Capítulo 27

—¡No puedo permitir esto! — Dijo Ela con la columna vertebral muy rígida, de pie junto a Alice en una pequeña alcoba del castillo.

—¿Desde cuándo autorizas o desautorizas lo que yo deseo? — Le espetó la muchacha—. Mi vida es cosa mía. A ti sólo te corresponde ayudar a vestirme.

—No es correcto que os arrojéis a los brazos de ese hombre. No pasa un día sin que alguien os pida en matrimonio. ¿No podéis conformaros con cualquiera de vuestros pretendientes? — Alice se volvió hacia la doncella.

—¿Para que ella se quede con Gavin? Antes moriría.

—¿En verdad lo queréis para vos? — Insistió Ela.

—¿Qué importa eso? — Alice se acomodó el velo y la diadema—. Es mío y seguirá siendo mío.

Cuando salió del cuarto, la escalera estaba a oscuras.

Alice no había tardado en descubrir que en la Corte del rey Enrique era fácil averiguar lo que deseara saber. Había muchos dispuestos a hacer cuanto ella mandara, sólo por dinero. Sus espías le habían indicado que Gavin estaba abajo, en compañía de su hermano, lejos de su esposa. Ella no ignoraba hasta qué punto podía obnubilarse un hombre con la bebida y planeaba aprovechar la oportunidad para sus pro píos fines. Con la mente aturdida por el alcohol, él no podría resistirse.

Al llegar al salón grande, soltó una maldición, ni Gavin ni su hermano estaban a la vista.

—¿Dónde está Lord Gavin? — Preguntó ásperamente a una criada que bostezaba.

El suelo estaba sembrado de sirvientes que dormían en jergones de paja.

—Salió. Es todo cuanto sé. — Alice la sujetó por un brazo.

—¿Adónde fue?

—No tengo idea.

Alice sacó una moneda de oro del bolsillo y observó el resplandor en los ojos de la muchacha.

—¿De qué serías capaz por una como esta? — La muchacha despertó por completo.

—De cualquier cosa.

—Bien — Alice sonrió—. Entonces escúchame con atención.

Judith despertó de un sueño profundo al oír un leve rasguño en su puerta. Estiró el brazo antes de abrir los ojos, sólo para encontrarse con que el lado de Gavin estaba desierto. Se levantó, con las cejas fruncidas, y entonces recordó que él había comentado algo de una despedida a Stephen.

Los rasguños continuaban. Joan, que solía dormir cerca de su ama cuando Gavin se ausentaba, no estaba allí. Contra su voluntad, Judith arrojó los cobertores a un lado y deslizó los brazos en las mangas de su bata, de terciopelo verde esmeralda.

—¿Qué pasa? — Preguntó al abrir, viendo ante sí a una criada.

—No sé, señora — dijo la muchacha con una mueca burlona—. Se me ha dicho que se os necesitaba y que teníais que acudir inmediatamente.

—¿Quién lo ha dicho? ¿Mi esposo?

La criada se encogió de hombros por toda respuesta.

Judith frunció el ceño. En la Corte pululaban los mensajes anónimos; todos ellos parecían llevar a lugares donde ella no tenía interés en estar. Pero quizá su madre la necesitaba. Era probable que Gavin, demasiado borracho para subir la escalera, requiriera su ayuda. Sonrió al pensar en la azotaina verbal que le propinaría.

Siguió a la muchacha por las oscuras escaleras de piedra hasta la planta inferior. Parecía más oscura que de costumbre, pues algunas de las antorchas adosadas a la pared no estaban encendidas. Abiertos en aquellos muros, que medían más de tres metros y medio de espesor, había feos cuartitos que los huéspedes más nobles no frecuentaban. La criada se detuvo ante uno de aquellos cuartos, próximos a la empinada escalera circular.

La muchacha dirigió a Judith una mirada incomprensible y desapareció en la oscuridad. Judith, ofendida por ese aire subrepticio, iba a protestar cuando una voz de mujer le llamó la atención.

—Gavin — susurró la mujer audiblemente.

Era un susurro apasionado. La joven quedó petrificada en el sitio. Alguien encendió yesca y la acercó a una vela.

Entonces ella pudo ver con claridad. El cuerpo delgado de Alice, desnudo desde la cintura hacia arriba, asomaba en parte bajo Gavin. La luz de la vela descubrió plenamente la piel bronceada del caballero; nada había que la ocultara.

Yacía sobre el vientre, con las piernas desnudas cubriendo las de Alice.

—¡No! — Susurró Judith con la mano contra la boca y los ojos empañados por las lágrimas.

Deseó que aquello fuera una pesadilla, pero no lo era. Él le había mentido una y otra vez. ¡Y ella había estado a punto de creerle! Retrocedió, alejándose de ellos. Gavin no se movía; Alice, con la vela en la mano, miraba a Judith y le sonreía desde aquella posición.

—¡No! — Fue cuanto Judith pudo decir.

Retrocedió más y más, sin reparar en que la escalera no tenía barandilla. Ni siquiera se dio cuenta de que había dado un paso en el aire. Gritó al caer por el primer escalón; después fueron dos, cinco. Lanzó frenéticos alaridos al aire, gritando otra vez, en tanto caía de costado completamente fuera de las escaleras. Cayó al suelo, allá abajo, con un golpe horrible, aunque el jergón de un caballero amortiguó un poco la caída.

—¿Qué ha sido eso? — Preguntó Gavin con voz gangosa, levantando la cabeza.

—No ha sido nada — murmuró Alice.

El corazón le palpitaba de pura alegría. Tal vez la mujer se había matado en la caída; entonces Gavin sería otra vez sólo de ella. El joven se incorporó sobre un codo.

—¡Dios mío! ¡Alice! ¿Qué haces aquí?

Paseó la mirada por su cuerpo desnudo. Sólo se le ocurrió extrañarse de no haber reparado hasta entonces en lo delgada que era. No sentía deseo alguno por esa carne que en otros tiempos había amado. El júbilo de Alice murió ante la expresión de sus ojos.

—¿No te... acuerdas? — Preguntó en tono entrecortado.

En verdad, la reacción de Gavin la había dejado atónita. Hasta ese momento había tenido la certeza de que, cuando lo tuviera otra vez en sus brazos, él volvería a ser suyo.

Gavin frunció el ceño. Estaba borracho, era verdad, pero no tanto que no recordara lo ocurrido durante la noche. Sabía perfectamente que no había ido al lecho de Alice ni la había invitado al propio.

Estaba a punto de lanzar su acusación cuando, de pronto, el gran salón de abajo se llenó de luces y ruidos. Los hombres se gritaban entre sí. Por fin se oyó un bramido que sacudió las vigas:

—¡Montgomery!

Gavin saltó de la cama en un solo movimiento, pasándose apresuradamente la chaquetilla por la cabeza. Bajó de dos en dos peldaños, pero se detuvo en el último giro de la escalera: Judith yacía allá abajo, en un jergón, con el pelo rojo dorado convertido en una enredada masa alrededor de la cabeza y una pierna torcida bajo el cuerpo. Por un momento el corazón del muchacho dejó de latir.

—¡No la toquéis! — Ordenó con un gruñido gutural, mientras bajaba de un salto los últimos peldaños para arrodillarse a su lado—. ¿Cómo? — Murmuró al tocarle la mano.

Luego le buscó el pulso en el cuello.

—Parece haber caído por la escalera — dijo Stephen, arrodillándose junto a su cuñada.

Gavin levantó la vista y vio a Alice en el descansillo, ciñéndose la bata con una leve sonrisa. Tuvo la sensación de que faltaba una pieza en el acertijo, pero no tenía tiempo para buscarla.

—Ya han mandado por el médico — dijo Stephen, sosteniendo la mano de Judith, que seguía sin abrir los ojos.

El facultativo vino con lentitud, vestido con una rica bata con cuello de piel.

—Abridme espacio — exigió—. Tengo que ver si hay huesos fracturados.

Gavin retrocedió, dejando que el hombre deslizara las manos por el exánime cuerpo de Judith. “¿Por qué? ¿Cómo?” Se preguntaba sin cesar. ¿Qué hacía ella en las escaleras, en medio de la noche? Su mirada volvió hacia Alice. La mujer se mantenía en silencio, reflejando un ávido interés en la cara, en tanto el médico examinaba a Judith.

El cuartito donde Gavin había despertado, en los brazos de Alice, estaba al final de la escalera. Al mirar otra vez a su mujer sintió que palidecía, Judith lo había visto en la cama con Alice. Había retrocedido, probablemente demasiado alterada como para mirar donde pisaba; eso explicaba la caída. Pero ¿cómo había sabido dónde encontrarlo? Sólo mediando la información de alguien.

—Al parecer, no hay huesos rotos — dijo el médico—. Llevadla a la cama y dejadla descansar.

Gavin murmuró una plegaria de agradecimiento. Luego se agachó para recoger el cuerpo laxo de su esposa. La multitud que lo rodeaba ahogó una exclamación: el jergón y la bata de la muchacha estaban empapados en sangre.

—Pierde el niño — dijo la reina Isabel junto a Gavin — Llevadla vos arriba. La haré revisar por mi propia partera.

Gavin sentía ya la sangre de Judith en el brazo, a través de las mangas. Alguien le puso una mano fuerte en el hombro; no necesitó mirar para saber que se trataba de Stephen.

—¡Mi señora! — Exclamó Joan cuando Gavin entró llevando a Judith.

—¡Acabo de volver y no la he encontrado! ¡Está herida! — Su voz delataba el amor que sentía por su ama—. ¿Se curará?

—No lo sabemos — respondió Stephen.

Gavin la depositó suavemente en la cama.

—Joan — indicó la reina Isabel—, trae agua caliente de la cocina y busca sábanas limpias.

—¿Sábanas, Majestad?

—Para absorber la sangre. Va a perder el niño. Cuando hayas conseguido las sábanas, busca a Lady Helen. Ella querrá estar con su hija.

—Mi pobre señora — susurró la muchacha—. Tanto como quería a ese bebé...

Había lágrimas en su voz cuando salió del cuarto. Isabel se volvió hacia los dos hombres.

—Ahora marchaos — instó—. Tenéis que dejarla. Vuestras mercedes no son de utilidad. Nosotras nos haremos cargo.

Stephen rodeó con un brazo los hombros de su hermano, pero Gavin se desasió.

—No, Majestad, no me iré. Ella no se habría herido si yo hubiera estado esta noche con ella.

Stephen iba a hablar, pero Isabel lo interrumpió, sabiendo que todo sería inútil.

—Podéis quedaros. — E hizo una señal a Stephen, que se retiró.

Gavin acarició la frente de Judith, mirando a la reina.

—Decidme qué hacer.

—Quitadle la bata.

Gavin desató cuidadosamente la prenda; luego levantó a Judith con cautela y le deslizó las mangas por los brazos. Quedó horrorizado al ver sangre en sus muslos. Por un momento permaneció inmóvil, mirándola. Isabel lo observaba.

—Un parto no es espectáculo agradable.

—Esto no es un parto, sino un... — no pudo acabar.

—Sin duda el embarazo estaba muy avanzado para que surja tanta sangre. Será un parto, en verdad, aunque con resultados mucho menos felices.

Ambos levantaron la vista. La comadrona, una mujer gorda y rubicunda, acababa de irrumpir en la alcoba.

—¿Queréis matar de frío a la pobre muchacha? — Acusó—. ¡Marchaos! No necesitamos de hombres — dijo, mirando a Gavin.

—Él se queda — intervino la reina con firmeza.

La partera miró a Gavin un momento.

—En ese caso, id a traer el agua. La doncella tarda demasiado en subir con ella la escalera.

Gavin reaccionó de inmediato.

—¿Es el esposo, Majestad? — Preguntó la mujer cuando él hubo salido.

—Sí, y este era su primer hijo.

La gorda resopló.

—Pues debería haber cuidado mejor de ella, Majestad, y no dejarla vagar por las escaleras durante la noche.

En cuanto Gavin dejó el agua dentro de la habitación, la mujer siguió dándole órdenes.

—Buscadle alguna ropa y mantened abrigada.

Joan, que había entrado detrás de Gavin, revolvió el arcón y le entregó un grueso vestido de lana. El muchacho visitó con cuidado a la herida, sin dejar de observar la sangre que manaba de ella. La frente de Judith se cubrió de sudor. Él la enjugó con un paño fresco.

—¿Se curará? — Susurró.

—No puedo asegurarlo. Depende de que podamos sacar todo el feto y detener la hemorragia.

Judith, gimiendo, movió la cabeza.

—Mantenedla quieta o nos dificultará la tarea.

—Judith — dijo Gavin en voz baja—, no te muevas.

Y le sujetó las manos. Ella abrió los ojos.

—¿Gavin? — Susurró.

—Sí, pero no hables. Quédate quieta y descansa. Pronto estarás bien.

—¿Bien? — Ella no parecía tener plena conciencia de su estado. De pronto la sacudió una violenta contracción. Las manos de la muchacha estrecharon las de Gavin. Levantó la vista, desconcertada—. ¿Qué ha pasado?

Sólo entonces empezó a centrar la vista. La reina, su doncella y otra mujer, arrodilladas a su lado, mirándola con preocupación. Otra contracción la sacudió.

—Vamos — dijo la partera—. Tenemos que masajearle el vientre para ayudarla.

—¡Gavin! — Exclamó Judith, asustada, jadeante por el reciente dolor.

—Tranquila, mi amor. Pronto estarás bien. Ya tendremos otros hijos.

Ella dilató los ojos, horrorizada.

—¿Otros hijos? ¿Mi bebé? ¿Estoy perdiendo al bebé? — Su voz se elevó casi histéricamente.

—Por favor, Judith — rogó Gavin, tranquilizándola—. Tendremos otros.

Un nuevo dolor atravesó a la joven, que miraba a Gavin, recobrando los recuerdos.

—Caí por la escalera — dijo en voz baja—. Te vi en la cama con tu amante y caí por la escalera.

—Judith... este no es momento...

—¡No me toques!

—Judith — repitió él, casi suplicante.

—¿Te desilusiona que yo no haya muerto? ¿Cómo ha muerto mi hijo? — Parpadeaba para alejar las lágrimas —.Vete con ella, si tanto la quieres. ¡Quédate con ella en buena hora!

—Judith...

Pero la reina Isabel tomó a Gavin por el brazo.

—Sería mejor que os fuerais.

—Sí — reconoció él, viendo que Judith se negaba a mirarlo.

Stephen lo esperaba junto a la puerta, con las cejas arqueadas en una pregunta.

—Ha perdido al niño y aún no sé si ella misma se salvará.

—Vamos abajo — propuso su hermano—. ¿No te permiten estar con ella?

—Judith no lo permite — respondió Gavin, inexpresivo.

Stephen no volvió a hablar sino cuando estuvieron fuera de la casa solariega. Apenas empezaba a salir el sol; el firmamento estaba gris. La conmoción causada por la caída de Judith había hecho que los habitantes del castillo se levantaran antes de lo acostumbrado. Los hermanos tomaron asiento en un banco, junto al muro.

—¿Por qué salió a caminar por la noche? — preguntó Stephen.

—No sé. Cuando tú y yo nos separamos, caí en una cama: la más próxima, allá al final de la escalera.

—Tal vez despertó y, al descubrir que no estabas, salió a buscarte.

Gavin no respondió.

—Hay algo en esto que me ocultas.

—Sí. Cuando Judith me vio, yo estaba en la cama con Alice.

Hasta entonces Stephen nunca había expresado una opinión sobre su hermano, pero en aquel momento se le oscureció el rostro.

—¡Pudiste haber causado la muerte de Judith! ¿Y porqué? Sólo por esa perra... — se interrumpió al ver el triste perfil de Gavin—. Estabas demasiado borracho para desear a una mujer. Y si deseabas hacer el amor, Judith te esperaba arriba.

Gavin miró al otro lado del patio.

—Yo no me la llevé a la cama — dijo en voz baja—. Estaba dormido y oí un ruido que me despertó. Encontré a Alice conmigo. Pero no me emborraché tanto como para haber podido llevarla a mi cama sin recordarlo.

—¿Qué pasó, entonces?

—No lo sé.

—¡Yo sí! — Exclamó Stephen con los dientes apretados—. ¡Eres un hombre sensato en todo, salvo cuando se trata de esa bruja!

Por primera vez en su vida Gavin no defendió a Alice. Stephen continuó:

—Nunca has sabido verla tal como es. ¿No sabes que se acuesta con la mitad de los hombres de la Corte?

Gavin se volvió a mirarlo.

—No pongas esa cara de incredulidad. Está en boca de todos los hombres... y de casi todas las mujeres, sin duda. Mozo de cuadra o conde, cualquiera le da igual, mientras tenga el equipo necesario para complacerla.

—Si ella es así, tal vez sea por culpa mía. Cuando la tomé era virgen.

—¡Virgen! ¡Ja! El conde de Lancashire jura haberla hecho suya cuando ella sólo tenía doce años.

Gavin no podía creer en todo aquello.

—Mira lo que te ha hecho, te ha dominado y utilizado. Y tú lo has permitido. Hasta has suplicado pidiendo más. Dime, ¿qué método empleó para impedir que te enamoraras de Judith desde el principio?

Gavin lo miraba sin ver. Estaba reviviendo la escena del jardín, el día de su boda.

—Juró matarse si yo me enamoraba de mi esposa.

Stephen recostó la espalda contra el muro de piedra.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Y tú la creíste? ¡Esa mujer mataría de buen grado a miles de personas antes de poner en peligro un solo cabello de su propia cabeza!

—Pero si le pedí que se casara conmigo — insistió Gavin—. Antes de haber oído siquiera nombrar a Judith, le pedí que se casara conmigo.

—Y ella prefirió a un conde muy rico.

—Pero su padre...

—¡Gavin! ¿No puedes mirarla con la vista despejada? ¿Crees que su padre, ese borracho, ha dado una sola orden en toda su vida? ¡Ni siquiera los Sirvientes le obedecen! Si él fuera un hombre enérgico, ¿habría podido ella escapar tan fácilmente para encontrarse contigo en el campo por las noches?

A Gavin le resultaba difícil creer todo aquello de su Alice, tan rubia y delicada, tan tímida. Cuando lo miraba con grandes lágrimas en los ojos, le derretía el corazón. Recordó aquella amenaza de suicidio. Él habría hecho cualquier cosa por ella, aunque ya entonces sentía una enorme atracción hacia Judith.

—No estás convencido — adivinó su hermano.

—No estoy seguro. Es difícil matar los viejos sueños.

Ella es hermosa.

—Sí, y tú te enamoraste de esa hermosura. Nunca te preguntaste qué había debajo de ella. Dices que no la llevaste a tu cama. ¿Cómo pudo aparecer allí?

Como Gavin no respondiera, Stephen continuó:

—La muy ramera se quitó la ropa y se acostó a tu lado.

Después envió a alguien en busca de Judith. Gavin se levantó. No quería oír más.

—Voy a ver si Judith está bien — murmuró.

Y caminó nuevamente hacia la casa solariega. Durante toda su vida, desde los dieciséis años, había cargado con responsabilidad sobre cosas y hombres. Nunca había tenido, como sus hermanos, tiempo libre para cortejar a las mujeres y aprender a conocer su carácter. Las mujeres que pasaban por su cama desaparecían muy pronto. Ninguna se mantenía algún tiempo cerca de él, riendo y conversando.

Él había llegado a creer que todas las mujeres eran tal como él recordaba a su madre: bonitas, dulces y suaves. Alice parecía ser el epítome de esos rasgos; como resultado, se había enamorado de ella casi de inmediato.

Judith era, en cierto modo, su primera mujer. En un principio lo había enfurecido por no ser obediente, como debía serlo toda señora. Prefería entrometerse con sus registros contables que ocuparse de las sedas de bordar. Era apabullante en su belleza, aunque no parecía reparar en ella.

No dedicaba horas enteras a su atuendo. En verdad, dejaba la elección de sus galas en manos de su doncella. Judith parecía ser todo lo indeseable, lo poco femenino. Sin embargo, Gavin se había enamorado de ella. Era honrada, valiente, generosa... y lo hacía reír. Alice, en cambio, nunca había demostrado sentido alguno del humor.

Se detuvo junto a la puerta de Judith. Estaba seguro de no amar ya a Alice, pero ¿sería ella tan traicionera como Stephen decía? ¿Cómo decían también Raine y Miles? ¿Cómo había llegado ella a su cama, si no era por los motivos que daba Stephen? Se abrió la puerta y la partera salió al pasillo. Gavin la tomó del brazo.

—¿Cómo está?

—Duerme. El niño ha nacido muerto.

Gavin aspiró hondo para tranquilizarse.

—¿Mi esposa se recobrará?

—No lo sé. Ha perdido demasiada sangre. No sé si era del niño o si sufrió algún daño interno en la caída.

Gavin perdió el color.

—¿No dijisteis que perdía sangre por el niño? — No quería creer que hubiera otro problema.

—¿Cuánto tiempo hace que os casasteis con ella?

—Casi cuatro meses — respondió él, sorprendido.

—¿Y ella era virgen cuando la tomasteis?

—Sí — confirmó él, recordando el dolor que le había causado.

—El embarazo estaba avanzado. El niño estaba ya bien formado. Yo diría que concibió en los primeros días. Quizá por eso perdió tanta sangre: porque el niño ya estaba crecido. Es demasiado pronto para saber.

Se volvió para retirarse, pero Gavin la detuvo por un brazo.

—¿Cómo se sabrá?

—Si la hemorragia cesa y ella sigue con vida.

Él le soltó el brazo.

—Decís que duerme. ¿Puedo verla?

La vieja rió entre dientes.

—¡Oh, los jóvenes! Son insaciables. Os acostáis con una mujer mientras otra os espera. Ahora rondáis a la primera. Deberíais elegir entre una y otra.

Gavin se tragó la respuesta, pero su entrecejo fruncido hizo que la mujer perdiera la sonrisa.

—Sí, podéis verla — respondió la mujer al fin, en voz baja.

Y se encaminó hacia la escalera.

La lluvia caía a latigazos. El viento doblaba los árboles casi por la mitad. Los relámpagos lanzaban sus destellos y, allá lejos, un tronco se hendió por el medio. Pero las cuatro personas que rodeaban el diminuto ataúd, recién depositado en tierra, no reparaban en ese torrente frío. Se bamboleaban ante el vendaval, pero sin notarlo.

Helen, de pie junto a John, flojo el cuerpo, se apoyaba pesadamente en él. Tenía los ojos secos e irritados. Stephen permanecía al lado de Gavin, por si este requiriera su ayuda.

Fueron John y Stephen quienes intercambiaron una mirada, mientras la lluvia les corría por la cara y goteaba sobre la ropa. John se llevó a Helen, a paso lento, mientras Stephen hacía lo mismo con su hermano. La tormenta había estallado de pronto, cuando el sacerdote empezaba a leer el servicio ante el pequeño ataúd.

Stephen y John parecían estar guiando a dos personas ciegas e indefensas a través del cementerio. Los llevaron a un mausoleo y allí los dejaron para ir en busca de los caballos.

Gavin se dejó caer pesadamente en un banco de hierro. La criatura había sido varón. Su primer hijo. En los oídos le resanaba cada una de las palabras que había dicho a Judith sobre ese niño, pensando que no era suyo. Escondió la cabeza entre las manos.

—Gavin — dijo Helen, sentándose junto a él para echarle un brazo sobre los hombros.

Se habían tratado muy poco desde aquel día en que ella se lamentara a gritos por no haber matado a su hija antes que permitirle casarse con él. El correr de los meses había cambiado muchas cosas.

Ahora Helen sabía lo que representaba amar a alguien, y reconocía ese amor en los ojos de Gavin. Veía el dolor que le causaba la pérdida del hijo y el miedo de perder a Judith.

Gavin se volvió hacia su suegra, olvidada toda hostilidad entre ambos. Vio y recordó sólo que ella era la madre de su amada. La rodeó con los brazos, pero sin estrecharla. Fue Helen quien lo abrazó y quien sintió el calor de sus lágrimas a través del vestido empapado por la lluvia. Y así, ella también halló desahogo para sus propias lágrimas.

Joan se había sentado junto a su ama. Judith dormía, descolorida y con el pelo húmedo por el sudor.

—Se recuperará pronto — dijo la doncella a Gavin, sin esperar la pregunta.

—No estoy tan seguro — respondió él, tocando la mejilla caliente de su esposa.

—Es que sufrió una caída horrible — adujo la muchacha, mirando a Gavin con intención.

Él se limitó a asentir, más preocupado por Judith que por el curso de la conversación.

—¿Qué pensáis hacer con ella? — Continuó Joan.

—¿Qué puedo hacer? Sólo espero que se reponga cuanto antes.

Joan movió la mano en un gesto despectivo.

—Me refiero a Lady Alice. ¿Qué castigo pensáis imponerle por la mala treta que os ha jugado? ¡Treta! — resopló — ¡Una treta que podría haber costado la vida a mi señora!

—No digas eso — gruñó Gavin.

—Vuelvo a preguntaros: ¿qué castigo habéis pensado?

—¡Cuida tu lengua, mujer! No sé de ninguna mala treta.

—¿No? En ese caso diré lo que debo decir. En la cocina hay una mujer que llora a mares. Dice que Lady Alice le dio una moneda de oro para que condujera a mi señora hasta donde vos estabais, en la cama con esa meretriz. La muchacha dice que se creyó capaz de cualquier cosa por el dinero, pero no había pensado en el asesinato. Dice que es culpable de la muerte del bebé y de la posible muerte de Lady Judith. Teme ir al infierno por lo que hizo.

Gavin comprendió que era hora de enfrentarse a la verdad.

—Me gustaría ver a esa mujer y hablar con ella — dijo en voz baja.

Joan se levantó.

—Traeré a la muchacha, si la hallo.

Gavin permaneció sentado junto a Judith, observándola. Notó que le iba volviendo el color natural. Algo más tarde, Joan regresó trayendo a rastras a una asustada sirvienta.

—¡He aquí a la puerca! — Exclamó, dando a la muchacha un fuerte empellón—. Mira a mi pobre ama, allí tendida. Has matado a un bebé y es posible que ella también muera. ¡Una señora que nunca ha hecho daño a una mosca! ¿Sabes que muchas veces me regañaba por no tratar bien a bazofias como tú?

—¡Silencio! — Ordenó Gavin. Era obvio que la criada tenía mucho miedo—. Cuéntame lo que sabes sobre el accidente de mi esposa.

—¡Accidente! ¡Ja! — Resopló Joan. Pero calló ante la mirada de Gavin.

La muchacha, arrojando miradas furtivas a los rincones del cuarto, narró su historia en frases vacilantes, entrecortadas. Al fin, se arrojó a los pies de Gavin.

—¡Salvadme, señor, por favor! ¡Lady Alice me matará!

La cara de Gavin no mostró piedad alguna.

—¿Y tú me pides ayuda? ¿Qué ayuda prestaste a mi esposa o a nuestro hijo? ¿Quieres que te lleve a la tumba donde lo hemos sepultado?

—No — lloró la muchacha, desesperada, tocando el suelo con la cabeza.

—¡Levántate! — Ordenó Joan—. ¡Ensucias el suelo de esta habitación!

—Llévatela — dijo Gavin—. No soporto verla.

Joan levantó a la criada tirándole del pelo y la llevó a puntapiés hacia la puerta.

—Oye — intervino Gavin—. Llévala a John Bassett y dile que la proteja.

—¡Que la proteja! — Estalló la doncella. Y endureció la mirada. Con voz falsamente sumisa, dijo: — Sí, señor.

Una vez que hubo cerrado la puerta torció el brazo a la muchacha.

—Mata al bebé de mi señora y debo hacerla proteger — murmuró—. No, me encargaré de que reciba lo que merece.

Cuando la tuvo en el tope de la escalera, apretó con más fuerza el brazo de la aterrorizada sirvienta.

—¡Basta! ¡Quédate quieta! — Gruñó John Bassett, que no se había alejado mucho de aquella habitación en los últimos días—. ¿Es esta la mujer a quien Lady Alice sobornó?

No había una sola persona en el castillo que ignorara la historia de la traición de Alice.

—Oh, señor, por favor... — rogó la muchacha, cayendo de rodillas—. No dejéis que me maten. No volveré a hacer nada de eso.

John iba a hablar, pero clavó en Joan una mirada de disgusto y levantó a la muchacha. La doncella permaneció varios minutos siguiéndolos con la vista.

—Lástima que él se la llevara — dijo una voz serena a su espalda—. Podrías haberme ahorrado el trabajo.

Joan giró en redondo para enfrentarse a Alice Chartworth.

—Preferiría veros a vos al pie de la escalera — le espetó.

Los ojos azules de la enemiga echaron llamas.

—¡Pagarás esto con tu vida!

—¿Aquí? ¿Ahora? — La provocó Joan—. ¿Por qué vaciláis? Estoy en el borde de la escalera.

Alice tuvo la tentación de dar a aquella muchacha un fuerte empujón, pero Joan parecía fuerte y ella no podía arriesgarse a perder esa batalla.

—Después de lo que has hecho, cuida tu vida — le advirtió.

—No; cuidaré mi espalda, porque la gente como vos ataca por ahí. Contratáis a alguien para que haga el trabajo sucio y después sonreís llena de hoyuelos, como una inocente.

Joan la miró fijamente y se echó a reír. Siguió riendo mientras se alejaba, hasta llegar a la habitación de su señora. Gavin y la partera velaban sobre Judith.

—Se ha iniciado la fiebre — dijo la anciana en voz baja—. Ahora las plegarias serán tan útiles como cualquier otra cosa.