Podemos arreglar las cosas para que te vayas a la Alpujarra, allí tenemos familia. Nadie te va a buscar.

—No puedo, tengo que cumplir con mi deber. Soy francés y mi país está en guerra.

—Tu único deber es tu familia, tu mujer y tu hijo.

Ellos no dudarían en dejarse la última gota de sangre para luchar por los suyos, pero no por su país. Es difícil explicar a un gitano andaluz que a él le han enseñado a respetar algo mucho más grande que la familia: la patria. Tanto, que renuncia a intentarlo.

Jean-Marie aún tiene que hacer ver otra vez a Carmen que es absurdo estar enfadados y comportarse como si ya se hubieran perdido el uno al otro. Les quedan dos días y deben aprovecharlos. Tienen que hacer cosas que los dos rememoren cuando estén separados, vivir momentos en los que él pueda pensar cuando esté en el frente, quizá con las balas silbando sobre su cabeza, y que le den ganas de seguir vivo; también recuerdos que ella puede contarle a su hijo cuando nazca, mientras espera que él vuelva. Carmen no debe dudar de que lo hará.

Pasean por Sevilla como dos turistas. Carmen, natural de la ciudad, nunca había estado en la catedral, ni había subido a la Giralda, ni se había fijado en la Torre del Oro. Esos monumentos estaban allí, ella ni se daba cuenta, sólo la mirada de alguien de fuera, de alguien que no ha nacido en la ciudad por casualidad sino que lo ha escogido, se los hace ver.

—¿Y si te matan?

—No me van a matar. Tengo que volver para conocer a mi hijo, hasta los alemanes saben eso y lo respetan. ¿Cómo le vamos a llamar?

—Juan, como tú…

—¿Y si es niña?

—Será niño.

La noche anterior a su viaje se juntan con sus amigos y su nueva familia; se canta, se toca la guitarra y se baila. Carmen, aún no se le nota el embarazo, lo hace mejor que nunca. A Jean-Marie le habría gustado pintarla así. Es otra imagen que se llevará para evocar cuando cierre los ojos y le dé igual estar vivo que muerto, con ella se aferrará a la vida.

Apenas logran unas horas para pasar a solas, haciendo el amor por última vez, prometiéndose que volverán a estar juntos, que se mantendrán con vida para el otro.

Toda la familia de Carmen y sus amigos le despiden en el tren que le llevará a Madrid, desde allí cogerá otro a Francia. En la estación no logra más de unos minutos con ella, sólo un par de frases al oído.

—Ni se te ocurra no volver.

—Estaría loco si no volviera a por ti.

Carmen corre por el andén intentando captar una última imagen de su marido cuando su vagón empieza a alejarse. Luego, en el tren, de memoria, Jean-Marie dibuja la cara de su mujer en un papel.

* * *

—Ha sido niño.

—¿Sano?

—Tenemos que hacerle pruebas para saberlo.

El séptimo y último hijo de don Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia de Battenberg viene al mundo, igual que sus hermanos, en el Palacio Real de Madrid, el 24 de octubre de 1914. Se le bautizará con el nombre de Gonzalo Manuel María Bernardo Narciso Alfonso Mauricio y las pruebas demostrarán que es hemofílico, como varios de sus hermanos.

El doctor Álvaro Giner ha estado presente en el nacimiento y es quien informa al rey y quien primero se entera de la otra noticia que ha llegado durante el parto: el príncipe Mauricio, hermano de la reina, por el que el niño lleva el último de sus nombres, ha fallecido combatiendo a los alemanes en Bélgica.

—Será mejor que no se informe de la noticia a su esposa hasta que se haya recuperado.

—Sí, creo que será lo mejor. Espero que no aparezca mañana en los periódicos.

La muerte del príncipe Mauricio es la primera que afecta de manera personal al monarca y a su familia.

—Miles de familias en toda Europa reciben noticias así a diario. En muchos casos ni siquiera se enteran, simplemente se acaban las cartas que llegan de los seres queridos. Es una locura. Hay que hacer algo, no sé el qué, pero algo hay que hacer.

Más países se unen a la guerra, los últimos han sido Japón y Turquía. El primero del lado de los aliados y el segundo del de los alemanes. Las noticias siguen siendo alarmantes en cuanto al número de bajas: se habla de casi diez mil muertos diarios, y todas las tentativas de paz han sido infructuosas.

El embajador de España en París, Wenceslao Ramírez de Villaurrutia, tenía intención de marcharse de París ante el avance de las tropas alemanas en el mismo tren que lo haría el presidente de la República Francesa, pero el rey en persona le ha mandado un telegrama: «Ordeno te quedes en París, pase lo que pase».

—No podemos abandonar, hay que seguir intentándolo. Hay que poner en marcha lo que sea para conseguir la paz, aunque nos estrellemos con un muro una y otra vez.

Otros embajadores, como el marqués de Villalobar, destinado en Bruselas, están dando un ejemplo de buen comportamiento, tanto con los ciudadanos españoles que han sido afectados por la guerra como con los de otros países a los que se han visto obligados a representar. Rodrigo de Saavedra, el marqués de Villalobar, ha logrado organizar una ayuda humanitaria a gran escala que llega desde Estados Unidos hasta Bélgica a través de Inglaterra y ha conseguido con sus negociaciones que los alemanes lo consientan.

Los corresponsales que los periódicos han enviado al frente no hablan sólo de batallas y soldados muertos, también de pueblos abandonados y destruidos, de miles de personas huyendo desesperadas por los caminos para alejarse del frente con todo lo que han logrado salvar a cuestas, de niños huérfanos perdidos, vagando de un lado a otro en busca de comida…

—Esto deberían leerlo todos los que querían que tomáramos partido. Los que decían que deberíamos invadir Portugal mientras bebían champán pisando las mullidas alfombras de un casino militar.

No sólo han llegado trabajadores españoles repatriados, también algunos europeos adinerados. San Sebastián, por su proximidad con Francia, se ha convertido en su destino predilecto. En el otoño de 1914 hay más vida social en la capital donostiarra que en Madrid. Su casino está lleno de millonarios y en sus teatros hay actuaciones de los más importantes artistas internacionales, pero también hay espías de uno y otro bando.

—Hay tantos espías y tantos dobles espías en San Sebastián que no creo que haya nada de lo que pasa allí que no se sepa de inmediato en Berlín, París y Londres. No sé si en Tokio y Washington también. O se acaba pronto esta guerra o vamos a tenerla metida en casa al menor descuido.

—Usted ya ha dejado clara nuestra neutralidad.

—Tenemos que hacer algo más, Álvaro, tenemos que esforzarnos en ponerle fin… Por mucho que la gente esté haciendo negocios y ganando dinero a espuertas.

La familia de Álvaro también hace negocios con los países en conflicto, como todos los españoles. En su caso los negocios no son bélicos, no vende ni armas ni munición, nada que tenga que ver con la guerra. Sólo alimentos producidos en las extensas fincas de la familia en varias regiones españolas. Es su hermano, Rafael Giner, quien se encarga de todo.

—Los precios están subiendo como la espuma. Estos años vamos a duplicar los beneficios de las tierras. Vamos a exportar toda la producción.

Todos los grandes latifundistas están haciendo lo mismo: exportar sus productos a Francia o Alemania. Entran divisas, pero los mercados españoles se están quedando desabastecidos y los precios de los alimentos en el mercado interno se están disparando; sin embargo, los salarios de los trabajadores no suben.

—Ésa no es nuestra responsabilidad, Álvaro. Nosotros vendemos nuestros productos donde nos pagan. Y tú disfrutas de los beneficios, como los demás.

Álvaro no está contento; siente, como don Alfonso, que debe hacer algo más y no limitarse a gozar de las ventajas de su posición.

Tampoco su vida privada va bien. Las visitas a su piso de la calle Fuencarral, donde mantiene a Beatriz Vargas, su amante, son más espaciadas y menos satisfactorias.

—Me aburro, me aburro en esta casa. Lo único que puedo hacer es ir de compras, por eso gasto tanto dinero…

Tiene que tomar una determinación con ella, quizá pedirle que se marche de allí. Se supone que vive en su casa y él paga sus gastos, de manera más que generosa, para que ella le haga feliz; pero Álvaro no lo es. A ratos piensa en algo que siempre le ha horrorizado: ¿y si se casara con una mujer de su clase y formara una familia?

* * *

—¿Tú habías estado aquí antes?

El barrio de Las Injurias, entre el Paseo de las Delicias y el de Yeserías, es el más miserable de Madrid. No son más de medio millar de casas en las que se hacinan tres o cuatro mil personas: allí viven los mendigos, las prostitutas más viejas y baratas, los ladrones y los más pobres entre los pobres. Excepto una calle central de casas un poco más consistentes, la mayor parte de las construcciones son apenas unas maderas y barro, con frágiles techos de cinc. No hay ni agua corriente ni ningún tipo de canalización para los residuos. Todo va a parar al Manzanares.

En Las Injurias no entra la policía y es donde se han ocultado Manuel Campos y Luis Segura tras la muerte del agente durante los enfrentamientos de La Industrial Madrileña.

—No, no había entrado nunca.

—Aquí es donde debemos estar. Con los que sufren.

—Eso es lo que deberían hacer los curas, nosotros tenemos que luchar para que no sufran.

Manuel sabía que el barrio existía, incluso sabía de compañeros anarquistas que lo visitaban con asiduidad, pero él nunca lo había visto desde dentro.

—Niños por la calle, sin escolarizar, descalzos, medio desnudos… ¿Qué van a hacer cuando llegue el invierno? Deberíamos aportar algo mientras estamos aquí. Tal vez podamos dar clases a los niños, enseñarles a leer, a escribir.

—Ideal para llamar la atención. Los próximos días limítate a descansar, nos esperan tiempos agitados.

Manuel no descansa, pasea por el barrio, visita las casas, conoce a los vecinos. No tarda en encontrarse con la mujer más activa del lugar. Se llama Aurelia, pero todos la conocen como «la Murciana». Es una mujer de unos treinta años, aunque aparente algunos más, morena, delgada, guapa pese a la dura vida que ha llevado. Nadie sabe bien a qué se dedica, sólo que cuando alguien tiene un problema grave, ella consigue dinero para resolverlo. No porque lo tenga, vive con las mismas dificultades que los demás, sólo porque es capaz de salir de Las Injurias y volver con él. Siempre tiene un plato de comida para un niño con hambre, una manta para quien duerme al raso, un abrigo viejo para quien tiene frío. Manuel se ofrece a colaborar con ella, seguro que hay algo que pueda hacer.

—Me gustaría ayudarte.

—¿Ayudarme a mí? Yo tengo todo lo que necesito.

—Ayudarte a ayudar a los demás. Eso quería decir.

—Ya has visto el barrio y sabes lo que necesita la gente: justicia.

Un perro negro cuida la casa de la Murciana. El perro la ha tomado con Manuel y no permite que se acerque. Si no estuviera atado se le echaría encima.

—¿Qué le pasa a tu perro conmigo?

—Que es muy listo y sabe que tú no me convienes, acabarás trayéndome problemas.

Si pocos días antes de conocer a la Murciana no hubiera conocido a Blanca Alerces, Manuel pensaría más en ella y de otra manera, sin duda.

La casa en la que están ocultos, un poco mejor que la media del barrio, pertenece a un anarquista llamado Felipe Sandoval. En teoría es albañil, pero dedica más tiempo a los robos que a su oficio. Les ayuda y deben estarle agradecidos, pero a Manuel le resulta un hombre muy desagradable.

—Si ese tipo hubiera nacido rico sería peor que cualquier burgués.

—Todos seríamos distintos de haber nacido ricos.

Luis no tiene muchos problemas teóricos o morales, él ha caído en el lado de los trabajadores y es en el que debe luchar. Todos los que luchan de su lado son sus amigos y los contrarios sus enemigos, no hay término medio ni circunstancias que valgan.

—Ha muerto un policía.

—No me alegro, no me siento orgulloso; pero él, que nació abajo, como nosotros, decidió venderse a los poderosos. Escogió su lugar. Son ellos o nosotros.

—No, ésta no es la forma de conseguir una sociedad más justa, no lo es.

Tantas veces han discutido, sin que ninguno de los dos se moviera un centímetro de su posición, que desisten. No vale la pena.

No podrán pasar mucho tiempo en Las Injurias, apenas unos días, como mucho una semana; después deberán partir, antes de que la policía les pille.

—Manuel, la policía te identificó, fueron a buscarte a la imprenta y han registrado tu casa.

—Eso quiere decir que no puedo volver. ¿Qué vamos a hacer?

—De momento, os vamos a conseguir papeles falsos. Después intentaremos sacaros de España, pero eso va a ser más difícil. Con la guerra está casi imposible, creo que lo mejor será conseguiros trabajos normales, que os hagáis pasar por burgueses.

Apenas tardan un día en sacar del barrio a Manuel; a primera hora de la mañana le llevan documentación nueva, tendrá que emprender una nueva vida.

—Sé que es difícil de creer pero hemos encontrado una solución para ti. Nos dijiste que sabías mecanografía, ¿no?

—Sí.

—¿Tanto como para enseñar a gente a escribir a máquina?

—Sí, no tendría problema.

—Un compañero venía de Valladolid a trabajar en Madrid, de profesor de mecanografía en una academia por la Carrera de San Jerónimo. Se alojó en casa de otro compañero y murió por la noche. Muerte natural, una desgracia, era un hombre joven. El caso es que no conocía a nadie en la ciudad y nadie le echará de menos. Tenemos su documentación, te harás pasar por él.

—¿Y él? ¿Y su cuerpo? Su familia lo reclamará.

—Estoy seguro de que él estaría de acuerdo en ayudarte. Ni siquiera tienes que cambiar de nombre, se llamaba Manuel. Manuel Lope, como Lope de Vega. Estarás contento, ¿no? Con lo que te gusta a ti el teatro… Mañana empiezas en la academia, así que tenemos que salir de aquí hoy mismo. Recuerda que algún día te pediremos que nos devuelvas este favor.

* * *

—¿Clases de mecanografía? ¿Qué es eso?

—Escribir a máquina, mamá…

Blanca no puede contar con su madre, por eso ha pedido permiso mientras comen el domingo, con su padre delante. Tal vez él la ayude y consiga permiso para matricularse en esas clases.

—Es importante, mamá. Hay trabajos en los que piden saber escribir a máquina deprisa.

—¿Qué trabajos? ¿Qué tipo de trabajos son ésos? Estoy harta de oír tonterías. ¿Vas a seguir avergonzando a tu familia?

La hija del marqués de los Alerces, «la marquesita» como la llamó el periódico, no debe trabajar. Ni ha nacido ni se la prepara para eso. La familia tiene medios para que una hija suya no trabaje fuera de su casa, las mujeres de su clase social están educadas para llevar una familia, tener hijos, brillar en sociedad.

—¿Por qué no entras a trabajar en uno de mis negocios? En El Noticiero de Madrid, por ejemplo. Podías escribir una columna. ¿Sabes que en Estados Unidos se ha puesto de moda que haya mujeres que tengan columnas? Algo así como una sección de información femenina dentro de los periódicos. Tú siempre has escrito bien.

—No, papá, no quiero trabajar en uno de tus negocios, ni siquiera en el periódico. Quiero demostrarme a mí misma que puedo hacerlo por mi cuenta, que soy capaz de ganarme la vida.

—Todos lo sabemos, no tienes que demostrar nada.

Sólo ha de insistir un poco más y su padre le permitirá asistir a las clases de la academia.

—De cualquier manera, aunque sólo fuera para trabajar en el periódico, me vendría bien saber mecanografía.

—Desde luego, dentro de poco llegarán todos los textos escritos a máquina. Eso del escritor con una pluma en la mano, esperando a las musas en un café, va a pasar a la historia.

—Hago el curso y nos pensamos lo del periódico, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Un logro, tal como empezó la conversación. Y, aunque no sea lo que más le apetece, quizá tener una columna en el periódico tampoco esté tan mal. Una columna para mujeres pero sin hablar de los temas que los hombres piensan que les interesan a las mujeres, nada de recetas, ni labores del hogar, ni educación de los niños. Sólo política, guerra y conquistas sociales.

Blanca ha seguido visitando a Gonzalo, primero en el hospital y cuando le dieron el alta en su casa, pero nunca más se ha encontrado con Manuel, el hombre que le salvó, con el que tuvo una conversación tan agradable. Se ha descubierto muchas veces pensando en él, hasta se lo contó a Elisa.

—¿Un linotipista? A ver, que a mí me parece muy bien cualquier trabajo y le agradezco que salvara a mi hermano, pero no te habrás enamorado de un linotipista…

—No me he enamorado, pero si lo hubiera hecho no tendría nada de malo.

—Él, linotipista; tú, marquesa. No, no combina bien.

—Eso es una tontería.

—¿Llamamos a tu madre y le preguntamos?

Sabe lo que diría su madre, si Blanca se enamorara de un linotipista se quejaría de que su hija está cavando su tumba. Pero es absurdo, en primer lugar porque ella no está enamorada, en segundo porque Manuel no ha vuelto a visitar a Gonzalo, luego él tampoco está enamorado. Aquel día lo visitó por compromiso y no ha repetido para encontrarse con ella; eso sólo puede significar que no le interesa, que habló con ella porque es amable, nada más.

Para su sorpresa, Elisa decide, y obtiene permiso de su padre para hacerlo, que la acompañará a las clases de mecanografía.

—Ha sido gracias a Gonzalo. Mi hermano le convenció de que es algo que ahora hacen todas las mujeres, como antes coser y bordar.

El primer día de clases de ambas se presentan en la academia de la Carrera de San Jerónimo.

—Hola, buenas tardes. Me llamo Manuel Lope y voy a ser vuestro profesor.