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—¿Qué hacemos con esta carta?
Álvaro y Blanca son los únicos que siguen trabajando a esa hora en el desván que ocupa la Oficina Pro-Cautivos en el piso más alto del Palacio Real. Poco a poco se ha ido convirtiendo en lo que el rey quería, un espacio funcional pero a la vez acogedor. No hay ni lujos, ni alfombras ni tapices, allí no se encuentran pinturas o esculturas, sólo máquinas de escribir, escritorios de mil procedencias y muebles archivadores. Allí comprueban listas, nombres de prisioneros y de campos de concentración, informes llegados de las embajadas españolas, correspondencia con los Ministerios de la Guerra de cada país. Fuerzan la vista, alumbrados por las débiles y parpadeantes bombillas eléctricas. Normalmente, el último en abandonar la oficina es Manuel, pero hoy no ha sido así; lleva varios días saliendo antes, atendiendo a unas obligaciones que no ha explicado a nadie. Casi todas las cartas empiezan con grandes elogios a la persona de don Alfonso XIII, no es el caso de la que muestra a Álvaro.
Ciudadano Alfonso XIII:
Reconozco que he sido siempre republicano, que los ideales de mi país, libertad, igualdad y fraternidad, siempre han presidido mi vida, que deseo para los españoles una República como la francesa, donde los hombres puedan dirigir su propio destino. Le pido ayuda porque, aunque considere que ocupa usted un lugar que no le corresponde, está haciendo una bella labor en esta guerra y acudo a usted como persona, que no como rey.
Mi hijo Bernard fue capturado por el ejército alemán tras la batalla de las Ardenas, al principio de la guerra. Le hemos escrito muchas veces a la dirección a la que nos indicó el Ministerio francés de la Guerra que debíamos hacerlo, pero no hemos recibido respuesta.
Su madre está enferma, dicen los médicos que del corazón, pero yo sé que es de la pena de su ausencia. No le queda mucho tiempo de vida, semanas, meses como mucho. No hay nada que pudiera reconfortarla más que tener noticias de su hijo una vez más, antes de que la tierra se la lleve. Apelo a usted, que es hijo y padre, para que me conceda su atención.
Le saluda un hombre igual a usted,
GASTON MAINARD
—Menos mal que aún estáis aquí.
Blanca se sorprende cuando entra don Alfonso XIII, acompañado por un hombre que se ayuda con muletas y lleva una especie de armaduras que sostienen sus piernas.
—Álvaro, conoces al marqués de Villalobar, ¿no?
—Claro… Don Rodrigo, no sabía que estaba usted en Madrid.
—¿Qué tal, Álvaro? Sólo estoy de visita. ¿Recibisteis los últimos listados que os envié?
—Los recibimos, le estamos muy agradecidos.
El rey se vuelve hacia Blanca, afectuoso. También le presenta a su acompañante.
—Blanca es la mejor trabajadora del reino. Es de gran ayuda en la Oficina Pro-Cautivos, el alma de la oficina. Blanca Alerces, seguro que conoces a su padre.
—¿Hija de don Jaime? Serví a sus órdenes en la embajada de Londres. Un gran hombre y un gran embajador. Encantado de conocerte.
—El gusto es mío, saludaré a mi padre de su parte.
Don Alfonso espera paciente a que acaben los saludos y las fórmulas de cortesía antes de explicar su presencia en la oficina.
—Rodrigo viene a informarnos de la situación en Bélgica, mejor vamos a mi despacho y allí le escuchamos…
—Antes de ir hacia allá, ¿le importa echarle un vistazo a la carta que acabamos de recibir, majestad?
El semblante de don Alfonso XIII cambia de la curiosidad a la seriedad a medida que lee la misiva de Gaston Mainard.
—Prioridad absoluta. Haced todo lo posible por encontrar al hijo de este hombre. Ya sabéis que la oficina no debe pensar ni en la religión ni en el rango ni en la ideología.
—Así lo haremos, majestad.
Los hombres se disponen a salir cuando don Alfonso se vuelve otra vez hacia Blanca, que ha permanecido inmóvil, decidida a seguir con su tarea.
—Blanca, ¿no te gustaría acompañarnos? Nadie como tú conoce el trabajo de la oficina.
Blanca camina nerviosa por los pasillos de palacio, más impresionantes a medida que se acercan a la zona que ocupa el monarca. Recuerda su primer recorrido por aquellos corredores y lo mucho que le impresionaron los cuadros, los tapices y los muebles. Ahora conoce casi todo el palacio, ha entrado en muchas de las más bellas estancias, en la Capilla Real, en la Real Farmacia, en el Salón de Alabarderos, el del Trono o el que más le ha impresionado, el de Porcelana. Aunque ella también vive en un palacio, es mucho más humilde, no tiene nada que ver con la suntuosidad de la residencia de los reyes de España.
Muy poca gente tiene acceso al despacho en el que don Alfonso XIII desarrolla su trabajo, mucha menos la que conoce las dependencias privadas. A Blanca le han contado que detrás de uno de los tapices que adornan el despacho hay oculta una puerta por la que se accede a las habitaciones particulares. Nunca ha estado allí y supone que nunca traspasará esa puerta. Blanca lleva mucho tiempo acudiendo a diario a palacio y nunca ha visto a la reina o a los infantes.
No participa en la conversación de los tres hombres durante el camino, una charla social que incluye conocidos, fiestas y hasta corridas de toros.
—Quería pediros consejo. Rodrigo de Saavedra, el marqués de Villalobar, acaba de contarme la situación de Edith Cavell, una enfermera inglesa detenida por los alemanes en Bruselas. ¿Puedes hacerles un resumen, Rodrigo?
Se han sentado en una zona de sofás del despacho de don Alfonso XIII, el mismo en el que estuvo Blanca el día que fue contratada para trabajar en la Oficina Pro-Cautivos; estaba tan nerviosa al entrar ese día que apenas pudo fijarse en nada. No es una estancia muy grande, cabría pensar que el rey tendría un enorme despacho, pero se trata de un espacio funcional; sus ventanas dan a la Plaza de Oriente. Dicen que al rey le gusta asomarse y ver a los madrileños, y a las madrileñas, desde allí. Hay muebles de varios estilos, desde sillería rococó hasta un escritorio de caoba estilo Imperio sustentado por cisnes en bronce. Una magnífica lámpara de cristal veneciano cuelga sobre sus cabezas y el suelo está cubierto por una alfombra de la Real Fábrica de Tapices en tonos dorados. A Blanca le fascina todo lo que ve, pero no es momento de perderse en contemplarlo: es una privilegiada; no muchas mujeres, si es que ha habido alguna, han sido invitadas a participar en una reunión así. Tiene que estar atenta a todo lo que se dice.
—No sé si ha llegado a España información sobre el comportamiento de las tropas alemanas en Bélgica: falta de respeto por la población, detenciones de civiles, chantajes, torturas, un desprecio absoluto por las más mínimas normas de humanidad…
—La información que llega es poca y sesgada por las preferencias de cada periódico. Unos dicen que aquello es el infierno, otros que los alemanes respetan escrupulosamente al pueblo belga.
—Yo vivo allí, como embajador español y representante de muchos de los países que están en guerra. Todo lo que pueda decir sobre la crueldad de la ocupación alemana es poco. Esta guerra está sacando lo peor del ser humano. Aunque también hay destellos de esperanza: entre el embajador americano y yo hemos conseguido crear una organización para dar ayuda humanitaria a los ciudadanos, casi todo lo que entregamos procede de la caridad americana; no sé cómo vamos a mantener el reparto de alimentos si Estados Unidos entra en guerra.
—El hundimiento del Lusitania hace su participación más que probable.
—Los americanos entrarán del lado de los aliados, de eso no cabe duda. Sólo les falta decidir la fecha.
Blanca recuerda haber leído sobre el Lusitania, un transatlántico de pasajeros que fue hundido frente a las costas irlandesas por un submarino alemán en mayo de 1915. Murieron más de mil personas, en su mayoría emigrantes irlandeses y británicos, pero también ciento veintitrés ciudadanos americanos que volvían a su país huyendo del peligroso viejo continente. La opinión pública estadounidense, deseosa de mantenerse al margen de la guerra europea hasta ese momento, estalló contra Alemania. Sólo la prudencia del presidente Woodrow Wilson, que muchos han considerado pusilanimidad, ha impedido que la declaración de guerra se produzca.
—Entrarán en la guerra cuando estén seguros de que la van a ganar. Los americanos pueden movilizar un millón de hombres bien armados, pero tienen una prensa muy fuerte, dispuesta a denunciar cualquier desmán: deben explicar cada baja. Quieren asegurarse de sufrir muy pocas.
—La prensa es un arma de doble filo, majestad, recuerde las presiones para que Estados Unidos interviniese en Cuba. Una guerra vende periódicos y empresarios como Hearst no van a dejar pasar la oportunidad.
Blanca sigue con atención las objeciones del rey y las explicaciones del marqués. Pese al defecto físico que le impide andar con normalidad, don Rodrigo es un hombre que desprende fuerza y autoridad, un hábil narrador que mantiene a todos absortos con su relato.
Edith Cavell es una enfermera inglesa que trabajaba como directora en una escuela de enfermería de Bruselas, el Instituto Berkendael, hasta el inicio de la guerra. Desde entonces, la escuela se ha transformado en hospital y colabora con la Cruz Roja en la atención a los soldados heridos.
—Una mujer ejemplar. No se detiene a mirar la procedencia de los heridos: ingleses, franceses, belgas, alemanes. Los trata a todos por igual. Hasta hace apenas un par de meses, era el alma de los servicios médicos en Bruselas. Un día visité el hospital en el que ejercía, y estaba al borde del agotamiento. Le pedí que descansara un rato. Me contestó que no podía hacerlo mientras hubiera vidas que salvar.
Aunque lo más importante para miss Cavell es la atención a los soldados de cualquier nacionalidad, no ha olvidado que es una inglesa y una patriota, no ha dudado en proteger a los suyos.
—Desde finales del año pasado, miss Cavell ha estado ayudando a los soldados ingleses heridos y a jóvenes belgas en edad militar a huir a Holanda e Inglaterra para evitar que los alemanes los detuvieran. Se calcula que ha salvado la vida de más de doscientos hombres. Pero ha sido traicionada por un doble agente y los alemanes la han detenido.
—¿Van a juzgarla?
—Peor. Van a ejecutarla. La han juzgado sin defensa y bajo leyes marciales, una pantomima de juicio. Ha sido condenada a muerte por traición junto con otras personas que participaban en las fugas. No ha importado que Alemania haya firmado el Tratado de Ginebra, que protege al personal médico. A los alemanes les da lo mismo. El embajador americano, Hugh Gibson, y yo hemos elevado quejas ante el barón Von der Lancken, el gobernador civil alemán. Yo tuve incluso una encendida discusión con él en la que excedí mis funciones y acabamos a gritos. Pese a nuestro desencuentro, el barón es un hombre razonable, conseguimos que accediera a pedir clemencia para los condenados, pero el general Von Sauberzweig, el gobernador militar, ha ordenado que se continúe con los preparativos para la ejecución. Por eso acudo a usted, majestad. Sería una gran pérdida, no sólo para los ingleses sino para toda la humanidad, que los alemanes acabaran fusilando a miss Cavell y al resto de las personas que han sido detenidas.
—¿Y qué puedo hacer para impedirlo?
Ninguno de los presentes tiene respuesta, todos piensan en silencio en la historia que Villalobar, quizá el mejor diplomático español, les ha contado. El embajador ha sido de gran ayuda para la oficina en el tiempo que lleva abierta y, sin duda, lo seguirá siendo en el futuro; gracias a él y a sus gestiones, han conseguido listados de prisioneros franceses y belgas en manos de los alemanes; también ha logrado que las condiciones de vida de la población civil belga sean algo mejores negociando con las autoridades alemanas, ha establecido un servicio de distribución de alimentos para los maltratados ciudadanos de Bruselas… A Blanca y a Álvaro les gustaría que el rey pudiera concederle su ayuda.
—Perdonen que tome la palabra…
—Para eso estás aquí, Blanca, para aconsejarme. No temas.
—No sé si lo que voy a decir es posible, pero usted está emparentado con el káiser Guillermo II. Quizá si intercediera a título personal, si le asegurara que la delegación española se haría responsable de que miss Cavell no siguiera ayudando a sus compatriotas… Como si fuera una especie de prisionera en manos de la embajada española… Quizá así se evitaría su muerte.
Todos se miran, sopesando la idea de Blanca. El rey tiene serias dudas.
—Sería como tomar partido por el bando aliado, podría verse comprometida nuestra neutralidad.
—Sólo para salvar una vida, majestad. Si es cierto que ella ha curado y salvado la vida de muchos soldados alemanes, sería también una forma de darles una salida a ellos: premiar sus servicios, pero impedir que continúe con su actividad en contra de sus intereses.
—Los alemanes no están demostrando estar muy preocupados con la imagen pública: bombas químicas, submarinos, bombardeos indiscriminados…
—Siempre hay un momento para cambiar, nunca es demasiado tarde. Quizá podríamos usar ese argumento para convencerlos. Ellos mismos tienen que estar inquietos ante la posibilidad de que Estados Unidos les declare la guerra.
El embajador se sitúa de inmediato a favor de la idea de Blanca.
—Se puede intentar, majestad. Estoy seguro de que el barón Von der Lancken nos apoyaría. Él sabe que la muerte de miss Cavell daría una pésima imagen a su país. Es mucho más inteligente que ese general Sauberzweig.
Álvaro Giner también interviene.
—El káiser ha aceptado su intermediación para mejorar la vida de los presos alemanes, no se puede negar. Le estaría pidiendo algo humanitario, no estratégico.
Aún tarda don Alfonso unos segundos, que a Blanca se le hacen eternos, en responder afirmativamente.
—Está bien, mañana por la mañana preparadme la carta que le debo enviar al káiser. La firmaré y saldrá con toda urgencia hacia Berlín. No olvidéis mencionar la imagen pública, la humanidad, mis lazos familiares con él… Todo lo que podamos usar para convencerle.
Blanca sabe que la reunión se acaba cuando el rey se levanta, una de las primeras cosas que le enseñaron del trato con él. En la puerta, don Alfonso se dirige a ella.
—Gracias, Blanca. Eres digna hija de tu padre.
Cuando por fin abandonan el palacio es de noche en la Plaza de Oriente. Una noche agradable, con buena temperatura una vez superados los rigores del verano. Aún hay gente que pasea por los jardines cuando Álvaro Giner y Blanca los atraviesan.
—Es tarde, pediré un coche para que te lleve a casa.
—No, prefiero ir andando. Llevo encerrada sin que me dé el aire desde las nueve de la mañana.
—Como quieras, pero entonces me dejas que te acompañe… A mí también me vendrá bien dar un paseo.
Caminan hasta la iglesia de Santiago, de allí a la calle Mayor, atraviesan Sol y siguen por la Carrera de San Jerónimo hasta el Paseo del Prado. Ambos viven cerca de allí, en la zona en la que residen los madrileños de alta posición social. Aprovechan el camino para hablar animadamente sobre la oficina, lo mucho que ha cambiado su forma de entender el mundo.
—Cuando empezó todo esto era germanófilo, ya te lo he contado alguna vez. Ahora sólo quiero que acabe, es una salvajada.
—Mi padre está con los ingleses, como yo. ¿Qué más da? Hoy nos han contado la crueldad de los alemanes, seguro que podrían hablarnos igual de la de los demás.
—No lo dudes.
A esa hora no estaría bien visto que una dama entrara en un café acompañada por un hombre, pero es lo que a Álvaro le gustaría. La invitaría a sentarse y charlar, a olvidarse de la guerra, a hablar sobre París o Londres, esas ciudades en las que ella ha vivido y él conoce tan bien. Álvaro se siente feliz en su compañía, tan distinta a la de las mujeres con las que suele relacionarse de modo personal. Todas tan bellas como ella, pero mucho menos inteligentes y respetables. Verla trabajar, siempre con una sonrisa, es uno de sus alicientes para acudir cada día a palacio.
—¿Estás contenta de haber entrado en la oficina?
—Mucho. Creo que hacemos una buena labor.
—No hablaba de eso, hablaba de ti, de si el trabajo te hace feliz. No es habitual que una chica como tú trabaje fuera de casa.
—Las chicas como yo tampoco abandonan a sus futuros maridos en el altar, y ya ves. Pero respondiendo a tu pregunta: sí, me hace muy feliz.
—La boda, menudo alboroto montaste. Aún no me creo que lo hicieras.
—Casi nadie podía creérselo. Sobre todo mi madre. Ella aún no me ha perdonado. Lo más sencillo es juzgar lo que yo hice, pero no soy mujer que calle las injusticias, aunque muchos las prefieran así.
No necesita tirar de la lengua a Blanca para que ella le cuente con detalle la visita de Pilar Marín la tarde anterior a la boda, las dudas mientras llegaba a la iglesia en el Rolls-Royce prestado para la ceremonia, el corazón latiéndole al doble de la velocidad habitual en el recorrido entre los bancos llenos de invitados, camino del altar, el pánico cuando sus ojos se cruzaron con los de su prometido, la sensación de abismo cuando el oficiante inició la pregunta a la que ella respondería que no, que no quería casarse, que su novio era un sinvergüenza sin escrúpulos.
—Una vez que expliqué los motivos, me resultó más fácil. Y supongo que a medida que me escuchaba dar explicaciones me persuadí de que la razón estaba de mi parte, de que podía enfrentarme con argumentos y convencer a cualquiera. A cualquiera… ¡menos a mi madre! Menos mal que mi padre me apoyó. Pobre, él tuvo que encargarse de dar la cara y mandar a los invitados a sus casas.
Blanca lleva hablando sin parar los diez últimos minutos, es la primera vez que le dice a alguien todo lo que pensó y sintió aquel día, sin callarse nada, y, al percatarse, siente vergüenza. ¿Por qué a él? Si además es su jefe y seguro que no comprende su decisión.
—Me temo que vas a pensar que soy una cotorra que no para de hablar. Además, de cosas que a nadie le interesan.
—Todo lo contrario. No me atrevía a preguntar, pero reconozco que desde que me lo contaron estaba deseando saber los motivos para romper un compromiso así. De una manera tan… notoria.
—¿Conoces a Carlos de la Era?
—Sí, todo el mundo le conoce. Es imposible ir a un estreno, a una fiesta o a algún sitio de los que no frecuentan las damas de buenas costumbres sin encontrárselo. Incluso he estado en alguna fiesta en su casa.
—Ya, claro. Supongo que le consideras un hombre de los pies a la cabeza.
—No, Blanca, le considero un canalla. No me gustan los hombres como él y cuando me sorprendo a mí mismo haciendo algo que él haría intento corregirme, pero sigo pensando que no debiste plantarlo en público. Es una afrenta que no se olvida y poco digna de alguien como tú.
—Es en verdad un canalla que no va a olvidar. Un día nos encontramos, se bajó del coche y me amenazó. Fue hace meses. No he vuelto a saber de él.
Están llegando a casa de Blanca, lo que significa que el paseo se acabará mucho antes de lo que Álvaro desea.
—Un día tienes que visitar a mi padre. Hoy ya es tarde.
—Sí, otro día. Me encantaría saludarle y que me enseñe los avances de su maravilloso jardín.
Se separan hasta el día siguiente cuando volverán a encontrarse en palacio. Blanca sonríe al pensar lo contenta que se pondría doña Ana si supiera que él la ha acompañado hasta la puerta. Álvaro le parecería un fabuloso pretendiente, mejor incluso que Carlos de la Era, y claro, muchísimo mejor que Manuel Lope, con el que apenas ha conversado en las últimas semanas a pesar de que trabajan juntos.
* * *
—No voy a dejar que me maten por vuestra culpa…
La nueva compañía de Jean-Marie la componen novatos. Chicos muy jóvenes que unas semanas antes se encontraban en algún liceo del sur de Francia y que en muy poco tiempo estarán muertos en su mayoría. Sólo espera que ninguno cometa un error que, además de hacerle perder su propia vida, provoque que Jean-Marie caiga también.
Antes de que tengan que entrar en combate por primera vez, trata de enseñarles y se descubre diciendo lo mismo que él escuchó al cabo Dufour hace tan pocos meses.
—Son vuestros enemigos, si no los matáis vosotros serán ellos quienes os maten. Tener piedad equivale a morir.
Hay compañeros que aseguran haber visto a Jean-Marie agacharse antes de que se oiga el proyectil que se acerca, que es capaz de adivinar cuándo van a tirar los alemanes sobre su sector. Quizá no sea verdad, no lo sabe. Lo único cierto es que nada le gustaría más que conocer a su hijo, por eso está siempre atento.
La primera noche de bombardeos, alguno de sus nuevos compañeros llora. Jean-Marie, lo mejor protegido que puede, duerme. Quizá cuando acabe la artillería ataquen los fritzs y es mejor estar descansado. Jean-Marie recuerda otra noche igual a ésta, cuando mató a aquel soldado francés que apenas era un niño. Le resulta curioso pensar que él nunca ha atacado, quizá otros soldados tengan una experiencia distinta, a él sólo le ha tocado defender.
Por la mañana, además de seguir cayendo bombas, empieza a llover. Una lluvia salvaje, una cortina de agua que lo empapa todo. Si vivir en una trinchera es incómodo, hacerlo en una embarrada, con más de dos palmos de agua, es una pesadilla. Además, los alemanes no paran de disparar, los suministros no logran llegar con comida caliente. Sólo pueden comer raciones de pan empapado, hasta fumar un cigarrillo se convierte en una tarea casi imposible. Jean-Marie odia la guerra y la lluvia, odia a los alemanes, odia incluso a Francia, esa Francia que les hace combatir alejados de sus familias. Por un momento se sorprende deseando que lo maten y descansar. Después reacciona y vuelve a pensar en Carmen, en su hijo y en todo lo que ha aprendido para seguir con vida.
En la retaguardia, los oficiales viven en casas confiscadas a los civiles. Jean-Marie recuerda una que vio por la ventana. Dentro estaban tres comandantes, había chimenea, alfombras, cuadros y libros. Una joven les servía copas de coñac y ellos conversaban, secos y cómodos, despreocupados. Seguro que los generales que mandan las ofensivas viven todavía mejor, tanto los franceses como los alemanes. El general alemán que ha ordenado que se ataque quizá ni sepa la tromba de agua que está cayendo. Cuentan que un general inglés ha hecho construir una pista de equitación junto a su residencia, cerca del frente, para montar a caballo; que los generales franceses son agasajados con banquetes de más de diez platos a pocos kilómetros de allí; que hay burdeles para los altos mandos a los que se envía a las mujeres más guapas de Francia… Mientras, ellos, las ratas de trinchera, se mojan, huelen la muerte y rezan para que el artillero de enfrente no acierte a colocar uno de los pepinos que lanza justo en donde esperan, con la pala y la pistola en la mano por si los escombros les sepultan: usar la pala si pueden desenterrarse y la pistola si no pueden hacerlo. Evitarse la angustia de ser sepultados vivos sin esperanza de que nadie les saque de allí.
En el fondo, debe reconocer que tiene suerte, mucha suerte. Uno de los proyectiles alemanes cae cerca, un pedazo de metralla le alcanza en la pierna; le causa una aparatosa herida y debe ser evacuado. Aún está en la ambulancia, camino de un hospital en la retaguardia, cuando los alemanes atacan. Unas horas después, exterminan a toda su compañía; es la segunda vez que Jean-Marie salva la vida mientras mueren todos los que están con él. Buena suerte o una muerte que le rondará hasta que dé con él.
* * *
—Carmen, tienes que tomar una decisión: o trabajas, o sales con el niño a pedir o vuelves al sur con tu familia.
Aurelia, «la Murciana», ha acogido a Carmen en su casa después de que Marcos la encontrara en la puerta de la iglesia de San Sebastián. Les ha dado un techo y comida a ella y a su hijo, ha dejado que llore su desdicha hasta que se le han acabado las ganas; pero en Las Injurias son pobres, no puede estar mucho tiempo allí, sin dinero y sin aportar nada.
—No puedo volver a Sevilla.
—Con un niño, a poco que espabiles, puedes conseguir bastante dinero en limosnas. Aquí en el barrio hay gente que te puede decir dónde hacerlo.
—No soy una mendiga, no voy a pedir. Menos con mi hijo.
Carmen tiene que asumir que su vida ha cambiado, que su hermano la repudiará, que su marido está en el frente, quizá muerto, que está en casa de una desconocida en el peor barrio de Madrid y que ya no es nada de lo que era hasta ahora. Pero el orgullo le impide ser de esas que van pidiendo, que van leyendo la buenaventura.
—Prefiero trabajar; puedo lavar ropa en el río, como hacen otras mujeres.
Carmen sueña a ratos con pedir perdón a su hermano, volver a Sevilla y olvidar a Jean-Marie. Mientras lava ropa en las aguas cada vez más frías del río, al lado de otras mujeres como ella que le han contado que, cuando lleguen los días verdaderamente fríos del invierno, le saldrán sabañones y le dolerán los huesos. Su hermano Antonio la aceptaría, muy malo tiene que ser lo que uno ha hecho para que una familia gitana no perdone y acoja de nuevo en su seno; no tardaría en encontrar otro padre para su hijo Juan, volvería a bailar, a pasear con su madre por el barrio de Triana, a vivir…
Pasa fuera todo el día trabajando, sin ver al pequeño Juan. Entre varias madres que tienen que salir a buscarse el sustento, pagan a una mujer para que cuide de sus hijos. Sólo mientras son muy pequeños, después los dejan en la calle, sin nadie que los vigile, como estaba Alicia. La mujer les da de comer y los atiende, los cambia si hace falta. Al principio, no se atrevía a dejar con ella a Juan, pero es una buena mujer, cuida bien a los niños, los trata como si fuera su madre. No sabe mucho de ella, dicen que es una antigua monja que abandonó el convento en el que vivía y se ha instalado en Las Injurias; también dicen que es cubana, que su familia tiene ingenios de azúcar, palacios y mansiones en la isla. Se rumorean muchas cosas de los que no son iguales a los demás, la gente tiene que inventar historias para entenderlos.
Ya casi de noche, cuando ha acabado de lavar la ropa y ha ido a entregarla en tranvía, recoge a su hijo, le da de cenar, le habla de que su padre es el soldado más valiente de toda Europa e intenta jugar con él como le habría gustado jugar a Jean-Marie. Hasta le dice las pocas palabras que conoce en francés para que el niño aprenda el idioma de su padre.
* * *
—Me han llegado noticias de Bruselas, los plazos se agotan, no vamos a mandar la carta, no llegaría a tiempo; enviaré un telegrama.
Don Alfonso ha irrumpido en el despacho donde el marqués de Villalobar y Álvaro Giner trabajan en la redacción de la carta que debía enviar su majestad al káiser Guillermo II. Ha llegado una misiva urgente del embajador inglés en España, Arthur Hardinge, dirigida personalmente al rey; le avisa de que la ejecución de miss Cavell y otras diez personas más está prevista para el lunes siguiente, el 18 de octubre. Le solicita su intervención inmediata, no de forma oficial sino apelando a sus sentimientos caballerescos y humanitarios.
—He dictado este telegrama a mi secretario para que lo curse a Berlín de inmediato: «El más hermoso privilegio del señorío es perdonar. Te quedaré íntimamente agradecido si indultases a las personas que, según se nos ha dicho, van a ser ejecutadas el lunes. Tu fiel hermano y primo. Alfonso R.».
—¿No es demasiado osado, majestad?
—Creo que hay que recordar al káiser los principios de la tarea de gobernar, el principal de ellos es el de la clemencia.
El káiser está fuera de Berlín. Su escasa preparación militar ha hecho que el gobierno de Alemania haya quedado en manos de sus generales; poco más puede hacer Guillermo II que visitar a sus tropas, darles ánimos y pronunciar discursos patrióticos. Se dice que él no estaba de acuerdo con la declaración de guerra y que no le quedó otro remedio que firmarla por la presión de los militares, que en el momento de hacerlo les avisó de que se arrepentirían. El telegrama del rey español recibe, sin embargo, una ayuda inesperada, la respuesta de su esposa, Augusta Victoria: «Habiendo recibido vuestro telegrama, acabo de telegrafiar al general Von Bissing para que retrase la ejecución por unos días, ganando así tiempo para comunicar con el emperador. Espero que se pueda salvar a esas pobres mujeres. Naturalmente, desconozco las faltas que hayan podido cometer».
—Son buenas noticias, majestad.
—Lo serán cuando consigamos que se paralice la ejecución. Veremos. Se van perdiendo días y las comunicaciones en Europa no son las mejores. Esperemos que nuestra gestión llegue a buen término.
Todos aguardan noticias sobre la vida de Edith Cavell y han recibido más información, no todos los juzgados tenían penas de muerte: la princesa de Croy, por ejemplo, que había colaborado para ocultar a los militares aliados, había sido condenada a diez años de trabajos forzados.
La enfermera inglesa es quien ha despertado mayores adhesiones y se ha alzado como símbolo de la ayuda al prójimo. Por algún extraño motivo, en una oficina en la que reciben listados diarios de bajas que pueden tener miles de nombres, la vida de una sola persona se convierte en algo importante, una luz a la que hay que prestar atención. Está presente en las conversaciones, en los deseos de todos. Hasta Manuel Lope, que le mira siempre con cierta antipatía, más impostada que verdadera, está pendiente de que el rey entre por la puerta anunciando que la enfermera inglesa no será fusilada. Desgraciadamente, las noticias que reciben sobre Edith Cavell son las peores. El rey en persona sube al desván a transmitirlas.
—Cuando recibimos el telegrama de la esposa del káiser, miss Cavell ya había sido fusilada, había muerto antes de que llegara nuestra petición. Al menos hemos conseguido que se conmutaran el resto de las penas. La información que obtuvimos del embajador inglés estaba equivocada, su fusilamiento no se produciría el día 18; había sido ejecutada antes, el 12. Lo siento mucho.
El mismo abatimiento que demuestra la cara del monarca se cierne sobre el personal de la oficina. Ya no son los siete iniciales, han ido creciendo hasta ser cerca de veinte los empleados a cargo de Álvaro Giner. Para todos ellos es una mala noticia y el rey se ve obligado a animarles a seguir con su labor.
—Os dije el día que empezamos que ésta sería la labor más importante de nuestras vidas. Lo estamos consiguiendo, hoy hemos sufrido una gran decepción y sentimos la desolación del fracaso, pero llegarán días de orgullo y alegría. Os lo aseguro.
* * *
—¿Se encuentra usted bien, señorita Elisa?
Vómitos, náuseas, mareos al levantarse por la mañana. Afortunadamente, nada que pueda notar alguien que no sea ella misma. O su criada, por eso tiene que disimular delante de ella, no vaya a delatarla ante el general. Elisa no puede pasar más días bloqueada, sin tomar ninguna decisión: está embarazada y eso no va a cambiar a no ser que haga algo.
Hasta que Carlos no recapacite, ella está segura de que lo hará, sólo hay una persona a la que puede acudir, aunque le pese: Blanca Alerces.
—Hola.
—Hola, qué sorpresa, no esperaba verte.
—Necesito hablar contigo.
—Si me vas a contar que te ves con Carlos de la Era, no hace falta. Ya lo sé.
No le desvela el motivo de su visita, ¿para qué? Ha sido un error recurrir a ella; es, tal como siempre le ha repetido Carlos, una egoísta que sólo piensa en sí misma. Le echa tanto de menos… Tal vez, si se presentara en su casa, él la abrazaría y todo volvería a ser como antes. Pero aún no debe hacerlo, es mejor esperar.
Tampoco Blanca le pregunta nada. Tantos años de amistad, desde la infancia, y han acabado así, encontrándose y alejándose sin preocuparse la una por la otra. Elisa reconoce que tiene una parte de culpa, pero no más que su antigua amiga.
Lo que le sugirió aquella mujer acerca del barrio de Las Injurias es una aberración; le estaba diciendo que matara a su hijo, que buscara a alguien para quitarle el problema de encima. No, ni se le ocurre hacer algo así. Qué pena que su hermano esté en París, necesita que alguien la aconseje.
Elisa vuelve al mismo lugar en el que estuvo hace unas semanas. Desde la Plaza del Progreso ve el edificio de la calle de la Magdalena donde se encontraba con Carlos; lo deja atrás y camina por la calle Atocha. Vestida, todavía no se le nota el embarazo, aunque ella ya ha observado ligeros cambios en su cuerpo; no puede esperar más, tiene que tomar una decisión. En la puerta de la parroquia de San Salvador y San Nicolás está la misma mendiga con la que habló aquel día.
—¿Se acuerda de mí?
—Sí, no ha pasado tanto tiempo, pero claro, de eso a usted no le sobra.
—Me he decidido. Necesito ver a esa mujer que me dijo que podía ayudarme.
—Venga mañana, a las nueve. Ella le dirá cuánto tiene que pagarle, pero vaya preparando cuarenta duros. Y no se retrase, a las nueve. Si viene acompañada será mejor.
No hay nadie que pueda acompañarla. Irá sola, no se arrepentirá.
* * *
—No estoy dispuesto a recibir órdenes de una mujer.
Blanca se ha adaptado con tanta facilidad al trabajo en palacio que las palabras del funcionario que la atiende en el ministerio le producen el mismo efecto que una bofetada.
—Disculpe, pero la orden viene de Álvaro Giner, el director de la Oficina Pro-Cautivos, y yo se la hago llegar a usted.
—Pues que venga él a dármela en persona, no pienso obedecer a alguien que no tiene autoridad para mandarme.
Podría volver a palacio y relatar lo sucedido, está segura de que Manuel, Álvaro y el mismo don Alfonso se pondrían de su parte, y que incluso tomarían represalias contra el funcionario si ella se lo pidiera, pero no es lo que quiere: dejar que otro le solucione el problema es como dar la razón a ese hombre en su demanda. Él tiene la obligación de cumplir con su trabajo y eso incluye cumplir con una petición de la oficina, sea quien sea la persona que la comunique.
—¿Le puede informar a su superior de que quiero hablar con él?
No lo consigue a la primera, pero media hora después está ante un jefe de negociado, sentada en un despacho mucho más grande que el que ocupaba el funcionario que se negó a entregarle los documentos a por los que había ido al ministerio.
—Me dicen que quiere usted presentar una queja. Le aviso de que yo no me ocupo de esos temas.
—Yo no quiero presentar una queja, lo que quiero es que un subordinado suyo haga su trabajo. Yo no le pido nada, se lo pide el rey de España; usted verá si debe ocuparse o no del tema.
Ha perdido toda la mañana, pero vuelve a palacio con los documentos, con una disculpa del funcionario y con la satisfacción de haber alcanzado una pequeña conquista. Tan feliz camina hacia palacio que se detiene en la calle Mayor, en El Riojano, la pastelería que presume de ser proveedora de la Casa Real, y compra pastas del Consejo, las mismas que llevaban a Alfonso XIII cuando siendo un niño tenía que presidir el Consejo, para celebrar su pequeño logro con el resto de las mujeres que trabajan en la oficina.
—No, Manuel, no estás invitado… Celebración femenina.
—¿Y qué celebráis?
—Que aunque todo nos cueste el doble, las mujeres conseguimos hacerlo.
Pocos minutos después, tras haber brindado entre ellas, invitan al resto de los trabajadores, a la parte masculina, a unirse. Acaban de sufrir el desengaño de no poder evitar la muerte de miss Cavell y el equipo está desanimado; la celebración sirve para olvidar, hay que seguir intentándolo. Como dice siempre Giner cuando se va a marchar a casa por la noche: «Voy a leer una carta más, sólo una…».
* * *
—Esta noche me quedo a dormir en casa de Blanca. A lo mejor nos vamos con sus padres a la sierra y no vengo en un par de días.
Tiene dinero, no necesita pedírselo a su padre y engañarle con su destino, lleva meses guardándolo, pensando en hacerle un regalo a Carlos. Quería comprarle un reloj de platino, como el que le regaló Blanca para la boda y que él devolvió después de que no se celebrara. Ése será el dinero que emplee en lo que tiene que hacer. No le han dicho si será hoy cuando le ayuden a resolver su problema o si la citarán para hacerlo otro día. Por si acaso, mete los cuarenta duros en el bolso antes de salir de casa.
A las nueve menos cinco, está delante de la mendiga de San Salvador y San Nicolás.
—Hemos quedado en el mercado. Vamos, allí nos esperan.
El mercado de Antón Martín es un lugar abierto, cubierto, entre la plaza que le da nombre y la calle de Santa Isabel. La mujer con la que se van a encontrar está discutiendo con el dueño de uno de los puestos de fruta.
—No, no le puedo regalar fruta podrida.
—Prefiere tirarla. Es eso. ¿Prefiere tirarla antes de que se aproveche?
—Prefiero vender fruta buena. Si quiere fruta, páguela; si no, váyase.
Elisa se acerca, siguiendo a la anciana.
—Murciana, la mujer de la que te hablé.
—Joder, esa fruta no está mala, se pueden hacer purés para los niños y prefieren tirarla. ¡Cabrones!
Elisa está asustada, casi arrepentida…
—¿Has traído el dinero?
—Cuarenta duros.
—Dámelos.
La mujer coge el dinero que Elisa le tiende y se vuelve al del puesto.
—Dinero, ¿lo quieres? Pues no lo vas a tener porque me voy a ir a otro sitio a comprar la fruta. ¡Cerdo!
Se escuchan los insultos del frutero mientras se alejan, palabras fuertes que no hacen mella en la Murciana. Ella se da la vuelta y contesta al frutero con términos más fuertes todavía. Elisa la teme, se está poniendo en manos de alguien a quien teme.
—Vamos a mi casa. ¿Hace cuánto tiempo que sabes que estás preñada?
—Empecé a sospecharlo hace un mes, quizá cinco semanas.
—Eso quiere decir que ya debes de estar de casi tres meses… Has tardado mucho, joder. Cuanto más se tarda más peligroso es.
Elisa mira con miedo a todas partes, no podía imaginar que en Madrid hubiera un lugar así; chabolas hechas con pedazos de madera, tejas viejas, cajas y telas, basura por todas partes, charcos… En la puerta de la casa de la mujer que la guía, la que llaman Murciana, un perro de aspecto amenazador ladra y atacaría si no estuviera atado. Ése es el barrio del que le hablaba Blanca antes de que se distanciaran definitivamente, ¿se conocerían la Murciana y ella?
La casa por dentro no está tan mal como su aspecto exterior hace presagiar, al menos parece limpia.
—Desnúdate de cintura para abajo. Voy a prepararte una tisana. Es la primera vez que haces esto, ¿no?
—Sí.
—¿Un amante que ahora no quiere saber nada de ti?
—No, un amante no… Mi novio.
—¿Tu novio? Desengáñate, si fuera tu novio no estarías aquí, por lo menos no estarías tú sola. Venga, te he dicho que te desnudes.
Elisa obedece; hace frío dentro de esa barraca. Se asusta cuando se abre la puerta y entra otra mujer.
Es gitana, muy bella, pone unas sábanas que parecen limpias sobre la mesa. Las dos se miran un momento, pero la gitana baja la vista y no dice nada; después sale de la casa.
La Murciana ha puesto unas hierbas en un puchero y espera a que hiervan. Elisa no sabe qué hacer; está de pie, con frío y desnuda de cintura para abajo.
* * *
—Ha llegado el momento de que Alicia vuelva a su casa.
Por más que se hayan encariñado con la niña en casa de los Alerces, Alicia tiene una madre y debe vivir con ella. Manuel está obligado a recordárselo.
—En ese barrio en el que vive no está bien cuidada, duerme en el suelo, volverá a enfermar. La niña está mucho mejor con nosotros.
Doña Ana, la madre de Blanca, hace todo lo que puede para que no se vaya.
—¿Y si le ofrecemos dinero?
—Mamá, eso es como decirle que le compramos a su hija.
—Podemos darle trabajo a su madre. Viviría aquí con la niña, nosotros podríamos pagarle la educación a Alicia.
La idea que propone don Jaime parece razonable pero, antes de aceptarla, Blanca quiere consultarla con Manuel.
—Ésa no es la solución, Blanca. Resuelves el problema de Alicia, pero no se arregla nada. ¿Y los demás niños de Las Injurias? Como ellos no son simpáticos y no te cogieron de la mano el primer día que fuiste, pueden morirse de hambre y de frío que a ti te da igual.
—No me dan igual. Pero será mejor ayudar a uno que a ninguno, ¿no?
—Pues no estoy seguro. ¿Qué vas a hacer cuando tengas a Alicia en casa? ¿Olvidar a los demás? ¿Para qué vas a conseguir tizas y unas cuantas pizarras, zapatos para los demás si la que te interesa vive con tu familia, si ya te has comprado tu juguete?
—¿Mi juguete? Eres… eres odioso.
Blanca se ha enfadado con Manuel; podría estarlo durante semanas si no fuera porque cuando lo piensa se da cuenta de que tiene razón. Hay otras niñas iguales a Alicia, de la misma edad y con los mismos problemas, niñas que también pueden caer enfermas y a las que nadie cuidaría. ¿Por qué ha ayudado a una y a las otras no? Es la más guapa y la más cariñosa, pero eso no hace que deba tener más oportunidades que los demás; tampoco que tenga que desaprovechar las que tiene.
Deberían seguir hablando, pero les interrumpen. Marcos, el chico de Las Injurias al que tienen contratado como mozo de los recados en la oficina, llega apresurado.
—Manuel, por favor.
Blanca les ve hablar entre susurros; no les oye, pero sabe que algo malo ha ocurrido, quizá algo en el barrio. Manuel tiene cara de preocupación cuando vuelve a contarle qué pasa.
—Hay una mujer en Las Injurias que dice que te conoce. Marcos no ha sabido decirme quién es ni cómo se llama. Está grave, es mejor que vayamos para allá.
Marcos les acompaña hasta la chabola de la Murciana. El perro está atado y lucha por abalanzarse encima de Manuel, como hace siempre que él aparece. Dentro apenas se ve, pese a las dos velas que hay encendidas, y Blanca no reconoce a la mujer que está sobre la cama de la dueña de la casa. Tiene que acercarse mucho para descubrir a Elisa.
—¿Qué ha pasado?
—Una hemorragia.
—¡Hay que llevarla a un hospital!
La Murciana se opone.
—De aquí no sale. Viene de camino un médico. Ha sido un aborto, si llega así a un hospital se enterará todo el mundo, no paraba de decir que su padre la mataría. Si va a un hospital la meterán en la cárcel.
La llegada del médico acaba con la discusión.
—Por favor, que salga todo el mundo. Y necesito luz, más velas.
Blanca no puede dejar de pasear de un lado para otro, fuera de la barraca. Carmen, una chica gitana, ha salido de la casa de al lado y le ha llevado un vaso de agua. La Murciana entra y sale, con agua caliente, con paños limpios, con más velas.
—¿A esto se dedica la Murciana? ¿Esto es lo que hace tu amiga?
—Yo… No lo sabía.
Manuel y ella se quedan en silencio más de media hora. Hasta que sale el médico.
—Está muy débil, espero que no muera. Eso sí, han de llevarla a otro sitio. Aquí hay humedad y hace mucho frío.
—¿Podemos moverla?
—Mejor esperen a mañana por la mañana. Ya le he dado a la Murciana instrucciones de las medicinas que deben administrarle. ¿Quién me va a pagar?
—Ha sido todo muy precipitado y no llevamos dinero; mañana yo mismo me encargo de hacerle llegar el dinero.
—Aquí se paga al contado. No creerá que voy a fiarme de gente de Las Injurias.
Blanca se quita su broche del pecho del vestido y se lo entrega.
—¿Será suficiente?
Elisa está dormida cuando entran a verla. A Blanca le impresiona contemplarla en esa pequeña cama con sábanas baratas, en un cuarto que alumbran sólo un par de bombillas. Nunca le habían parecido tan pobres las paredes de la chabola de la Murciana como al ver allí a su amiga, ni en la peor de sus pesadillas esperaba encontrarla así. La dueña de la casa se justifica.
—Lo siento, había esperado demasiado. Estaba embarazada de antes de lo que ella pensaba.
—¿Quién era el padre? ¿Carlos?
—No me lo dijo, eso a mí nunca me lo dicen. Sólo que creía que era su novio. Infeliz.
—Si se muere, te voy a denunciar. Te juro que si se muere voy a hacer que acabes en la cárcel.
* * *
—Ten cuidado, alguien te ha delatado.
Los franceses no conocen la identidad que Frank usa en París, no saben que utiliza el nombre de Marcel Malmaison y vive en una buhardilla cercana a Montmartre; pero saben que un alemán llamado Frank Heimer está entre ellos.
—La información les ha llegado de Berlín, de un espía que trabaja para ellos allí.
—¿Alguien del Estado Mayor?
—No; los datos que poseen son escasos, es alguien que tiene sospechas, no certezas. Puede ser alguien infiltrado, como tú. Tal vez alguien que te conociera en Berlín y sólo haya dado un aviso para que aquí estén atentos.
Quien informa a Frank es Jules Arles, supuestamente un panadero del sur de Francia con un establecimiento abierto al público en la rue de Rivoli; en realidad un espía alemán, de nombre Rudolph Strass, natural de Munich pero criado en Pau. Según las instrucciones, Frank ha de ir todos los lunes a comprar a su panadería, nada más; si tienen algo que decirle el propietario se dirigirá a él. En caso contrario debe escoger lo que quiera llevarse, pagar y seguir con sus rutinas hasta el lunes siguiente. Es la primera vez desde que llegó a París que el panadero le habla.
—¿Sabes quién puede haber sido?
—Sí, es posible. Gustav Müller. Es catedrático de literatura en Berlín.
Lo ha dicho sin pensar, pero seguro de no equivocarse: su antiguo amante se interesaba mucho, hacía demasiadas preguntas…
—Pasaré la información.
Frank se acerca, con los brioches que acaba de comprar, al Parc de la Tour Saint-Jacques, a apenas un par de manzanas de la panadería. Se sienta en un banco y mira a la gente que pasa. Si no hubiera tantos uniformes dudaría de que el país estuviera en guerra: hay madres paseando a sus hijos en los cochecitos, parejas de enamorados, niños jugando, hombres sentados que leen el periódico… Se oye el sonido de un violín, pero Frank no localiza el lugar del que procede la música. Recuerda los conciertos a los que asistió con Gustav Müller. La guerra lo ha cambiado todo, hasta a ellos por dentro.
—¿Puedo sentarme aquí?
Un hombre ha ocupado el mismo banco en el que está el alemán. Frank debe estar atento a todos sus movimientos. ¿Es uno de los suyos que quiere darle información y pronunciará de un momento a otro cualquiera de las contraseñas que ha aprendido de memoria? ¿Es un agente francés a punto de desenmascararle? Ha hablado un buen francés; aunque su acento no es perfecto, Frank no ha identificado su procedencia. Durante unos minutos permanece en tensión, sin que el hombre haga ademán de querer entrar en contacto. Puede que sólo sea alguien que aprovecha el día de sol para sentarse en un parque a leer, un comportamiento tan normal que parece anormal en la nueva vida de Frank.
Pasado un tiempo prudencial, el hombre se levanta y se aleja, pero ha dejado el periódico que leía sobre el banco. Tal vez en él haya un mensaje. Frank se quita la gabardina y la deposita sobre el periódico. Espera un rato mirando a la gente. Después vuelve a coger la gabardina, cuidando de llevarse también el diario, con sigilo, sin que nadie se percate.
No está tranquilo hasta que entra en su buhardilla; va pendiente de que nadie le haya seguido, de que el periódico olvidado no fuera una trampa y en cualquier momento se le echen encima para detenerlo. El periódico está en español, es El Noticiero de Madrid. Lo lee de arriba abajo sin encontrar nada. Hasta la segunda lectura no se da cuenta de la firma que aparece debajo de la crónica de la marcha de la guerra: Gonzalo Fuentes, corresponsal en París. ¿Ha sido casualidad que el hombre haya abandonado allí el periódico? ¿Hay alguien que sabe quién es y le ha querido informar? No tiene respuesta y se teme que nunca la tendrá.
Gustav Müller no intenta huir, ni resistirse, cuando oye el ruido de botas en la escalera del edificio en el que vive en la Jägerstrasse. Lleva tiempo esperando que llamen a su puerta para llevárselo. Desde que empezó la guerra, y decidió que su deber era ayudar a los franceses aunque significase traicionar a su país, para lograr que el káiser y los militares prusianos que lo sustentan abandonen el poder.
—¿Gustav Müller? Tiene que acompañarnos.
—Voy a coger mi documentación.
—No va a necesitarla.
El coche en el que le han subido se aleja del centro de Berlín, en dirección a Potsdam. Sólo tiene una pregunta.
—¿Me ha delatado Frank Heimer?
—¿No fuiste tú quien le delató antes a él? Fue un error, te pusiste en evidencia tú mismo.
Lo tiene claro, fue un error; Frank era su amigo, pese a todo. Por lo menos le consuela saber que no se equivocó, que Frank está en París, infiltrado por los servicios de inteligencia alemanes. Ahora que a él todo le da igual, le desea suerte. Que Alemania pierda la guerra, que los militares abandonen el poder, que se acaben sus ansias expansionistas, pero que Frank sobreviva y pueda olvidar su traición.
Los dos días que siguen, Frank no trabaja para los alemanes sino para sí mismo. Investiga hasta que averigua el domicilio del corresponsal de El Noticiero de Madrid. Vive en la rue du Sommerard. Allí espera varias horas hasta que le ve salir del edificio en el que tiene su apartamento. Es él, Gonzalo, su amante español.
No puede abordarle; se limita a verle pasar y a seguirle, sin dejarse descubrir por él, hasta uno de los restaurantes baratos, frecuentados por estudiantes, cerca de la Sorbona.
Ha cambiado poco en los meses que llevan sin verse, quizá algo en la expresión: ha perdido la mirada de adolescente que tenía pese a haber cumplido los veintidós años. Sus rasgos son más adultos ahora.
Le han felicitado por desenmascarar a Gustav Müller. Su antiguo amigo ha sido detenido y han conseguido sacarle información sobre otros espías que trabajan en Alemania para los franceses. No hace falta decir el modo en el que se le extrae información a un detenido. Frank ha hecho lo que debe, pero no hubiera estado tan seguro de ser capaz cuando vivía en Madrid, antes de que empezara todo esto.
* * *
—Perdón, ¿te conozco? Me suena tu cara, pero no sé de qué.
Blanca sigue en Las Injurias. No podrán trasladar a Elisa hasta que esté un poco mejor, espera que sólo sean unas horas. Una joven gitana, con acento andaluz, le ha llevado un café con leche caliente. Es la misma que el día anterior le dio un vaso de agua; entonces estaba tan preocupada por la vida de su antigua amiga que no se fijó en ella.
—Llegué hace poco de Sevilla, sólo unos días. Imposible que me haya visto antes.
Blanca se queda pensando; es una mujer muy guapa, una cara de ésas que es difícil de olvidar. Sólo tiene que recordar dónde la vio antes.
—¡El cuadro! ¡El cuadro del pintor francés!
Se lo regalaron en su boda y tuvo que devolverlo. ¿Cómo se llamaba el marqués sevillano amigo de sus padres…? Es uno de los recuerdos de aquel día, en el salón de su casa la noche antes de su fallido matrimonio: la joven estaba sentada, con el tirante caído, su sensualidad y su madre criticando tanto descaro.
—Lo pintó mi marido, Jean-Marie Huguet.
Carmen le cuenta a Blanca su historia: su marido francés, los cuadros vendidos, la falta de noticias, el viaje a Madrid y el robo…
—Estoy desesperada. Algo me dice que tendría que olvidarme de él, asumir que ha muerto y volver a Sevilla con mi hijo… pero no puedo.
—En la oficina en la que trabajo podemos ayudarte. Ven en unos días, cuando pase todo esto de mi amiga. Intentaremos encontrar a tu marido.
Hasta ahora han socorrido a gente sin cara, a personas que conocen a través de sus cartas, que nunca han visto aunque les abran su corazón contándoles sus problemas y sus miedos. Es la primera vez que es consciente, aunque ya lo supiera, de que hacen esa labor para personas de verdad, gente que sufre por la ausencia de los suyos y que no sabe dónde dirigirse, que vive en un pueblo francés, en una ciudad alemana o en un barrio tan miserable como Las Injurias…
* * *
—¿Posarías para mí?
La herida de Jean-Marie no provocará que sea licenciado: en tres o cuatro semanas volverá al frente, a una nueva unidad, tal vez a morir o a ver morir a sus nuevos compañeros. De momento tiene que aprovechar el tiempo que pasa en la retaguardia: sábanas limpias y secas, comida caliente, noches de dormir a pierna suelta sin temer el ataque de los alemanes… Ha olvidado a sus compañeros muertos, tiene que esforzarse para recordar a todos los que han compartido con él los últimos meses en las trincheras, a todos los que no han tenido tanta suerte como él.
Madeleine es una enfermera, parisina como él. Se ha encargado de atenderle por las noches, y ha conseguido que le den permiso para usar una antigua buhardilla, una que se emplea como almacén, en la gran casa de campo del norte de Francia en la que se ha instalado el hospital militar. Allí posa para él por las tardes; ella misma le ha conseguido el lienzo y las pinturas.
—En París posé alguna vez, lo pagaban bien.
—Yo no puedo pagarte, soy un pobre soldado herido.
Se nota que Madeleine es profesional; no se mueve, aguanta en la postura que él le ha marcado, no se queja, no protesta.
—Cuando acabe la guerra, tienes que pintarme otra vez.
—Si sigo vivo, lo haré.
Jean-Marie hace su trabajo despacio, como si fuera su último cuadro, como si al acabarlo fueran a devolverlo al frente a morir, sin la suerte que le ha acompañado hasta este momento.
Le gustan los desnudos. Madeleine hubiera posado desnuda para él, pero la situación y el lugar no acompañan. La modelo está vestida de enfermera, su uniforme de todos los días. La intención de Jean-Marie es pintar la guerra a su alrededor, pero aún no sabe cómo hacerlo, se limita a su ropa, su cuerpo, su rostro…
Cada día pasan varias horas juntos y a solas; después, cuando vuelven a la sala donde está el resto de los soldados heridos y ella acaba con sus obligaciones como enfermera, suele acercarse a la cama en que duerme él y pasan un rato charlando; algunos días es Madeleine quien le hace la cura en la herida.
—Esto está bastante bien, en unos días tendrás el alta.
—Preferiría que me hubieran cortado la pierna y no tener que volver a las trincheras.
—Lo retrasaremos todo lo que podamos.
Día a día se van acercando. A Jean-Marie le gusta hablar mientras pinta y le cuenta muchas cosas, sobre su juventud en París, sobre sus primeros pasos como pintor, sobre su llegada a Sevilla…
—¿No recibes cartas de Carmen?
—No he conseguido escribirle, no me lo permiten.
—Quizá pueda hacerlo yo por ti. En unas semanas iré de permiso a mi casa. Seguro que desde París puedo mandar una carta a Sevilla sin problemas.
Aunque no ha dejado de escribir desde que se separó de ella, Jean-Marie no puede mandarle esa carta que redactaba en la trinchera, ésa en la que no ocultaba nada. Tarda dos días en escribir una nueva. Le cuenta a Carmen cómo está, aunque lo adorna como si nunca hubiera existido un peligro real, como si sus noches en el frente fueran una excursión en la que ha dormido bajo las estrellas y no un infierno en el que se puede morir en cualquier momento; convierte su herida en un simple arañazo, olvida el hambre, el frío, los compañeros perdidos. Sólo quiere saber cómo está ella y si su hijo, o hija, ha nacido sin problemas y está sano.
—Esto ya está bien. Mañana le damos el alta.
El médico ha examinado la herida de Jean-Marie y su decisión es firme, se acaba el tiempo de paz. En unas horas, pocas, volverá al frente. Aunque el cuadro está terminado, Madeleine le espera en el pequeño almacén con una botella de vino, con un poco de queso y embutido, con tabaco…
—A lo mejor si hablo con el médico, puedes quedarte unos días más.
—¿De qué valen unos días? Tengo que irme. Te regalo el cuadro, para ti.
Madeleine se desabotona la blusa del uniforme.
—Llevo deseando hacer esto desde el primer día.
Él también lo deseaba. Se había prometido que no estaría con otra mujer que no fuera Carmen, pero cuando hizo aquella promesa no se imaginaba que la vida fuera a ser como es, que habría un día en el que le devolverían al matadero después de remendarle las heridas y que lo único que le consolaría sería abandonarse unas horas en los brazos de una mujer a la que no ama, pero por la que siente un enorme agradecimiento. Mira la puerta preocupado.
—Tranquilo, nadie va a entrar.
De todos modos coloca una silla para impedir que la puerta se abra. Cuando se da la vuelta, ella se está quitando la horrible ropa interior que el ejército les facilita. Tiene un cuerpo bonito, piel muy blanca, llena de pecas, no se parece nada a Carmen. Quizá cualquier cuerpo le habría parecido bello. Él también se desviste, se besan por primera vez.
—Yo también tengo alguien en París, pero esta noche quiero estar contigo.
Madeleine ha colocado una manta sobre el suelo de tablas de madera y se tumban allí. Mejor no decir nada, no quiere que se le escape el nombre de su mujer. Ocupa su boca en besar a la enfermera, sus manos en acariciarla… Quiere olvidar, aunque sólo sea durante unos minutos, que mañana volverá a un lugar en el que tendrá que matar o morir.
* * *
—¿Cómo te encuentras?
Es una pregunta retórica, no hay que ser médico para contestarla: Elisa está fatal, pero mejor que el día anterior. No es difícil, nunca se había sentido tan mal como entonces.
—¿Se ha enterado mi padre?
—No, pero no podemos seguir mintiéndole mucho tiempo. Mañana como muy tarde tienes que volver a tu casa.
—Ayer estaba aquí Manuel, el profesor de mecanografía, ¿no?
—Sí, ésta es su habitación.
Elisa se ha despertado y Blanca no le ha dicho ninguna de las cosas que ha pensado en los dos días que han pasado desde que la recogieron en casa de la Murciana. No la ha perdonado, pero tampoco le ha echado en cara su embarazo y su romance con Carlos de la Era. Sólo está decepcionada y cansada. Tiene ganas de volver al desván de palacio a trabajar en lo suyo y olvidar a gente que no merece ayuda.
Hoy ha faltado al trabajo, pero mañana por la mañana tiene que estar sin excusa en la oficina. Ella y Manuel, los dos.
—Creo que debemos escribir a Gonzalo.
—Mi hermano está en París, le da igual lo que me haya pasado. Ni siquiera nos despedimos cuando se fue.
—No manipules las cosas. Tú no te despediste de él. Tú eres la que ha cometido todos estos errores, tú y nadie más que tú.
Elisa llora; Blanca preferiría no haber sido tan dura, no haber dejado que la ira dictara sus palabras.
—Pensé que Carlos me quería, he sido una idiota. Yo siempre había estado enamorada de él, incluso cuando estaba contigo. No sabes cuánto me alegré al ver que suspendías la boda.
Blanca la interrumpe. No soporta la confesión de Elisa, le da igual, su amistad se ha roto; no tiene interés en saber sus causas. Está deseando que pueda levantarse, que se vaya a su casa y que vuelva a desaparecer de su vida. Quizá no sea lo que debe sentir una buena persona, pero es lo que ella siente.
—Manuel está a punto de llegar y yo tendré que irme a casa. Deberías lavarte mientras yo estoy aquí, antes de que llegue él.
En la casa, como en muchas de los barrios populares de Madrid, no hay una bañera o ducha, sólo retrete; sus habitantes deben ir a asearse a los baños públicos de la calle de Valencia. Elisa tiene que usar un paño y mojarlo en agua templada, es una labor incómoda y laboriosa que les lleva casi una hora. Una hora tensa y triste, en la que apenas se hablan.
* * *
—Los vecinos me piden que le recuerde que está prohibido hacer fiestas en el edificio.
Gonzalo ha ocupado el mismo apartamento que tenía alquilado el anterior corresponsal del periódico, un oscuro cuchitril interior de dos habitaciones en la rue du Sommerard, en el Barrio Latino. Su predecesor en el cargo no ha dimitido, como le habían informado, sino que ha sido invitado a dejar la corresponsalía por su ineficacia. Los vecinos no tardan en informarle de que era un hombre alcoholizado, que sólo vivía de noche y protagonizaba violentos altercados con las mujeres a las que llevaba a la casa, prostitutas baratas a las que contrataba en los bares más sórdidos de la ciudad. Gonzalo no le ha conocido, abandonó París dos semanas antes de que él llegase, pero ha dejado muchos efectos personales en el apartamento, entre ellos una extraña colección de fotos suyas: una al año desde que llegó a París, la primera de doce años atrás, la última de pocos días antes de su partida. En ellas se ve su evolución, desde el joven elegante y atildado de la primera foto hasta el hombre envejecido de la última, con el pelo mal cortado y la barba sin afeitar, casi un mendigo. A Gonzalo le gustaría saber qué le pasó en París para sufrir esa transformación, quizá lo averigüe entre las cajas de papeles desordenados que ha encontrado abandonados en un altillo. Ahora tiene que olvidarse de él, no hay tiempo para distracciones; nada más llegar ha empezado a trabajar, envía artículos diarios para el periódico. Se ha acreditado en todo lo que le ha parecido oportuno, y ha pedido autorización para viajar al frente.
No conoce a mucha gente en París y sus salidas se limitan al trabajo y a comer y cenar por alguno de los restaurantes baratos del barrio. Intenta ponerse al día, aprender todo lo posible sobre la geografía de las zonas en las que se combate, las estrategias, los hombres disponibles por cada uno de los ejércitos, las armas que se utilizan… Tanto tiempo evitando todo lo que tuviera que ver con los cuarteles y con su padre, el general Fuentes, para que de pronto toda su ocupación en París esté relacionada con saber tanto o más de medios de destrucción que él.
La última noche que pasó en Madrid visitó el local de la calle de la Flor con Benito, su compañero del periódico. El dueño del local, hombre viajado, le dio muchas direcciones en París de lugares como el suyo, a los que podía acudir a divertirse. No ha ido a ninguno. Pese a los meses transcurridos desde la marcha de Frank, no ha vuelto a estar con nadie y no tiene ganas de cambiar esa situación.
* * *
—Elisa ha estado a punto de morir por tu culpa.
La indignación ha llevado a Blanca a hacer algo insospechado. Se ha presentado en casa de Carlos de la Era, ha llamado a la puerta y ha preguntado por él a la criada que ha salido a abrir. Mientras le esperaba en la salita donde recibe a las visitas se ha arrepentido, siente un profundo desprecio por ese hombre; pero después, al verle llegar, se ha llenado otra vez de razón y ánimos. Gente como él no puede andar con la cabeza alta por el mundo.
—A saber quién habrá dejado embarazada a tu amiga. Cualquiera… Elisa hace cosas que no podrías pedirle a la más tirada de las putas de la tapia del cuartel. ¿Tú también eres así? ¿También te acuestas con los dos, con Giner y con el otro, el chupatintas? ¿O con los dos a la vez?
Blanca cambió el amor por indiferencia, después por desprecio. Ahora siente verdadero odio, no entiende cómo pudo estar a punto de casarse con él, cómo hubo un momento de su vida en el que pensó que estaba enamorada. Si fuera un hombre, si vivieran hace sólo cincuenta años, lo retaría en duelo como hacían los caballeros, o lo golpearía como hacen los rufianes en las tabernas.
—Algún día pagarás por todo esto.
—Sí, es probable que vaya al infierno. Pero falta mucho para eso. Hasta ese día pagarás tú. Te lo he avisado y te lo repito.
La madre de Carlos, advertida de su presencia por el servicio, entra en el gabinete.
—Vete. No eres bienvenida en esta casa.
—Su hijo ha dejado embarazada a una amiga mía…
—Es lo que les pasa a las rameras, a las que se acuestan con el primero que pasa. Fuera de aquí.
—Ella podía haber muerto.
—Una pecadora menos. Líbrenos el Señor de ellas. Y ya me has oído: ¡fuera!
El palacete en el que vive Carlos, el duque del Camino, con sus padres, está en el Paseo de la Fuente Castellana, la continuación del Paseo de Recoletos. Blanca baja la calle andando, más indignada que cuando llegó, furiosa con Carlos, con las palabras de su madre, y con su amiga Elisa, que está en la habitación que tiene alquilada Manuel.
—¡Blanca!
La llaman desde un espectacular Lancia rojo, completamente nuevo. No esperaba encontrarse con Álvaro Giner.
Se sientan en una de las mesas del Café Gijón, a pocos metros del lugar en el que se han cruzado. Ven a la gente a través de las ventanas, raro es el que no se detiene a apreciar el coche.
—¡Qué bonito! ¿Es nuevo?
—Me llegó hace una semana. Es un Lancia, me lo han traído de Italia.
—Es una preciosidad.
—Sí, pero demasiado caro. Un empeño de mi padre. ¿Te apetece que te dé una vuelta?
—Me encantaría.
—¿Sabes conducir?
—¿Yo? ¿Cómo voy a saber?
Blanca regresa avergonzada a la habitación que Manuel tiene alquilada en la calle del Sombrerete y en la que espera Elisa. Salió diciendo que se ausentaría un rato, con la idea de ir a casa de Carlos de la Era y volver, pero ha pasado fuera casi seis horas. Sin duda las seis mejores horas de los últimos meses. Álvaro Giner la llevó en su coche hasta la Casa de Campo. Allí se cambiaron de asiento y le enseñó a conducir. Ha sido emocionantísimo.
—Lo haces muy bien, en dos o tres clases conducirás mejor que muchos hombres.
—¿Y de qué me va a servir?
—No hay ninguna ley que impida que las mujeres tengan coche.
Algunas de las personas con las que se han cruzado se apartaban al ver a una mujer a los mandos de ese extraordinario coche rojo.
—Me haría famosa en todo Madrid, saldría hasta en los periódicos.
—Mayor motivo para que aprendas a conducir, dicen que en Estados Unidos es común ver a las mujeres llevar coches y hasta camionetas.
—Los americanos están locos.
—Como cabras, pero pronto todos copiaremos lo que ellos hacen. ¿Puedes quedarte a comer conmigo? Te voy a llevar a un sitio que hay por Húmera donde hacen el mejor conejo de España, ¿te apetece?
Ahora, de vuelta a la vida, a Manuel Lope, a Elisa y a los problemas, se siente mal por haber pasado un día tan divertido, por haber aceptado la invitación a comer de Álvaro… Hubo un momento, cuando volvían a Madrid, en el que creyó que su jefe iba a besarla. Menos mal que no lo hizo, tendría que haber rechazado su beso, aunque se muriera de ganas de recibirlo.
—¿Qué tal está Elisa?
—Bien, duerme… Fui a la farmacia de El Globo a comprar las medicinas que encargó el médico.
—Perdona que haya tardado tanto en volver.
—No importa, supongo que tenías cosas que hacer.
Manuel se ha volcado en cuidar a Elisa. Él no sabía que la Murciana fuera abortista y se siente responsable por la vida de la amiga de Blanca.
—Te voy a ser sincero, sabía que tenía un trabajo fuera de la ley, pero pensaba que era perista, que compraba y vendía objetos robados. Probablemente hace las dos cosas y más de las que nos enteraremos.
La habitación de Manuel es amplia y bien ventilada, en el tercer piso de un edificio relativamente nuevo de la calle del Sombrerete, en la zona de Lavapiés, la que fue la antigua judería de Madrid hace muchos años.
—¿Has hablado con ella?
—Se despertó un rato a mediodía. Se tomó el caldo que le di. Pero no dijo nada, sólo lloró, lloró mucho.
¿Cómo podrá compensarle todo lo que está haciendo? Se siente confusa. Ahora que no está junto a Álvaro comprende la atracción que siente por Manuel, por esta integridad humilde que demuestra.
—Bueno, ahora soy yo quien tiene que salir. Voy al Ateneo Libertario. Pronto te contaré por qué, es una sorpresa…
Blanca se queda sola con Elisa. Está dormida, casi mejor así.
La vida de Blanca ha cambiado en el último año. Todo lo que significaba algo para ella no es más que un recuerdo lejano: Elisa ha pasado de ser su mejor amiga a ser una extraña, siente un enorme desprecio por el que fuera su prometido, ha dejado su cómoda vida de niña bien para trabajar en la Oficina Pro-Cautivos, y no consigue poner orden en sus sentimientos hacia Manuel y Álvaro. Pese a todo, se siente más libre que nunca.
—Papá, ¿qué te parecería que aprendiera a conducir?
Su padre está leyendo en la biblioteca cuando ella llega a casa, es una suerte que siempre se pueda contar con él. El chiflado don Jaime es uno de los apoyos más sólidos que tendrá en su vida.
—Bien. Creo que todo el mundo debería saber hacerlo. ¿Sabes que la mayor parte de las ambulancias inglesas están conducidas por mujeres?