10

—¡Qué alegría que estés de vuelta en casa!

Apenas unas horas después de llegar a Madrid, Álvaro se encuentra con don Alfonso XIII para informarle de los detalles del viaje que le ha tenido algo más de dos meses recorriendo Europa. Es domingo y los dos desayunan a solas en las dependencias privadas del Palacio Real de Madrid.

—Dime, ¿cómo ha ido el viaje?

—De lo más importante le he ido informando por carta, majestad…

El rey ha recibido, a través de la valija diplomática, cartas de Álvaro Giner detallando las reuniones, las visitas, las inspecciones a los campos de prisioneros.

—… aunque el peor lugar de todos lo vi uno de los últimos días. No me dio tiempo a escribirle. En Mauthausen, una barbaridad, una sucursal del infierno en la tierra.

—¿Eso es Alemania?

—No, Austria, cerca de Linz. No había visto nunca una falta de humanidad semejante. Sólo debe de ser comparable la situación de los prisioneros alemanes en Rusia. Por lo que he podido saber, están peor allí; a muchos los mandan a Siberia. Es como si en los dos sitios quisieran hacer pagar la frustración de la guerra a los presos.

—Haremos una petición oficial para que se mejoren las condiciones.

—La haremos, majestad, pero no va a servir de nada. El grado de destrucción en Europa es asombroso: nada de lo que leamos en los periódicos nos llevará a imaginarnos la realidad. El mundo se ha vuelto loco.

Álvaro ha preparado un diario prolijo y detallado de las reuniones oficiales, las conversaciones, las opiniones de los representantes españoles, las peticiones de los gobernantes de las naciones en guerra; todo lo que puede ser útil para que el monarca se haga una idea aproximada de lo que ha visto.

—Esta misma tarde lo leeré para que hablemos mañana. Pero ahora, cuéntame lo que no has puesto en los papeles. ¿Qué tal te lo has pasado?

—París y Berlín no son las mismas ciudades que antes de la guerra, eso por descontado. Pero siguen siendo lugares en los que alguien puede divertirse si sabe dónde…

—Y tú sabes…

—No se crea, era mucho el trabajo que tenía por delante. Alguna cena, algún espectáculo, poco más. ¿Y aquí?

—Lo de siempre. Ya sabes que Madrid es una ciudad provinciana y aburrida. La única novedad es que una dama de buena familia, una tal Adela Espinosa, está esperando la llegada de un caballero, un tal Álvaro Giner, para formalizar las relaciones que, según dicen las malas lenguas, se sellaron con un beso antes de su partida…

Álvaro ha vuelto a escribir varias veces a Adela en términos mucho menos elocuentes que los de su primera carta de los primeros días en París. Cuando se marchó, estaba seguro de la conveniencia de iniciar una relación con ella. Sus sentimientos han cambiado mucho desde el comienzo del viaje; ahora tiene que encontrar la forma de evitarlo. Se siente incapaz de explicárselo a Blanca.

No han conseguido estar a solas desde la noche que pasaron juntos en el hotel de Viena. Trenes, estaciones, salas de espera… en compañía de la esposa del embajador español en Viena de la que no lograron deshacerse ni un minuto. A pesar de lo mucho que lo deseaban, no consiguieron ni rozarse con los dedos. Ayer, a su llegada a la Estación del Norte, la familia de Blanca esperaba, Manuel Lope también. Álvaro sólo pudo despedirse de ella de manera formal. Ahora tiene que tomar decisiones.

—¿Formalizar relaciones con Adela? No sé si tengo ganas de correr tanto.

—Venga, Alvarito, no irás a echarte atrás ahora… Vamos, ni se te ocurra. A ver si voy a tener que desterrarte.

Es evidente que don Alfonso bromea, el rey no se metería nunca en un asunto así, del ámbito personal de su amigo, pero con sus chanzas demuestra que él, como tantos otros, incluida la misma Adela, dan por hecho su compromiso. Romperlo ahora sería muy doloroso para ella y muy poco decoroso para él.

La familia de Álvaro, sus padres, sus hermanos y hermanas, cuñados y sobrinos, se reúne a mediodía todos los domingos para el almuerzo en el palacete en el que viven, junto a la Real Academia, muy cerca del de los Alerces aunque él y Blanca apenas se conocían por referencias hasta que el rey decidió crear la oficina. Es una bella y gran edificación que no tiene nada que envidiar a muchas otras de la zona: grande, de estilo neoclásico, con una hermosa fachada y una lujosa decoración. Álvaro es el hermano pequeño, y aunque tiene el piso de la calle Fuencarral, donde por temporadas ha vivido alguna de sus amantes, y otro que a veces utiliza en la calle de Alcalá, frente al Retiro, es el único que suele residir aún en casa de sus padres.

Es raro que se junten todos, siempre falta alguien en una familia tan numerosa, pero la llegada de Álvaro, el benjamín de la casa, la noche anterior, de un viaje tan largo por Europa, ha servido para que todos hagan el esfuerzo y acudan a la invitación de sus padres. Hasta Ernesto, el cura, el mayor de todos, el que se ausenta con más frecuencia de las comidas, ha abandonado sus tareas en el Palacio Episcopal para sumarse a la comida.

La guerra ha impedido el reparto generalizado de regalos que se hubiera producido en cualquier otra ocasión. Álvaro apenas lleva unos juegos para los más pequeños, unas peonzas talladas en madera por algún prisionero ruso que cambió en el campo de Döberitz por unos paquetes de tabaco, pagando un precio por ellas mucho mayor de su verdadero valor.

—Lo siento. No está París para comprar perfumes.

Ha tenido que contar las anécdotas, de las más divertidas a las más impactantes: su reunión de menos de medio minuto con el presidente Poincaré, su visita al centro de internamiento de prisioneros de Helmstedt, donde los presos de alta graduación tienen ordenanzas, cocineros, barberos y jardineros a su servicio, e incluso ha tenido que inventarse, para diversión de sus sobrinos, un ataque a su tren con bombas lanzadas por aviones…

—Estoy seguro de que uno de los aviones alemanes estaba pilotado por el Barón Rojo, ¿habéis oído hablar de él? Es el mejor de los pilotos de toda la guerra, un as. Él solo ha abatido más aviones enemigos que todos sus compañeros juntos. Así que imaginad el miedo que pasé…

Hay en su familia un ambiente de celebración, supone que temían por su vida en un viaje tan largo por lugares en conflicto. Al acabar los postres, su padre manda al mayordomo llevar al comedor una sorpresa que ha preparado para la ocasión, unas botellas de Louis Roederer Cristal.

—Este champán sólo se hace para el zar de Rusia, así es que os podéis imaginar lo que ha costado conseguir que estas botellas acaben en nuestro comedor. Y no estoy hablando de dinero, sino de influencias. De no ser por la guerra, ni soñéis que pudiéramos beberlas.

El mayordomo ha sacado las copas y sirve a los adultos sentados en la mesa. Uno de los sobrinos de Álvaro, al borde de la edad necesaria, se queja y consigue que su abuelo le autorice a beber con ellos.

—Un día es un día, si tu madre lo consiente.

Todos están expectantes, es mucha ceremonia para lo habitual en casa de los Giner, sobrios y comedidos. Están seguros de que el cabeza de familia tiene algo que anunciar, y que es algo que le hace estar muy feliz.

—Álvaro no nos cuenta, siempre tan discreto con estos asuntos, la noticia que todos esperamos escuchar y que nos ha traído a la mesa sin que falte ningún miembro de la familia. Vamos a brindar por su futuro compromiso con Adela Espinosa, a la que, si me permitís decirlo, he conocido y he encontrado bellísima. ¡Salud!

Todos se suman sonrientes al brindis. Álvaro se limita a mojar sus labios. Es el champán más amargo que ha bebido en su vida.

—Salud…

* * *

—Teníais que haberme avisado, haberme mandado un telegrama donde fuera para que volviera ese mismo día…

La noticia de la desaparición de Alicia durante un día entero ha asustado a Blanca más que cualquier cosa que pudiera pasarle en su viaje. La policía no tiene ningún dato, ni una sola pista que permita saber quién es ese hombre que se la llevó, al que sólo la niña ha visto.

—Alicia dice que la trató bien, que jugó con ella y que le dio caramelos. La única diferencia es que la niña vino sin chaqueta y no creo que nadie secuestre a una niña para robarle una chaqueta. La policía me ha estado preguntando, ya les he dicho que no tengo ningún enemigo que pueda querer hacerme algo así y que, si lo tengo, no sé quién es.

Manuel, que fue a recibirla a la Estación del Norte a su llegada, está también comiendo en el palacete de los Alerces.

—No dio tiempo a buscar a Alicia y ya la había soltado. No ha habido ningún mensaje, nada… Es posible que se equivocaran de niña, me temo que nunca lo sabremos.

—Tu madre estaba con ella, casi se muere del disgusto.

Blanca se queda intranquila, piensa en que ella sí que tiene un enemigo: Carlos de la Era. Pero no puede ser, ni siquiera él se atrevería a algo así. Y además, ¿para qué?, ¿por qué iba a soltarla después, sin decir nada? Si hubiera sido Carlos de la Era lo habría hecho cuando Blanca estuviera en Madrid, no cuando sabe que está de viaje y es posible que ni siquiera se entere. No va a decir su nombre, no le va a culpar de algo así, pero andará con los ojos abiertos.

Blanca, como Álvaro, también tiene que relatar algunos momentos de su viaje: sus paseos por París y Berlín recorriendo los lugares que conoció en su niñez con sus padres, los escasos amigos de éstos a los que ha podido ver, la huella de la guerra en la gente y en la ciudad…

—París está lleno de soldados de todas partes. Los alemanes dicen que desfilarán por los Campos Elíseos, pero me parece que lo van a tener complicado: hay ingleses, australianos, neozelandeses, brasileños, portugueses…

—¿Y americanos? ¿Se dice algo sobre si van a entrar ya en la guerra los americanos?

—Hay muchos observadores, es posible que sea muy pronto.

—Hija, qué aburrido todo lo que cuentas… ¿No se hacen fiestas en París como las de antes?

—Mamá, ¿fiestas? Francia está en guerra… En la vida cotidiana de París no se nota mucho, pero no están para fiestas.

Podría contarles su noche en el Moulin Rouge, su padre se reiría mucho y su madre se escandalizaría. Aunque quién sabe qué diría Manuel, los anarquistas son, en el fondo, más moralistas que nadie. Toda esa decadencia burguesa le parecería aún peor que a su madre. ¿Y qué dirían todos ellos si supieran que ha habido otro cambio, éste fundamental, en ella? Blanca ha vivido su primera noche de amor, eso no se nota pero ella lo sabe: ya no es la misma.

En un momento que se queda a solas con Manuel, habla con él de trabajo, de las entrevistas y los acuerdos, de París, de Berlín y de Viena, de la visita a Mauthausen y la discusión de Álvaro con el director.

—Estaba fuera de sí, por un momento pensé que no salíamos del campo, que nos meterían en una de las celdas de castigo.

Lo dice sin una sonrisa: que Manuel no sospeche, no se dé cuenta de lo orgullosa que se siente del director de la oficina, del placer que la embarga cuando habla de él.

Manuel también le pone al día de los logros de la oficina en Madrid, de sus reuniones con el rey y de la liberación del bailarín ruso y el cantante francés.

Ambos se ocultan las cosas importantes: ni Blanca puede hablar con Manuel de lo que sucedió la última noche, ni Manuel puede confesarle a ella su preocupación por las amenazas que ha sufrido por parte de sus propios compañeros, empeñados en eliminar a don Alfonso XIII. Son las cosas que hablarían con Elisa y con Luis, pero los dos han perdido a los que eran sus mejores amigos; ahora sólo se tienen el uno al otro.

Blanca acudirá mañana a palacio a trabajar y se encontrará con Álvaro. Quizá aprovechen un momento a solas para decirse algunas palabras, para mirarse y hacerse un gesto de cariño. Los últimos dos meses y pico le ha visto a diario, a todas horas; ahora no lleva ni doce horas alejada de él y le duele su ausencia, no quiere volver a separarse.

* * *

—Te dejo dinero en la mesilla, ya sé que no lo quieres, pero seguro que te viene bien.

Carmen ha vuelto a ver a Diego varias veces; a los dos días de su primer encuentro se presentó en su tienda de ultramarinos con la excusa de comprar unos garbanzos. No habló con él porque allí estaba su esposa. Diego la buscó después.

—No te asustes, no voy a contarle nada a tu mujer.

—Y entonces, ¿qué quieres?

—Volver a verte, sin Rosa, sin dinero por medio.

—¿Por qué?

—Me gustó lo que hicimos, creí que no volvería a hacerlo nunca más.

Carmen y Diego se ven una vez a la semana, los lunes por la tarde, que es el día que él tiene la excusa de visitar al contable que le lleva los números de la tienda, en un piso de la calle de Segovia. Es la única condición que le ha puesto Carmen, no volver al piso de la primera vez, no pasar por delante de esa vieja ni ver el crucifijo de la pared. No recordar que allí la llevó Rosa «la Larga».

—Ya te he dicho que no quiero que me dejes dinero.

—Y yo que no trato de pagar tus atenciones. Sólo pretendo ayudarte a comprar las medicinas de tu hijo, o lo que quieras, regálale algo al niño.

La tienda de Diego es grande, bien surtida y bien situada, tiene tres chicos que hacen reparto a domicilio y varios más que atienden en el local, las familias más elegantes de Madrid compran allí; puede permitirse ayudar a Carmen con unos duros todas las semanas.

—¿Te vuelvo a ver el lunes que viene?

—Siempre me lo preguntas, claro que nos volveremos a ver. Y si necesitas algo para el niño, dímelo, no te dé vergüenza, sabes que me gustan los niños y no he tenido la suerte de tenerlos.

Después de abandonar el piso en el que se ven, Carmen vuelve a Las Injurias. Coge el tranvía en Sol y no puede evitar pensar en Jean-Marie. ¿Seguirá vivo? ¿Qué le diría si acabara la guerra y volviera? ¿Le contaría que ha habido otro hombre, que mientras él estaba en una trinchera, o prisionero, o herido, ella se acostaba con el dueño de una tienda de comestibles que le había hecho sentir más placer del que había sentido nunca, incluso con él?

Cuando aceptó la oferta de Rosa «la Larga» fue para comprar las medicinas de Juan; soñaba con la posibilidad de sacarlo de ese barrio insalubre. Ahora tiene algo de dinero guardado en un agujero en el suelo de su chabola, suficiente para pagar un par de meses una pensión y buscar un trabajo, o para volver a Sevilla y aceptar lo que su hermano Antonio disponga para ella, quizá acostumbrarse a vivir como la viuda que probablemente sea. ¿Por qué sigue en Las Injurias? ¿Por miedo a esta ciudad? ¿Porque se ha acostumbrado a la libertad y no soportaría tener que obedecer otra vez a un hombre? No tiene una respuesta. Mientras lava ropa en el río, mientras viaja en el tranvía de vuelta al barrio, se tortura pensando que se ha convertido en una mala madre y una peor esposa.

—Tu marido va a llegar de un momento a otro.

Gretchen es cada día más descuidada, cada día quiere apurar el tiempo un poco más. Una de las tardes que ella y Jean-Marie estaban en el estudio que se ha habilitado para que él lo utilice para pintar a la esposa del general en la mansión de los Köhler, se salvaron por sólo unos minutos. Su marido entraba por la puerta cuando el pintor francés terminó de vestirse y su modelo recompuso la postura en la que debía posar. Jean-Marie ha sobrevivido a centenares de bombas sobre su cabeza, a ametralladoras disparando contra su posición, a luchas cuerpo a cuerpo con el enemigo, a una captura en la que estuvo a punto de ser fusilado, a una cuerda de presos que ha recorrido a pie media Alemania, a un intento de fuga y a una celda de castigo; lo último que quiere es que le mate un marido que le ha encontrado con su mujer en la cama. Una mujer que, pasada la novedad de las primeras veces, ni siquiera le gusta. Reconoce que es muy bella, pero sólo se acuesta con ella para seguir disfrutando de las tardes fuera de la cárcel en la que está preso y para que ella no tome represalias contra él. Para excitarse no le basta con Gretchen, tiene que pensar en Carmen, que ha empezado a difuminarse en su memoria. Cada día que pasa, le cuesta más dibujar su rostro.

Unos soldados le llevan a la casa y esperan fuera. Durante el tiempo que está dentro de la vivienda del general nadie le vigila. Podría salir por la puerta de atrás y fugarse. ¿Dónde iría? Necesitaría dinero y un lugar donde esconderse, gente que le ayudara a salir de Alemania… Si fuera verdad eso que dicen de que los van a matar antes de acabar la guerra, lo intentaría. Pero eso no puede ser cierto, nadie puede ser tan cruel.

* * *

—Me contaron que habías vuelto a Madrid, al Apolo. Estuve tentado de ir a verte…

El encuentro entre Álvaro Giner y Beatriz Vargas se ha producido por la calle, por sorpresa. Él ha decidido prescindir del chófer que le acostumbra a llevar e ir caminando a palacio, pensando en sus cosas, en las tareas de la oficina, en la que será su vuelta al trabajo y a la cercanía de Blanca. Beatriz, en contra de su costumbre de levantarse tarde, ha ido al banco a ingresar un dinero que le ha dado Carlos de la Era después de mucho insistirle. El dinero que le permitirá vivir cuando la belleza sea un recuerdo del pasado: esos ingresos y las joyas que le regalan son los frutos de su trabajo y su futura jubilación.

—Estuve actuando poco tiempo, sólo un mes. Pregunté y me dijeron que estabas fuera de España, en Francia y Alemania; tuve miedo por ti.

—¿Tienes tiempo para tomar algo?, ¿un café con leche?

Se sientan en el Café de Levante, en la calle del Arenal. Álvaro se sorprende admirándola, sigue tan bella como siempre, quizá más.

—Tengo que pedirte perdón por nuestro último día. No sé qué me pasó, por qué me acosté con ese hombre…

—No me mientas, Beatriz, que te conozco.

—De verdad, era la primera vez que sucedía. Qué vergüenza.

Es mentira. Álvaro se informó, le pagó al portero del edificio para que le confesara que el hombre con el que estaba Beatriz vivía en su piso. Él mantenía a la joven y ella a su amante, un trato casi justo.

—¿Dónde vives ahora?

—He conocido a un hombre, no es como tú, contigo estaba tan a gusto… Desde que dejamos de vernos no he vuelto a ser feliz.

—Mala suerte, Beatriz. Fuiste tú quien me engañó.

Es incomprensible que no triunfe en el teatro con lo buena actriz que es; una lágrima asoma en sus ojos.

—¿Y tú?

—Yo bien.

—¿Hay otra mujer viviendo en nuestro apartamento?

—¿Nuestro? Que yo sepa sigue siendo mío… No, no vive nadie, está vacío. He tenido mucho trabajo en los últimos meses y nada de tiempo para divertirme.

Por si tuviera pocos problemas con Adela y con Blanca, está sentado en un café con Beatriz y ella le mira, le sonríe y le habla como antes. No engaña a Álvaro, es lo que es, pero lo es de una forma encantadora.

—¿Y se puede saber quién es el hombre que te mantiene ahora?

—Carlos de la Era, ¿le conoces?

No puede ser casualidad.

—Claro que le conozco. ¿Quién te lo presentó?

—Nadie, vino a verme al teatro, me envió un ramo de flores… Pero si tú quieres que vuelva contigo, lo haré. Carlos no me trata como me tratabas tú. A ti te quería, él es trabajo.

—Ten cuidado con él, es un tipo que sólo es capaz de hacer el mal a todos los que están a su alrededor.

—Me asustas… Pero no tengo dónde ir. Álvaro, no me ha ido bien desde que dejé de estar contigo.

—Vente a mi piso, al de la calle Fuencarral.

—¿Que vuelva contigo?

—No, que vivas allí, mientras encuentras un trabajo en el teatro. Que te alejes de Carlos de la Era. Sólo unas semanas; yo no iré a verte, sólo quiero ayudarte.

—¿Dónde vas?

Beatriz tiene la maleta hecha cuando aparece Carlos.

—Me voy de esta casa. Lo he pensado mejor y no estoy a gusto.

No sabía que él aparecería, tenía que haberse dado prisa y haber salido del piso de la calle de la Magdalena antes de que él llegara. No lo había temido hasta que Álvaro le avisó; no le gustaba, no le caía bien, pero no le tenía miedo. Ahora sí. Tiembla mientras él permanece callado, mirando las maletas que ella ha hecho con sus cosas, dando vueltas agitado por la sala.

—Tú no vas a ningún sitio.

—No puedes obligarme a quedarme.

Un bofetón le cruza la cara y la arroja al suelo. Nota en la boca el sabor de la sangre.

—He dicho que no vas a ningún sitio.

Beatriz se queda en el suelo. Se protege para no recibir ningún golpe más, se cubre la cabeza con los brazos, pero él no la golpea más, no lo necesita.

—Así que vuelve a vaciar las maletas y desnúdate.

Obedece sin rechistar. Hace todo lo que él le pide, lo que sabe que le gusta. Siempre lo mismo: cada vez que él quiere poseerla, primero chuparle, después darse la vuelta y mirar a la pared, esperar que él la penetre, aguantar fuerte…

—¿Dónde te ibas a ir?

—A ningún sitio.

—Así me gusta. Y ni se te ocurra marcharte cuando yo no esté, porque te voy a buscar y te voy a encontrar. Y cuando te encuentre te vas a arrepentir. ¿Lo has entendido?

* * *

—¿Raúl Coronado? Claro que lo conozco… Hace meses que no le veo, ¿ha vuelto a España?

Mirando entre sus papeles, Gonzalo ha leído varios relatos breves del anterior inquilino de su piso. Algunos de ellos están ambientados en un bar llamado L’Axarquie, en la rue Audran. Es un bar pequeño, barato, lugar de descanso de las prostitutas de la zona entre cliente y cliente. El dueño es malagueño, pero lleva tantos años viviendo en París que tiene más acento francés que andaluz al hablar español.

—Se sentaba en esa mesa, siempre con papeles y una pluma. Podía pasar las noches escribiendo y bebiendo coñac. Había una chica con la que solía hablar, una cubana que trabaja en un burdel de aquí cerca. Ella es la única que podrá decirle algo sobre él. No tiene pérdida, es negra, la llaman Perla y le saca a usted la cabeza.

Gonzalo encuentra a Perla después de dos o tres paseos por el barrio. Paco, el dueño del bar, tenía razón: Gonzalo es un hombre de buena estatura, pero la cubana puede medir casi dos metros.

—¿Hablar conmigo? ¿De qué?

—De Raúl Coronado.

—Volvió a España. No puedo contarte nada sobre él.

Un par de billetes acaban con la resistencia de Perla, una mujer de más de cuarenta años que ha pasado hace tiempo la mejor edad para su profesión.

—Vamos a L’Axarquie, allí me veía con él.

Paco les sirve dos copas de coñac barato, deja la botella en la mesa y, discreto, se aleja de ellos.

—¿Conocía a Raúl hace mucho tiempo?

—Le conocí en Cuba, somos hermanos de madre. Su padre era un funcionario español, el mío un estibador del puerto. No nos parecemos, ¿no?

—No, desde luego.

—Él se pasó años intentando que nadie se enterara, le daba vergüenza que yo fuera tan negra. Después, cuando nos encontramos en París, quería que le perdonara. Ya le dije que no le iba a perdonar nunca, que antes él se avergonzaba de mí y ahora yo me avergüenzo de él.

—¿Qué le pasó en París?

—¿Tú qué quieres saber?

—Todo… He visto sus fotos, cómo dejaba de ser un hombre joven y elegante y se convertía en un viejo desharrapado, en muy pocos años.

—La vida se llevó por delante al blanquito, al hijito de su papá…

Gonzalo necesita invitar a Perla a muchas copas de coñac, hacerle muchas preguntas, superar muchas dificultades para conseguir desenredar su discurso.

—En La Habana se creía un principito blanco. Cuando llegó a España se dio cuenta de que era un don nadie; en París se encontró con la realidad, que su abuela, la madre de su madre, era una esclava africana.

—¿Vino usted a París con él?

—No me trates de usted, que me haces mayor y bastantes años tengo. No, yo estaba en París antes que él. Entonces era joven y trabajaba en los mejores burdeles. Los ricos, los artistas, la gente famosa, pagaban fortunas por mí. Hace mucho de eso. Ahora, por una comida y dinero para la pensión, hago lo que me pidan. En esa época no conocía el opio.

—¿Consumía opio Raúl?

—Lo consumíamos los dos. Había un fumadero, bueno, al principio había muchos, pero los cerraron hace unos años, queda uno aquí cerca. Lo lleva una china vieja, madame Li; Raúl decía que tenía más de ciento cincuenta años. La encontraron muerta hace poco, pero no de vieja. La mató un ladrón. No se sabe quién.

—¿Fue el opio lo que acabó con él?

—El opio, la sífilis, este coñac… ¿Está muerto ya?

La botella se ha terminado; la copa de Gonzalo está casi intacta, es Perla quien se lo ha bebido todo.

—No lo sé, lo busqué en Madrid, pero me parece que vive en Barcelona.

—Si no está muerto, morirá pronto. ¿Por qué quieres saber de él?

—Le he sustituido en el periódico, vivo en su apartamento de la rue du Sommerard. Hay varias cajas de papeles escritos por él.

—¿No vas a pedir más coñac?

Gonzalo le hace un gesto a Paco para que lleve una botella más.

—¿Habla de mí en los papeles?

—No lo sé, su letra es muy mala y apenas he descifrado algunos.

—¿Qué vas a hacer con ellos?

—No lo sé, ¿qué debería hacer?

—Quemarlos y olvidarte de él. Si hay suerte, ya lo habrán encontrado muerto en una pensión del barrio chino de Barcelona. ¿Hay barrio chino en Barcelona?

De vuelta a casa, a punto de entrar en el metro, un hombre le aborda. Gonzalo no le ha reconocido debajo del sombrero; es el mismo que se acercó a él en el local sin nombre de la calle de la Flor, en Madrid. Le entrega un sobre.

—Es un billete de tren para dentro de dos días, para Calais. Va a tener que estar dos semanas fuera de París, recibiendo instrucción para su estancia en Berlín. En el tren se le acercará alguien a decirle dónde tiene que ir al llegar a su destino.

—¿Usted?

—No lo sé, alguien se pondrá en contacto con usted. No falle, súbase a ese tren.

* * *

—Perdón, Álvaro, ¿te pasa algo?

Dos días sin dirigirle la palabra excepto para asuntos que tienen que ver con la oficina, no es exactamente lo que Blanca esperaba a la vuelta del viaje.

—No, no pasa nada, perdona… ¿Sabes la cantidad de trabajo pendiente que había encima de mi mesa? Déjame un par de días que me ponga al día de todas estas historias, ahora mismo no puedo pensar en nada más.

No puede pensar en nada más, pero no es el trabajo lo que lo impide; es ella, es Adela, es Beatriz, que no ha aparecido por el apartamento de la calle Fuencarral pese a que quedó en hacerlo. Es el rey, que ha organizado una cena a la que asistirá la que todos esperan que sea pronto su prometida; es su familia, que ha brindado por el futuro enlace y planea los detalles…

—Todo el tiempo que quieras, no te preocupes.

—Perdona una cosa, Blanca. El apartamento donde vivía la amante de Carlos de la Era, ¿sabes dónde estaba?

—¿A qué viene esa pregunta?

—Curiosidad…

—En la calle de la Magdalena, al lado de la Plaza del Progreso. Eso me dijo Pilar Marín.

Blanca sale de su despacho decepcionada y enfadada. Quizá se equivocara al decidirse por Álvaro. No se arrepiente de lo que hizo, volvería a hacerlo, volvería a pasar una noche entera con él, pero quizá fuera un error.

En su mesa, como siempre, incansable, está trabajando Manuel.

—Mira, ven a ver esta carta…

La carta que le tiende está en inglés, un inglés bello y muy correcto, muy distinto al habitual idioma que deben leer siempre, de familias pobres y angustiadas por la falta de un hijo, un inglés pobre, repetitivo, lleno de faltas de ortografía.

Su pelo es castaño oscuro; sus ojos, también. Cejas oscuras, muy pobladas. Luce un pequeño bigote negro. Exhibe una leve cicatriz en la frente. Uno de sus incisivos ha perdido su esmalte. Es miope; normalmente usa quevedos, pero en el frente usaría gafas con montura de oro. En su dedo meñique lleva un anillo de oro, con las iniciales «J. K.» grabadas. Toda su ropa está marcada con su nombre: «John Kipling».

—¿Cómo te quedas?

—Qué hermoso… ¿Quién escribe así?

—¿No sabes quién es?

—Un momento… ¿Kipling? ¿El premio Nobel?

—Ese mismo, Rudyard Kipling, el escritor inglés ¿Has leído «If»?

—Pues perdona mi incultura, pero no lo he leído.

—Hazlo, por favor. Es maravilloso.

John Kipling, el hijo del famoso escritor, desapareció tras la batalla de Loos y su padre no ha vuelto a saber de él. Es el segundo de sus tres hijos que muere; la mayor, Josephine, lo hizo tras una pulmonía. La Oficina Pro-Cautivos es la última esperanza a la que se agarra en su desesperación. La batalla de Loos, librada entre tropas inglesas y alemanas en 1915, hace casi dos años, ha dejado muchas bajas y muy pocas buenas noticias. No es la primera carta que se encuentran de familiares que buscan a sus desaparecidos en esa batalla, apenas han podido dar respuesta satisfactoria a un par de ellas, menos del uno por ciento. En Loos, los ingleses decidieron atacar a sus enemigos con gas, el viento cambió y el gas volvió contra ellos mismos, provocando muchas bajas entre sus propias tropas. Quizá John fue capturado por los alemanes; buscarán en los listados uno a uno para dar con él, pero ambos temen que haya muerto en la batalla y su cuerpo, como el de tantos otros, acabara destrozado, sepultado por la tierra o cualquier otro motivo en el que ni siquiera pueden pensar porque es muy difícil imaginar el horror.

—Lo buscaremos, no pararemos hasta encontrarlo.

Es lo que necesita Blanca, algo que la traiga de vuelta a la realidad, y que le permita deshacerse de las fantasías infantiles que había inspirado en ella su encuentro amoroso con Álvaro. Qué boba al pensar que por fin estaba tocando la felicidad… ¿Cómo es posible que alguien te diga «te quiero» y después tenga mucho trabajo…?

Antes de irse a casa, Álvaro ha vuelto a salir de la oficina con una despedida generalizada, sin mirarla siquiera, y Blanca está furiosa. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha cambiado?

Al regresar a su mesa, encuentra un papel manuscrito sobre ella. Reconoce la letra de Manuel. Lo despliega y ve que parece un poema… Aprovecha que se ha quedado sola para leerlo.

Si puedes mantener la calma cuando todos a tu alrededor

han perdido la cabeza y te culpan de ello,

si puedes confiar en ti mismo cuando todos dudan de ti,

y sin embargo comprendes sus dudas;

si puedes esperar sin cansarte de la espera,

o siendo engañado, no pagas con engaños,

o siendo odiado, no te dejas llevar por el odio,

y a pesar de ello no te consideras demasiado bueno, ni demasiado sabio:

Si puedes soñar —y no hacer de los sueños tu guía;

si puedes pensar —y no hacer de los pensamientos tu único objetivo;

si puedes saborear el triunfo y la derrota

y tratar a esos dos impostores del mismo modo.

Si puedes soportar escuchar la verdad que has dicho

tergiversada por canallas que confunden a los necios,

o mirar las cosas por las que has dado la vida, rotas,

y agacharte y reconstruirlas con maltrechas herramientas:

Si puedes amontonar lo que has ganado

y arriesgarlo todo a cara o cruz,

y perder, y empezar de nuevo desde el principio

y no lamentarte jamás por lo que has perdido;

si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones

para que te sirvan mucho después de haberlos agotado,

y aun resistir cuando no exista nada en ti

salvo la voluntad que les dice: ¡Resistid!

Si puedes hablar con la multitud y mantenerte íntegro,

o caminar con reyes —y no perder el sentido común,

si ni amigos ni enemigos pueden herirte,

si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;

si puedes llenar el minuto implacable

con sesenta segundos por los que merezca la pena vivirlo,

tuya es la tierra y todo lo que hay en ella,

y —lo que es más— serás un hombre, hijo mío.

Es «If», el poema del que antes le hablaba Manuel… qué hermoso regalo. Cuánta razón tiene Kipling: tiene que resistir y no permitir que nadie la hiera.

* * *

—Aquí se elabora una gran parte de la documentación que usan los espías. Quizá salió de aquí la que tú usabas en París.

El general Köhler muestra las instalaciones a Frank Heimer. El taller está situado en un cuartel de Potsdam, cerca de Berlín, y hay entre treinta y cuarenta prisioneros de guerra asignados a él.

—Hay de todo, muchos son artistas, también gente que trabajaba en imprentas antes de la guerra, hasta dos rusos que habían estado en la cárcel por falsificar billetes. Colaboran algunos alemanes, pero no están aquí, están en otro taller; no queremos que se junten con los prisioneros.

—¿Por algún motivo?

—Los que están aquí no existen, no aparecen en ningún listado de presos. Nuestra intención es que no haya intercambios o preguntas por parte de los países neutrales.

—Estarán aquí, entonces, hasta el final de la guerra.

—Nosotros cumplimos órdenes, Heimer. Estos presos saben qué identidades utilizan nuestros espías, conocen muchas de nuestras claves, qué propiedades tiene Alemania en otros países para usar en caso de necesidad. Esta guerra acabará, estaremos unos años en paz y después habrá otra, volveremos a necesitar todo lo que hemos creado. Haremos lo que nos manden, pero dudo que ellos vuelvan a sus casas.

La lógica militar es aplastante. Hay tantas cosas por encima de la vida humana…

—Te voy a presentar a Jean-Marie, es un pintor francés muy bueno que ha vivido en España, como tú.

A Frank le gusta la literatura, sobre todo la poesía, pero no entiende mucho de pintura, así que nunca ha oído hablar de un pintor francés apellidado Huguet. Sin embargo, le hace ilusión hablar con él de Sevilla, de las noches disfrutadas tomando algo fresco junto al río, una vez pasado el extremo calor del día; del olor a azahar del barrio de Santa Cruz, de la magia de las guitarras y las bailaoras… A pesar de que nunca haya estado en Sevilla con Gonzalo, todo lo que se refiere a España le recuerda a él.

—¿Vivió mucho tiempo en Sevilla?

—Un par de años, poco más, hasta que empezó la guerra y tuve que volver a Francia. Cuando esto termine volveré a Sevilla. Siento que aquélla es mi tierra.

Cuando acabe… A Frank le va a costar mucho estar en este puesto, conviviendo con hombres que ya han sido condenados.

En su anterior estancia en Berlín, al volver de Madrid y antes de ir a París, Frank se quedó en una habitación de hotel; iban a ser pocas semanas y no valía la pena reabrir el piso familiar de la Friedrichstrasse. En esta ocasión no hay plazos, quién sabe si no volverá a salir de la capital alemana. Regresa a la casa en la que pasó su infancia y su juventud, a saludar a las mismas vecinas de entonces, con veinte o treinta años más desde que las dejó de ver, a pasear por el Tiergarten o por los márgenes del río Spree.

—¿Te enteraste de lo que le pasó a Gustav Müller?

Un viejo amigo, un compañero de los tiempos de la universidad, se toma un café con él en el Café Berio, casualmente el mismo en el que estuvo sentado con Gustav una de las últimas veces que le vio.

—No, no he tenido noticias suyas hace mucho.

—Por lo visto, espiaba para los franceses. Alguien lo delató y fueron a por él, no se ha vuelto a saber nada.

—¿Preso?

—No seas inocente; Frank. Gustav Müller no aparecerá. Su caso no es el primero.

No es inocente, en otros asuntos sí, en éste no. Por lo menos, le consuela saber que no ha trascendido que fue él quien delató a Gustav.

* * *

—Una mujer rubia, muy alta, de ojos azules, muy bella. Tiene que vivir en esta calle, muy cerca de la plaza, en algún edificio de éstos.

—En ese edificio, en el segundo piso. Pero hace días que no la veo, a lo mejor se ha mudado. En esa casa duran poco las mujeres, no sé si me entiende lo que le digo…

A Álvaro no le ha costado mucho dar con la casa. Beatriz Vargas es una mujer muy guapa, espectacular, le sería difícil pasar inadvertida: todos los porteros, los mozos de reparto o los vendedores de la zona la tienen identificada.

—Álvaro, ¿qué haces aquí? Por favor, márchate.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada, un golpe sin querer…

Intenta cerrar la puerta, pero Álvaro lo impide. Beatriz tiene aún señales del golpe que le dio Carlos de la Era cuando quiso marcharse del piso, un moratón en el pómulo.

—Tienes que irte, por favor. Me va a matar.

—Coge tus cosas, te vienes conmigo. Sólo lo que sea imprescindible: los papeles, los recuerdos; todo lo demás se puede volver a comprar.

Cinco minutos después, aunque Beatriz se haya negado a irse sin sus joyas, están en el coche de Álvaro, camino del apartamento de la calle Fuencarral.

—Me va a encontrar, y lo que me ha hecho no es nada al lado de lo que me va a hacer.

—No te va a hacer nada.

—No lo conoces, ese hombre está loco.

Beatriz no interpreta, por una vez es sincera: está aterrorizada. Álvaro le pide que se calle y deje de quejarse; necesita pensar.

—Majestad, tengo un problema que le quiero consultar.

—¿Algo de la oficina?

—No, un problema personal, una consulta como amigo. ¿Recuerda a Beatriz Vargas?

Don Alfonso la recuerda, hablaron de ella muchas veces, él mismo le aconsejó que abandonara su relación con ella. Le sorprende la historia que Álvaro le cuenta: el encuentro casual, la paliza que le propinó Carlos de la Era, su salida de su piso de la calle de la Magdalena casi en una huida desesperada.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—No sé, quizá nada, sólo aconsejarme.

—Ese tipo, Carlos de la Era, es un canalla, pero yo no puedo hacer que lo metan en la cárcel porque sí. ¿Sabes lo que dirían los periódicos si supieran que he presionado al ministro de la Gobernación para que quite de la circulación a alguien?

—Lo sé. Lo sé.

—Ahora bien, vamos a pensar si hay alguna otra forma de echarte una mano. Álvaro, estaba claro que esa chica te iba a traer problemas… Verás como se entere Adela.

Tiene que hablar con Carlos de la Era, antes de que él encuentre a la chica; dar la cara, avisarle de que Beatriz está bajo su protección.

—No se va a atrever a hacerte nada.

—Eso me da igual, me encantaría que se atreviera y ponerle en su sitio.

—¿Me pides consejo o que te aplauda las bravuconadas? Sé sensato. Habla con él, dile que la chica está contigo, o mejor, dile que está bajo tu protección y que sientes mucho que eso interfiera en sus planes. Sé firme, pero no agresivo.

—Sí, será lo mejor. Siento incomodarle con estos asuntos.

—¿Estás tonto? Si me encanta, me encanta que alguien venga a contarme estas cosas y no esas otras tan aburridas que me cuenta todo el mundo. Que parece que hay un premio a ver qué español aburre más al rey…

* * *

—¿No subimos en el barco? ¿Hemos venido hasta Calais y no vamos a cruzar a Inglaterra?

A Gonzalo le han hecho subir de nuevo en el tren para volver a París después de hacerle dormir una noche en Calais. Ha entrado en el vagón a escondidas, va en un compartimento cerrado y con las ventanillas tapadas.

—Son maniobras de distracción, hay espías alemanes por todas partes. El lugar donde va a recibir instrucción es alto secreto, no queremos que nadie se entere de su ubicación. Ni siquiera que usted mismo sea capaz de volver.

Cambia de transporte en una estación pequeña y en la que no estaba prevista la parada, en medio de la noche; le suben a la caja de una camioneta en la que viajan un par de horas, después en la parte de atrás de una ambulancia hasta que llega, de madrugada, a su destino.

Es una bella casa de campo, lo que los franceses llaman un château, un lugar tranquilo, con un cuidado jardín. Delante de la casa hay aparcados dos vehículos militares. Un coronel vestido con uniforme de campaña recibe a Gonzalo; aunque es inglés habla un francés bastante correcto.

—Señor Fuentes, sea bienvenido. Lo mejor es que vaya a su habitación y se instale, nos espera mucho trabajo las próximas dos semanas.

Una cama confortable, una mesa y una silla, un armario y un lavabo son todo el mobiliario del cuarto asignado a Gonzalo; la ventana da al mismo jardín que ha atravesado a la llegada. No hay ningún dato que le permita aventurar dónde está; en algún lugar de Francia, es todo lo que puede decir. Por los pasillos, tranquilos, silenciosos, se ha cruzado con algunos militares más, parecen todos ingleses.

—Señor Fuentes, tenemos muy poco tiempo y muchas cosas que enseñarle. Sabemos que no es usted un militar a nuestro servicio y que no va a ser un espía en el sentido tradicional, que sólo va a colaborar con nosotros durante su estancia en Berlín, de manera desinteresada. Pero tenemos el deber de prevenirle: estamos en guerra y cualquier situación que se salga de lo normal es peligrosa. Si quiere desistir, está a tiempo, le dejamos en su casa de París y nos olvidamos de que ha estado con nosotros.

—No, estoy aquí y quiero seguir.

—Gracias, señor Fuentes. Es usted un hombre valeroso.

* * *

—¿Puede enseñarme su documentación?

Manuel mira con miedo al policía que se la ha pedido. Está en la Plaza de Oriente, con Blanca, se han encontrado frente al Teatro Real y los dos atraviesan la plaza para llegar a palacio. Es muy temprano y se incorporan a la oficina.

—¿Hay algún problema?

—Le he pedido que me enseñe su documentación.

—Trabajo ahí, en el palacio.

El agente se lleva la mano a la porra, sin movimientos bruscos pero dejando que Manuel y Blanca le vean.

—Haga el favor de mostrármela. Obedezca.

Manuel saca la cartera. Casi le tiembla la mano al tenderle su carnet al policía. Él lo mira, con detenimiento, le da la vuelta una y otra vez. Se lo devuelve.

—Muchas gracias.

Nada más. Blanca y Manuel siguen andando hacia su lugar de trabajo. Ella se ha ido preocupando a medida que veía cómo Manuel se alteraba por el encuentro con el policía.

—Manuel, ¿por qué te has puesto tan nervioso?

—No me he puesto nervioso.

—Te conozco perfectamente.

—No me gusta la policía, sólo eso, no me gusta nada.

Están quitándose la chaqueta cuando una de las voluntarias llega para avisar a Manuel.

—Te llaman por teléfono.

—¿A mí?

Manuel contesta, es la primera llamada personal que recibe en los dos años que lleva trabajando en la oficina.

—Manuel, el agente que te ha pedido la documentación es uno de los nuestros. Quizá mañana no lo sea y te la pida otro, o quizá sea el mismo, decida hacer bien su trabajo y comprobar si está todo en orden.

—¿Quién eres?

—Da igual quién sea yo. Lo importante es de qué lado estés tú. Saludos de tu amigo Luis.

Blanca ha estado pendiente de la conversación de Manuel al teléfono. Sabe que sucede algo y que es serio.

—No me digas que no pasa nada porque no soy tonta. Vamos a dar un paseo por los jardines.

—¡Matar al rey!

—No lo voy a hacer, les he dicho que no, que no voy a colaborar con ellos.

—Pero eso es muy grave.

—Todo el mundo sabe que los anarquistas quieren matar al rey. Lo han intentado varias veces. Lo grave sería que yo estuviera de acuerdo. Y no lo estoy, por lo menos hasta que acabe la guerra.

Blanca necesita pensar. Ella confía, o por lo menos confiaba en Manuel hasta hace unos minutos. La idea de que lo contrataran en la Oficina Pro-Cautivos fue suya, ha sido un trabajador ejemplar el tiempo que llevan allí… No se le oculta que es anarquista, hasta ha estado en un ateneo libertario con él, viendo su obra de teatro.

—¿Te llamas de verdad Manuel Lope?

—No, me llamo Manuel Campos.

—¿De qué te ocultas?

—Me acusan de matar a un policía en una manifestación. Pero, antes de que digas nada, te aviso de que no lo maté, no fui yo.

—¿Cómo sé que me dices la verdad?

—¿Crees que quiero matar a Alfonso XIII? ¿No te parece que lo habría hecho ya? Te recuerdo que he pasado los meses que has estado fuera reuniéndome con él todas las mañanas en su despacho. Alguna oportunidad he tenido.

Carlos de la Era es un canalla; Álvaro Giner se porta como si no la conociera desde que volvieron de viaje; Manuel Lope, que ni siquiera se llama Manuel Lope, está acusado del asesinato de un policía. Desde luego es un desastre eligiendo amistades masculinas…

—¿Y si te descubren? ¿Y si tus antiguos compañeros te delatan?

—No sé…

—No puedo creerme que me digas esto, no puedo creerme que me digas que no sabes.

—Es que no sé, ¿qué quieres que te diga?

* * *

—No me creo que ella se haya marchado de mi casa por su propia voluntad.

Álvaro Giner y Carlos de la Era se han encontrado en el Casino de Madrid, en la calle de Alcalá, el club más elegante de la capital. En un entorno tan distinguido, los dos están dispuestos a tratarse como delincuentes con la navaja en la mano.

—Me da igual lo que creas. Ahora está en mi casa y tú no te vas a acercar a ella.

—¿Estás obsesionado con las mujeres que se acuestan conmigo? Blanca, Beatriz… Te puedo hacer una lista con algunas más y las visitas…

—Tú no te has acostado con Blanca.

—¿Qué sabrás tú? ¿A ti también te ha contado que has sido el primero? No las creas, nunca somos los primeros. Bueno, en el caso de ella, yo sí.

Álvaro se levanta con evidente intención de hacer callar a Carlos.

—¡No te lo consiento!

Algunos de los hombres que hay en el salón levantan la vista de sus periódicos. No es habitual escuchar voces allí, no están en una taberna.

—¿Estás seguro de que quieres que nos peleemos aquí? A mí me da lo mismo, yo no tengo reputación, pero la tuya… ¿Sabes lo que tardarían en contárselo al rey? No creo que le gustara que uno de sus colaboradores se peleara por una buscona en un sitio público.

—Pues vamos a un sitio que no sea público.

—No, me siento bien aquí.

—Eres un cobarde.

—El mundo es de los cobardes, amigo Giner. ¿No lo sabías? Quiero hablar con Beatriz.

—No vas a hacerlo. Sabes que si lo haces me va a dar igual que sea un lugar público.

El consejo de don Alfonso fue ser firme pero no agresivo; está claro que no lo ha conseguido, que casi provoca un escándalo en pleno casino. Seguro que corre por ahí el rumor: Carlos de la Era y Álvaro Giner a punto de llegar a las manos…

—Beatriz, he hablado con Carlos de la Era.

—¿Qué? Entonces sabe que estoy aquí contigo…

—No te preocupes, no te va a hacer nada.

Beatriz aparenta estar aterrorizada, pero no sería la primera vez que fingiera para conseguir algo. Desde que ha vuelto al apartamento de Fuencarral no ha salido, no le ha pedido dinero, no ha sentido la irremediable necesidad de comprar algo.

—¿Y cuando tú no estés?

—El portero sabe que no le puede dejar subir.

—No ahora; cuando me eches de esta casa, cuando te canses de mí… Ese hombre está loco, no sabes cómo me miró cuando le dije que me marchaba de su casa.

Sólo le ha dejado su piso para vivir, nada más. No ha reiniciado su relación con ella, no se han acostado ni piensa volver a hacerlo. Echaba de menos a Beatriz y Beatriz está allí, en el apartamento en el que vivía con él; deseaba a Blanca y ella se entregó a él en el viaje, la ve todos los días en la oficina, ansiosa porque se dirija a ella; le presentaron a Adela, una mujer adecuada para él, y todo el mundo habla del compromiso entre los dos, casi sin que haya tenido que hacer nada. Podría decirse que todo le sale bien, que puede escoger y que cualquiera de sus deseos sería satisfecho, pero no era esto lo que pretendía Álvaro. Y lo que es peor, no sabe cómo va a salir del atolladero.

* * *

—Es una pena que deje el apartamento, espero que su sustituto sea como usted y no como el anterior.

Gonzalo ha recibido la conformidad de su director para viajar a Berlín y cubrir la guerra desde allí. En París le sustituirá Benito, su compañero de la redacción.

—No se preocupe, que es un hombre cabal, no les dará problemas en el edificio.

La portera de la rue du Sommerard no quiere que el edificio vuelva a ser el mismo que en los tiempos en que vivía allí Raúl Coronado.

—No me gusta hablar del tema, pero el día que ese señor se marchó fue uno de los mejores de mi vida. Las fiestas que hacía en el piso no eran normales, no.

Cuando llega el final de su estancia en París es cuando Gonzalo empieza a atisbar por encima lo que era la vida del hispanocubano. Al opio del que le habló Perla, se suman ahora las fiestas que le cuenta la portera.

—Fiestas por llamarlas de alguna manera. Yo creo que adoraban al diablo, ¿sabe?

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—¿Quién querría vivir en el piso si lo contara? Hubo que pintar una de las habitaciones cuando se marchó y antes de que viniera usted.

—¿Había inscripciones en las paredes?

—No, estaban pintadas de negro.

Poca cosa más le cuenta, quizá sean simples supersticiones, o de verdad ceremonias satánicas, pero Gonzalo duda que se hagan esas ceremonias en un piso del centro de París, con una familia del otro lado de la pared. Raúl era extranjero y raro, la combinación perfecta para causar la inquietud de gente como la portera.

—Ya le digo que no debe preocuparse, mi sustituto se parece más a mí que a don Raúl. Esté tranquila.

Gonzalo ha hecho una selección de los papeles que le han parecido más interesantes de los que ha dejado el anterior inquilino en el piso: un baúl casi entero que añadir al equipaje que llevará a Berlín. Aunque esté en medio de una guerra mundial, o de lo que espera que sea el final de esa guerra, la figura del caribeño le fascina, sobre todo desde esta nueva luz. ¿Qué habrá de verdad en lo que cuentan de él? ¿Encontrará algo en los papeles? Le gustaría tener tiempo para descifrarlo.

Otra de las ocupaciones que piensa poner en marcha al llegar a la capital alemana es la búsqueda de Frank. Ahora será él quien espíe para los ingleses, igual que su amante lo hacía para los alemanes. No se ha sabido que los franceses le descubrieran, quizá lograra volver a su país.

* * *

—¿No durmió ayer en su cama, señorita Elisa?

—Eso a ti no te importa.

A Delfina le debería dar igual, pero sigue preocupada por Elisa. Está mejor que hace unos meses, por lo menos no se queda mirando al vacío como en trance, pero eso no quiere decir que esté bien. En lo que lleva de semana ha pasado dos noches fuera de casa sin que el general Fuentes se haya enterado. Ha cenado en la mesa con él, sin hablar, como sucede desde que el señorito Gonzalo se fue de casa, él era el que intentaba que en esa familia se llevara una vida más o menos normal. Después, cuando el resto de los habitantes de la casa, el general y ella, se han ido a la cama y se han dormido, Elisa ha salido. Antes del amanecer ha regresado y se ha sentado en el escritorio que hay en su habitación a escribir papeles que después guarda bajo llave.

—Tiene que descansar, no puede seguir así: no duerme, apenas come.

—Vuelve a la cocina y cállate.

Anoche Elisa no tuvo suerte y no vio a Carlos de la Era. Anteayer sí, fue en la puerta del piso de la calle de la Magdalena, en el que ya no está la mujer con la que ella se encontró. Carlos llegó con otra, mal vestida, una prostituta. Ésta estuvo una hora en el piso y después se marchó sola. Carlos salió un rato después. No vio a Elisa. Ella se conforma, de momento, con eso, con verlo pasar: tan guapo, tan alto, tan elegante, tan confiado.

Durante el día duerme algunos ratos, el resto del tiempo lo dedica a escribir una carta que le va a enviar a Carlos. Una carta en la que le va a confesar su amor eterno y a perdonar sus deslices e infidelidades, también los malos tratos, los insultos y las agresiones. Sólo le va a poner una condición, que se case con ella, que tengan el hijo que perdió por no habérselo pensado bien.

En la carta le está argumentando las virtudes que harán de ella la esposa perfecta, la mujer con la que debe compartir su vida, la amante ideal. Hasta Carlos de la Era, un hombre tan poco previsor en cuestiones amorosas, tendrá que estar de acuerdo con lo que ella le expondrá cuando la lea.

* * *

—¡Feliz 1917!

Otro año más, y ya es el tercero en el que todos desean que llegue el final de la guerra. Los últimos meses han sido duros: las malas noticias en la oficina, los problemas con Alicia, el temor a Carlos de la Era, el descubrimiento del pasado de Manuel… Pero, sobre todo, Álvaro Giner. No han vuelto los tiempos felices, quizá la felicidad para Blanca fuese algo tan fugaz como una noche en Viena.

Al final ha cedido a la insistencia de su madre, y han asistido a la fiesta que da don Alfonso XIII en el Palacio Real para despedir el año y dar la bienvenida al próximo. Por fin ha conseguido subir por la escalera de Sabatini, que tanto deseaba conocer cuando, hace unos años, llegó por primera vez al palacio. Son sesenta y cuatro escalones, cada uno de ellos de una sola pieza de mármol de cinco metros de largo, con muy poca pendiente para que una dama vestida de gala pueda subirla o bajarla sin temor a caerse. La bóveda está decorada con estucos blancos y un fresco de Corrado Giaquinto que representa el triunfo de la religión y de la Iglesia. Es majestuosa, en cualquier otra situación Blanca habría sido feliz por recorrerla, pero hoy no tenía ganas de hacerlo: sabe perfectamente que allí estará Álvaro y que no estará con ella. Le ve a lo lejos, hablando con una joven y guapa mujer. Alguien le ha dicho que se llama Adela, es lo único que sabe de ella. Evita mirar en su dirección, pero no siempre lo consigue. No es normal que él ni se haya acercado, aunque sólo sea porque son compañeros de trabajo. El rey sí se ha acercado a saludar a sus padres y a ella y ha conseguido, como siempre, que doña Ana flote un palmo sobre el suelo de satisfacción.

—Se nota que te tiene aprecio, hija. Te dije que era bueno que trabajaras fuera de casa, al final te tienen más respeto que si sólo te quedas a cuidar a tu familia.

—Mamá, tú no querías que trabajara.

—No digas tonterías, Blanca… ¿Cómo no voy a querer que lo hagas? Estoy completamente a favor de que las mujeres trabajen fuera de casa, también de que estudien en la universidad.

En los corrillos se habla de que ya es seguro que Estados Unidos va a entrar en la guerra y que el anuncio se hará cualquier día. Los germanófilos, que han ido menguando ante el cariz que toma la contienda, lamentan esta decisión. Los aliadófilos se felicitan. De cualquier manera, casi todos los presentes han hecho buenos negocios y han sabido diversificar los riesgos: acumularán dinero gane quien gane, sin importar sus preferencias. Todo el mundo ha hecho fortunas con la guerra, hasta los tratantes de ganado de algunos pueblos de España, que se han hecho de oro vendiendo mulas a los franceses.

—Papá, creo que voy a irme a casa. ¿Le digo al chófer que me lleve y vuelva después a por vosotros?

—¿No vas a esperar a las doce? Cuando hayamos celebrado el cambio de año nos vamos todos juntos.

Debe esperar al cambio de año, a que el rey felicite 1917 a todos los presentes; a eso han venido, no puede marcharse antes y quedar en ridículo si a Álvaro se le ocurre acercarse a la zona en la que está y preguntar por ella a sus padres.

En palacio no hay uvas. Ésa es una costumbre que se queda para el pueblo que acude a la Puerta del Sol. Sólo la orquesta en silencio, el reloj que marca la hora y la música que empieza a sonar mientras todos los presentes aplauden y se felicitan.

A los pocos minutos, don Alfonso XIII toma la palabra para agradecer la presencia de todos, desearles felicidad, que llegue el final de la guerra y que se cumplan los deseos de los españoles.

—Y, por último, no quiero dejar pasar la ocasión de dar una excelente noticia a todos los presentes que me llena de satisfacción: mi amigo, Álvaro Giner, ha decidido por fin anunciar su próximo enlace con la señorita Adela Espinosa. Démosles nuestros mejores deseos a ambos.

Blanca lucha consigo misma. Tiene que sonreír, mantener el tipo, que nadie se dé cuenta de la furia y la decepción que la arrasan por dentro.