Capítulo 5

Al terminar la larga misa de esponsales, Gavin tomó a Judith de la mano y la condujo hasta el altar, donde se arrodillaron ante el sacerdote para que los bendijera. El santo hombre dio a Gavin el beso de la paz, que él transmitió a su esposa. Debería haber sido un beso simbólico; en verdad fue leve, pero los labios de Gavin se demoraron en ella. Judith le echó una mirada, sus ojos dorados reflejaban placer al tiempo que sorpresa.

Gavin sonreía ampliamente, lleno de puro gozo. La tomó nuevamente de la mano y la llevó afuera casi corriendo. Una vez en el exterior, la muchedumbre les arrojó una lluvia de arroz que, por su volumen, resultó casi mortífera. Él levantó a Judith para sentarla en su montura; aquel talle era muy estrecho, aun envuelto en tantas capas de tela. El joven habría querido subirla a su grupa, pero ya había faltado sobradamente a las costumbres al verla por primera vez. Iba a tomar las riendas del animal, pero Judith se hizo cargo de ellas. Gavin quedó complacido: su esposa debía ser, necesariamente, buena amazona.

Los novios encabezaron el cortejo hasta la casa solariega de Revedoune; cuando entraron en el gran salón, Gavin la llevaba con firmeza de la mano. Judith contempló los lirios y los pétalos de rosa esparcidos por el suelo. Pocas horas antes, esas flores le habían parecido el presagio de algo horrible que estaba a punto de ocurrirle. Ahora, al mirar aquellos ojos grises que le sonreían, la idea de ser su esposa no le parecía horrible en absoluto.

—Daría cualquier cosa por conocer vuestros pensamientos — dijo Gavin, acercándole los labios al oído.

—Pensaba que el matrimonio no parece tan mala cosa como yo creía. — Gavin quedó aturdido por un momento; luego echó la cabeza atrás, en un bramido de risa.

Judith no tenía idea de que acababa de insultarlo y elogiarlo en una misma frase. Una joven bien educada jamás habría admitido que le disgustaba la idea de casarse con el hombre elegido para ella.

—Bueno, esposa mía — dijo con ojos chispeantes — eso me complace sobremanera.

Eran las primeras palabras que intercambiaban... y no tuvieron tiempo para más. Los novios tenían que ponerse al frente de la fila para saludar a los cientos de invitados que iban a felicitarlos. Judith permaneció serena junto a su esposo, sonriendo a cada uno de los invitados. Conocía a muy pocos de ellos, puesto que su vida había transcurrido en reclusión.

Robert Revedoune, a un lado, la observaba para asegurarse de que no cometiera errores. No estaría seguro de haberse liberado de ella mientras el matrimonio no se consumara. La joven había temido, en un principio, que sus ropas fueran excesivamente ostentosas, pero al observar a sus huéspedes, murmurando palabras de agradecimiento, comprendió que su atuendo era conservador. Los asistentes vestían colores de pavo real... varios de ellos al mismo tiempo. En las mujeres se veían rojos, purpúreos y verdes. Había cuadros, listas, brocados, aplicaciones y lujosos bordados. El vestido verde y oro de Judith se destacaba por su discreción.

De pronto, Raine la tomó por la cintura y la levantó en vilo para plantarle un sonoro beso en cada mejilla.

—Bienvenida al clan de los Montgomery, hermanita — le dijo con dulzura, con las mejillas surcadas por profundos hoyuelos.

A Judith le gustó esa franqueza. El siguiente fue Miles, a quien ella conocía por haber oficiado él de representante durante el compromiso. Aquella vez la había mirado como con ojos de halcón.

Miles seguía observándola de ese modo extraño y penetrante. Ella desvió los ojos hacia su marido, que parecía estar regañando a Raine por alguna broma sobre una mujer fea. Raine, más bajo que Gavin, vestía de terciopelo negro con ribetes plateados; sus profundos hoyuelos y los risueños ojos azules hacían de él un hombre apuesto. Miles era tan alto como el mayor, pero de constitución más ligera.

De los tres, era quien vestía con más lujo: chaleco de lana verde oscuro y chaqueta verde brillante, forrada de martas oscuras. Le ceñía las esbeltas caderas un ancho cinto de cuero con esmeraldas incrustadas.

Los tres eran fuertes y gallardos, pero al verlos juntos Gavin eclipsaba a los otros. Al menos, así era a los ojos de Judith. Él sintió aquella mirada fija en su persona y giró hacia ella. Le tomó la mano y le aplicó un beso en los dedos. Judith sintió que su corazón se aceleraba: Gavin acababa de tocarle con la lengua la punta de un dedo.

—Creo que deberías esperar un rato, hermano, aunque comprendo los motivos de tu impaciencia — rió Raine — Háblame otra vez de las herederas gordas y demasiado alimentadas.

Gavin soltó con desgana la mano de su esposa.

—Puedes burlarte de mi cuanto quieras, pero soy yo quien la posee, de modo que reiré el último. O tal vez no corresponda hablar de risas.

Raine dejó escapar un sonido gutural y asestó un codazo a su hermano menor.

—Vamos a ver si encontramos alguna otra diosa de ojos dorados en esta casa. Da un beso de bienvenida a tu cuñada y ponte en marcha.

Miles tomó la mano de Judith y la besó largamente, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Creo que reservaré el beso para un momento de mayor intimidad — dijo, antes de seguir a Raine.

Gavin la rodeó posesivamente con un brazo.

—No dejes que te alteren. Sólo están bromeando.

—Pues me gustan sus bromas.

Gavin le sonrió, pero de pronto apartó el brazo. Ese contacto había estado a punto de hacerlo arder. El lecho estaba a muchas horas de distancia. Si quería llegar al fin de la jornada, tendría que mantener las manos lejos de ella.

Más tarde, mientras Judith aceptaba un beso de cierta mujer marchita, condesa de alguna parte, sintió que Gavin se ponía rígido a su lado. Siguió la dirección de su mirada; estaba fija en una mujer tan bella que varios hombres la miraban boquiabiertos. Cuando la tuvo ante sí, quedó asombrada ante el odio que ardía en aquellos ojos azules. Estuvo a punto de persignarse a manera de protección. Algunas risitas le llamaron la atención: a varias personas les divertía grandemente el espectáculo de aquellas dos mujeres, ambas hermosas y muy diferentes, enfrentadas entre sí.

La rubia pasó rápidamente junto a Gavin, negándose a mirarlo a los ojos. Judith notó una expresión de dolor en la cara de su marido. Se trataba de un encuentro desconcertante, que no logró comprender.

Por fin, acabó la recepción. Todos los huéspedes habían felicitado a los recién casados y recibido un regalo del padre de la novia, según su importancia. Por fin, sonaron las trompetas, indicando que se iniciaba el festín.

Mientras los invitados saludaban a los novios, se habían puesto las mesas en el gran salón y ya estaban cubiertas de comida: pollo, pato, perdiz, cigüeña, faisán, codorniz, cerdo y carne de vaca. Había pasteles de carne y doce clases de pescado. Abundaban las hortalizas, sazonadas con especias del Oriente. Se servirían las primeras fresas de la temporada, además de algunas raras y costosas granadas.

La riqueza del ajuar de la finca estaba a la vista en los platos de oro y plata que usaban los huéspedes más importantes, sentados a la mesa principal, en una plataforma algo elevada. Judith y Gavin tenían copas gemelas: altas, esbeltas, hechas de plata y con bases de oro finamente trabajado.

En el centro había una zona despejada donde cantaban y actuaban los juglares, Había bailarinas orientales que se movían tentadoramente, acróbatas y un elenco de artistas itinerantes que representaban una obra. El tremendo bullicio colmaba aquel inmenso salón, cuya altura era de dos plantas.

—No comes mucho — observó Gavin, tratando de no gritar, aunque resultaba difícil hacerse oír en medio de tanto estruendo.

—No — ella lo miró con una sonrisa. La idea de que aquel desconocido era su esposo le cruzaba por la mente con insistencia. Sentía deseos de tocarle la hendidura del mentón.

—Ven — propuso él.

Y la tomó de la mano para ayudarla a levantarse. Hubo silbidos y bromas obscenas a granel, en tanto Gavin conducía a su desposada fuera del gran salón. Ninguno de ellos volvió la cabeza.

Pasearon por los campos, llenos de flores primaverales que rozaban la larga falda de Judith. A la derecha se alzaban las tiendas de quienes participarían en el torneo del día siguiente. En cada tienda flameaba un estandarte que identificaba a su ocupante. Por doquier, el leopardo de los Montgomery. El estandarte mostraba a tres leopardos dispuestos en sentido vertical, bardados en centelleante hilo de oro sobre un campo verde esmeralda.

—¿Todos son parientes tuyos? — Preguntó Judith.

Gavin miró por encima de su cabeza.

—Tíos y primos. Cuando Raine dijo que éramos un clan no mentía.

—¿Eres feliz con ellos?

—¿Feliz? — Gavin se encogió de hombros. — Son Montgomery. — Para él, eso parecía respuesta suficiente.

Se detuvieron en una pequeña loma, desde donde se veían las tiendas elevadas abajo. Él la retuvo de la mano, mientras Judith esparcía sus faldas para sentarse. Gavin se tendió a su lado cuan largo era, con las manos detrás de la nuca.

La muchacha permaneció sentada, algo más adelante, con las piernas del mozo extendidas ante sí. Apreció la curva de los músculos por encima de las rodillas, allí donde se redondeaban hacia el muslo. Supo, sin lugar a dudas, que cada uno de aquellos muslos era más ancho que su cintura. Inesperadamente se estremeció.

—¿Tienes frío? — Preguntó Gavin, inmediatamente alertado. Se incorporó sobre los codos para observarla. Ella meneó la cabeza — Espero que no te haya molestado salir un rato. Pensarás que no tengo educación: primero, lo de la iglesia; ahora, esto. Pero había demasiado ruido y yo quería estar a solas contigo.

—Yo también — reconoció ella con franqueza, mirándolo a los ojos.

Él levantó una mano para tomar un rizo de su cabellera, dejando que se le enroscara a la muñeca.

—Me llevé una sorpresa al verte. Me habían dicho que eras fea. — Sus ojos chisporroteaban.

—¿Quién te dijo eso?

—Todo el mundo opinaba que si Revedoune mantenía oculta a su hija era por eso.

—Antes bien, se me mantenía oculta de él.

Judith no dijo más, pero Gavin comprendió. Poco le gustaba aquel hombre pendenciero, que castigaba a los débiles y se acobardaba ante los fuertes. Le sonrió.

—Me complaces mucho. Eres más de lo que cualquier hombre podría desear.

De pronto, ella recordó aquel dulce beso en la iglesia. ¿Cómo sería besarse otra vez, sin prisa? Tenía muy poca experiencia en las costumbres entre hombres y mujeres.

Gavin contuvo el aliento al notar que ella le miraba la boca. Una rápida mirada al sol le indicó que aún faltaban muchas horas para tenerla sólo para sí. No comenzaría algo, que no pudiera terminar.

—Tenemos que volver a la casa — dijo bruscamente — Nuestra conducta ya ha de haber provocado maledicencia para varios años.

La ayudó a ponerse de pie. Al tenerla tan cerca le miró la cabellera, inhalando su especiada fragancia. Sabía que el sol la había entibiado; su única intención fue aplicar un casto beso a aquellos cabellos, pero Judith levantó la cara para sonreírle. A los pocos segundos la tenía abrazada y la estaba besando.

El escaso conocimiento que Judith tenía sobre las relaciones sexuales provenía de sus doncellas, que reían como niñitas al comparar las proezas amatorias de un hombre y otro. Por eso reaccionó al beso de Gavin no con la reticencia de una verdadera dama, sino con todo el entusiasmo que sentía.

Él le puso las manos tras la nuca y la muchacha abrió los labios, apretándose a él. ¡Qué corpulento era! Los músculos de su pecho se sentían duros contra su suavidad; sus muslos eran como acero. Le gustaban su contacto, su olor, y estrechó el abrazo.

De pronto, Gavin se echó atrás, respirando con jadeos breves.

—Pareces saber demasiado de besos — observó, enfadado — ¿Has besado mucho?

La mente y el cuerpo de Judith estaban tan llenos de sensaciones nuevas que no reparó en su tono.

—Nunca antes había besado a un hombre. Mis doncellas me dijeron que era agradable, pero es más que eso.

Él la miró con fijeza; sabía reconocer la sinceridad de aquella respuesta.

—Ahora volvamos y recemos para que anochezca temprano.

Ella apartó la cara enrojecida y lo siguió. Caminaron con lentitud hacia el castillo, sin pronunciar palabra. Gavin parecía concentrar su atención en la tienda que se estaba erigiendo. Si no hubiera sujetado con tanta firmeza la mano de su esposa, ella habría pensado que la tenía olvidada.

Como miraba hacia el lado opuesto, el joven no vio a Robert Revedoune, que los estaba esperando. Judith sí. Reconociendo la ira en su mirada, se preparó para enfrentarse a él.

—¡Desgraciada! — Siseó el padre — Andas jadeando tras él como una perra en celo. ¡No quiero que toda Inglaterra se ría de mí! — Levantó la mano y la descargó de revés contra la cara de Judith.

Gavin tardó un momento en reaccionar. Nunca habría imaginado que un padre podía golpear a su hija. Cuando reaccionó, lo que hizo fue hundir el puño en la cara de su suegro, con lo cual lo dejó despatarrado en tierra, totalmente aturdido. Judith echó un vistazo a su marido. Tenía los ojos negros y la mandíbula convertida en granito.

—No os atreváis a tocarla nunca más — ordenó él en voz baja y mortífera — Siempre conservo lo que me pertenece... y lo cuido.

Dio otro paso hacia Revedoune, pero Judith lo sujetó por el brazo.

—No, por favor. No me ha hecho daño, y ya le has hecho pagar esa pequeña bofetada.

Gavin no se movió. Los ojos de Robert Revedoune iban de su hija a su yerno. Tuvo la prudencia de no pronunciar palabra; en vez de ello se levantó para alejarse con lentitud. Judith tiró de la manga de su esposo.

—No dejemos que nos arruine el día. Él nada sabe, salvo usar los puños.

Su mente era un torbellino. Los pocos hombres que conocía habrían pensado que todo padre estaba en su derecho si castigaba a una hija. Tal vez Gavin sólo la consideraba propiedad suya, pero su modo de hablar había hecho que ella se sintiera protegida, casi amada.

—Deja que te mire — pidió Gavin. Su voz demostraba que le estaba costando dominar su carácter.

Le deslizó la punta de los dedos por los labios, buscando magulladuras o cortes. Ella estudió la sombra de su mentón, allí donde acechaba la barba bajo la piel bien rasurada. Su solo contacto le aflojaba las rodillas. Levantó la mano y apoyó un dedo en la hendidura del mentón. Él interrumpió su exploración para mirarla a los ojos. Ambos guardaron silencio durante largos instantes.

—Tenemos que regresar a la casa — dijo Gavin con tristeza. La tomó del brazo para conducirla otra vez al castillo.

Habían estado ausentes más tiempo del que pensaban. La comida había sido retirada y las mesas de caballete, desmanteladas, estaban amontonadas contra la pared. Los músicos afinaban sus instrumentos, pues estaba a punto de iniciarse el baile.

—Gavin — llamó alguien — tú la tendrás el resto de tu vida. No debes acapararla hoy también.

Judith se aferró al brazo del mozo, pero pronto se vio atraída a un círculo de enérgicos bailarines. En tanto la llevaban y la traían con pasos rápidos y vigorosos, trató de no perder de vista a su marido. Un hombre rió entre dientes, haciéndole levantar la vista.

—Hermanita — dijo Raine — de vez en cuando deberías reservar una mirada para nosotros, los demás.

Judith le sonrió; tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de que un brazo fuerte la hiciera girar, levantándola del suelo. Cuando volvió al lado de Raine, dijo:

—¿Cómo ignorar a hombres tan apuestos como mis cuñados?

—Buena réplica, pero, si tus ojos no mienten, es sólo mi hermano el que enciende la luz de las estrellas en esos trozos de oro.

Una vez más, alguien se llevó a Judith. En el momento en que giraba en brazos de otro, vio que Gavin sonreía a una bonita mujer de vestido verde y púrpura. Vio también que la menuda mujer tocaba el terciopelo de la pechera masculina.

—¿Por qué has perdido la sonrisa? — Le preguntó Raine cuando volvieron a encontrarse. Y giró para observar a su hermano.

—¿Verdad que es bonita? — Preguntó Judith.

El joven se dominó para no soltar una carcajada.

—¡Es fea! Parece un ratón. Gavin no la tomaría. — “Porque todo el mundo ya lo ha hecho”, agregó para sus adentras. Y suspiró: — Ah, vamos a tomar un poco de sidra.

La tomó del brazo para conducirla al otro lado del salón, lejos de Gavin. Judith permaneció muy quieta a su lado, observando a Gavin, que guiaba a la mujer de pelo castaño por la pista de baile; cada vez que él tocaba a la mujer un dolor veloz cruzaba el pecho de su esposa. Raine estaba absorbido por la conversación con otro hombre. Ella dejó su copa y caminó lentamente hacia fuera.

Detrás de la casa solariega había un pequeño jardín amurallado. Cada vez que Judith necesitaba estar sola acudía allí. Tenía grabado a fuego la imagen de Gavin con la mujer entre sus brazos. ¿Por qué la molestaba tanto? Apenas hacía unas cuantas horas que lo conocía. ¿Qué importaba que él tocara a otra?

Se sentó en un banco de piedra, oculto al resto del jardín. ¿Era posible que estuviera celosa? En toda su vida no había experimentado esa emoción, pero sólo sabía que no quería ver a su marido atento a otra.

—Sabía que te encontraría aquí.

Judith miró a su madre y volvió a bajar la vista. Helen se apresuró a sentarse a su lado.

—¿Ocurre algo malo? ¿Ha sido él poco amable contigo?

—¿Gavin? — preguntó Judith con lentitud, saboreando el sonido de ese nombre — Al contrario. Es más que amable. A Helen no le gustó lo que veía en la cara de su hija.

Ella también había sido así. La tomó por los hombros, aunque el movimiento afectaba a su brazo no del todo curado.

—¡Debes escucharme! Hace demasiado tiempo que postergo esta conversación contigo. Día a día esperaba que algo impidiera este casamiento, pero no fue así. Te diré algo que tienes que saber: nunca jamás confíes en un hombre.

Judith quiso defender a su esposo.

—¡Pero si Gavin es un hombre honorable! — Dijo, terca.

Su madre dejó caer las manos en el regazo.

—Ah, sí, son honorables entre ellos y hasta con sus caballos. Pero para todo hombre una mujer representa menos que su caballo. Una mujer se reemplaza con más facilidad y cuesta menos. El hombre incapaz de mentir al más miserable de sus vasallos no duda en contar las peores fábulas a su esposa. No tiene nada que perder. ¿Qué es una mujer?

—No — dijo Judith — No puedo creer que todos sean así.

—En ese caso, te espera una vida tan larga y desdichada como la mía. Si yo hubiera aprendido eso a tu edad, mi vida habría sido diferente. Yo me creía enamorada de tu padre. Hasta se lo dije. Él se rió de mí. ¿Sabes lo que significa para una mujer entregar su corazón a un hombre y ver que él lo recibe con una carcajada?

—Pero los hombres aman a las mujeres... — comenzó Judith. No podía creer lo que su madre le estaba diciendo.

—Aman a las mujeres, si, pero sólo a aquellas cuyas camas ocupan... y cuando se cansan de una, aman a otra. Sólo hay un momento en que la mujer tiene algún poder sobre su esposo: cuando aún es nueva para él, cuando aún opera la magia del lecho. Entonces él la “ama” y ella puede dominarlo.

Judith se levantó, dándole la espalda.

—No todos los hombres serán como tú dices. Gavin... — Pero no pudo terminar.

Helen, alarmada, se acercó a ella y la miró de frente.

—No me digas que te sientes enamorada de él. Oh, Judith, mi dulce Judith, ¿has vivido veinte años en esta casa sin aprender nada, sin ver nada? Tu padre también era así en otros tiempos. Aunque te cueste creerlo, yo también era hermosa y le agradaba. Es por eso por lo que te digo estas cosas. ¿Crees que me gusta revelarlas a mi única hija?

Te preparé para la Iglesia, para salvarte de estas cosas. Préstame atención: tienes que afirmarte ante él desde un principio, de ese modo te escuchará. Nunca le demuestres miedo. Cuando la mujer lo deja translucir, el hombre se siente fuerte. Si planteas exigencias desde un principio, tal vez te escuche... pero pronto será demasiado tarde. Habrá otras mujeres y...

—¡No! — Gritó Judith.

Helen la miró con gran tristeza. No podía ahorrar a su hija el dolor que le esperaba.

—Tengo que volver junto a los invitados. ¿Me acompañas?

—No — murmuró la muchacha — Iré dentro de un momento. Necesito pensar.

Helen se encogió de hombros y entró por el portón lateral. No había otra cosa que pudiera hacer.

Judith permaneció sentada en el banco de piedra, con las rodillas recogidas bajo el mentón. Mentalmente defendía a su esposo de lo que su madre había dicho. Una y otra vez pensó en cien maneras de demostrar que Gavin era muy diferente de su padre, pero casi todas eran producto de su imaginación.

Interrumpió sus pensamientos el ruido del portón al abrirse. Una mujer delgada entró al jardín. Judith la reconoció de, inmediato, pues vestía de modo tal que la gente reparaba en ella. El costado izquierdo de su corpiño era de tafetán verde; el derecho, rojo; los colores se invertían en la falda. Caminaba con aire seguro. Judith la observó desde su banco, oculto entre las madreselvas. Su primera impresión, al verla en la recepción, había sido que Alice Valence era bella, pero ahora ya no le parecía así. Tenía el mentón débil y la boca apretada, como para revelar lo menos posible. Sus ojos centelleaban como el hielo. Judith oyó un pesado paso masculino al otro lado del muro y caminó hacia el portón más pequeño, el que había usado su madre. Quería dar a la mujer la oportunidad de recibir a su amante en privado, pero las primeras palabras hicieron que se detuviera. Ya reconocía esa voz.

—¿Por qué me has pedido que te esperara aquí? — Preguntó Gavin, muy tieso.

—Oh, Gavin — dijo Alice, apoyándole las manos en los brazos — qué frío eres conmigo. ¿No has podido perdonarme? ¿Tan fuerte es el amor por tu nueva esposa?

Gavin la miró con el entrecejo fruncido y sin tocarla, pero no se apartó.

—¿Y tú me hablas de amor? Te rogué que te casaras conmigo. Ofrecí desposarte sin dote. Ofrecí devolver a tu padre lo que debiera entregar a Chartworth. Pero te negaste.

—¿Y me guardas rencor por eso? — Acusó ella — ¿Acaso no te mostré los moretones que me hizo mi padre? ¿No te hablé de las veces que me encerró sin agua ni comida? ¿Qué podía yo hacer? Me reunía contigo cuando podía. Te di cuanto podía dar a un hombre. Y mira cómo me pagas. Ya amas a otra. Dime, Gavin, ¿alguna vez me has amado?

—¿Por qué dices que amo a otra? No he dicho eso — el fastidio de Gavin no había disminuido — Me casé con ella porque era una buena propuesta. Esa mujer me aportará riquezas, tierras y también un título, como tú misma me hiciste ver.

—Pero cuando la viste... — protestó Alice deprisa.

—Soy un hombre y ella es hermosa. Me gustó, por supuesto.

Judith quería abandonar el jardín. Aun al ver a su esposo con la rubia quiso retirarse, pero su cuerpo parecía convertido en piedra; no podía moverse. Cada palabra que oía pronunciar a Gavin era como un cuchillo en el corazón: él había suplicado a aquella mujer que se casara con él; aceptaba a Judith por sus riquezas, a falta de otra mejor. ¡Qué tonta había sido al ver en sus caricias una chispa de amor!

—¿No la amas? — Insistió Alice.

—¿Cómo quieres que la ame? No he pasado con ella sino unas pocas horas.

—Pero podrías enamorarte de ella — le espetó la rubia, seca. Giró la cabeza a un costado. Cuando volvió a mirarlo había lágrimas en sus ojos: enormes y encantadoras lágrimas — ¿Puedes asegurar que no la amarás jamás?

Gavin guardó silencio. Alice suspiró profundamente. Luego sonrió entre lágrimas.

—Tenía la esperanza de verte aquí. He hecho que nos envíen un poco de vino.

—Tengo que volver a la fiesta.

—No te distraeré por mucho tiempo — aseguró ella con dulzura, mientras lo guiaba a un banco instalado contra el muro de piedra.

Judith la observaba fascinada. Estaba contemplando a una gran actriz. Había visto cómo se clavaba diestramente la uña en la comisura de un ojo para provocar las lágrimas necesarias. Sus palabras eran melodramáticas. La joven recién casada la observó, mientras Alice se sentaba en el banco con cuidado, para no arrugar el tafetán de su vestido, y le servía dos copas de vino. Con movimientos lentos y rebuscados, se quitó del dedo un anillo grande, abrió el compartimento disimulado y dejó caer un polvo blanco en su propia bebida.

En tanto ella comenzaba a sorber el vino, Gavin le arrancó la copa de la mano y la arrojó al otro lado del jardín.

—¿Qué haces? — Acusó.

Alice se reclinó lánguidamente contra la pared.

—Querría acabar con todo, amor mío. Puedo soportar cualquier cosa si es por los dos. Puedo soportar que me casen con otro y que tú desposes a otra, pero necesito tu amor. Sin él nada soy. — Bajó lentamente los párpados; su expresión de paz era tal que ya parecía ser un ángel del Señor.

—Alice — exclamó Gavin, tornándola en sus brazos — no puedes quitarte la vida.

—Mi dulce Gavin, no sabes qué es el amor para las mujeres. Sin él ya estoy muerta. ¿A qué prolongar el tormento?

—¿Cómo puedes decir que no tienes amor?

—¿Me amas, Gavin? ¿Sólo a mí?

—Por supuesto. — Él se inclinó para besarla en la boca, aún con restos de vino.

El sol poniente intensificaba el color aplicado a sus mejillas. Las pestañas oscuras lanzaban una sombra misteriosa en ellas.

—¡Júramelo! — Pidió ella con firmeza — Tienes que jurarme que me amarás sólo a mí, a nadie más.

Parecía poco precio por evitar que se matara.

—Lo juro.

Alice se levantó con prontitud.

—Tengo que regresar antes de que se note mi ausencia — parecía completamente recobrada — ¿No me olvidarás? ¿Ni siquiera esta noche? — Susurró contra sus labios, hurgándole bajo la ropa. Sin esperar respuesta, escapó de entre sus manos y cruzó el portón.

Un sonido de aplausos hizo que Gavin se volviera. Allí estaba Judith, con los ojos y el vestido brillando en un reflejo del sol poniente.

—¡Excelente representación! — Dijo ella, bajando las manos — Hacía años que no veía una igual. Esa mujer tendría que estar en los escenarios de Londres. Dicen que se necesitan buenos cómicos.

Gavin avanzó hacia ella con la ira reflejada en el rostro.

—¡Pequeña mentirosa y falsa! ¡No tienes derecho a espiarme!

—¡Espiarte! — Bramó ella — Salí del salón para tomar un poco de aire, puesto que mi esposo — pronunció con burla esa palabra — me dejaba sola. Y aquí, en el jardín, he visto cómo mi esposo se arrastraba a los pies de una mujer llena de afeites, capaz de manejarlo con el dedo meñique.

Gavin levantó un brazo y le dio una bofetada. Una hora antes habría jurado que por nada del mundo era capaz de hacer daño a una mujer. Judith rodó por tierra, en un alboroto de cabellera arremolinada y seda de oro. El sol pareció arrimarle una antorcha.

De inmediato Gavin se sintió arrepentido, asqueado de lo que había hecho, y se arrodilló para ayudarla a levantarse. Ella se apartó, con el odio brillando en sus ojos. Su voz sonó tan serena, tan seca, que él apenas pudo entender lo que decía.

—Dices que no querías casarte conmigo, que sólo lo has hecho por las riquezas que yo te aportaba. Yo tampoco quería casarme contigo. Me negué hasta que mi padre, delante de mi vista, rompió un brazo a mi madre como si fuera una astilla. No siento amor alguno por ese hombre, pero menos aún por ti. Él, por lo menos, es sincero. No jura amor eterno ante un sacerdote y cientos de testigos, para jurar ese mismo amor a otra apenas una hora después. Eres más despreciable que la serpiente del Edén. Siempre maldeciré el día en que me unieron a ti. Has hecho un juramento a esa mujer. Ahora yo te haré otro. Ante Dios juro que lamentarás este día. Puedes obtener la riqueza que ansías, pero jamás me entregaré a ti de buen grado.

Gavin se apartó de Judith, como si se hubiera convertido en veneno. Su experiencia con las mujeres se limitaba a las rameras y a su amistad con unas pocas damas de la Corte. Todas eran castas y pudorosas, como Alice. ¿Qué derecho tenía Judith a plantearle exigencias, a maldecirlo, a hacer juramentos con Dios como testigo? El dios de toda mujer era su marido. Cuanto antes se lo enseñara, mejor sería.

Gavin tomó a Judith por la cabellera y tiró de ella hacia sí.

—Te poseeré cuantas veces lo desee y cuando quiera que se me antoje, y deberás estar agradecida. — La soltó y le dio un empujón que volvió a dar con ella por tierra. — Ahora levántate y prepárate para convertirte en mi mujer.

—Te odio — dijo ella por lo bajo.

—¿Qué me importa? Yo tampoco te amo.

Sus miradas se encontraron: gris acero contra oro. Ninguno de los dos se movió hasta que llegaron las mujeres encargadas de preparar a Judith para la noche nupcial.