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—Contesta al conde de la Carolina. Lo habitual, le felicitas y me disculpas por no poder asistir a su boda.

—Sí, señor.

El secretario de don Alfonso XIII, Bernardo Candeleira, espera a que el rey termine de leer las cartas que le ha dejado en la bandeja de plata que siempre usa para llevarle la correspondencia. Muy pocas de las misivas recibidas en palacio llegan a esa bandeja, antes pasan por un estricto filtro. Sólo los asuntos importantes o los personales del monarca acaban ahí. Por eso a los dos les extraña ver un sobre cerrado, escrito a mano.

—¿Y esto?

—Perdón, señor, se ha debido de traspapelar.

El secretario revisa lo que debe llevarle al rey antes de acudir a su despacho, pero hoy le han entretenido con un asunto de turnos del personal de palacio, llegaba tarde y le ha entregado la bandeja tal como estaba, sin comprobarla antes. Don Alfonso XIII ha abierto el sobre y lee la cuartilla de papel que hay dentro. Está en francés, escrita a mano con letra infantil.

Estimado señor:

Perdóneme por dirigirme a usted, no sé qué otra persona me puede ayudar. Me llamo Sylvie, tengo ocho años y soy francesa, de Saint-Martin-de-Hinx, un pequeño pueblo cercano a Bayona. Mi hermano es bastante mayor que yo, se llama Pierre y tiene veintiún años. Aunque él quería ser panadero, tuvo que hacerse soldado cuando empezó la guerra. Se marchó de casa en julio de este año y no lo hemos vuelto a ver. Al principio recibimos dos cartas en las que nos decía que estaba bien, no llegó ninguna más. Desde que se fue, mi madre llora todas las noches. Ella cree que no me doy cuenta, pero yo me despierto y la oigo.

Hace pocos días llegó al pueblo François, otro de los que tuvieron que hacerse soldados; le han cortado una pierna, ahora anda con muletas y no sabe qué va a hacer. Antes de la guerra era cartero, no podrá seguir montando en la bicicleta con la que repartía las cartas. Era muy amigo de mi hermano y nos contó que había estado con él en la batalla de Charleroi, en Bélgica. Nos aseguró que los alemanes no lo mataron, que lo hicieron prisionero. Yo rezo por que sea verdad y algún día vuelva a casa.

Mi madre ha ido al ayuntamiento y no le dicen si mi hermano está bien. También ha escrito a París, al presidente de la República. No sabe qué más puede hacer, nadie le contesta.

Ahora llega la Navidad y el mejor regalo para ella sería recibir una carta de Pierre en la que le diga que está bien, que pronto volverá. Yo sé que usted es rey, está muy ocupado y no puede atender a todas las personas que le piden su ayuda, pero a lo mejor sabe cómo conseguir que la carta de mi hermano le llegue a mi madre. Le mando todos los datos de Pierre para que le sea más fácil encontrarlo.

Si puede ayudarme rezaré por usted, por su país y por sus súbditos todos los días de mi vida.

SYLVIE

El rey medita unos segundos antes de dar instrucciones a Bernardo, al que le ha tendido el papel para que lo lea.

—¿Han llegado más cartas como ésta?

—No, majestad, es la primera. Pero en la embajada en París hay mucha gente que ha pedido la intermediación de su majestad para encontrar a sus familiares.

—Estudiaré la situación. De momento, prepara un mensaje pidiendo a nuestro embajador en Berlín que se haga cargo de esta solicitud; quiero que se cumplan los deseos de esta niña. Dile que es una prioridad absoluta, que he dado yo la orden. Y tenme al tanto.

—Sí, señor.

Es sábado y el rey ha quedado en encontrarse con Álvaro Giner en una finca de la que el médico es propietario en la provincia de Toledo. Quinientas hectáreas de buenas siembras y monte bajo, con abundante caza menor. Mientras los dos caminan, a la espera de levantar algún conejo o tirar una liebre a la carrera, don Alfonso se interesa por algo que su amigo le contó la última vez que se vieron: una conferencia que pronunció un general belga en el Casino Militar sobre los prisioneros de guerra. Con la excusa de no ocuparse mejor de los enemigos que de los propios soldados, todos los contendientes los estaban reduciendo al hambre y al maltrato.

—En muchos casos no se les da atención médica, las raciones alimenticias son escasas; hay hacinamiento en los campos, algunos mueren de frío…

—¿Hablaba de los prisioneros del bando aliado?

—No, de los de los dos lados. No hacía diferencias.

Alfonso XIII se ha quedado pensativo, no será fácil ayudar a resolver el problema. Hay decenas de miles de prisioneros, quién sabe si no se está ajusticiando a muchos hombres cerca del frente sólo para evitar el gasto de atenderlos, de trasladarlos hasta los campos de concentración.

Tanto el rey como Giner son grandes aficionados a la caza, aunque hoy no se trata de una cacería con ojeadores y puestos, es más un paseo por el monte con las armas, aprovechando el bonito día de invierno, frío pero con un sol resplandeciente. Apenas les acompañan dos perros, dos golden retriever, buenos cobradores. Llevan escopetas fabricadas por Víctor Sarasqueta en Eibar, con el escudo de la Casa Real. La de Giner es un regalo del monarca, que está enamorado de la labor del armero vasco. Las escopetas de caza que fabrica Sarasqueta son verdaderas obras maestras: la madera de raíz de nogal de la culata, la plata de los adornos, el acero del cañón, todo está trabajado con esmero para que no las haya mejores en el mundo.

En el establo de la finca están preparados los caballos por si les apetece salir a pasear, también la hoguera para hacer unas chuletas de cordero cuando tengan hambre. Con el lío de la guerra, hacía meses que no disfrutaban de un día así y no saben cuánto tardarán en volver a hacerlo.

Otro de los problemas que preocupan a don Alfonso es el de los evacuados y los desplazados, de los ciudadanos de todas partes de Europa que ven sus granjas y sus campos convertidos en escenario de la guerra, de las familias a las que las nuevas fronteras han dejado separadas.

—Somos neutrales, pero en ningún caso podemos ser indiferentes. Tenemos que ayudar en lo que podamos. Conseguir acuerdos entre los países para no atacar a la población civil, a las ambulancias…

—No sé si usted conoce el tema de los gases.

—Algo he leído, pero tú sabrás más que yo.

—Poco hay que saber, que hay laboratorios en los dos bandos que están fabricando gases tóxicos con los que atacar al enemigo; queman las vías respiratorias de los que los aspiran.

—No se puede seguir así. ¿Quién me iba a decir que echaría de menos las guerras de mis antepasados, con espadas, escudos, corazas y flechas?

El día de caza no ha sido bueno, los dos tiradores estaban más pendientes de sus preocupaciones y su conversación que de las piezas que salían a su paso y sólo dos veces han avistado una liebre. Cada uno ha disparado una vez y han fallado ambos. Algo más de éxito han tenido con los conejos y algunos tenazones certeros les han hecho llenar el zurrón.

—Permítame que lo diga, majestad: qué malos somos.

—Tienes razón, Álvaro. Somos muy malos. Pero por culpa de las preocupaciones. Esto mejor no se lo contamos a nadie.

Giner está también distraído por la mala relación con su joven amante. Por muy bien que la trate, Beatriz luce cada día peor humor. Son más las veces que va a visitarla en las que se encuentra con discusiones y reproches que las que hace el amor con ella.

—Pues no te entiendo, Álvaro, no entiendo para qué tienes una amante si no te lo pasas bien con ella.

—Si le digo de verdad por qué sigo con Beatriz, me llama usted imbécil.

—A lo mejor pienso que lo eres, pero no te lo llamo, no te preocupes.

—Por culpa de Carlos de la Era. He pensado mucho en él desde su boda frustrada con la niña de Alerces. Todos criticamos la actitud arrogante de Blanca Alerces, dando que hablar a la sociedad cuando tener una amante es lo normal. Sin embargo, después de conocer mejor la historia, creo que él merece tanto o más la crítica. ¿No es inmoral lo que hizo? ¿No lo es tener una hija y dejarla en la calle, con su madre, a su suerte? No se puede disfrutar de una mujer y después tirarla como un trasto viejo. Así que pienso que, si la abandono, estaré siendo tan canalla como Carlos de la Era.

—Pero tú no tienes hijos con esa mujer. Y si quieres puedes llegar a un acuerdo, darle un dinero, pasarle una asignación… No tienes que dejarla en la calle tirada. Tú no estás bien con ella y, por lo que dices, ella tampoco. Ponle remedio.

—Lo pensaré, majestad.

—Te digo por experiencia que es mejor atajar las cosas a tiempo que permitir que se enquisten, ¿para qué llegar al odio?

—Es cierto.

—Y lo que tienes que hacer es sentar la cabeza. Encontrar a una dama de buena familia, enamorarte, casarte y tener hijos sanos. Voy a ver si ahora que se acerca la Navidad te presento a alguna en la fiesta que se haga en palacio.

* * *

—Vamos, que llegamos tarde.

Todas las tardes, Blanca y Elisa se encuentran en el Paseo del Prado, frente al museo, para llegar juntas a la academia de la Carrera de San Jerónimo en la que reciben las clases de mecanografía. Blanca nunca había asistido a clases con tanta alegría.

—Me gusta, me lo paso bien. Por fin hacemos algo de utilidad.

—A ti lo que te gusta es el profesor.

—Siempre con lo mismo. ¿Es que no puede caerme bien un hombre, con el que además se puede tener una charla interesante, sin haberme enamorado? Eres peor que mi madre.

No lo dice, pero reconoce que siente un escalofrío que le recorre la espalda cuando él le coge las manos para situarlas bien sobre las teclas. A veces le parece que el tiempo se detiene, y enseguida se lamenta de que el instante haya pasado.

—Yo sólo hablo francés y un poco de inglés; con la cantidad de idiomas que hablas tú, podías dar clases en la academia… Si quieres se lo propongo a los dueños.

—Espera a que acabe el curso de mecanografía. Si le digo a mi madre que no sólo voy a ir a la academia a aprender, que también voy a ir a enseñar, no llega con vida a fin de año.

—¿Por qué tanta norma absurda?

—Es muy difícil ser aristócrata, Manuel. Vosotros los anarquistas lo tenéis más fácil.

—¿Cómo sabes que soy anarquista?

—Se te nota a la legua.

Manuel bromea, pero le preocupa que se sepa con tanta facilidad su ideología ahora que evita hablar de política. Teme cometer una indiscreción y dar con sus huesos en la cárcel, además acusado de algo tan grave como el asesinato de un policía, aunque él no lo matara.

Desde que aquello sucedió no ha vuelto a las reuniones de sus compañeros y no frecuenta sus tabernas. Donde sí acude, al menos una vez a la semana, es al barrio de Las Injurias. En parte por ayudar, en parte por seguir en contacto con Aurelia, «la Murciana».

En una de sus visitas reconoció al chico que robó el collar en la verbena de San Juan. Al hablar con él se sintió orgulloso de haber impedido que fuera alcanzado por los jóvenes que lo perseguían. Marcos, que así se llama, mantiene a su madre enferma y a tres hermanos más pequeños que él. Su padre desapareció un día, poco después de que la madre contrajera el mal, y no se ha vuelto a saber de él.

—¿Sacaste mucho por el collar?

—Menos de lo que valía. Se lo tuve que vender al Esquinao, que es un hijo de perra.

A pesar de sus obligaciones, de ocuparse de su madre, de la casa y de sus hermanos y de su trabajo de mozo de recados de una tienda de ultramarinos, Marcos va todas las noches a unas clases que un cura imparte en la iglesia de San Sebastián para aprender los conocimientos básicos.

—A ver si lo que el cura quiere es convencerte para meterte tú también a curita.

—Ya me ocuparé yo de que no lo consiga.

—¿Por qué no vas a un ateneo obrero? Allí también hay clases.

—El cura me da un vale diario para un comedor de beneficencia. Tengo que aprender, pero llenar la tripa no me viene mal…

Pocos días después de dejar Manuel el barrio, lo hizo su amigo Luis Segura. No pudieron despedirse porque su huida fue bastante precipitada, justo antes de que lo pillaran. Anda por la zona de Las Ventas, pero pronto partirá hacia Barcelona, allí los anarquistas son mucho más fuertes que en Madrid. Le gustaría que pudieran volver a encontrarse de nuevo y que todo hubiera cambiado, que ellos no estuvieran perseguidos porque vivirían en un país más justo.

* * *

—Nada, no he conseguido que nadie me informe sobre él. Y no puedo escribirle a casa de su familia, su padre lo mataría.

Frank no ha tenido noticias de Gonzalo desde que abandonó Madrid. No sabe qué le pudo pasar para que no se despidiese de él. Lo comenta en el Café Berio, en la Maassenstrasse berlinesa, sentado con Gustav Müller, un hombre mayor, cercano a los sesenta y muy elegante. Los dos toman un café y un pastel strudel mientras charlan. Gustav fue, muchos años atrás, su primer amante, cuando Frank no era más que un adolescente. Hace más de dos décadas que sólo son amigos, pero siente que le debe mucho a Gustav, el hombre que le enseñó, no sólo a amar, sino también a apreciar la cultura, a disfrutar de un buen vino o de una buena comida, a extasiarse delante de un cuadro…

—Si estabais tan bien no tiene sentido que no acudiera a la cita.

—He llegado a pensar que pudo pasarle algo…

—Siempre tendemos a echarle la culpa al azar de nuestras desgracias y casi nunca es el responsable.

Gustav es profesor en la universidad, da clases de literatura, y pertenece a una familia noble venida a menos.

—La guerra es lo peor que nos podía pasar a los alemanes; a ver quién paga este desastre de vidas humanas, de sufrimiento, de dinero malgastado incluso. Aunque la ganáramos, habría que copiar a los franceses y sacar la guillotina. La irresponsabilidad del káiser no puede quedar sin castigo.

Mucha gente con altos cargos como él opina lo mismo. Sin embargo, el pueblo llano, los que más perjudicados saldrán de la contienda, está borracho de entusiasmo. No es inusual ver por las calles a grupos de jóvenes soldados que esperan a ser trasladados al frente cantando himnos patrióticos, insultando a los franceses y los ingleses, con la gente que pasa felicitándolos, convencidos de que la justicia y Dios están de su parte. Muchas mujeres les regalan flores, pero no sus madres. Las madres lloran, son las únicas que se dan cuenta de que van al infierno y de que muchos de ellos no volverán, y eso ninguna causa en el mundo lo justifica.

—¿Te han dado destino? No están reclutando a la gente de tu edad. Sólo profesores de liceo.

—Perdona, Gustav, no puedo hablar de ese tema.

—Es simple curiosidad.

—Lo tengo prohibido.

Frank no puede decirlo, pero tiene destino y se está preparando para ocuparlo. Habla un francés perfecto después de muchos años de vivir en París, conoce la ciudad mucho mejor que su Berlín natal; su aspecto físico no es alemán, puede hacerse pasar por francés sin problemas. Pese a que la gente de su edad no ha sido llamada a filas, sus características hacen que él haya sido convocado para asumir una responsabilidad de la que no le está permitido hablar con nadie: se trasladará a París a principios de año con una identidad falsa y será espía para su país.

—Está bien, si no puedes decirlo no te pregunto más.

—Gracias.

—¿Has salido por Berlín alguna noche?

—No, llegué hace poco y todo esto de Gonzalo me ha quitado las ganas de diversión. Tampoco conozco los sitios a los que hay que ir después de tantos años fuera.

—Te enviaré la invitación para una fiesta de fin de año a la que no puedes faltar. Qué tiempos aquellos en los que no tenías secretos para mí.

—Buenos y viejos tiempos.

Siguiendo órdenes, Frank Heimer no ha vuelto a ir al Ministerio de la Guerra. No está en el ejército, no existe. Debe evitar que se le vea en ninguna dependencia militar, pues no sería de extrañar que los franceses tuvieran espías en todas partes y pudieran desenmascararle al llegar a París. Frank acude a un piso enorme sin ningún distintivo, en un edificio señorial de mediados del siglo XIX de la Potsdamer Platz, junto al hotel Fürstenhof.

Debe aprender los distintos códigos cifrados para enviar o recibir mensajes cuando esté en París, los contactos que tendrá en la ciudad, las distintas identidades que puede adoptar, cada una con su nombre, su historia, sus referencias comprobables…

—Confiamos en usted, señor Heimer; un solo paso en falso, una sola traición de cualquiera de los que estamos aquí y todo se vendrá abajo. Sabemos todo sobre su vida. Todo, hasta lo que usted ha olvidado. Conocemos sus amores y ha sido seleccionado pese a ellos, así que no hay razón para que los esconda. No permita que Alemania se arrepienta de haberlo hecho.

De las seis personalidades falsas y distintas que Frank tiene a su disposición, su favorita es la de Marcel Malmaison, la que ha escogido para que sea su tapadera en París. Es un hombre de su misma edad, cuarenta años, que no puede alistarse en el ejército a causa de una cojera. Malmaison es natural del este de Francia y se va a trasladar a vivir a París tras la muerte de su madre. Se mantiene gracias a una asignación vitalicia que le ha dejado ésta. Su gran sueño es escribir una gran novela sobre Napoleón. Frank piensa que, ya que tiene que hacer creer a todos que es el tema que más le apasiona del mundo, no estaría mal iniciar él mismo la redacción de la obra. Tal vez salga de la guerra con una novela escrita y abandone los poemas que tan poco éxito le han dado como escritor. Cuando está cansado de memorizar datos, practica la cojera que Malmaison compartirá con el resto de sus personalidades falsas, la justificación para que no esté en las trincheras con el resto de sus compatriotas.

Frank sólo tiene permiso para visitar a sus padres un día, justo antes de Navidades. No ha podido hacerlo desde que llegó a Berlín. Debe desplazarse a unos ciento treinta kilómetros de la ciudad, a Cottbus, el lugar que su padre, jubilado, ha elegido para pasar sus últimos años. Dispone de un coche, un Daimler Mercedes, conducido por un soldado. Unos militares les obligan a parar en el camino y dejar pasar a una comitiva de hombres caminando, custodiados por soldados alemanes armados.

—¿Quiénes son?

—Prisioneros de guerra. Rusos.

—Les llevan con muy poca ropa para esta época del año.

—Mejor, así se mueren antes.

En Berlín, Frank no ha notado que la guerra es esto: odio. A él también le odiarán cuando esté en París, una ciudad en la que ha sido tan feliz. Por primera vez, el peligro que va a afrontar deja de ser teórico y lo siente en el estómago. No hay piedad para los espías, ser descubierto implica la muerte inmediata.

* * *

—Señorita Elisa, le han llegado unas flores.

Es la primera vez en su vida que recibe flores y no llevan una tarjeta para saber quién las envía. Se trata de un espectacular ramo de rosas rojas, el color del amor y la pasión.

—No sé, señorita, no sé de quién son. Las trajo un recadero.

Su hermano Gonzalo se ríe de ella.

—Serán de un admirador secreto. No me extraña, tan guapa…

Mejor que su padre no se entere. No sabe qué puede tener en contra, pero su padre, el general Fuentes, siempre tiene algo en contra, para cualquier cosa que pase.

—Qué emocionante…

Su amiga Blanca también se lo toma a risa. Claro, como a ella le han enviado flores muchas veces, como ella ha estado a punto de casarse y lo ha tirado todo por la borda… Ahora que es Elisa la que recibe las flores, la que tiene a alguien que la admira, todo le causa risa.

—A ver si te las mandan por error y te las hacen pagar…

Dos días después del primer ramo llega otro. También sin tarjeta. A las rosas rojas se han añadido algunas blancas. Elisa no sabe cuál puede ser el significado de los dos colores mezclados, sólo el efecto arrasador que provocan en ella; apenas puede recuperar la tranquilidad.

—¿No le preguntaste al recadero?

—Le pregunté, señorita, pero no me supo decir. Sólo que a él su jefe le había pedido que las trajera.

Seguro que ir a la floristería a preguntar quién es el remitente es patético. Aunque quizá si se acercara Gonzalo como si fuera un hermano indignado, lo sería menos.

—Me han dicho que no saben quién es el remitente. Que un criado va y las encarga. Lo que puedo es pedir que no te vuelvan a mandar ningún ramo.

—No, no, que sigan mandando.

Es una tontería pero, aun así, no ha vuelto a dormir bien. ¿Quién será? Nadie de la academia en la que estudia mecanografía, eso seguro. No sabe cómo la convenció Blanca para matricularse, eso de escribir a máquina no le interesa lo más mínimo. A Manuel, su profesor, le tiene aprecio porque fue quien salvó a su hermano de la paliza, nada más. No le encuentra ni mucho menos tan interesante como Blanca.

Dos días después, llega otro ramo de flores. Y esta vez por fin da la cara el remitente, que la aborda cuando sale de la iglesia.

—Elisa, perdona que te haya mandado las flores sin tarjeta, no sabía si te lo tomarías bien y me dio miedo.

Menuda sorpresa. Es Carlos de la Era, el antiguo prometido de Blanca, el hombre más atento, educado, galante y guapo que Elisa haya visto jamás.

—Desde que se suspendió la boda te he echado de menos.

—¿A mí?

—Sí, de Blanca no quiero saber nada, pero he recordado mucho los días que os veía a las dos. Me lo pasaba tan bien contigo…

Elisa se siente orgullosa al saber que el hombre al que ha amado en silencio guarda buen recuerdo de ella. Le cuenta que hizo mal al echar a esa mujer, Pilar Marín, de su casa, con su hija.

—Tú eres una chica sencilla, educada, de buenos sentimientos… No sabes cómo son esas mujeres que quieren vivir de los hombres. Es verdad que me encapriché con ella, pero no fue por mi propia voluntad; tienen tratos con brujas, conocen sortilegios, formas de conseguir lo que quieren. Menos mal que me di cuenta a tiempo.

—Tenías una hija con ella.

—¿Y tú crees que era mía? Qué inocente y qué bella eres, Elisa. Me sometió a chantaje y no lo permití, por eso fue a vengarse a casa de Blanca. Lo pasé muy mal, pero ahora estoy contento, casarme con ella habría sido un error. Prefiero estar contigo, disfrutar otra vez de tu compañía.

Elisa comprende que tiene razón, pero no va a decirle nada a Blanca. No hay motivo para que ella sepa que Carlos no era como pensaba, sino un hombre sensible y engañado por esa tal Pilar Marín. Así evita, además, que su amiga Blanca decida volver con él. Parece que a Carlos ahora le gusta más Elisa que ella, pero eso nunca se sabe.

* * *

—¿Qué le gustaría hacer en el periódico?

—Hablo muy bien francés, también un poco de inglés y de alemán. Me encantaría viajar a París. Quizá podría hacer de corresponsal ahora que Europa está en guerra.

—Ah, estupendo… De momento hará usted notas de sociedad. Vaya a hablar con el redactor jefe, preséntese ante él.

Dejando de lado el sentimiento de ridículo que lo embarga tras la sonrisa condescendiente del director del periódico ante su idea de ocupar una corresponsalía en el frente, Gonzalo está feliz de entrar a trabajar en El Noticiero de Madrid. Es la primera buena noticia que recibe desde la marcha de Frank y desde la paliza que recibió junto al cabaré de la calle de la Flor. No ha dejado de pensar en ello y, durante la convalecencia, se ha preguntado muchas veces si ha sido el único agredido por esos hombres. Cree que debería enterarse. Tal vez en el periódico sepan algo sobre ese tema.

Eduardo Ramírez, el redactor jefe, tiene siempre un puro encendido, incluso mientras come: lo deja en un cenicero junto al plato y le da caladas entre bocado y bocado. Su puro es el causante de que la redacción tenga una atmósfera enrarecida, que en invierno no se despeja ni abriendo las ventanas hasta que el frío lo vuelve imposible.

—¿Ha trabajado usted antes en un periódico?

—No.

—Empezamos mal. ¿Qué escribe?

—Poemas. Pero reconozco que son malos.

—¿Recomendado?

—Sí.

—Por lo menos es sincero. Venga conmigo.

Ramírez le lleva hasta la calle; salen de la redacción, del edificio. Están a pocos metros del Banco de España, a la espalda de la calle de Alcalá, cerca del lugar donde se produjo el atentado que mató al presidente Prim. Gonzalo teme que le vayan a despedir ya.

—¿Qué le ha dicho el director que va a hacer?

—Notas de sociedad.

—A mí me da igual lo que le haya dicho el director. Usted hará lo que yo le mande. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Pues bien, esto es la calle. La calle está llena de noticias y nosotros las contamos. Son las seis de la tarde y cerramos la edición a las diez de la noche, algunos días a las once. Quiero encima de mi mesa una noticia antes del cierre. Si la tengo, y me gusta, pensaré dónde colocarle; si no la tengo, o no me gusta, me dará igual si le ha recomendado Alfonso XIII en persona. En este periódico sólo podrá servir cafés. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—¿A qué espera? El reloj corre.

Gonzalo se queda solo en la calle, ante la primera prueba de su vida. Tiene que encontrar una noticia y escribirla en apenas cuatro horas.

Gonzalo pasea por la calle de Alcalá, y no tarda en llegar a Sol. Le sorprende estar mirando el mundo de otra manera. No se limita a registrar lo que ve, busca una noticia. Todo está lleno de historias, sólo tiene que seleccionar la que merezca la pena contarse. Ve a un mendigo sin una pierna que afirma ser veterano de la guerra de Filipinas, a una vieja que vende lotería que tal vez fuera una cupletista famosa, a un joven con gafas que puede estar componiendo una obra maestra sentado en un velador de un café… Pero eso no son noticias, necesita algo que esté pasando en este momento.

Sigue por la calle del Arenal hacia el Palacio Real, un atentado contra el rey sería una noticia formidable, sin duda. Pero asistir a eso, que tampoco desea, no depende de la calidad del periodista sino de su suerte.

La suerte viene en su ayuda y frente a la iglesia de San Ginés encuentra lo que estaba buscando: un grupo de hombres desvalija un camión lleno de artículos de lujo, jamones, turrones y otros dulces navideños, cajas de frutas escarchadas, latas de conservas… Mientras uno de los atracadores apunta al conductor con una pistola, otros descargan la caja del vehículo a toda velocidad y meten los productos en otra camioneta que lleva tapada la matrícula. La acción dura muy poco, apenas un par de minutos; cuando llegan los policías, a los que alguien ha llamado, los atracadores han desaparecido.

Gonzalo pregunta a unos y a otros. El conductor, muy tranquilo, le explica que en ningún momento tuvo miedo, los atracadores le dijeron que no le harían daño, que sólo querían los productos para llevárselos a los que los necesitan; no está preocupado por ser despedido, todo el mundo vio que le apuntaban con una pistola, no ha podido hacer nada. A Gonzalo le queda la sensación de que quizá el conductor no haya sido ajeno al robo. Aunque eso no lo dirá.

Antes de la hora marcada, las diez, Gonzalo le entrega su texto a Eduardo Ramírez. Lo lee envuelto, como siempre, en el humo de su cigarro.

—¿Esto es todo lo que es capaz de hacer?

—Es real, no me lo he inventado.

—Le queda mucho por aprender. ¡Benito!

Uno de los redactores que anda por allí se acerca.

—Dígame, señor Ramírez.

—Arregla este texto, va en el hueco que teníamos en tercera. Y usted, Fuentes, mañana le quiero aquí a las doce.

Benito se lleva a Gonzalo.

—No te preocupes, eso es que le ha gustado, lo que pasa es que nunca en su vida ha hecho un elogio. Ven conmigo y le damos una vuelta a lo que has escrito.

* * *

—Ayer te estuve esperando, casi llego tarde a clase.

—Lo siento, no me dio tiempo a avisarte.

Blanca nota que algo raro le pasa a Elisa, es la tercera vez que falta a las clases en una semana. No sabe qué puede ser lo que su amiga no le cuenta, ya que entre ellas nunca ha habido secretos.

—¿Algún problema?

—¿Problema? No, ninguno. Ya te he dicho que esto de la mecanografía no me gusta mucho. No te voy a engañar, no creo que me vaya a servir de nada y no me apetece trabajar en una oficina aporreando unas teclas.

—Puede ser útil para otras cosas, por ejemplo, para trabajar en un periódico. Mi padre me ha dicho que tu hermano ha entrado por fin en El Noticiero de Madrid.

—Sí, eso creo.

Blanca ha estrechado mucho la relación con Gonzalo después de la paliza. Iba a verlo casi a diario al hospital y los dos han hablado largamente. A veces Elisa les dejaba solos, harta de sus temas de conversación.

—Es que no hay quien os aguante. Guerra, guerra, guerra… Como si no se pudiese hablar de otra cosa.

Blanca le ha estado interrogando hasta que Gonzalo le ha confesado lo que al principio no quería contar, que la paliza se la dieron por ser homosexual y por acudir a un local para hombres.

—Habría que descubrir quienes fueron, denunciarlos, hacer que les castiguen.

Elisa no está de acuerdo, la ha acusado de meter ideas raras a su hermano en la cabeza, de impedir que lo deje atrás.

—Qué derechos ni qué derechos… Lo que tiene que hacer es olvidarse de esas cosas. El alemán, gracias a Dios, se ha ido de España. Lo que debería hacer mi hermano es buscarse una esposa y tener hijos con ella. Olvidarse de esos vicios…

La verdad es que Blanca se siente muy lejos de su amiga en los últimos tiempos. No aprobó que ella no se casara, ni que quiera trabajar. Ahora dice esto de su hermano. Duda de que sean realmente amigas ahora que además parece que le esté ocultando algo. Puede que esté viendo a alguien mientras dice que asiste a la academia a aprender mecanografía.

Don Jaime, su padre, le ha propuesto varias veces a Blanca escribir algo en el periódico. Ella cree que no serviría para hacerlo, pero no se puede negar cuando él le pide que se encargue de otra cosa.

—El año pasado ya se habló de ponerlo en marcha, pero al final no se hizo nada y no quiero que pase lo mismo otra vez. Es una iniciativa del periódico, queremos recoger juguetes para regalárselos a los niños más desfavorecidos en Navidades.

—¿Qué tendría que hacer?

—De todo, desde hablar con los donantes hasta elaborar listas de niños que deben recibirlos. Lo que te manden. Es un trabajo y tendrás tu sueldo.

El sueldo le da igual, aunque le agrada eso de ganar algo de dinero por primera vez en su vida; lo que le gusta es la posibilidad de tener una ocupación y de que ésta consista en ayudar a los que lo necesitan. Le preguntará a Elisa si quiere apuntarse, tal vez recuperen su amistad y dejen de estar en desacuerdo en todo.

* * *

—Si nos sobrevuela un avión, todos al suelo. A esconderse en los márgenes de la carretera.

O espabilas o te matan antes de llegar al frente. No digamos nada lo que te puede pasar allí.

Jean-Marie ha tenido una formación de cinco semanas en la que le han enseñado cosas que le servirán de mucho en las trincheras, como desfilar, saludar correctamente o sacar brillo a los botones de latón de su uniforme de paseo. Nada acerca de cómo salvar la vida y apañárselas para que no le maten. Ha sido abducido por el mundo militar, un absurdo sinsentido: Europa está en manos de generales incompetentes, que pasean con sus uniformes de opereta mientras envían a millones de jóvenes a la muerte.

Está sentado en la parte trasera de un camión con otros once hombres como él, carne de trincheras, futuros muertos por la patria. Llevan sus mochilas a los pies, su casco, sus armas que apenas saben usar, un fusil Berthier con bayoneta y un revólver Lebel. Algún general ha decidido, en su enorme estupidez, mandarlos hacia el frente en la zona de Flandes y hacerlo a plena luz del día, por carretera. Son blancos perfectos para la aviación alemana, resultará una suerte que lleguen con vida; si no lo hacen, serán una simple anotación más en algún libro de bajas, si es que todavía alguien se preocupa de saber quién está vivo o muerto. Las mulas valen dinero y se cuidan, los soldados salen gratis, a ningún general le quita el sueño mandarlos al matadero.

A su lado viaja Olivier, un compañero del colegio con el que se ha encontrado en el campamento militar. No eran amigos en la infancia, pero las circunstancias les han llevado a intimar ahora. Olivier está tenso, con la cara desencajada, muerto de miedo.

—Tranquilo, seguro que no es tan peligroso.

Olivier no le contesta. Los veteranos les han hablado de los ataques de histeria que tienen algunos al entrar en contacto con la guerra por primera vez. Olivier es un candidato claro a padecerlos, a sufrir una feroz diarrea, la cagalera de trinchera que los soldados experimentados conocen tan bien. Jean-Marie está, de momento, tranquilo.

—¡Todos fuera!

Han escuchado los aviones y los disparos. El conductor no les había mentido, podían ser atacados en el camino. Echan a correr fuera del camión y se tumban en el margen de la carretera para ofrecer el menor blanco posible. Jean-Marie lo hace al abrigo de un árbol. Se queda boca abajo, esperando sentir el impacto de una bala o la onda explosiva de una bomba en cualquier instante. La tierra está helada, como corresponde al norte de Francia en el final del otoño. Han tenido suerte de que no haya ni nieve ni barro. A los pocos minutos se acostumbra y busca una postura cómoda, que le maten no depende de él y permanecer tumbado bajo un árbol no es lo peor del mundo. Ojalá pudiera pasar así toda la guerra.

En el campamento no se han preocupado de prepararlos, pero todos han oído hablar a los veteranos en las cantinas del pueblo. Su peor prueba, según ellos, llega ahora: sobrevivir. Los novatos son los primeros en caer. Muchos no llegan a saber ni el nombre del sitio al que los han mandado y ya están muertos. Los francotiradores enemigos se ceban con ellos, como los franceses con los novatos alemanes. A veces les explotan las granadas en las manos, o cometen imprudencias que les cuestan la vida. Lo mejor que pueden hacer es fijarse mucho en los veteranos, hacer todo como ellos, preguntar… Si tienen suerte y no mueren con anterioridad, ellos también serán veteranos antes de que puedan darse cuenta.

Cuando dejan de pasar aviones, el conductor del camión les grita para que vuelvan. Hacen un recuento, falta uno de ellos: Olivier. Lo buscan por los alrededores hasta que uno de sus compañeros da un grito.

—¡Aquí!

Los disparos de los alemanes le han alcanzado. Olivier ha muerto antes de llegar al frente.

Lo dejan en la carretera para que lo recojan los que tengan que hacerlo. Si algún día vuelve a París y la madre de Olivier le pregunta, Jean-Marie afirmará que recibió una digna sepultura y se portó como un héroe, que fue el terror de los boches.

—¿No hay una carta para mí?

—No, Carmen, cuando la haya será la primera que entregue.

Carmen no ha recibido aún ninguna misiva de Jean-Marie desde que se fue a Francia. Está segura de que él no la ha olvidado, aunque todos la miren con compasión cuando se enteran de que no ha habido noticias y se fijen en su tripa, que crece sin parar y que ahora ya es visible para cualquiera. Unos piensan que ha muerto, otros que no se acuerda de la gitana a la que dejó embarazada.

Muchos días echa a andar y pasa por delante del estudio en el que pintaba Jean-Marie, el de la calle Esperanza de Triana. Se alquiló otra vez a los pocos días de su marcha. Ahora hay un almacén de material de construcción. En la zona en la que él trabajaba, en la que ella posó desnuda para él, hay decenas de sacos. En el altillo en el que Jean-Marie dormía y los dos se acostaban con el cuadro que había pintado de ella ante la cama, está el despacho del encargado. Sólo una cosa le recuerda a su marido; en la pared del fondo se conserva un dibujo suyo sobre la cal: los pies y las manos de Carmen.

Ella sólo asistió a la escuela un par de años y apenas sabe leer, pero el francés se empeñaba en que leyeran el periódico a diario. Poco a poco, sílaba a sílaba, hacía que ella se acostumbrara a leer, le explicaba las expresiones que no conocía, las palabras que no entendía. No lo ha vuelto a hacer hasta que encuentra una hoja suelta en el suelo. Allí se habla de batallas con miles de víctimas francesas, alemanas, rusas… ¿Será una de ellas su marido? ¿Será ése el motivo por el que no ha recibido ninguna carta de él?

* * *

—Necesitamos dos copias de esta lista.

Durante dos semanas, Blanca ha acudido todas las mañanas a un almacén en la calle del Amor de Dios para trabajar de voluntaria en la campaña de recogida de juguetes para niños desfavorecidos. Ha sido la más seria de las trabajadoras: no ha faltado ni un solo día, no ha llegado ni un minuto tarde, no se ha distraído un instante.

Su trabajo consiste en hacer inventario de las donaciones que reciben y en confeccionar listas de los niños que deben recibir los regalos en función de los nombres que les dan los párrocos de cada zona.

Orgullosa de su labor, le ha contado a Manuel lo que hace, la campaña con la que colabora.

—En Las Injurias no hay parroquia. No podrás llevar regalos.

—¿Qué barrio es ése?

—Está cerca del río, a la izquierda de la Puerta de Toledo. Detrás del Depósito Judicial de Cadáveres.

—¿Y se llama así? ¿Injurias?

—Creo que es Cristo de las Injurias, pero el nombre de Injurias a secas le pega mejor.

Si es el peor barrio de Madrid, es al que tienen que ir. Allí estarán los niños más necesitados. Blanca está decidida a entrar allí y saber cuántos niños hay y cuál es la manera de hacerles llegar los regalos.

—¿Tú has estado alguna vez en Las Injurias?

—Sí.

—¿Me llevarías?

—No es sitio para ti.

No tarda en convencerle. Es una campaña para ayudar en barrios desfavorecidos, para llevar regalos a los niños que nunca han recibido uno.

—Esos niños no necesitan juguetes, antes hay que llevarles comida, ropa, maestros… Necesitan justicia.

—Y también juguetes, todos los niños deben tener juguetes.

Los dos quedan en visitar el barrio el domingo por la mañana, después de que Blanca salga de la iglesia.

—Si quieres vienes a la misma misa que yo y vamos juntos.

—¿Misa yo? No me hagas reír. A no ser que quieras que le prenda fuego a la iglesia. Mejor te espero a la salida. ¿A cuál irás?

Manuel recoge a Blanca a la salida de los Jerónimos, el domingo a las diez de la mañana. Van en tranvía hasta Sol, allí cambian de línea y se suben a otro que lleva hasta los Carabancheles y pasa cerca de su destino.

—¿Es tan peligroso como dicen?

—Claro que no. A la policía y a los periódicos les conviene divulgar que es peligroso para seguir marginando a sus habitantes, decir que son salvajes, que no merecen nada.

Desde la Puerta de Toledo, el lugar en el que se bajan, hasta el barrio de Las Injurias, se ven obligados a cruzar un descampado embarrado por las lluvias de los últimos días.

—Los vecinos del barrio deben atravesar esto a diario. Después, cuando van a pedir trabajo, les dicen que van sucios y mal vestidos. Suponiendo que pudieran comprar ropa buena, que no pueden, no tendrían manera de evitar estos charcos en invierno o el polvo en verano. No hay trabajo para ellos, no hay escuelas para formarse, no hay médicos para curarlos, sólo hay miseria.

Las primeras casas que ven son peores de lo que Blanca había imaginado: simples barracas de madera casi podrida, agrupadas en lo que los habitantes llaman patios.

—Antes estaba aquí la Casa del Cabrero y los vecinos alquilaban espacios: mendigos, ladrones, prostitutas… El ayuntamiento la tiró para hacer desaparecer el barrio, pero no les ha dado una alternativa, así que han vuelto a levantar sus casas. No sé si peores que antes porque entonces no lo conocía.

Media docena de niños se acercan a ellos y saludan a Manuel, contentos de verle. Él conoce a cada uno por su nombre, les pregunta por sus madres, por sus hermanos… Dos de ellos van descalzos pese al frío. Casi todos visten con harapos.

—Los niños necesitan juguetes, pero mucho antes necesitan calzado.

Blanca no le contesta, está claro que él tiene razón en eso. Un chaval rubio, con pinta de ser espabilado, ve a Manuel y se aproxima a ellos.

—Blanca, te presento a Marcos. Trabaja de mozo en un ultramarinos. No le pagan sueldo, sólo lo que se lleva en propinas; con ellas mantiene a su madre y a sus hermanos. Va todas las noches a clase para aprender a leer, a escribir, a hacer cuentas…

—Hola, Marcos.

El chico la mira con curiosidad; respeta a Manuel, si no fuera así estaría evaluando el dinero que podría sacar robando el broche que Blanca lleva prendido en su vestido.

—Hola, señorita.

—Anda, deja de mirar el broche de Blanca. Ella no es como los imbéciles de la verbena de San Juan.

La bocina de una camioneta altera la tranquilidad. No es habitual que un vehículo motorizado aparezca por allí y los niños corren tras él. Manuel y Blanca también lo siguen hasta que para en una zona sin casas, una especie de plaza dentro del barrio. De la camioneta se bajan Luis y otro hombre. Luis y Manuel se abrazan.

—No sabía que siguieras por aquí.

—Me voy mañana a Barcelona, antes he querido arreglarle las Navidades a esta gente.

Luis mira a Blanca con curiosidad.

—Supongo que no se acuerda de mí. Me encontraba en su casa el día de su boda, era uno de los camareros, el que le llevó agua a la habitación.

—Lo siento, ese día no estaba con los sentidos muy atentos.

—A mí me pareció que sí, hizo usted muy bien en no casarse. No se lamente. Me cayó muy bien su padre, muy correcto y educado.

Reparten jamones, turrones, latas y pavos entre las mujeres que van saliendo sorprendidas de las casas.

—¡Regalo de vuestros amigos anarquistas, que este año sí celebran la Navidad! ¡Como si fuera verdad que Dios existe y que su hijo está a punto de nacer!

Blanca está entre divertida y asustada.

—Pero… Esto es lo que se robó el otro día en la calle del Arenal, ¿verdad? Lo leí en El Noticiero, lo escribió Gonzalo.

—Así es. Mejor aquí que en casa de los ricos, ¿no?

En unos minutos la mercancía ha sido distribuida entre los vecinos, y Luis Segura y el hombre que conducía la camioneta se marchan tras despedirse de Manuel.

—Suerte. Si pasas por Barcelona pregunta por mí.

—Salud y suerte.

Los niños corren tras la camioneta cuando sale del barrio como lo harían detrás de los camellos de los Reyes Magos. Manuel sonríe al ver marchar a su amigo; aunque casi nunca estén de acuerdo, lo aprecia y se da cuenta de los riesgos que es capaz de tomar sólo para que los más desfavorecidos vayan a tener abundancia en unas fiestas en las que en cualquier casa de la ciudad se come con opulencia. Tal vez él esté en lo cierto y lo que haga falta sea poner bombas y matar al rey en lugar de esperar a que se vaya de España.

—¿Es muy amigo tuyo?

—Es un hermano para mí. Bueno, tú querías saber cuántos niños había en el barrio, ¿no es así?

—Sí.

—Vamos a hablar con la Murciana. Ella es como una alcaldesa aquí.

Manuel la conduce por las callejuelas del barrio, todas de casas igual de precarias, de charcos, de niños mal atendidos. Llegan hasta una que tiene un enorme perro en la puerta. No entran, no se atreven a acercarse.

—Cuidado, dicen que no muerde pero no me fío un pelo. ¡Murciana!

Una mujer de unos treinta años, guapa pero nada arreglada, despeinada, sale de la barraca. Reconoce a su compañero.

—Manuel, dichosos los ojos.

—Si sujetas a esa fiera, entramos y te presento a mi amiga.

—Te he dicho que no muerde.

—Lo sé, pero sujétalo igual.

Aurelia, «la Murciana», agarra al perro de la soga que hace las veces de collar mientras Manuel y Blanca entran. El perro gruñe a Manuel con malas intenciones.

—Te lo he dicho, me quiere morder; no sé por qué, pero me tiene ganas…

—Y yo te he dicho por qué. El perro sabe que tú traes problemas.

La barraca es igual de pobre por dentro que por fuera, pero está limpia y ordenada. Los tres se sientan alrededor del fuego. Sobre él hay un puchero con comida haciéndose.

—¿Un vaso de agua?

—No, gracias.

—Es del pozo, no se va a morir por beberla, señorita.

—Vamos a estar sólo un momento, Murciana, no te preocupes.

Al fondo, una cortina tapa una cama; a los pies se ve un orinal. Hay ropa que cuelga en clavos en las paredes y la única luz, aparte de la brasa en la que cocina, es la que entra por la pequeña ventana. Un jamón cuelga también de la pared y una gran caja de arenques ahumados reposa en el suelo junto a él: su parte del botín de la camioneta robada. Varias botellas tienen velas a medio consumir, ahora apagadas, en sus bocas. La Murciana se ha sentado en una silla y la bata que lleva deja al descubierto sus piernas hasta muy por encima de lo que Blanca se atrevería a mostrar. Son piernas fuertes, bonitas. A Blanca le turba que Manuel pueda verlas, como las ve ella, pero no dice nada.

—Blanca es amiga mía. Está colaborando en una campaña para llevar juguetes estas Navidades a los niños desfavorecidos. No tienen ningún dato sobre Las Injurias.

—Yo le doy el dato: aquí ningún niño tiene juguetes, todos son desfavorecidos. Aquí una piedra es un juguete.

—Necesito saber cuántos niños hay, las edades y los nombres.

—Le podré decir el número de niños, las edades no, aquí no se celebran cumpleaños. Y los nombres tampoco, todo lo más los apodos. La mitad de los vecinos del barrio no tiene papeles y la mayor parte no está muy segura de quién era su padre.

Blanca sale de la casa con la sensación de que le ha caído mal a la Murciana, quizá debió aceptar el vaso de agua que le ofreció. Le da lo mismo, hará lo que pueda para que esos niños tengan juguetes. Otra cosa también le preocupa: se ha dado cuenta de cómo la Murciana mira a Manuel. ¿Es ella la causa de que Manuel no haya vuelto a buscarla tras conocerse en el hospital, cuando fue a visitar a Gonzalo? Hay una cercanía muy especial entre los dos, muy superior a la que Manuel mantiene con ella.

* * *

—No podemos salvar el brazo.

Después de meses de sufrimiento, desde el día de la muerte del archiduque, Gavrilo ha conseguido que permitan que un médico le vea el brazo que se rompió aquel día.

—Hay que amputarlo.

No le explican por qué, cuál es el problema, sólo que la operación será en unas horas. No va a echar de menos ese brazo, hace tanto tiempo inútil, sólo quiere que cese el dolor.

Gavrilo Princip no es popular en la cárcel; en Austria nadie quiere tratos con el asesino del archiduque, el causante de la horrible guerra que está acabando con las vidas de tanta gente.

Hay trincheras, artillería, bombardeos de aviones por todas partes, pero el ejército austrohúngaro no ha conseguido el que fue el objetivo inicial de la guerra: someter a Serbia. Sus intentos de invasión han sido repelidos, no lo conseguirán sin la ayuda del poderoso ejército alemán, pero los alemanes están bastante ocupados con frentes por toda Europa, África e incluso Asia, donde se disputan con los japoneses la posesión de Tsingtao.

Los cirujanos del frente no hacen otra cosa que amputar brazos y piernas, en pésimas condiciones, muchas veces sin más anestesia que un pedazo de toalla para morder. La técnica ha mejorado mucho y las condiciones en las que se le practica la amputación a Gavrilo son más favorables que las que habría en un hospital militar castigado por la artillería enemiga. El dolor que sufre cuando se le pasa el efecto de la anestesia no es mayor que el que tenía cuando la mano izquierda estaba en su sitio. A partir de ahora, sólo puede mejorar.

—¿Se declara culpable o inocente?

Se supone que hay un abogado que lo defenderá, pero Gavrilo Princip ignora cuál de los hombres vestidos de negro que hay en la sala es el suyo. Nadie le ha asesorado, no sabe qué debe contestar.

—Culpable.

No puede perjudicarle reconocerse culpable, le detuvieron todavía con la pistola en la mano, decenas de testigos le vieron disparar contra Francisco Fernando de Austria, lo ha dicho en los salvajes interrogatorios a los que le han sometido. ¿Para qué va a ocultar la verdad? Es culpable desde el punto de vista de los austríacos y un héroe desde el de los serbios, o eso cree. No le importan los veinte años de condena, tampoco la tuberculosis que le va a matar. Sólo le preocupan el dolor del brazo y que se reconozca que él fue el activista que no se arrugó y cumplió su cometido sin dudar, por la liberación de su pueblo.

No le hacen más preguntas. Allí, en los majestuosos juzgados vieneses a los que ha sido trasladado, están los demás: Cabrinovic, Ilic, Grabez… A todos les hacen la misma pregunta y todos se declaran inocentes. No le importa; mejor, así el pueblo serbio sabrá que él fue el único héroe que puso en peligro su vida para crear la gran Serbia.

Se van sucediendo las intervenciones de acusados, testigos, abogados… Todas muy aburridas. Princip se ha declarado culpable e imagina su pena, no le interesa mucho más lo que se diga en el juicio. Nada llama su atención hasta que llega el turno de Veljko Cubrilovic.

—Gavrilo Princip me amenazó. A mí y a mi familia.

—Explíquenos eso.

—Yo no quería matar a nadie, no quería participar en el atentado, pero él me amenazó con matar a mis padres y a mis hermanos si no lo hacía. Le tenía pavor.

¿Cómo puede decir eso? Está mintiendo, él era uno de los jefes, el que les entregó las armas.

—Me daba miedo que la policía me detuviese, pero me daba más miedo todavía lo que me pudiera hacer Princip si no colaboraba con él.

Los demás dicen más o menos lo mismo: Gavrilo Princip es el único culpable, el que lo preparó todo, el que mató al archiduque, el que creó un estado de terror entre ellos y entre todos los que se acercaban a él. Si no fuera una traición tan grande, Princip se sentiría honrado. Si le hubieran avisado de que ésa era la forma de salvar de la cárcel o de la pena capital a algunos de sus compañeros, habría colaborado. Pero no, lo que han hecho ha sido prepararlo a sus espaldas, dejarle sin ningún tipo de ayuda jurídica, presentarlo como un monstruo y abandonarlo a su suerte.

Cabrinovic es el único que no culpa a Princip, él no lo necesita, también es menor de edad y no puede ser condenado a muerte. Pero es otro que demuestra su miedo.

—¿Es cierto que ha enviado una carta pidiendo perdón a los huérfanos del archiduque Francisco Fernando y su esposa, la duquesa Sofía Chotek?

—Lo es, señoría, he recibido la respuesta afirmativa de sus tres hijos. Sé que cometimos una atrocidad y que debemos pagar por ello, que este tribunal nos debe condenar, pero mi conciencia queda así tranquila.

A Princip le asquea ver a unos nacionalistas pedir así clemencia, él no está dispuesto; cuando le llegue su turno de contestar a las preguntas que le hagan, demostrará que la patria está por encima de sus pobres vidas.

—¿Por qué asesinó al archiduque y a su esposa, señor Princip?

—Lo hice en venganza por los sufrimientos que Austria hace pasar a los serbios. Soy un nacionalista yugoslavo y creo en la unificación de los eslavos meridionales liberados de la dominación de Austria. Había que asesinar al tirano para alcanzar la libertad.

—¿Se arrepiente?

—No, no me arrepiento. Hice lo que debía, lo que la patria me pedía.

—¿Qué tiene que decir de lo que han declarado sus compañeros sobre las amenazas que les obligaron a acompañarle en el atentado?

—No tengo nada que decir excepto que no son dignos del orgullo de Serbia.

Los seis bosnios de ascendencia serbia que participaron en el atentado, Cabrinovic y Princip entre ellos, todos menores de edad, son condenados, tal como se esperaba, a veinte años de cárcel. La pena más importante es para los organizadores, Ilic y Cubrilovic entre otros, que son condenados a morir en la horca. De nada les ha servido su cobardía.

Princip tiene tiempo para unas últimas palabras, que lleva semanas pensando, antes de ser trasladado a la fortaleza de Terezin, en la República Checa, el lugar donde cumplirá su pena.

—No es necesario que me lleven a otra prisión. Mi vida se acaba. Sugiero que me claven en una cruz y me quemen vivo. Mi cuerpo en llamas será una antorcha que guíe a mi pueblo por el camino de la libertad.

* * *

—No apareciste por la fiesta de Charlottenburg.

Gustav Müller cumplió con su oferta de enviar a Frank información sobre las fiestas «sólo para hombres» celebradas en Berlín las últimas noches del año, pero él no ha asistido a ninguna. La más importante fue la que se celebró en una cervecería de la Berliner Strasse, en el barrio de Charlottenburg. Frank no tiene ganas de diversiones, aún está preguntándose qué pasó con Gonzalo, por qué no fue a despedirse de él; tampoco está de ánimo, aprovecha hasta el último minuto de su tiempo para prepararse para la misión que le ha sido encomendada.

La orden puede llegarle en cualquier momento. Le llamarán, le darán las últimas instrucciones y le facilitarán la forma de llegar a París. Una vez allí deberá encontrar el edificio de la rue d’Oran en el que hay una buhardilla que pertenece al inexistente Marcel Malmaison, la que será su identidad la mayor parte del tiempo. Después tendrá que usar la imaginación para hacer su labor: enterarse de lo que le pidan, enviar toda información que le parezca oportuna, ayudar a otros compañeros si se lo solicitan…

Como no se atrevía a escribir a Gonzalo, pensó que podía hacerlo a través del encargado del local de la calle de la Flor. Así ha sabido que hubo una pelea en las inmediaciones la última noche que estuvo allí. No se ha descubierto quién estuvo implicado, aunque sí que un grupo de hombres que han rondado otras veces el local agredió a un cliente. Por algún motivo, los agresores se dieron a la fuga con la llegada de dos viandantes. Quizá estuviera metido Gonzalo. Es terrible, piensa que eso resolvería sus dudas pero significaría que le dieron una paliza. Mejor que Gonzalo esté bien aunque él nunca llegue a saber por qué no fue a decirle adiós.

Ahora comprende que no fue buena idea ponerse en contacto con Gustav Müller al llegar a Berlín. Si no se hubieran visto, no tendría que mentirle.

—¿No es muy raro que te llamen a la embajada de Madrid para incorporarte al ejército y no estés en un destino militar?

—Habrán cambiado de opinión, quizá no me vieron muy marcial. Ya sabes cómo son estos prusianos.

—Sé que no quieres hablar de lo que te ha pedido Alemania, pero sabes que puedes confiar en mí.

Gustav siempre fue un hombre discreto, sabía guardarse sus cosas para sí mismo y respetaba el silencio de los demás. La guerra cambia a la gente. ¿Cómo entender que haya maestros lanzando granadas, científicos estudiando nuevas formas de matar, químicos fabricando gases letales? De cualquier manera, sería más fácil para todos que no hiciera tantas preguntas. Decide que dejará de verle, no quiere sospechar de él, no sería capaz de delatarlo. Si Gustav sigue haciendo preguntas acerca de algo que no le interesa, debe pensar que está equivocado, que sí le interesa lo que Alemania le ha encargado, que no es simple curiosidad. No lo soportaría.

* * *

—Majestad, el preso francés del que hablaba aquella niña de cerca de Bayona, Sylvie, ha sido localizado y se ha enviado una carta escrita por él a la solicitante.

Alfonso XIII no ha olvidado aquella orden y ha preguntado varias veces a su secretario por las gestiones realizadas, ha pedido insistentemente que se recuerde al embajador en Berlín que es un expreso deseo suyo.

—¿Les llegará a la niña y a su madre antes de Navidad?

—Me he asegurado de que así sea. Esta misma tarde le será entregada.

—Muy bien, Bernardo, muy bien.

La noticia ha puesto de buen humor al rey. Le ha hecho olvidarse de la guerra, de las presiones de unos y otros para que España participe, de la confirmación de que su hijo pequeño también sufre hemofilia… Está tan contento que incluso ve con buenos ojos la pesadez de acudir a la fiesta que él mismo ofrece esta noche.

El comedor de gala del Palacio Real de Madrid es el que se acondiciona como salón de baile en las grandes celebraciones. Hasta la muerte de la reina María de las Mercedes, en 1879, se usaba el Salón de las Columnas, pero en aquella ocasión se organizó allí su velatorio y el rey Alfonso XII decidió que el salón de baile cambiaría de ubicación. Junto al comedor de gala, en el Salón de los Espejos, interpreta sus temas, esta noche valses en su mayoría, la Orquesta Real.

Todos los personajes importantes de la corte están invitados a la fiesta que celebran don Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia con motivo de la Navidad. El rey se mueve de un lado a otro, saludando a los presentes, preguntando a unos por sus hijos, a otros por sus negocios, a los mayores por su salud… Tiene una memoria prodigiosa para acordarse de los nombres de todos los asistentes y, en caso de olvidarlo, siempre acude Bernardo para refrescársela.

Se acerca a don Jaime, el marqués de los Alerces; lo hace con satisfacción, siempre le ha caído bien, no como muchos otros a los que saluda, a su pesar, con una sonrisa. A la fiesta va todo tipo de gente, personas que le gustan y que le disgustan. Últimamente ha borrado un nombre de la lista de invitados, el de Carlos de la Era. No quiere que se encuentre con el que iba a ser su suegro y, además, no le es persona grata.

—Don Jaime, cuánto tiempo sin verle, desde que dejó las labores diplomáticas es usted muy caro de ver.

—Sabe que estoy a su disposición siempre que lo desee, majestad.

—¿Cómo van sus asuntos?

—Bien, gracias a Dios y a la neutralidad que usted con sabiduría nos ha proporcionado.

—Gracias, gracias. Muchos quieren que nos metamos en esa terrible guerra, celebro que usted no sea uno de ellos. ¿Cómo está la familia?

—Sin duda supo usted lo de la boda de mi hija.

—Lo supe y le voy a decir algo, pero que no salga de aquí. Aunque censuro absolutamente su comportamiento público, admiré su determinación. ¿Qué hace ahora doña Blanca?

—No se lo va a creer: estudia mecanografía y ha decidido buscar trabajo. Dice que no sabe por qué una mujer no puede trabajar igual que un hombre. Y yo estoy de acuerdo con ella.

—Admirable, de verdad. Parece que empieza a llegar el tren del progreso a este país. Ya sabe que en el de mi esposa hace tiempo que las mujeres reclaman su espacio en la sociedad. Me gusta que aquí haya mujeres que empiecen a pensar así. Si se me ocurre alguna forma de ayudarla, lo haré. Ahora perdóneme, don Jaime, tengo que seguir saludando. Felices fiestas.

—Felices fiestas, majestad.

Alfonso XIII acaba de ver a su amigo Álvaro, que casualmente está a poco más de tres metros de una persona que quiere que conozca.

—Álvaro, ven conmigo… ¿Recuerdas lo que te conté de la niña francesa que me escribió para que localizáramos al hermano?

—Claro.

—Está hecho y la carta ha sido entregada.

—Enhorabuena, majestad.

—Estaba en un campo de prisioneros en Alemania, no les permiten escribir a sus casas para que no filtren información confidencial. Como si un prisionero pudiera hacer eso. En fin… Ahora ven, que te presento a alguien.

Don Alfonso y Álvaro llegan hasta donde está Mercedes de la Torre, una guapa joven de menos de veinte años. El rey no se da cuenta de la sonrisa de su amigo al acercarse.

—Mercedes, muchas gracias por venir.

—Estoy encantada de haber sido invitada, majestad.

—¿Conoces a don Álvaro Giner?

—Es mi tío, su hermano está casado con una hermana de mi madre.

—Vaya…

—Majestad, yo le agradezco que quiera presentarme a una joven tan bella, pero a Mercedes la he tenido en brazos cuando apenas era un bebé.

—Está visto que cuando un Borbón hace el ridículo, lo hace bien… Os dejo hablar de vuestra familia y sigo con los saludos.

El rey se aleja.

—No se ha enfadado, ¿no?

—En absoluto, tiene mucho sentido del humor, te lo garantizo. ¿Te lo pasas bien?

Álvaro Giner decide quedarse poco tiempo en la fiesta. Le dijo a su amante que estaría allí y no pensaba ir a verla, pero ha cambiado de opinión. Le apetece estar con ella y sólo espera que, gratamente sorprendida por su presencia, hoy no sea uno de esos días de mal humor y discusiones.

Los conductores de los invitados a la fiesta aguardan con los coches en la Plaza de Oriente. Forman grupos; algunos juegan a las cartas, otros charlan mientras fuman un cigarrillo. Desde las cocinas de palacio les han sacado algo para cenar y tazas de caldo para entrar en calor. El suyo lee una novela de Pío Baroja sentado en el coche. La guarda de inmediato.

—¿A casa, señor?

—No, llévame a la calle Fuencarral.

No es necesario dar más datos, el conductor sabe dónde tiene que parar.

—Márchate y descansa. Yo volveré andando.

Álvaro abre con su propia llave. No le hace falta entrar al dormitorio; Beatriz Vargas, su amante, está desnuda, en el salón, con un hombre.

—¡Álvaro!

—Veo que te pillo ocupada.

Le suena el hombre, lo ha visto otras veces, se ha cruzado con él en la escalera; pensaba que era un vecino y resulta que se trataba del amante de Beatriz, el amante de su amante.

—Quiero el piso vacío en veinticuatro horas. No me obligues a tener que venir a echarte.

Baja las escaleras; su coche, siguiendo sus órdenes, se ha marchado. Camina hasta la parte que ha sido construida de la Gran Vía. Le apena lo que ha visto, aunque tiene su lado positivo: acaba de resolver un problema que no sabía cómo solucionar.

* * *

—Raúl, voy a cerrar.

—No me jodas, Pepe, ¿desde cuándo se cierra este cuchitril?

—Es Nochebuena, me voy a cenar con la familia.

Nochebuena, ni se acordaba del día que era. Raúl Coronado vuelve hacia su apartamento de la rue du Sommerard, en el Barrio Latino, muy cerca de la rue de Saint-Jacques y del boulevard Saint-Germain, el sitio en el que lleva viviendo casi doce años, desde que llegó a París.

Hace frío, mucho frío. Nada que ver con las Navidades de su infancia en La Habana, Navidades de temperaturas agradables, sin el calor del verano pero sin ese viento helador que viene del río Sena y le obliga a subirse las solapas del abrigo. Un abrigo demasiado ligero por lo demás, ¿dónde quedó ese sobretodo cálido y de buena calidad de años atrás? No recuerda si lo perdió en una noche de borrachera, si se lo regaló a alguna prostituta para que ella se lo diera a su chulo o si lo usó para pagar sus deudas en algún fumadero de opio. Los años de abundancia hace tiempo que se acabaron.

Su padre asaba un cerdo en Navidad e invitaba a toda la familia y a muchos amigos. Los mayores lo mataban, lo cocinaban, bebían ron; para los niños había turrones que venían de España, cascos de guayaba, buñuelos con almíbar, boniatillos… Se cantaba y se bailaba, se encendían grandes puros, se contaban historias, que no es capaz de recordar.

Esta noche no tiene nada para cenar, ni siquiera estará abierto el L’Axarquie, el bar donde se sienta a escribir compulsivamente. Incluso Pepe tiene alguien con quien pasar la Nochebuena. Él no, tiene que acabar la historia de su vida antes de volver a España. No va a llegar a Madrid, se quedará en Barcelona, es el único lugar donde podría vivir, una ironía cuando sabe que a lo que va es a morirse.

No le extraña que sus jefes de El Noticiero de Madrid quieran que regrese y le hayan amenazado con dejar de pagarle el sueldo. Hace meses que no envía ninguna crónica original, se limita a hacer refritos de lo que se publica en los periódicos franceses; muchas veces ni eso: copia lo que han escrito en algún periódico local que no llegue a Madrid para que no se enteren. Todos quieren leer cosas sobre la guerra, a él no le interesa nada la guerra; que entren los alemanes en París, que entren los franceses en Berlín, que todo se llene de americanos, de australianos o de neozelandeses, no le interesa. París es otra cosa, París son los bares, las calles llenas de putas, los fumaderos de opio, los cabarés baratos a los que nunca entraría un turista.

¿Cuándo visitó Madrid por última vez? No recuerda la fecha, sólo que se reunió con el director del periódico, con el redactor jefe que fumaba puros sin parar… Todo eran parabienes, él era el mejor corresponsal, el español nacido en Cuba que usaba el lenguaje del Caribe, tan melodioso, el que podía entrevistar a los mejores poetas y a los pintores más famosos para El Noticiero de Madrid. Habría seguido así de no haberse encontrado con Perla. Podría pasarse por su pensión, pedirle que cene con él esa noche, por si es su última Nochebuena. Pero eso significaría volver a la rue Audran, con este frío… Está mejor en casa. Hay coñac, por lo menos media botella, suficiente para pasar la noche.

* * *

—Podemos llevar algo de comer y pasar el día entero en El Escorial. Celebrar nuestra propia Navidad, aunque sea con un par de días de retraso.

Elisa ha estado aprovechando las tardes en que tenía clase de mecanografía para encontrarse con Carlos de la Era.

Al principio hablaron mucho, de Blanca, de su hermano Gonzalo, de la traición de Pilar Marín, de la supuesta hija que él aseguraba que no era suya…

—Tu amiga Blanca… ¡esa egoísta! Nunca le interesó preguntar si era verdad lo que aquella loca le contó, sólo llamar la atención y esparcir su maldad. Cometí un error al tener una relación con Pilar, lo reconozco, pero era falso que fuera el padre de su hija. Era una buscona que sólo quería dinero… Ahora parece que estoy apestado, ni siquiera fui invitado a la fiesta que su majestad dio en palacio en Navidad, por primera vez no estaba mi nombre entre los invitados. Todo es culpa de Blanca, que ensució mi nombre con sus insidias.

Elisa ve en Carlos a alguien arrepentido de los errores del pasado, que ha llevado una vida que no deseaba. Alguien a quien merece la pena conocer de una forma mucho más profunda de lo que lo hizo Blanca, esa superficial caprichosa.

Después llegó la amistad entre ellos, el no necesitar a otra persona para estar a gusto, el echarlo de menos de la mañana a la noche… Elisa siempre ha pensado que Blanca era su gran amiga, su verdadera amiga; qué confundida estaba. Blanca siempre preocupada por sí misma, por su noviazgo, por su boda, por sus huevos para las Clarisas, por su espantada, por su mecanografía, por el trabajo que asegura que conseguirá. Qué diferencia con Carlos, pendiente de ella, de mandarle un ramo de flores, de conseguirle entradas para un estreno en el teatro, de llevarla a montar a caballo. Sin imponerle nada, dándole todo.

Además, lo que siente por él no es sólo amistad, es algo mucho mayor. Elisa ama a Carlos y está segura de que él la ama a ella. En su última cita se besaron en el coche, a pesar del peligro de ser descubiertos por alguien. Sabe que estar con él le va a obligar a perder la amistad con Blanca, una amistad por la que cada día está menos interesada. También sabe que va a ser criticada, pero le da igual: le ama y va a entregarse a él. En el coche sólo le dejó juntar los labios, seguramente él sólo espera que sea un poco más apasionada, pero está decidida: le sorprenderá, se lo dará todo, es su regalo de Navidad. Es lo que se hace cuando se ama, entregarse sin reservar nada.

Hoy van a pasar el día entero juntos. Él se ha encargado de la comida, de la bebida, del lugar al que irán… Carlos no puede recogerla en su casa y lo entiende. Quién sabe cuál sería la reacción del general.

Han quedado en encontrarse en la calle de Alcalá, frente al Retiro. Él la estará esperando al volante de su Renault Coupé DeVille y la llevará a una finca que su familia posee en El Escorial.

—¿Tendremos que volver muy temprano?

—Vamos a pasar el día entero juntos, a lo mejor te hartas de mí…

Elisa coquetea con él, le gusta tanto cuando pone esa cara de pillo…

—Dudo que me cansara de ti.

—Entonces quién sabe si tendremos algo más de tiempo. Mi padre cree que me quedaré a dormir en casa de Blanca.

—¿Eso quiere decir que tenemos el día entero y también la noche entera para nosotros?

—Si tú quieres, sí.

Carlos conduce con más alegría de la habitual, contándole anécdotas, diciéndole lo guapa que está, cantando… Elisa se siente absolutamente feliz.

Cuando él habla de la casa de El Escorial la llama «la casita».

—Es que si la comparas con el monasterio…

No es un palacete, pero tampoco una casa despreciable. La construyó el abuelo de Carlos para pasar los veranos hace más de cincuenta años, cuando tenían que llegar hasta allí en carruajes tirados por caballos y tardaban casi el día entero; ahora, con las velocidades que alcanzan los coches modernos, no les llevará ni dos horas. La madre de su amado prefiere pasar los meses más calurosos en el mar, en Santander, y Carlos es el único que usa la casa. Elisa se siente la señora de la casita de El Escorial nada más entrar en ella.

—Dejé al guardés encargado de encender un buen fuego en la chimenea, espero que la casa esté caliente cuando lleguemos y la comida preparada.

—Estás en todo…

—En todo lo que haga que tú seas feliz.

El guardés ha encendido el fuego del salón. Carlos enciende al llegar la chimenea del dormitorio principal.

—Se estará bien enseguida. ¿Una copa de champán?

—¿Has traído champán?

—Claro. También tenemos un buen vino para comer.

Comen en el salón, sin ningún protocolo, sentados en el suelo frente a la chimenea: un riquísimo consomé para entrar en calor, unas perdices y una tarta de limón. Al acabar, beben café y una copa de brandy.

—Entre el champán, el vino y el brandy estoy un poco mareada.

—No te preocupes, no voy a abusar de ti.

—¿No? ¡Qué pena!

No sabe cómo se ha atrevido a decir eso, menos mal que Carlos sonríe. Unos minutos después están en el dormitorio, besándose sobre la cama. La chimenea ha caldeado la habitación y la temperatura es agradable. Elisa se quita la ropa con ayuda de su amante. No está tan delgada como Blanca, pero tiene la piel mucho más blanca que ella, los pechos más grandes. Él se incorpora un poco para verla. Pasa una mano por la pierna, por el muslo, apenas roza su sexo, sube hasta sus pechos, se enreda con los dedos en uno de ellos. Elisa sabe que no es tan guapa como Blanca, siempre ha envidiado a su amiga, pero los ojos de Carlos hacen que se sienta la mujer más bella del mundo. No siente pudor, querría enseñarle cada rincón de su cuerpo.

—¿Sabes una cosa? Eres el primer hombre que me ve desnuda.

—Mejor así. Disfrutaremos más.

Él sigue vestido, besándola, abrazándola. Ella está deseando verle también así, sin ropa, pero le da vergüenza pedírselo.

—¿No te pones cómodo?

Él se levanta y se desabotona la camisa, se la quita. Es fuerte, con el pecho lleno de vello, como Elisa había imaginado. Se baja los pantalones, su ropa interior es de la misma tela que su camisa y lleva las mismas iniciales en un lateral que en el pecho. C. E., Carlos de la Era.

Cuando él va a bajar la última prenda que le queda, ella tapa su pecho con el brazo. Sólo ha visto desnudo a su hermano una vez y fue cuando era un niño. Otra vez vio unos grabados de un diablo desnudo, ella y Blanca los encontraron en la biblioteca; su miembro enhiesto se parecía al de los perros, no sabe si es algo parecido a eso lo que Carlos está a punto de descubrir.

Por fin se queda desnudo. No se parece a ninguna de sus dos referencias, ni a Gonzalo de niño ni al grabado diabólico. Pero tiene poco tiempo para observarlo porque él se junta con ella para abrazarla. Le gustaría tocarlo, otra cosa a la que no se atreve.

Cuando él la besa, ella entreabre los labios y su lengua penetra por primera vez en su boca; los besos anteriores, los del coche, los de la llegada, sólo habían sido juntando los labios con los labios, éstos son distintos. ¿Habría llegado Blanca a besar así a Carlos cuando eran novios? No puede quitarse a Blanca de la cabeza, siente celos, quizá ella vivió esto antes con él.

Las manos de él se pasean por todo su cuerpo, nota una presión en su cadera, es eso, aquello a lo que no sabe cómo llamar; ha crecido mucho desde que lo vio.

—No estés quieta.

¿Qué se supone que tiene que hacer? Juega con la lengua en su boca, le acaricia también el pecho, como él le hace a ella. Carlos deja de besarle para bajar con la boca hasta sus pechos, le causa mucho placer; vuelve a su altura y continúan los besos, el juntar las lenguas, entonces coge su mano y la lleva hasta donde ella quería tocar: agarra su miembro, lo acaricia. No sólo ha crecido, está muy duro.

—Bésalo.

¿Será una prueba que él le exige para demostrar su amor? ¿Debe hacerlo?

—¡He dicho que lo beses!

No quiere que se enfade; se arrodilla en la cama, acerca su boca.

—Saca la lengua, joder.

Está enfadado, tiene que hacerlo bien. Saca la lengua, la pasa por todas partes, no sabe si debe parar en alguna.

—Métetelo en la boca.

Ha vuelto a hablar con dulzura, si ella lo hace bien él la trata con dulzura. ¿Habrá tenido Blanca en la boca el miembro de Carlos? Nunca se lo ha contado, quizá su amiga no sepa hacer feliz a un hombre, como ella está aprendiendo a hacer.

—Así.

Carlos le marca con la mano en la nuca el ritmo que tiene que seguir, cada vez más adentro, hasta meterse casi en su garganta.

—Muy bien, lo haces muy bien.

No se resiste, sigue el ritmo que él le marca, hasta que la manda parar.

—No me mires, mira a la chimenea. Ponte de rodillas.

Hace lo que él le manda. Carlos se sitúa detrás de ella, como los perros. Entonces la penetra de golpe.

—Ay.

—No te quejes, aguanta.

Le duele, le duele mucho, él no para de entrar y salir, se mueve sobre ella como si la cabalgara. Tiene que acabar pronto o no lo resistirá. Gruñe, da gritos: «toma, toma…». Hasta que acelera el ritmo, da unos últimos embates y se deja caer sobre ella. Lo saca; Elisa lo ve, lleno de sangre, también ha quedado sangre en la sábana.

—Lávate, la primera vez es normal que sangre.

* * *

—¿Hay en el archivo del periódico noticias de agresiones callejeras como la que sufrí yo?

—Si no las han denunciado, no creo que las haya. Tú no denunciaste, ¿no?

Gonzalo a veces cree que Benito, su compañero en el periódico, es como él, pero no está seguro, no puede abrirse y decirlo delante de cualquiera, sería un escándalo si se equivocara. Quizá debería hacer caso al sexto sentido del que siempre le hablaba Frank.

—¿Por qué no fuiste a la policía?

—Porque no iba a servir para nada.

Se lleva bien con Benito, le ha ayudado mucho y es capaz de interpretar el menor gruñido de Ramírez, el redactor jefe.

—Ten cuidado, hoy está de mal humor, comprueba veinte veces el artículo antes de entregarlo.

También cuándo es el mejor momento para algo.

—Hoy viene contento, preséntale aquella idea que tenías de entrevistar a un veterano de la guerra contra Estados Unidos. Hoy te dice que sí a todo, hoy te da hasta la corresponsalía en París.

—No es que el corresponsal en París nos mande muchas noticias…

—Nadie sabe lo que pasa con él, se llama Raúl Coronado, hace unos años era el mejor periodista de El Noticiero, pero el día menos pensado lo despiden.

Gonzalo es feliz en el periódico. Antes de fin de año tiene que pasar por el palacete de los Alerces y agradecer a don Jaime la ayuda que le brindó para conseguir este trabajo.

El primer día del año no habrá edición de El Noticiero de Madrid y el cierre del día 30 de diciembre es especial, muy complicado, no acaba hasta casi la una.

A Gonzalo le extraña ver luz en el salón al abrir la puerta de casa. Sentado en un sofá, espera el general, lleva el uniforme pese a la hora. Encima de la mesa está el revólver, un Webley Mk IV británico.

—¡Siéntate!

No hace falta que se lo diga; Gonzalo siente, mejor dicho, sabe, que su padre se ha enterado. No acierta a decir cómo, pero se ha enterado de sus gustos.

—¿Qué pasó la noche que te atracaron?

—Que me atracaron, sólo eso. Te lo conté.

—¿Por qué?

—Pues para quitarme el dinero.

El general coge su revólver de encima de la mesa, Gonzalo intenta mantener la calma. Vuelve el cañón hacia él.

—Hay una bala, una sola bala.

Tiene el dedo sobre el gatillo, la pistola apunta a la cabeza de Gonzalo, a su frente. Aprieta, suena un clic. La bala no estaba en esa recámara. Gonzalo está aterrorizado, esperaba escuchar un estruendo y que la bala le acertara en la cabeza, esperaba morir.

—¿Qué hacías?

—No es necesario que te ensañes.

—Pero quiero oírtelo decir. Dilo.

—Hay un local en esa calle, uno que no tiene nombre, al que sólo van hombres. Iba a encontrarme con mi amante.

El revólver sigue apuntándole, el dedo está en el gatillo. Gonzalo espera un nuevo disparo, ¿estará la bala en la siguiente recámara del tambor? ¿Le va a matar su padre?

Pero el general no dispara, baja el revólver.

—Fuera de aquí. Eres la vergüenza de esta familia. Tienes una hora para abandonar esta casa. No quiero que la pises nunca más.

Gonzalo aprovecha su tiempo para recoger algo de ropa, para despedirse de su hermana, y para guardar el retrato de su madre, fallecida hace años, que adornaba su habitación, en la maleta. La madrugada del último día de 1914, empieza una nueva vida para él. Tenía que llegar el día en que esto sucediera y hoy es uno como otro cualquiera.

* * *

—No, éstos son los cuartos, espera… ¡Ahora!

La costumbre de comer las uvas en el cambio de año es muy reciente. Aunque no se ha generalizado hasta principios de siglo, desde 1894 vienen reuniéndose los madrileños delante del reloj de la Casa de Correos para hacerlo. Blanca ha aprovechado que sus padres pasarían la Nochevieja en casa de los duques de Pimentel para acudir a la Puerta del Sol con Manuel.

—No me da tiempo…

—Come y calla. Siete, ocho…

Cuando se llega a la duodécima campanada, la gente se abraza. Ella tiene aún la boca llena de uvas. Manuel reacciona antes.

—¡Feliz 1915!

Va a abrazarla como hacen otras parejas presentes pero se arrepiente, entonces le tiende la mano pero ella es la que acerca la cara para besarle. Al final, entre ir y venir le da un golpe en la nariz.

—Perdona, perdona, ha sido sin querer…

—No te preocupes, no ha sido nada.

—Bueno, lo dicho, feliz 1915. ¿Has pedido un deseo?

—¿Había que pedirlo?

—Sí, mientras te comías las uvas.

—Estaba tan pendiente de las campanadas que ni me he acordado de eso. ¿Qué has pedido tú?

—No se puede decir porque no se cumple.

Blanca tiene que volver a casa antes que sus padres; ellos no saben que está en la Puerta del Sol, rodeada de extraños, piensan que duerme en su habitación, que ni siquiera ha esperado despierta el cambio de año. Le encantaría pasar lo que resta de noche con Manuel, siguiendo a la gente que ha salido a divertirse.

—Te acompaño a casa.

—No hace falta, puedes irte por ahí y pasarlo bien.

—Prefiero ir contigo. Esta noche hay mucha gente por la calle, me siento más seguro si te acompaño. Además, me gusta caminar para empezar el año con buen pie.

Los dos echan a andar por la Carrera de San Jerónimo. La noche es sorprendentemente agradable para la época, fría pero sin lluvia o humedad. Se cruzan con gente que se divierte, que hace ruido, que ha bebido demasiado y que grita deseando feliz 1915.

—1914 ha sido un año horrible, mi boda, la guerra…

—Yo creo que ha sido un año bueno. Pese a todo lo que he pasado, te he conocido.

Manuel ni siquiera sabe cómo se ha atrevido a decirle eso a Blanca. La mira de reojo para ver cómo se lo toma. Ella ha sonreído.

Pasan por delante del hotel Palace, construido hace apenas un par de años, dos después que su vecino, el Ritz. Están cerca del palacete de los Alerces y los dos caminan nerviosos, ¿qué pasará al llegar? Tiene razón Elisa, Blanca se está enamorando de ese hombre, pese a su aspecto de obrero, pese a sus ideas anarquistas.

De repente, Blanca se queda parada, ha visto un coche rojo, un Renault; es Carlos de la Era. Está parado frente a ellos y su propietario está apoyado en el capó, mirándola.

—¿Te pasa algo?

—Vamos a casa, Manuel.

Nota la mirada de su antiguo prometido sobre ella, aunque evita que sus ojos se crucen con los de él. Tiene miedo de que se interponga en su camino, ¿qué quiere de ella? Blanca sabe que Manuel podría protegerla hoy, pero ¿qué pasaría otro día? Él la está siguiendo… ¿para hacerle qué?

Cuando llegan a casa, se despide apresuradamente de un Manuel sorprendido. Él había pensado que hablarían, incluso que se besarían. Pero no es así, algo ha ocurrido que ha arruinado la noche y que él ignora.

—Feliz 1915, Manuel, nos vemos en la academia.

Manuel camina hacia la habitación que tiene alquilada en Lavapiés, la que tenía que haber sido de ese hombre que murió al llegar de Valladolid y del que ha usurpado su nombre, su profesión y la vida… No era la noche de fin de año que esperaba, no estaba en sus previsiones acostarse temprano y enfadado.

Al llegar, decide seguir andando. Es difícil caminar por el solar embarrado que conduce a Las Injurias, sólo las hogueras que los vecinos han encendido para celebrar la llegada del año nuevo le indican el camino correcto.

La Murciana está recogida en casa. Cuando su perro ladra ante la presencia de Manuel, sale a sujetarlo y le invita a entrar.

—Feliz año, Murciana.

—Pasa. Me queda un poco de aguardiente.

No tienen tiempo para tomarlo, a los pocos minutos están en la cama, haciendo el amor.

—¿Un desengaño con la marquesita?

—¿Por qué dices eso?

—Porque no nací ayer, pero no te preocupes, vuelve siempre que quieras.

A Blanca apenas la verá en la academia. Quizá sea mejor así.