Capítulo 3
El fuego ascendía por el muro de piedra y devoraba la planta alta de la tienda, construida en madera. El aire estaba denso de humo; los hombres y las mujeres que formaban cola para pasar los cántaros de agua ya estaban negros. Sólo ojos y dientes se mantenían blancos.
Gavin, desnudo de la cintura hacia arriba, usaba enérgicamente el hacha de mango largo para destruir la tienda vecina de la incendiada. El vigor con que trabajaba no permitía sospechar que llevaba dos días completos esforzándose de ese modo.
La ciudad en donde ardía el edificio (y donde había otros tres reducidos a cenizas) le pertenecía. La circundaban murallas de tres metros y medio, que descendían por la colina desde el gran castillo Montgomery. Sus impuestos constituían el ingreso de los hermanos; a cambio, los caballeros protegían y defendían a sus habitantes.
—¡Gavin! — Aulló Raine por encima del rugir de las llamas. También estaba sucio de humo y sudor—. ¡Baja de ahí! ¡El fuego está demasiado cerca!
Gavin pasó por alto la advertencia de su hermano. Ni siquiera miró la pared incendiada que amenazaba caer sobre él. Sus hachazos se tornaron más vigorosos, mientras luchaba por dar la vuelta a la madera seca que recubría el muro de piedra, para que el hombre que esperaba abajo pudiera empaparla de agua.
Raine sabía que era inútil seguir gritando. Hizo una señal cansada a los exhaustos hombres que lo acompañaban para que continuaran arrancando la madera de la pared. Es taba ya agotado, aunque había dormido cuatro horas: cuatro más que Gavin. Sabía por experiencia que, mientras un centímetro cuadrado de la propiedad de Gavin estuviera en peligro, su hermano no dormiría ni se permitiría descansar.
Permaneció abajo, conteniendo el aliento, mientras Gavin trabajaba junto a la pared en llamas. Se derrumbaría en cualquier momento. Sólo cabía esperar que acabara pronto con su tarea y descendiera la escalerilla hasta un lugar seguro. Raine murmuró todos los juramentos que conocía, en tanto su hermano coqueteaba con la muerte. Mercaderes y siervos ahogaron una exclamación al ver que el muro ígneo se tambaleaba. Raine habría querido bajar a Gavin por la fuerza, pero sabía que sus fuerzas no superaban a las de su hermano mayor.
De pronto, los maderos cayeron dentro de los muros de piedra. Inmediatamente Gavin se lanzó por la escalerilla. Apenas tocó tierra, su hermano se arrojó contra él para derribarlo, poniéndolo lejos de la cortina de fuego.
—¡Maldito seas, Raine! — Aulló Gavin junto al oído de Raine, aplastado por su peso—. ¡Me estás asfixiando! ¡Apártate!
El otro estaba demasiado habituado a sus reacciones como para ofenderse. Se levantó con lentitud; le dolían los músculos por el trabajo realizado en esos últimos días.
—¿Así me agradeces que te haya salvado la vida? ¿Por qué demonios te has entretenido tanto tiempo allí arriba? En pocos segundos más te habrías asado.
Gavin se incorporó con prontitud y volvió la cara ennegrecida hacia el edificio que acababa de abandonar. El incendio ya estaba contenido dentro de los muros de piedra y no pasaría a la construcción vecina. Seguro ya de que los edificios estaban a salvo, se volvió hacia su hermano.
—¿Y qué podía hacer? ¿Dejar que se incendiara todo? — Preguntó, flexionando el hombro; lo tenía desarrollado y cubierto de sangre, allí donde Raine lo había hecho rodar por entre escombros y grava—. O bien detenía el incendio, o bien me quedaba sin ciudad.
Los ojos de Raine despedían chispas.
—Pues yo preferiría perder cien edificios y no a ti.
Gavin sonrió, haciendo brillar sus dientes blancos y parejos contra la negrura de la cara sucia.
—Gracias — dijo serenamente—, pero creo que yo prefiero perder un poco de piel y no otro edificio.
Volvió la espalda a su hermano y fue a dirigir la actividad de otros hombres, que estaban empapando de agua los edificios contiguos al derribado.
Raine se encogió de hombros y optó por alejarse. Gavin era el amo de las fincas familiares desde los dieciséis años y se tomaba muy en serio la responsabilidad. Lo suyo era suyo, y combatiría a muerte por conservarlo. Sin embargo, hasta el siervo más indigno y el peor de los ladrones recibían de él un tratamiento justo mientras residieran en la propiedad Montgomery.
Gavin volvió a la casa solariega ya avanzada la noche.
Se encaminó hacia el salón de invierno, un cuarto contiguo a la gran estancia que servía como comedor familiar. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras de Antioquía. Aquel cuarto era un agregado reciente, recubierto por un nuevo tipo de tallas realizadas en nogal que parecían la ondulación de una tela. Un extremo estaba ocupado por una chimenea enorme. En la repisa de piedra lucían los leopardos heráldicos de la familia Montgomery.
Raine ya estaba allí, limpio y vestido de lana negra; ante sí tenía una enorme bandeja de plata, cargada de cerdo asado, trozos de pan caliente, manzanas y melocotones secos. Pensaba comer hasta la última migaja. Con un gruñido gutural, señaló una gran tina de madera, llena de agua humeante, que habían instalado ante la gran hoguera.
La fatiga estaba venciendo a Gavin, que se quitó las calzas y las botas para deslizarse en la tina. El agua causó un desagradable efecto en sus ampollas y sus desolladuras recientes. Una joven criada salió de entre las sombras para lavarle la espalda.
—¿Dónde está Miles? — Preguntó Raine, entre un bocado y otro.
—Lo envié a casa de Revedoune cuando me recordó que hoy debía efectuarse el compromiso. Ha ido en representación mía.
Gavin se inclinó hacia adelante, dejando que la muchacha lo lavara. No miraba a su hermano. Raine estuvo a punto de atragantarse con el cerdo.
—¿Qué has hecho?
Gavin levantó la vista, sorprendido.
—Envié a Miles como representante para el compromiso con la heredera de Revedoune.
—¡Por Dios, hombre! ¿No tienes un poco de sentido común? ¿No puedes enviar a otra persona, como si fueras a comprar una yegua de primera clase? ¡Se trata de una mujer!
Gavin miró fijamente a su hermano. La luz del fuego destacó los profundos huecos de sus mejillas, mientras él apretaba los dientes.
—Sé perfectamente que se trata de una mujer. De lo contrario no se me obligaría a casarme con ella.
—¿Que se te obliga?
Raine se echó atrás en la silla, incrédulo. En verdad, los tres hermanos menores habían viajado libremente por el país, visitando castillos y mansiones solariegas de Francia, hasta de Tierra Santa, mientras Gavin permanecía encadenado a los registros contables. Tenía veintisiete años y hacía once que apenas abandonaba su heredad, excepto por el alzamiento de Escocia. Ignoraba que sus hermanos disculpaban con frecuencia lo que tomaban por ignorancia, puesto que el primogénito no había tratado más mujeres que las vulgares.
—Gavin — comenzó otra vez con paciencia—, Judith Revedoune es una dama, hija de un conde. Se le ha enseñado a esperar ciertas cosas de ti, tales como cortesía y respeto. Deberías haber ido en persona a decirle que deseas casarte con ella.
Gavin estiró el brazo para que la criada le pasara el paño enjabonado. La pechera empapada de la muchacha se adhería a sus pechos llenos. Él la miró a los ojos y le sonrió, sintiendo los primeros impulsos del deseo. Después volvió los ojos a Raine.
—Es que no quiero casarme con ella. No ha de ser tan ignorante como para pensar que me caso con ella por algo más que sus tierras.
—¡No puedes decirle eso! Debes hacerle la corte y...
Gavin se puso de pie en la bañera. La muchacha se subió a un banquillo y le echó agua caliente en la cabeza para enjuagarlo.
—Será mía — dijo secamente — Hará lo que yo le diga. He visto a demasiadas damas de alcurnia y sé cómo son.
Pasan la vida sentadas en sus habitaciones, cosiendo y chismorreando; comen frutas almibaradas y engordan. Son perezosas y estúpidas; tienen todo cuanto desean. Sé cómo tratar a esas mujeres. Hace una semana mandé traer de Londres algunos tapices de Flandes; escenas tontas, como ninfas correteando por los bosques, para que no la asusten las escenas de guerra. Las colgaré en sus habitaciones; después pondré a su disposición todos los hilos de seda y las agujas de plata que pueda necesitar. Y estará satisfecha.
Raine permaneció en silencio, pensando en las mujeres a las que había conocido durante sus viajes. La mayoría de ellas respondían a la descripción de Gavin, pero también las había de fogosa inteligencia, que eran casi como compañeras de sus esposos.
—¿Y si desea intervenir en las cuestiones de la finca?
Gavin salió de la tina y tomó la suave toalla de algodón que le entregaba la criada.
—No se entrometerá en lo que es mío. Hará lo que yo le diga o tendrá que lamentarlo.