Capítulo 4
La luz del sol entraba a torrentes por las ventanas abiertas y caía oblicuamente sobre el suelo cubierto de juncos, jugando con las pequeñas motas de polvo que centelleaban como partículas de oro. Era un perfecto día de primavera; el primero de mayo. Brillaba el sol y en el aire flotaba esa dulzura que sólo la primavera puede aportar. La habitación, grande y abierta, ocupaba la mitad del cuarto piso. Sus ventanas daban al sur y dejaban entrar luz suficiente para calentar la estancia. El ambiente era sencillo, pues Robert Revedoune no gustaba de malgastar el dinero en cosas que le parecían frívolas, como alfombras y tapices.
Sin embargo, esa mañana el cuarto no parecía tan austero. Todas las sillas estaban cubiertas de color, pues había vestiduras por todas partes: bellas, lujosas prendas, todas habrían pasado inadvertidas, de no ser porque su figura opacaba el brillo de las telas y las joyas. Sus pequeños pies estaban enfundados en suave cuero verde, forrado y ribeteado de armiño blanco con manchas negras. Por encima de la cintura, el traje se ajustaba bien a su cuerpo. Las largas mangas se estiraban desde las muñecas hasta por debajo del cinturón. Su talle era muy esbelto. El escote cuadrado exhibía ventajosamente los pechos llenos de Judith. La falda era una blanda campana que se mecía con suavidad al caminar.
Su tela era un tejido de oro, frágil y pesado, iridiscente al sol. Le rodeaba la cintura una estrecha banda de cuero dorado con incrustaciones de esmeraldas. En su frente, un fino cordón de oro sostenía una esmeralda grande. Le ceñía los hombros un manto de tafetán verde, completamente forrado de armiño.
En cualquier otra mujer, el mero brillo de ese atuendo verde y dorado habría sido excesivo, pero Judith era más bella que prenda alguna. Aunque pequeña, sus curvas quitaban el aliento a los hombres. La cabellera rojiza le pendía hasta la cintura y terminaba en abundantes rizos.
Mantenía alto el mentón y apretadas las fuertes mandíbulas. Aunque pensaba en los horribles sucesos que sobrevendrían, sus labios se mantenían suaves y llenos. Pero eran los ojos los que llamaban la atención: su color dorado intenso captaba la luz solar y los destellos de su traje.
Giró apenas la cabeza para contemplar el bello día. En cualquier otro momento habría sentido deseos de montar a caballo para cruzar praderas floridas, pero ese día permanecía muy quieta, cuidando de no moverse para no arrugar el vestido. Sin embargo, no era su atuendo lo que la mantenía tan quieta, sino lo triste de sus pensamientos. Pues aquel era el día de su boda, día largamente temido, que acabaría con su libertad y con la felicidad conocida.
De pronto, se abrió la puerta y sus dos doncellas entraron en la gran habitación. Estaban ruborizadas, pues habían venido corriendo desde la iglesia, adonde habían ido para echar un primer vistazo al novio.
—Oh, señora mía — dijo Maud — ¡es tan apuesto! Alto, de pelo oscuro, ojos oscuros y hombros de este tamaño — estiró los brazos en toda su longitud, con un suspiro dramático — No me explico cómo cruza las puertas. Ha de hacerlo de costado.
Sus ojos danzaban al observar a su ama. No le gustaba verla tan desdichada.
—Y camina así — agregó Joan.
Echó los hombros hacia atrás, hasta que los omóplatos llegaron casi a juntarse, y dio varios pasos largos y firmes por el cuarto.
—Sí — aseveró Maud — es orgulloso. Tan orgulloso como todos los Montgomery. Actúan como si fueran los dueños del mundo.
—Ojalá fuera así — rió Joan.
Y miró de soslayo a Maud, que hacía lo posible por no reír con ella. Pero Maud estaba más atenta a su señora. Pese a todas las bromas, Judith no había esbozado siquiera una sonrisa. La muchacha alargó una mano, indicando a su compañera que guardara silencio.
—Señora — dijo en voz baja — ¿hay algo que deseéis? Tenemos tiempo, antes de partir hacia la iglesia. Tal vez...
Judith meneó la cabeza.
—Ya no hay ayuda posible para mí. ¿Mi madre está bien?
—Sí. Descansa antes de montar para ir a la iglesia. La distancia es larga y su brazo...
Maud se interrumpió, captando la expresión dolorida de su ama. Judith se culpaba por la fractura de Helen. Le bastaban sus remordimientos sin que Maud cometiera la torpeza de recordársela. Maud habría querido darse de puntapiés.
—¿Estáis lista? — Preguntó con suavidad.
—Mi cuerpo está listo. Sólo mis pensamientos necesitan más tiempo. ¿Tú y Joan os encargaréis de mi madre?
—Pero, señora...
—No — interrumpió Judith — Quiero estar sola. Tal vez sea mi último instante de intimidad por algún tiempo. ¿Quién sabe qué traerá el mañana?
Y tornó a mirar hacia la ventana.
Joan iba a replicar a tanta melancolía, pero Maud se lo impidió. Joan no comprendía a Judith. Tenía fortuna, este era el día de su boda y, por añadidura, iba a casarse con un caballero joven y apuesto. ¿Por qué no era feliz? Se encogió de hombros, resignada, mientras Maud la empujaba hacia la puerta.
Los preparativos para la boda habían requerido semanas enteras. Sería una festividad suntuosa y compleja, que costaría a su padre las rentas de todo un año. Ella había anotado en los registros cada compra, extrañada por los miles de piezas de tela necesarios para formar los grandes doseles, a fin de cobijar a los invitados. ¡Y la comida que se iba a servir! Mil cerdos, trescientos terneros, cien bueyes, cuatro mil pasteles de ternera, trescientos toneles de cerveza. Las listas eran interminables.
Y todo eso por algo que ella detestaba desesperadamente.
A casi todas las niñas se las educaba para que consideraran el matrimonio como parte del futuro. No era el caso de Judith. Desde el día de su nacimiento, se la había tratado de modo diferente. Su madre estaba ya desgastada por los abortos y por los años pasados junto a un esposo que la castigaba a la menor oportunidad. Al contemplar aquella menudencia de vida pelirroja, Helen quedó prendada. Aunque nunca se oponía a su esposo, por esa criatura se enfrentaría al mismo Diablo. Quería dos cosas para su pequeña Judith: protección contra un padre brutal y violento, y la seguridad de que jamás caería en manos de hombres similares.
Por primera vez en muchos años de matrimonio, Helen se irguió ante el esposo al que tanto temía y exigió que su hija fuera destinada a la Iglesia. Poco le importaba a Robert lo que fuera de la madre o de la hija. ¿Qué le importaba esa niña? Tenía dos hijos varones de su primera esposa; lo único que había podido darle esa mujer medrosa y gimoteante eran bebés muertos y una hembra inútil. Riendo, aceptó que la niña fuera entregada a las monjas a la edad debida. Pero para demostrar a aquella criatura gemebunda lo que pensaba de sus exigencias, la arrojó por la escalera de piedra. Helen aún renqueaba de resultas de una doble fractura en la pierna, pero había valido la pena. Conservaba a su hija consigo, en completa intimidad. A veces, ni siquiera recordaba que era casada. Le gustaba imaginar que era viuda y que vivía sola con su encantadora hija.
Fueron años felices en los que adiestró a su niña para la exigente carrera del convento.
Y ahora todo eso quedaría en la nada. Judith iba a convertirse en esposa: una mujer sin más poder que el que le permitiera su esposo y señor. Judith nada sabía de la vida de esposa: cosía mal y no sabía tejer. Nadie le había enseñado a permanecer sentada y quieta durante horas, permitiendo que los Sirvientes trabajaran por ella. Peor aún: Judith ignoraba el sometimiento. Una esposa debía mantener los ojos bajos ante su marido y pedir su consejo en todo. A Judith, en cambio, se le había enseñado que algún día seria abadesa, única mujer a la que se consideraba igual a los hombres. Miraba a su padre y a sus hermanos de frente, ni siquiera se acobardaba cuando el padre le levantaba el puño. Eso, por algún motivo, parecía divertir a Robert. Su orgullo no era común entre las mujeres... ni tampoco entre la mayoría de los hombres, en realidad. Caminaba con los hombros echados hacia atrás y la espalda erguida.
Ningún hombre toleraría que, con voz serena, analizara las relaciones del rey con los franceses o expresara sus radicales opiniones sobre el tratamiento de los siervos. Las mujeres debían hablar de joyas y adornos. Judith, en cambio, solía dejar que sus doncellas le eligieran la vestimenta, pero en cuanto faltaban de las despensas dos sacos de lentejas, su ira era formidable.
Helen se había tomado grandes molestias para apartar a su hija del mundo exterior. Temía que algún hombre, al verla, la solicitara, y que Robert accediera al enlace. Eso equivaldría a perderla. Judith debería haber ingresado en el convento a los doce años, pero su madre no soportaba separarse de ella. La conservó consigo año tras año, egoístamente, sólo para que todos sus esfuerzos se disolvieran en la nada.
Judith había tenido meses enteros para hacerse a la idea de que se casaría con un desconocido. No lo había visto ni quería verlo, demasiado tendría que tratarlo en el futuro. No conocía a más hombres que su padre y sus hermanos; por lo tanto, esperaba una vida junto a un hombre que odiaría a las mujeres y les pegaría; lo imaginaba nada instruido e incapaz de aprender algo, salvo el uso de la fuerza. Siempre había planeado escapar de una existencia semejante; ahora sabia que era imposible. En el curso de diez años ¿sería como su madre? ¿Un ser trémulo, siempre temeroso, cuyos ojos se desviaban hacia los rincones?
Judith se levantó, y la pesada falda de oro cayó al suelo con un agradable susurro. ¡No sería así! Jamás mostraría su miedo a aquel hombre. Sintiera lo que sintiera, conservaría la cabeza en alto y la mirada firme.
Por un momento se le encorvaron los hombros. Sentía temor de aquel desconocido que sería su amo y señor. Sus doncellas reían y hablaban de sus amantes con alegría. ¿Acaso el matrimonio de los nobles podía ser igual? ¿Habría caballeros capaces de amor y ternura, tal como las mujeres?
Lo sabría en poco tiempo. Volvió a erguir los hombros. Le daría una oportunidad, se dijo para sus adentros. Sería como su espejo: cuando él se mostrara amable, ella sería amable. Pero si él era como su padre, se encontraría con la horma de su zapato. Ningún hombre había mandado nunca sobre ella y jamás lo haría. Ese fue su juramento.
—¡Señora! — Llamó Joan, excitada, irrumpiendo en el cuarto — Afuera están Sir Raine y su hermano, Sir Miles. Han venido a veros. — Como su ama la miraba inexpresivamente, puso cara de exasperación. — Son los hermanos de vuestro esposo, mi señora. Sir Raine quiere conoceros antes de la boda.
Judith hizo un gesto de asentimiento y se levantó para recibir a los visitantes. El hombre que iba a desposarla no evidenciaba interés alguno por ella. Hasta el compromiso había sido realizado por medio de un representante. Y ahora no era él quien la visitaba, sino sus hermanos. Respiró hondo y se obligó a no temblar, aunque estaba más asustada de lo que había pensado.
Raine y Miles descendían juntos la amplia escalera de la casa Revedoune. Habían llegado apenas la noche anterior, pues Gavin insistía en postergar el inminente enlace hasta el último instante. Raine trató de que visitara a su novia, pero él se negó. Puesto que tendría que verla durante tantos años venideros, ¿a qué encarar anticipadamente la maldición?
Cuando Miles regresó del compromiso, tras oficiar de representante, fue Raine quien le interrogó con respecto a la heredera. Como de costumbre, Miles dijo poca cosa, pero Raine adivinó que estaba ocultando algo. Y al verse frente a la novia, comprendió qué era.
—¿Por qué no dijiste nada a Gavin? — Acusó — Sabes cuánto teme que se trate de una heredera fea.
Miles no sonrió, pero le brillaban los ojos al recordar a su futura cuñada.
—Tal vez convenga demostrarle, por una vez, que puede equivocarse.
Raine sofocó una carcajada. A veces Gavin trataba a su hermano menor como si fuera un niño y no un hombre de veinte años. El hecho de que Miles no le describiera la belleza de su novia era pequeño castigo para tanto autoritarismo.
—¡Pensar que Gavin me la ofreció y ni siquiera hice el intento! Si la hubiera visto habría peleado por ella. ¿Te parece que es demasiado tarde?
Si hubo respuesta, Raine no la escuchó. Sus pensamientos estaban fijos en aquella pequeña cuñada, que apenas le llegaba al hombro. Había apreciado ese detalle antes de verle la cara. Después de enfrentarse a sus ojos, oro puro y rico como el de Tierra Santa, ya nada vio. Judith Revedoune lo había encarado con una mirada inteligente y serena, como evaluándolo. Raine, incapaz de pronunciar palabra, se sentía sumergido en la corriente de aquellos ojos, Ella no hacía caritas ni reía infantilmente, como casi todas las vírgenes: lo miraba de igual a igual, y esa sensación le resultó embriagadora. Miles tuvo que darle un codazo para que hablara, mientras el otro se imaginaba llevándosela lejos de aquella casa y de toda aquella gente para hacerla suya. Había sentido la necesidad de marcharse antes de tener más pensamientos indecentes con respecto a la prometida de su hermano.
—Miles — dijo al bajar, con las mejillas surcadas por los hoyuelos, como le ocurría cuando contenía la risa — tal vez podamos desquitamos de nuestro hermano mayor por haber nos exigido tantas horas en el campo de adiestramiento.
—¿Qué planes tienes? — Los ojos del menor ardían de interés.
—Si no me falla la memoria, acabo de ver a una enana espantosa, de dientes podridos y trasero increíblemente gordo.
Miles empezó a sonreír. En verdad habían visto a un verdadero espantajo al bajar la escalera.
—Comprendo. No tenemos que mentir, pero nada nos obliga a decir toda la verdad.
—Es lo que yo pienso.
Aún era temprano cuando Judith siguió a sus doncellas por la escalera, hasta el gran salón del segundo piso. El suelo estaba cubierto de juncos frescos; los tapices almacenados habían sido colgados allí, y el trayecto entre la puerta y la parte trasera del salón era un grueso camino de lirios y pétalos de rosa. Por allí caminaría al regresar de la iglesia, ya casada.
Maud marchaba detrás de su ama, sosteniendo en alto la larga cola del frágil vestido dorado y el manto forrado de armiño. Judith se detuvo durante un segundo antes de abandonar la casa y respiró hondo para darse valor.
Tardó un momento en adaptarse a la fuerte luz del sol; entonces vio la larga fila de personas que habían acudido para presenciar las bodas de la hija de un conde. No estaba preparada para recibir los vítores con que la saludaron: un alarido de bienvenida y de placer por la visión de joven tan espléndida.
Judith sonrió a manera de respuesta, saludando con la cabeza a los huéspedes montados, a siervos y mercaderes.
El trayecto hasta la iglesia sería como un desfile, ideado para exhibir la riqueza y la importancia de Robert Revedoune. Más tarde, podría vanagloriarse de que a la boda de su hija habían asistido tantos condes y tantos barones. Los juglares encabezaban la procesión, anunciando con entusiasmo el paso de la novia. Judith fue subida al caballo blanco por su propio padre, que hizo una señal de aprobación ante su atuendo y su porte. Para aquella gran ocasión debía montar de costado; la desacostumbrada posición la hacía sentirse incómoda, pero lo disimuló. Su madre cabalgaba detrás, flanqueada por Miles y Raine. Los seguía una multitud de invitados, en orden de importancia.
Con gran estruendo de címbalos, los juglares comenzaron a cantar y la procesión se puso en marcha. Avanzaban lentamente, siguiendo a los músicos y a Robert Revedoune, que iba a pie, llevando de la brida el caballo de su hija.
Pese a todos sus votos y juramentos, Judith descubrió que se estaba poniendo más y más nerviosa, La curiosidad con respecto a su prometido comenzaba a carcomerla. Permanecía muy erguida, pero aguzaba la vista, tratando de divisar las dos siluetas que ocupaban la puerta de la iglesia: el sacerdote y el desconocido que sería su esposo.
Gavin no tenía la misma curiosidad. Aún sentía el estómago revuelto por la descripción de Raine: al parecer, la muchacha era medio idiota, además de fea. Trató de no mirar el cortejo que se acercaba rápidamente, pero el ruido de los juglares y los ensordecedores vítores de los siervos, reunidos a la vera del camino, le impedían oír sus propios pensamientos. Contra su voluntad, sus ojos giraron hacia el desfile.
Al levantar la vista, vio a la muchacha de cabellera rojo dorada a lomo de un caballo blanco. No tenía idea de quién podía ser, y tardó todo un minuto en comprender que se trataba de su novia. El sol centelleaba en ella como si fuera una diosa pagana. La miró boquiabierto. Después, estalló en una sonrisa.
¡Raine! ¡Era de esperar que Raine mintiera! Su alivio y su felicidad fueron tales que, sin darse cuenta, abandonó el atrio de la iglesia para bajar la escalinata bajando los peldaños de a dos en dos y de tres en tres. La costumbre dictaba que el novio esperara hasta que el padre de la desposada bajara a la muchacha de su caballo y la acompañara por la escalinata para presentarla a su nuevo señor. Pero Gavin quería verla mejor. Sin oír las risas y los vítores de los espectadores, apartó a su suegro de un empellón y tomó a su novia de la cintura para bajarla del caballo.
Desde cerca era aún más hermosa. Los ojos de Gavin se regodearon con aquellos labios blandos, llenos e incitantes. Su piel era clara, más suave que el mejor satén. Y cuando al fin reparó en los ojos estuvo a punto de lanzar una exclamación.
Sonrió de puro placer y ella le devolvió la sonrisa, descubriendo sus dientes blancos. El rugido de la multitud lo devolvió a la realidad. Contra su voluntad, Gavin la depositó en tierra y le ofreció el brazo, sujetando la mano enlazada a su codo como si temiera verla huir. Tenía toda la intención de conservar aquella nueva pertenencia.
Los espectadores quedaron totalmente complacidos por su impetuosa conducta y expresaron de viva voz su aprobación. Robert frunció profundamente el ceño por haber sido empujado, pero luego vio que todos sus invitados reían.
La ceremonia matrimonial se realizó en el atrio de la iglesia, para que todos pudieran presenciarla, puesto que en el interior sólo habrían cabido unos pocos. El sacerdote preguntó a Gavin si aceptaba a Judith Revedoune por esposa.
Gavin contempló a la mujer que estaba a su lado, con la cabellera suelta hasta la cintura, donde se rizaba a la perfección, y replicó:
—Acepto.
Luego el sacerdote interrogó a Judith, que miraba a su prometido con la misma franqueza. Este vestía de gris de la cabeza a los pies; el chaleco y la amplia chaqueta eran de suave terciopelo italiano; esta última estaba completamente forrada de visón oscuro, y la piel formaba un ancho cuello, además de un estrecho borde en la pechera. Su único adorno era la espada que pendía baja desde su cadera; la empuñadura lucía un gran diamante que centelleaba bajo el sol.
Si bien las doncellas habían dicho que Gavin era apuesto, Judith no esperaba encontrarse con tal aire de fuerza, sino con algún joven delicado y rubio. Observó su denso pelo negro, que se rizaba a lo largo del cuello, los labios que le sonreían y aquellos ojos, que de pronto le hicieron correr un escalofrío por la columna. Para deleite de la multitud, el sacerdote tuvo que repetirle la pregunta. Judith sintió que le ardían las mejillas al dar el sí. Decididamente, estaba muy dispuesta a aceptar a Gavin Montgomery.
Prometieron amarse, honrarse y obedecerse. Después vino el intercambio de anillos, en tanto la multitud, momentáneamente callada hasta entonces, soltaba otro bramido amenazador para el tejado del templo. La lectura de la dote que aportaría la novia casi no se oyó. Aquellos hermosos jóvenes contaban con el gran afecto de todos. Los novios tomaron después sendas canastillas con monedas de plata, para arrojarlas al gentío reunido al pie de la escalinata. Luego, la pareja siguió al sacerdote al interior de la catedral, silenciosa y relativamente oscura.
Gavin y Judith ocuparon sitiales de honor en el coro, por encima de la muchedumbre de los invitados. Parecían niños por el modo en que se miraban furtivamente, a lo largo de aquella misa larga y solemne. Los invitados los observaban con adoración, encantados por aquel matrimonio que se iniciaba como un cuento de hadas. Los juglares ya estaban componiendo las canciones que entonarían después, durante el banquete. Los siervos y la clase media permanecían fuera de la iglesia, intercambiando comentarios sobre las exquisitas vestimentas de los invitados y, más que nada, sobre la belleza de la novia.
Pero había allí una persona que no era feliz. Alice Valence, sentada junto a la gorda y soñolienta silueta de su futuro esposo, Edmund Chartworth, miraba a la desposada con todo el odio de su corazón. ¡Gavin había quedado como un tonto! Hasta los siervos se habían reído al verle correr por la escalinata en busca de aquella mujer, como el muchachito que corre tras su primer caballo.
¿Y cómo podía alguien decir que aquella bruja pelirroja era hermosa? Alice sabía que el pelo rojo siempre se acompaña de pecas.
Apartó la vista de Judith para fijarla en Gavin. Era él quien la enfurecía. Alice lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo. Aunque una cara bonita pudiera hacerlo brincar como un payaso, sus emociones eran profundas. Le había dicho que la amaba y era cierto. Y ella se ocuparía de recordárselo cuanto antes. No le permitiría olvidarse de eso cuando estuviera en el lecho con aquel demonio pelirrojo.
Se miró las manos y sonrió. Era dueña de un anillo... sí, lo tenía consigo. Algo más tranquila, miró otra vez a los novios, mientras iba formando un plan en su mente.
Vio que Gavin tomaba la mano de Judith para besarla, sin prestar atención a Raine, quien le recordaba que estaban en la iglesia. Alice meneó la cabeza; esa tonta ni siquiera sabía cómo reaccionar. Debería haber entornado los ojos y ruborizarse; por su parte, sabía ruborizarse de un modo muy favorecedor. Pero Judith Revedoune se limitó a mirar fijamente a su esposo, atenta a cada uno de sus movimientos. Muy poco femenino.
En ese momento alguien la estaba observando. Raine clavó la vista en Alice desde el coro y reparó en la arruga que fruncía su frente perfecta. Sin duda alguna, la joven no tenía idea de que estaba haciendo ese gesto, pues siempre ponía mucho cuidado en mostrar sólo lo que debía ser visto.
“Fuego y hielo”, pensó. La belleza de Judith era como fuego junto a la gélida palidez de Alice. Sonrió al recordar la facilidad con que el fuego derretía el hielo, pero luego recordó que todo dependía de la intensidad de las llamas y del tamaño del bloque helado. Su hermano era un hombre cuerdo y sensato, racional en todos los aspectos, salvo en uno: Alice Valence. Gavin la adoraba; se enfurecía cuando alguien hacía la más leve mención de sus defectos. Esa nueva esposa ejercía su atracción sobre él, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Podría superar el hecho de que Alice le hubiera robado el corazón?
Raine rezó porque así fuera. Mientras paseaba su mirada entre las dos mujeres, comprendió que Alice podía ser una mujer para adorar, pero Judith era para el amor.