Capítulo 7

Ante la casa solariega de Revedoune imperaba el bullicio; el aire estaba cargado de entusiasmo. Por todas partes flameaban coloridos estandartes, ya en lo alto de los palcos, ya en las tiendas que cubrían los terrenos. Los atavíos centelleaban como piedras preciosas bajo el sol. Había niños que corrían por entre los grupos de personas y vendedores, con grandes cajas colgadas del cuello, pregonando su mercancía; vendían de todo, desde frutas y pasteles hasta reliquias sagradas.

La liza en sí era un campo cubierto de arena, de cien metros de longitud, bordeado por dos cercas de madera y con otra en el medio. La cerca interior medía apenas un metro veinte de altura, pero la exterior llegaba casi a los dos metros y medio. El espacio interior era para los escuderos y los caballos de los señores que iban a participar. Fuera de la alta cerca, los mercaderes y los vasallos se apretujaban, tratando de lograr un mejor sitio para ver las justas.

Las damas y los caballeros que no participarían ocupaban bancos escalonados, lo bastante altos como para verlo todo. Estos bancos estaban cubiertos por doseles y señalados con estandartes que exhibían los colores de las diversas familias. Varios sectores presentaban los leopardos del clan Montgomery.

Antes de que se iniciara la justa, los caballeros desfilaron con sus armaduras. La calidad y el diseño de la armadura variaba notablemente, según la riqueza de cada uno. Las había de anticuada cota de malla; otras, más modernas, eran placas metálicas cosidas sobre cuero; los más adinerados usaban la nueva armadura Maximilian, de Alemania, que cubría al hombre de pies a cabeza con acero fino, sin dejar un centímetro sin protección. Era una defensa pesada, que sobrepasaba los cincuenta kilos. Sobre los yelmos ondulaban las plumas con los colores del caballero.

Judith caminaba con Gavin hacia la zona donde se celebrarían los torneos, aturdida por el ruido y los olores que los rodeaban. Para ella todo era nuevo y estimulante, pero Gavin tenía pensamientos contradictorios. La noche había sido una revelación. Nunca había disfrutado tanto con una mujer como con esa flamante esposa. Con demasiada frecuencia, sus cópulas habían sido citas apresuradas o secretas con Alice. Gavin no amaba a la mujer que había desposado (por el contrario, hablarle lo enfurecía), pero tampoco conocía pasión tan desinhibida como la suya.

Judith vio que Raine se acercaba a ellos, con la armadura completa. El acero tenía grabadas diminutas flores de lis de oro. Llevaba el yelmo bajo el brazo y caminaba como si estuviera habituado al enorme peso de la armadura. Y así era.

Judith, sin darse cuenta, soltó el brazo de su marido al reconocer a Raine. El cuñado se acercaba a paso rápido, con una sonrisa llena de hoyuelos, de las que aflojaban tantas rodillas femeninas.

—Hola, hermanita mía — le sonrió—. Esta mañana me he despertado pensando que tu belleza había sido un sueño, pero veo que era real y hasta más acentuada.

Ella quedó encantada.

—Y tú das más brillo al día. ¿Vas a participar? — preguntó, señalando los campos cubiertos de arena.

—Tanto Miles como yo participaremos en el torneo.

Ninguno de ellos pareció prestar atención a Gavin, que los miraba con el entrecejo fruncido.

—Esas cintas que usan los hombres — inquirió la muchacha — ¿qué significan?

—Una dama puede elegir a un caballero y darle una prenda.

—En ese caso, ¿me permites que te dé una cinta? — Judith sonreía.

Raine clavó inmediatamente una rodilla en tierra, haciendo chirriar las bisagras de la armadura.

—Será un honor.

La joven se levantó el velo transparente que le cubría la cabellera y quitó una de las cintas doradas de sus trenzas. Obviamente, sus doncellas conocían bien la costumbre.

Raine, sonriente, se puso una mano contra la cadera, mientras ella le ataba la cinta al antebrazo. Antes de que hubiera terminado, Miles se le acercó por el lado opuesto y se arrodilló de igual modo.

—No pensarás favorecer a un hermano sobre el otro ¿verdad?

Al mirar entonces a Miles, Judith descubrió lo que otras mujeres habían visto en él desde la pubertad. El día anterior, en su virginidad, no había comprendido el significado de aquella mirada intensa. Ruborizándose de un modo muy favorecedor, inclinó la cabeza para quitarse otra cinta y la ató al brazo del menor de sus cuñados. Raine reparó en sus rubores y se echó a reír.

—No te ensañes con ella, Miles — aconsejó.

Las mujeres de Miles eran chiste viejo en el castillo de los Montgomery. Stephen, el segundo de los hermanos, solía quejarse de que el jovencito hubiera dejado embarazadas a la mitad de las siervas antes de los diecisiete años y la otra mitad antes de los dieciocho—. ¿No ves que Gavin nos está fulminando con la mirada?

—Los dos estáis haciendo el tonto — observó Gavin con un gruñido—. Hay mujeres de sobra aquí. Id a buscar a otra para pavonearos como asnos.

Apenas Judith terminó de atar la cinta de Miles, los dedos de su marido se le clavaron en el brazo, apartándola por la fuerza.

—¡Me haces daño! — Exclamó, tratando de liberarse, pero sin lograrlo.

—Haré algo peor si insistes en exhibirte ante otros hombres.

—¡Exhibirme! — Tiró de su brazo, pero sólo consiguió que Gavin la sujetara con más fuerza. A su alrededor había muchos caballeros que se arrodillaban ante las damas para recibir cintas, cinturones, mangas de vestido y hasta joyas. Y él la acusaba de exhibirse. — La persona deshonesta siempre piensa que los otros lo son. Tal vez quieres acusarme de tus propios defectos.

Él se detuvo para mirarla con fijeza, oscuros los ojos.

—Te acuso sólo de lo que tengo a la vista. Estás ardiendo en deseos por un hombre y no permitiré que hagas de ramera ante mis hermanos. Ahora siéntate aquí y no causes más reyertas entre nosotros.

Giró sobre sus talones y se marchó a grandes pasos, dejando sola a Judith en los palcos que exhibían el escudo de los Montgomery.

Por un momento los sentidos de Judith dejaron de funcionar; no veía ni oía nada. Lo que Gavin había dicho era injusto. Habría podido olvidarlo sin prestarle atención, pero él acababa de arrojarle a la cara lo que ellos hacían en privado. Eso era imperdonable. ¿Acaso había hecho mal en responder a sus caricias? Y en ese caso, ¿cómo se hacía para evitarlo? Apenas recordaba los acontecimientos de la noche, porque todo se había convertido en una deliciosa niebla rojiza en su memoria. Aquellas manos sobre su cuerpo, que provocaban oleadas de deleite... Recordaba poca cosa más. Pero él se lo echaba en cara como si estuviera impura.

Parpadeó para contener las lágrimas de frustración. Tenía razón en odiarlo. Subió los peldaños para acomodarse en los asientos de la familia. Su marido la había dejado sola, sin presentarla a sus familiares. Judith mantuvo la cabeza en alto, para no demostrar que sentía deseos de llorar.

—Lady Judith.

Por fin una voz suave penetró en sus sentidos. Al volverse vio a una mujer mayor, vestida con el sombrío hábito de las monjas.

—Permitidme presentarme. Nos conocimos ayer, pero no creo que vos lo recordéis. Soy Mary, la hermana de Gavin.

Mary tenía la vista fija en la espalda de su hermano. Resultaba extraño en él que se alejara, dejando sin atención a una mujer. Los cuatro varones eran sumamente corteses. Sin embargo, Gavin no había sonreído una sola vez a su esposa y, aunque no participaba en los juegos, iba rumbo a las tiendas. Mary no comprendía nada.

Gavin caminaba por entre la muchedumbre hacia las tiendas instaladas detrás de la liza. Muchos le daban palmadas en la espalda o le hacían guiños de entendimiento. Cuanto más se acercaba a las tiendas, más alto se tornaba el resonar familiar del hierro y el acero. Era de esperar que la cordura de esa guerra fingida le calmara los nervios.

Echó los hombros hacia atrás, con la mirada fija hacia adelante. Nadie habría adivinado la ciega ira que lo colmaba. ¡Ella era una bruja! ¡Una bruja magistral, llena de artimañas! Sentía deseos de castigarla y de hacerle el amor, todo al mismo tiempo. Ante sus mismos ojos, sonreía con dulzura a sus hermanos, pero a él lo miraba como si fuera algo detestable.

Y él no podía pensar sino en la noche pasada, en el fervor de sus besos y la codicia de sus abrazos, Pero eso sólo después de que él la obligara a acercarse. La primera vez, había sido una violación; la segunda, una orden dada tirándole dolorosamente del pelo. Aun la tercera vez había tenido que actuar contra la protesta inicial de la muchacha. Sin embargo, a sus hermanos les dedicaba sonrisas y cintas de oro... oro como el de sus ojos. Si era capaz de demostrar tanta pasión por él, después de haber admitido que lo odiaba, ¿cómo sería con el hombre a quien amara? Al verla con Raine y Miles, Gavin la imaginaba tocándolos, besándolos... Le había costado no hacerla rodar por tierra. Quería hacerle daño. Y lo había hecho.

Eso, siquiera, le daba cierta satisfacción, aunque no placer. En verdad, la expresión de Judith no hacía sino ponerlo aún más furioso. Esa maldita mujer no tenía derecho a mirarlo con tanta frialdad. Apartó con furia la solapa de la tienda de Miles.

Debía estar desierta, puesto que el muchacho estaba en la liza, pero no era así. Allí estaba Alice, con los ojos serenamente bajos y la boquita sumisa. Para Gavin fue un verdadero alivio, después de pasar todo un día con una mujer que lo maltrataba y lo enloquecía con su cuerpo.

Alice era como debía ser una mujer: serena y subordinada al hombre. Sin pensar en lo que hacía, la abrazó para besarla con violencia. Ella se aflojó en sus brazos, sin resistencia, y eso lo regocijó.

Alice nunca lo había visto de tan mal humor. Para sus adentros dio las gracias al responsable de ello, quienquiera que fuese. Sin embargo, el deseo no le restaba inteligencia.

Un torneo era algo demasiado público, sobre todo considerando que muchos parientes de Gavin habían acampado allí cerca.

—Gavin — susurró contra sus labios—, este no es el momento ni el lugar adecuados.

Él se apartó inmediatamente. En esos momentos no podía soportar a otra mujer renuente.

—¡Vete, entonces! — Tronó, al tiempo que salía de la tienda.

Alice lo siguió con la vista; una arruga le quebraba la suave frente. Por lo visto, el placer de acostarse con su nueva esposa no lo había alejado de ella, Aun así, no era el mismo que ella conociera.

Walter Demari no podía apartar los ojos de Judith, que permanecía en silencio en el pabellón de los Montgomery, escuchando con atención los saludos de sus nuevos familiares. Desde que la viera por primera vez, durante el trayecto hasta la iglesia, no había dejado de observarla. La había visto escapar al jardín amurallado, había captado la expresión de su cara al regresar. Tenía la sensación de conocerla a fondo. Más aún, la amaba. Amaba su modo de caminar, con la cabeza en alto y el mentón firme, como si estuviera dispuesta a enfrentarse al mundo, pasara lo que pasara. Amaba sus ojos y su pequeña nariz.

Había pasado la noche solo, pensando en ella, imaginándola suya. Y ahora, tras esa noche de insomnio, comenzaba a preguntarse por qué no era suya. Su familia era tan rica como los Montgomery, quizá más. Visitaba con frecuencia la casa de Revedoune y había sido amigo de los hermanos de Judith.

Robert Revedoune acababa de comprar varias tortas fritas a un vendedor y tenía en la mano una jarra de refresco ácido. Walter no vaciló ni perdió tiempo en explicar lo que, para él, era un tema acuciante.

—¿Por qué no me ofrecisteis la muchacha a mí? — Acusó, irguiéndose ante el hombre sentado.

Robert levantó la vista, sorprendido.

—¿Qué te pasa, muchacho? Deberías estar en la liza, con los otros.

Walter tomó asiento y se pasó la mano por el pelo. No le faltaba atractivo, pero no podía decirse que fuera hermoso. Sus ojos eran azules, pero descoloridos; su nariz, demasiado grande. Sus labios delgados carecían de forma y podían expresar crueldad. Llevaba el pelo pajizo cuidadosamente rizado hacia adentro alrededor del cuello.

—La muchacha, vuestra hija — repitió—. ¿Por qué no me la ofrecisteis en casamiento? Yo era amigo de vuestros hijos. No soy rico, pero mis propiedades pueden compararse ventajosamente con las de Gavin Montgomery.

Robert se encogió de hombros mientras comía una torta; la jalea chorreaba por los extremos. Bebió un buen sorbo del jugo agrio.

—Hay otras mujeres ricas para ti — dijo sin comprometerse.

—¡Pero no como ella! — Contestó Walter con vehemencia.

Robert lo miró, sorprendido.

—¿No veis lo hermosa que es?

Robert miró a su hija, sentada al otro lado.

—Si, es hermosa — dijo con disgusto—. Pero, ¿qué es la belleza? Desaparece de un momento a otro. Su madre también era así. Y ya la ves ahora.

Walter no necesitaba mirar a aquella mujer flaca y nerviosa, sentada en el borde de la silla, lista a levantarse de un brinco en cuanto su esposo decidiera darle un coscorrón. Pasó por alto el comentario.

—¿Por qué la teníais oculta? ¿Qué necesidad había de separarla del mundo?

—Fue idea de su madre — Robert sonreía apenas—. Y ella pagaba su manutención. Para mí era igual una cosa u otra. ¿Por qué vienes ahora a preguntarme estas cosas? ¿No ves que la justa está a punto de comenzar?

Walter lo tomó del brazo con fuerza. Conocía bien a aquel hombre y sabía que era un cobarde.

—Porque la quiero. En mi vida he visto mujer tan deseable. ¡Debió ser mía! Mis tierras lindan con las vuestras.

Habría sido un buen enlace. Pero vos ni siquiera me la mostrasteis. Robert arrancó su brazo de entre aquellos dedos.

—¡Tú! ¡Un buen enlace! — Se burló—. Mira a los Montgomery que rodean a la muchacha. Allí está Thomas, que tiene casi sesenta años. Tiene seis hijos varones, todos vivos, cada uno con hijos varones a su vez. A su lado ves a Ralph, su primo, con cinco hijos varones. Le sigue Hugh, con...

—¿Y eso qué tiene que ver con vuestra hija? — Le interrumpió Walter, furioso.

—¡Varones! — Aulló Robert al oído del joven—. Los Montgomery tienen más varones que ninguna otra familia de Inglaterra. ¡Y qué mozos! Observa la familia a la que ahora pertenece mi hija. Miles, el menor, se ganó las espuelas en el campo de batalla antes de haber cumplido los dieciocho años, y ya ha engendrado tres varones en sus vasallas. Raine pasó tres años recorriendo el país, de un torneo a otro; nunca fue derrotado y ganó una fortuna por su cuenta. Stephen está Sirviendo al rey en Escocia, a la cabeza de ejércitos enteros, aunque sólo tiene veinticinco años. Y por fin, el mayor. A los dieciséis se encontró huérfano, con fincas que administrar y hermanos a los que atender. No tenía tutores que le enseñaran a ser hombre. ¿Qué joven de dieciséis años hubiera podido hacer lo que él hizo? Casi todos gimotean cuando no se hace su voluntad.

Con los ojos clavados en Walter, concluyó:

—Pregúntame ahora por qué he entregado a Judith a ese hombre. Si yo no he podido engendrar hijos varones capaces de sobrevivir, tal vez ella me dé nietos sanos y fuertes.

Walter estaba furioso. Había perdido a Judith sólo porque el viejo soñaba con tener nietos varones.

—¿Yo también podría habéroslos engendrado? — Dijo entre dientes.

—¡Tú! — Robert se echó a reír—. ¿Cuántas hermanas tienes? ¿Cinco, seis? He perdido la cuenta. ¿Y qué has hecho? Es tu padre quien administra las fincas. Tú no haces más que cazar y fastidiar a las siervas. Ahora vete y no vuelvas a gritarme. Si tengo una yegua que quiero hacer servir, la entrego al mejor de los sementales. Dejemos las cosas así. — Le volvió la espalda para mirar la justa y olvidó a Walter.

Pero Demari no era tan fácil de desechar. Cuanto Robert había dicho era cierto: Walter había hecho poca cosa en su corta vida, pero sólo porque no se veía obligado a ello, como se habían visto los Montgomery. En caso necesario, ante la temprana muerte de su padre, él no dudaba de que lo habría hecho tan bien como cualquiera. Quizá mejor.

Cuando abandonó los palcos, era un hombre distinto. En su mente había sido plantada una semilla que comenzaba a brotar. Mientras presenciaba los juegos, con el leopardo de los Montgomery brillando por doquier, comenzó a tomarlo por enemigo. Quería demostrar a Robert y a los Montgomery, pero sobre todo demostrarse a sí mismo, que no les iba en zaga. Cuanto más contemplaba esos estandartes en verde y oro, más odiaba a aquella familia. ¿Qué había hecho Gavin para merecer las ricas tierras de los Revedoune? ¿Por qué se les daba lo que pertenecía a él? Había soportado durante años enteros la compañía de los hermanos de Judith, sin recibir nada a cambio. Lo que debería haber recibido era entregado a los Montgomery.

Walter se alejó de la cerca y echó a andar hacia el pabellón de sus enemigos. La furia provocada por esa injusticia le daba coraje. Conversaría con Judith, le dedicaría su tiempo. Después de todo, era suya por derecho. ¿O no?