Capítulo 17
Cuando se iniciaron los preparativos para bajar al foso donde estaba Gavin, la alcoba de Judith estaba tan silenciosa como el resto del castillo Demari.
—Da esto al guardia — dijo la joven, entregando a Joan una bota de vino — y dormirá toda la noche. Podríamos encender a su lado varios toneles de aceite sin que se enterara.
—Eso es, más o menos, lo que ocurrirá cuando Lord Gavin os vea a vos — murmuró la doncella.
—¿No lo creías medio muerto? Ahora no hables más y haz lo que yo te diga. ¿Tienes todo preparado?
—Sí. ¿Os sentís mejor? — Preguntó Joan, preocupada.
Judith asintió, tragando saliva al recordar su reciente ataque de náuseas.
—Si algo os queda en el estómago, lo perderéis cuando entréis en ese foso repugnante.
Judith pasó por alto el comentario.
—Ahora vete y da el vino a ese hombre. Esperaré un rato antes de seguirte.
Joan salió silenciosamente, arte que había aprendido en largos años de práctica. Judith esperó casi una hora, nerviosa. Mientras tanto se sujetó la caja de hierro al vientre y se pasó la prenda de tosca lana por la cabeza. Si alguien hubiera reparado en la sierva que caminaba en silencio por entre los caballeros dormidos, sólo habría visto a una mujer en avanzado estado de gravidez, con las manos apretadas a la parte baja de la espalda para sostener la carga del vientre.
Judith tuvo ciertas dificultades para descender la escalera de piedra, sin barandilla, que llevaba al sótano.
—¿Señora? — Sonó el susurro de Joan.
—Sí. — Judith avanzó hacia la única vela que Joan sostenía. — ¿El hombre duerme?
—Sí. ¿No oís sus ronquidos?
—No oigo nada más que el palpitar de mi corazón. Deja esa vela y ayúdame a desatar esta caja.
Joan se puso de rodillas, mientras su ama se recogía las faldas hasta la cintura.
—¿Para qué queríais la caja? — Preguntó la doncella.
—Para guardar la comida de modo que no la tocaran las... las ratas.
Joan se estremeció, mientras sus manos frías forcejeaban con los nudos del cuero crudo.
—No son sólo ratas lo que hay allá abajo. Señora mía, por favor, aún estáis a tiempo para cambiar de idea.
—¿Te estás ofreciendo a bajar en mi lugar?
La respuesta de Joan fue una exclamación de horror.
—En ese caso, calla. Piensa en Gavin, forzado a vivir allí.
Cuando las dos mujeres tiraron de la trampilla, el aire viciado que surgió del pozo les hizo apartar la cara.
—¡Gavin! — Llamó Judith—. ¿Estás ahí?
No hubo respuesta.
—Dame la vela.
Joan entregó el candelabro a su ama y apartó la vista. No quería volver a mirar dentro del foso. Judith revisó el agujero negro a la luz del candelabro.
Se había preparado para lo peor y no fue en vano. Sin embargo, Joan se había equivocado al apreciar el fondo, había algún rincón seco, al menos relativamente hablando. El suelo de tierra estaba inclinado, de modo que en un rincón había sólo barro y no agua viscosa. Tan sólo la mirada fulminante que se elevó hacia ella le reveló que la silueta acurrucada en aquel lugar estaba viva.
—Dame la escalerilla, Joan; cuando haya llegado al fondo, envíame el banco primero; después, la comida y el vino. ¿Has comprendido?
—Este lugar no me gusta.
—Tampoco a mí.
Para Judith no fue fácil descender por esa escalerilla al infierno. Ni siquiera se atrevía a mirar hacia abajo. No había necesidad de ver lo que había allá abajo: se lo percibía por el olor y el ruido de movimientos deslizantes. Puso la vela en una piedra saliente de la pared, pero no miró a Gavin. Sabía que estaba forcejeando por incorporarse.
—El banco — ordenó, mirando hacia arriba.
No fue fácil maniobrar para que aquel pesado mueble descendiera por la escalerilla; a Joan se le estarían descoyuntando los brazos. Costó menos instalarlo contra la pared, junto a Gavin. Después vino la caja de comida, seguida por una gran bota de vino.
—Listo — dijo mientras depositaba los alimentos en el borde del banco. Y dio un paso hacia su marido.
Entonces comprendió por qué Joan lo consideraba medio muerto. Estaba enflaquecido hasta los huesos; sus altos pómulos tenían el filo de una navaja.
—Gavin — dijo en voz baja.
Y le alargó una mano con la palma hacia arriba. Él movió la mano flaca y sucia hasta tocarla, como si esperara verla desaparecer. Al sentir aquella carne caliente contra la suya volvió a mirarla, sorprendido.
—Judith.
El nombre sonó áspero, como si él hubiera enronquecido por no hablar y por tener la garganta reseca. La muchacha le tomó la mano con firmeza y lo obligó a sentarse en el banco. Luego le llevó la bota de vino a los labios. Pasó un rato antes de que él comprendiera que debía beber.
—Despacio — indicó ella, al ver que bebía a grandes tragos el líquido denso y dulzón.
Apartó la bota y tomó un frasco de la caja. Le dio a cucharadas el guisado espeso que contenía. La carne y las hortalizas habían sido recocidas hasta convertirse en una pasta fácil de masticar.
Después de algunos bocados, él volvió a reclinarse contra la pared con los ojos cerrados por el cansancio.
—Hacía mucho tiempo que no comía. Uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde. — Descansó un momento; después volvió a incorporarse para mirar a su mujer. — ¿A qué has venido?
—A traerte comida.
—No es eso lo que pregunto. ¿Por qué estás en la casa de Demari?
—Tienes que comer en vez de hablar, Gavin. Si sigues comiendo te lo contaré todo.
Y le dio un trozo de pan oscuro mojando en el guiso. Una vez más, él dedicó su atención a la comida.
—¿Mis hombres están arriba? — Preguntó con la boca llena—. Tal vez haya olvidado cómo se camina, pero cuando haya comido un poco más tendré alguna fuerza. Han hecho mal al enviarte a ti.
Judith no había calculado que Gavin, en su presencia, se creyera libre.
—No — dijo, parpadeando para contener las lágrimas—. Todavía no puedo sacarte de aquí.
—¿Todavía? — Él levantó la vista—. ¿Qué dices?
—Estoy sola, Gavin. Tus hombres no están arriba. Todavía sigues cautivo de Walter Demari, al igual que mi madre y ahora también John Bassett.
Él dejó de comer, con la mano suspendida sobre el frasco. De pronto, como ella no dijera nada, continuó masticando.
—Cuéntame todo — dijo simplemente.
—John Bassett me dijo que Demari te había capturado y que no hallaba modo de rescatarte, como no fuera poniendo sitio al castillo. — Judith talló, como si así terminara la historia.
—¿Por eso has venido? ¿Con idea de salvarme?
La miraba con ojos hundidos, ardorosos.
—Gavin...
—Y dime, por favor, ¿qué esperabas conseguir? ¿Pensabas desenvainar una espada y ordenar mi liberación? — Ella apretó los dientes.
—Haré degollar a John por esto.
—Es lo que él dijo — murmuró la joven.
—¿Qué?
—John dijo que te enfurecerías.
—¿Enfurecerme? — Protestó Gavin—. Mis fincas sin guardias, mis hombres sin jefe, mi mujer prisionera de un loco. ¿Y dices que me enfurezco? No, mujer, no. Estoy mucho más que enfurecido.
Judith irguió la espalda, tensa.
—No había otra solución. En un sitio habrías muerto.
—En un sitio sí — replicó él, furioso—, pero hay otras maneras de tomar este castillo.
—Pero John dijo que...
—¡John! John es un simple caballero, no un jefe. Su padre siguió al mío como él me sigue a mí. Debió haber recurrido a Miles, hasta al mismo Raine, pese a su pierna fracturada. Cuando lo vea, lo mataré.
—No, Gavin, no es culpa de él. Le dije que, sino me traía él, vendría sola.
La luz de la vela daba fulgor a sus ojos. La capucha de lana había caído, dejando el cabello al descubierto.
—Había olvidado lo bella que eres — dijo él en voz baja—. No sigamos riñendo. No podemos alterar lo que está hecho. Dime qué pasa allá arriba.
Ella le contó cómo había conseguido mejor alojamiento para su madre y de qué modo había condenado a John a terminar prisionero.
—Pero es mejor así — continuó —; él no me habría dejado venir.
—Ojalá hubiera estado él para impedírtelo. No deberías estar aquí, Judith.
—¡Es que tenía que traerte comida! — Protestó ella.
Gavin la miró con un suspiro. Después esbozó una sonrisa.
—Compadezco al pobre John por verse obligado a tratar contigo.
Ella puso cara de sorpresa.
—Lo mismo dijo él de ti. ¿Tan mal he hecho?
—Sí — respondió Gavin francamente—. Has puesto en peligro a mayor número de personas, y eso dificultará ahora cualquier rescate.
Ella se miró las manos.
—Anda, mírame a los ojos. Hace mucho tiempo que no veo nada bonito, ni siquiera limpio.
Gavin le entregó el frasco vacío.
—Te he traído más comida en una caja metálica.
—Y un banco — observó él, meneando la cabeza—. Judith, los hombres de Demari se darán cuenta de quién ha enviado estas cosas en cuanto las vean. Tienes que llevártelas.
—¡No! Las necesitas.
Él la miró con fijeza. No había hecho sino quejarse de ella.
—Gracias, Judith — susurró.
Levantó la mano como para tocarle la mejilla, pero la detuvo en el aire. Ella pensó que se negaba a tocarla.
—¿Estás enfadado conmigo?
—No quiero ensuciarte. Estoy demasiado sucio. Siento que me caminan cosas por la piel. Y tú estás demasiado cerca.
Judith le tomó la mano y se la llevó a la mejilla.
—Joan dijo que estabas apenas vivo, pero también dijo que habías levantado hacia el guardia una mirada desafiante. Si aún podías odiar no estabas tan cerca de la muerte.
Se inclinó hacia él, que le rozó los labios con los suyos. Judith tuvo que conformarse con eso: él se negó a contaminarla más.
—Escúchame, Judith. Es preciso que me obedezcas. No toleraré desobediencias, ¿comprendes? No soy John Bassett, a quien puedes manejar con el dedo meñique. Y si me desobedeces, el precio será de muchas vidas, sin duda. ¿Has entendido?
—Sí — asintió ella, deseosa de recibir indicaciones.
—Antes de que me apresaran, Odo logró partir en busca de Stephen, en Escocia.
—¿Tu hermano?
—Sí, aunque no lo conoces. Se enterará de todo lo que Demari ha hecho y acudirá de inmediato. Es un guerrero experimentado y estos viejos muros no resistirán mucho tiempo ante él. Pero tardará varios días en llegar desde Escocia... aun si el mensajero logra hallarlo enseguida.
—¿Y qué debo hacer?
—Deberías haberte quedado en casa, bordando — replicó él, disgustado—. Así habríamos tenido tiempo. Ahora debes conseguir tiempo para que actuemos. No accedas a nada de lo que Demari proponga. Conversa con él de cosas de mujeres, pero no de tus propiedades ni de la anulación de nuestro casamiento.
—Me cree medio tonta.
—¡Dios nos proteja de tontas como tú! Ahora debes irte. — Ella se levantó.
—Mañana te traeré más comida.
—¡No! Envía a Joan. Nadie reparará en esa gata que pasa de una cama a otra.
—Pero vendré disfrazada.
—¿Quién tiene una cabellera como la tuya, Judith? Si se te escapa una sola hebra se te reconocerá de inmediato. Y si te reconocen, no habrá motivo para retenemos vivos a los prisioneros. Demari tiene que pensar que aceptarás sus planes. Ahora vete y obedéceme, por una vez en la vida.
Ella hizo un gesto de asentimiento y se volvió hacia la escalerilla.
—Judith — susurró él—, ¿me besarías otra vez?
Ella sonrió con alegría. Antes de que Gavin pudiera impedírselo, le rodeó la cintura con los brazos y lo estrechó contra sí. Los cambios por él sufridos, su enflaquecimiento, eran perceptibles.
—He tenido miedo, Gavin — confesó.
El joven le levantó la barbilla.
—Tienes más valor que diez hombres juntos — la besó con ansias—. Ahora vete y no vuelvas.
Judith subió la escalerilla casi a la carrera para salir de aquel oscuro sótano.