Capítulo 6
Se había preparado un cuarto especial para los novios, separando un rincón grande de las habitaciones altas, alrededor de una chimenea. Allí había una cama enorme, cubierta con las más suaves sábanas de hilo y un cubrecama de ardilla gris, forrado de seda carmesí. El lecho estaba sembrado de pétalos de rosa.
Las doncellas de Judith y varias de las invitadas ayudaron a desvestir a la novia. Cuando estuvo desnuda, apartaron los cobertores y la joven se acostó. No pensaba en lo que estaba ocurriendo a su alrededor, sino en su propia sandez. En unas pocas horas había olvidado una experiencia de veinte años sobre los hombres; por unas pocas horas había creído que uno de ellos podía ser bueno y amable, hasta capaz de amar. Pero Gavin era igual que todos; tal vez peor.
Las mujeres reían estruendosamente ante su silencio.
Pero Helen comprendió que en la conducta de su hija no había sólo nerviosismo. Rezó en susurros, pidiendo a Dios que ayudara a la joven.
—Eres afortunada — le susurró al oído una mujer mayor—. En mi primer matrimonio me encontré en la cama con un hombre cinco años mayor que mi padre. Me extraña que nadie lo ayudara a cumplir con sus deberes.
Maud rió agudamente.
—Lord Gavin no necesitará ayuda. De eso estoy segura.
—Tal vez sea Lady Judith quien necesite ayuda... y yo ofrecería de buena gana mis servicios — rió otra.
Judith apenas las escuchaba. Sólo recordaba el juramento de amor de su esposo a otra mujer, el modo en que le había visto abrazar y besar a Alice. Las mujeres la cubrieron con la sábana hasta debajo de los brazos. Alguien le peinó la cabellera para que formara una suave cascada sobre sus hombros desnudos.
Al otro lado de la puerta de roble se oyó llegar a los hombres, con Gavin a hombros. Él entró con los pies hacia adelante, ya medio desvestido. Los hombres le ofrecían ayuda a gritos y hacían apuestas sobre su desempeño en la tarea que debía realizar. Sólo guardaron silencio al ponerlo de pie, para mirar a la novia que esperaba en la cama. La sábana destacaba el tono cremoso de sus hombros y la curva plena de sus pechos. La luz de las velas acentuaba las sombras de las sábanas. Su cuello desnudo palpitaba de vida. Había en su cara una firme seriedad que le oscurecía los ojos como si echaran humo; sus labios parecían tallados en duro mármol bermellón.
—¡Manos a la obra! — Gritó alguien—. ¿A quién se tortura? ¿A él o a mí?
Se quebró el silencio. Gavin fue rápidamente desvestido y empujado al lecho. Los hombres observaron con avidez cuando Maud apartó los cobertores, dejándoles entrever el contorno de un muslo y una cadera desnudos.
—¡Fuera todos! — Ordenó una mujer alta — ¡Dejadlos en paz!
Helen echó una última mirada a su hija, pero Judith mantenía la vista clavada en las manos, cruzadas sobre el regazo.
Cuando la pesada puerta se cerró con violencia, la habitación pareció de pronto sobrenaturalmente silenciosa. Judith cobró dolorosa conciencia del hombre que tenía a su lado. Gavin permanecía sentado, mirándola. La única luz del cuarto era la de las llamas que ardían en el hogar, ante los pies de la cama. Esa luz bailaba sobre la cabellera de la muchacha, arrojando sombras sobre sus delicadas clavículas. En ese momento él no recordaba haber reñido. Tampoco pensaba en el amor. Sólo sabía que estaba en el lecho con una mujer deseable. Movió la mano para tocarle el hombro; quería comprobar si la piel era tan suave como parecía.
Judith se apartó bruscamente.
—¡No me toques! — Dijo, con los dientes apretados.
Gavin la miró con sorpresa. Había odio en sus ojos dorados y tenía las mejillas arrebatadas. La rabia le otorgaba más belleza, si eso era posible. Y él nunca había sentido un deseo tan furioso. Le rodeó el cuello con una mano, hundiéndole el pulgar en la carne suave.
—Eres mi esposa — dijo en voz baja—. ¡Eres mía!
Ella se resistió con todas sus fuerzas, pero nada eran comparadas con las de Gavin, que la atrajo hacia sí con facilidad.
—¡Jamás seré tuya! — Le espetó ella, antes de que sus labios la silenciaran.
Gavin quería ser suave con ella, pero aquella mujer lo enfurecía, le inspiraba deseos de maldeciría, de volver a pegarle. Por encima de todas las cosas, deseaba poseerla. Su boca descendió hacia la de ella con brutalidad.
Judith trató de apartarse, pero él le hizo daño. No se trataba del dulce beso de aquella tarde, sino de una especie de castigo para disciplinarla. Trató de patalear, pero la sábana que los separaba le enredó los pies hasta que le fue casi imposible moverse.
—Te ayudaré — dijo Gavin.
Y arrancó la sábana, sacándola de bajo el colchón. Aún la tenía por el cuello. Cuando la tuvo desnuda ante sí, aflojó la mano para contemplarla, maravillado: los pechos plenos, la cintura estrecha, las redondeadas caderas. Luego volvió a observar su rostro, sus ojos llameantes. Tenía los labios enrojecidos por el beso. De pronto sintió que ninguna potencia terrestre podía impedirle poseerla. Actuó como si estuviera muerto de hambre, desesperado por el alimento, capaz de matar o mutilar para obtener lo deseado.
La empujó contra el colchón. Judith vio su expresión sin comprenderla, pero tuvo miedo. Lo que él planeaba era algo más que un golpe de puño, de eso estaba segura.
—¡No! — Susurró, forcejeando.
Gavin era un caballero bien adiestrado.
Las fuerzas de Judith eran las de un mosquito contra un trozo de granito. Y él le prestó tanta atención como a un insecto. En vez de hacerle el amor, usó su cuerpo. Sólo sabía que la deseaba, que la necesitaba desesperadamente. Se arrojó sobre ella, abriéndole las piernas con un muslo, y la, besó otra vez con violencia.
Al sentir la diminuta membrana que lo detenía quedó momentáneamente desconcertado. Pero siguió pujando, sin prestar atención al dolor que eso provocaba a Judith. Cuando ella gritó, él le cerró los labios con su boca y continuó.
Al terminar, se dejó caer a un lado, con un pesado brazo cruzado sobre los pechos de la muchacha. Para él, había sido un alivio; para Judith, nada parecido al placer. Pocos minutos después se oía su respiración lenta.
Judith, comprendiendo que dormía, se levantó silenciosamente. El cubrecama de ardilla había caído al suelo. Ella lo levantó para envolverse el cuerpo, con la vista clavada en el fuego, ordenándose no llorar. ¿Por qué llorar? Casada contra su voluntad con un hombre que, en el día de su boda, había jurado no amarla jamás. Un hombre que no le daba importancia. ¿Qué motivos tenía para llorar, si la vida futura se presentaba tan atrayente? Le esperaban años de hacer poco más que darle hijos y pasarse la vida en casa, mientras él paseaba por el campo con su bella Alice.
¡No haría semejante cosa! Buscaría una vida propia y, dentro de lo posible, su propio amor. Su esposo llegaría a no importarle en absoluto.
Permaneció de pie, en silencio, dominando sus lágrimas. No parecía recordar otra cosa que el dulce beso de aquella tarde, tan diferente del ataque sufrido un rato antes.
Gavin se movió en la cama y abrió los ojos. Al principio no pudo recordar dónde estaba. Giró la cabeza y vio la cama vacía a su lado. ¡Ella se había ido! Cada centímetro de su piel se puso tenso hasta que descubrió a Judith frente a la chimenea. Olvidó su brusco miedo en el alivio de tenerla aún consigo. Ella parecía estar en otro mundo; ni siquiera le oyó removerse en la cama. Las sábanas estaban generosa mente salpicadas de sangre; Gavin las miró con el entrecejo fruncido. Sabía que le había hecho daño, pero no comprendía por qué. Alice también había sido virgen hasta aquel primer encuentro, pero no había dado muestras de dolor.
Miró otra vez a su esposa. Tan pequeña, tan solitaria. Si bien era cierto que no la amaba, la había utilizado con dureza. Una doncella no merecía la violación.
—Vuelve a la cama — dijo con suavidad, algo sonriente.
Le haría el amor con lentitud, a manera de disculpa. Judith irguió los hombros.
—No iré — dijo con firmeza. Para comenzar, no debía permitir que él la dominara.
Gavin quedó horrorizado. ¡Aquella mujer era intratable! Hacía de cada frase un enfrentamiento de voluntades. Con los dientes apretados, se levantó de la cama para erguirse ante ella. Judith no le había visto sin ropa hasta entonces, al menos con claridad. Aquel pecho desnudo, cubierto de vello oscuro sobre la piel bronceada, atrajo sus ojos. Se le veía formidable.
—¿No te han enseñado que debes acudir cuando llamo?
Ella levantó el mentón para mirarlo a los ojos.
—¿No has comprendido que no te daré nada de buen grado? — Contratacó.
Gavin alargó una mano para tomar un rizo de su cabeza. Se lo enroscó a la muñeca una y otra vez, tirando de Judith para atraerla hacia sí, mientras ella cedía para evitar el dolor. El cubrecama cayó, y él pegó a su cuerpo la piel desnuda.
—Ahora usas el dolor para obtener lo que deseas — susurró ella—, pero acabaré por ganar yo, porque te cansarás de luchar.
—¿Y qué habrás ganado? — Preguntó él, con los labios muy cerca de los suyos.
—Verme libre de un hombre al que odio, un hombre brutal, mentiroso, fal...
Él la interrumpió con un beso. No era el beso de un rato antes, sino algo suave.
En un primer momento, Judith se negó a reaccionar, pero las manos se le elevaron solas hasta los brazos de él. Eran brazos duros, de músculos prominentes, y la piel quemaba. Cobró conciencia del vello apretado a sus pechos.
Al acentuarse el beso, él le soltó el pelo para abrazarla por los hombros. La movió de modo tal que la cabeza de Judith quedó anidada en la curva de su hombro.
La muchacha dejó de pensar. Era una masa de sensaciones, todas nuevas y nunca imaginadas. Se apretó más a él, deslizándole las manos por la espalda para sentir el movimiento de los músculos, tan diferentes de su propia espalda. El comenzó a besarle las orejas y a darle pequeños mordiscos en los lóbulos. Emitió una risa gutural y grave: las rodillas de Judith habían perdido la fuerza y ella estaba caída contra la fuerza de su brazo. Se inclinó para pasarle el otro brazo bajo las rodillas, sin dejar de besarla en el cuello, y la llevó al lecho. Allí la besó desde la frente hasta la punta de los pies, en tanto ella guardaba silencio. Sólo sus sentidos estaban vivos.
No pasó mucho tiempo sin que los besos le fueran insoportables. Tenía un dolor sordo en todo el cuerpo. Lo aferró por el pelo para poder besarlo mejor y se prendió a aquellos labios con hambre, con codicia.
También a Gavin le daba vueltas la cabeza. Nunca había tenido la oportunidad de hacer el amor largamente a una mujer, como lo estaba haciendo; ni siquiera sospechaba que pudiera ser tan placentero. La pasión de Judith era tan feroz como la suya, pero ninguno de los dos apresuraba el acto de amor. Cuando él se tendió sobre ella, Judith lo estrechó con fuerza para acercarlo a sí. Esa vez no hubo dolor; estaba bien dispuesta. Se movió con él, lentamente al principio, hasta que estallaron gozosamente juntos.
Por fin, Judith cayó en un sueño profundo y exhausto, con una pierna cruzada sobre la de Gavin y el pelo enroscado a su brazo.
Pero su esposo no se durmió de inmediato. Sabía que aquella era la primera vez para la mujer que tenía en sus brazos, pero, en cierto sentido, tenía la sensación de que él también acababa de perder su virginidad. Y la idea le resultaba absurda, ciertamente. Ni siquiera podía recordar a las diferentes mujeres que había llevado a su lecho. Sin embargo, esta noche era infinitamente distinta. Nunca antes había experimentado tanta pasión. Las otras mujeres se retiraban cuando él se sentía más excitado. Judith no le había dado tanto como él daba.
Tomó un mechón de pelo que le cruzaba el cuello y lo sostuvo a la luz del fuego, dejando que los reflejos corrieran por aquellas hebras. Se lo acercó a la nariz y a los labios. Ella se movió contra su cuerpo y él se acurrucó mejor. Aun dormida necesitaba tenerlo cerca.
Los ojos grises de Gavin se tornaron pesados. Por primera vez desde que tenía memoria estaba saciado y satisfecho. Ah, pero aún quedaba la mañana por delante. Y se durmió sonriendo.
Jocelin Laing puso el laúd en su estuche de cuero e hizo una leve señal de asentimiento a la dama rubia, antes de que ella abandonara la habitación. Esa noche había recibido varias invitaciones de distintas mujeres que lo querían en su lecho. El estímulo de la boda y, sobre todo, el ver desnuda a la apuesta pareja habían impulsado a muchos a buscar placeres propios.
El cantante era un joven especialmente apuesto: de grandes ojos ardientes bajo las densas pestañas; el pelo oscuro se alejaba en ondas de la piel perfecta, estirada sobre los altos pómulos.
—Parece que esta noche estás ocupado — dijo otro de los cantantes, riendo.
Jocelin sonrió, mientras cerraba el estuche de su laúd, pero no dijo nada.
—Envidio al hombre que se ha llevado semejante esposa. — El otro señaló las escaleras con la cabeza.
—Es hermosa, sí — reconoció Jocelin — pero hay otras.
—No como ella — el hombre se le acercó—. Algunos de nosotros vamos a encontrarnos con las mujeres de la novia. Si quieres venir, serás bien recibido.
—No puedo — manifestó Jocelin en voz baja.
El cantante lo miró de soslayo. Luego recogió su salterio y abandonó el gran salón. Cuando la enorme sala quedó en silencio, esparcidos por el suelo cien colchones de paja para los Sirvientes y los invitados de menor importancia, Jocelin subió la escalera.
Se preguntaba cómo habría hecho aquella mujer para contar con un cuarto privado. Alice Valence no era rica; aunque su belleza le había ganado la palabra de casamiento de un conde, no era una de las invitadas de mayor alcurnia. Y en esa noche, con el castillo desbordante, solamente los novios podían contar con una habitación para ellos solos. Los otros invitados compartían los lechos instalados en las habitaciones de las damas o en el dormitorio principal. Eran camas grandes, de hasta dos metros y medio; rodeadas por los pesados cortinajes, parecían casi habitaciones individuales.
Jocelin no tuvo dificultad en entrar al cuarto designado para las mujeres solteras; varios hombres estaban ya allí.
Fue fácil ver que las cortinas se apartaban, dejando entrever a la rubia. Se acercó a ella con celeridad, pues el solo verla lo llenaba de deseo. Alice le tendió los brazos, hambrienta, casi violenta en su pasión; cualquier intento que Jocelin hiciera de prolongar los placeres topaba con su resistencia. Ella era como una tormenta, llena de relámpagos y truenos.
Cuando todo terminó, Alice no quiso que él la tocara. Siempre sensible al humor femenino, él obedeció la tácita orden. Nunca había conocido a una mujer que no quisiera ser abrazada después de hacer el amor, Comenzó a ponerse las ropas rápidamente apartadas.
—Me casaré dentro de un mes — dijo ella en voz baja—. En esta ocasión vendrás al castillo de mi esposo.
Él no hizo comentarios. Ambos sabían que acudiría a la cita. Sólo se preguntó a cuántos otros habría invitado. Por la ventana entraba un solo rayo de sol, cuyo calor hacía cosquillas a Judith en la nariz. Trató de apartarlo con la mano, soñolienta, pero algo la retenía por la cabellera. Abrió perezosamente los ojos y vio allá arriba el dosel extraño. Al recordar dónde estaba sintió que le ardía la cara. Hasta su cuerpo pareció ruborizarse.
Volvió la cabeza al otro lado de la cama para mirar a su esposo dormido. Tenía las pestañas cortas, gruesas y oscuras; en las mejillas asomaba ya la barba crecida. Así, dormido, sus pómulos parecían afilados. Hasta la profunda hendidura de su barbilla se veía relajada.
Gavin yacía de costado, de cara a ella. Judith dejó que sus ojos lo recorrieran por entero. Tenía el pecho amplio, generosamente cubierto de vello oscuro y rizado. Sus músculos formaban grandes bultos bien formados. La mirada de la joven descendió hasta el vientre duro y plano. Sólo un momento después descendieron más. Lo que allí veía no parecía tan poderoso. Pero, ante sus ojos, aquello comenzó a crecer.
La muchacha ahogó una exclamación y lo miró a la cara. Él estaba despierto, observándola; sus pupilas se oscurecían segundo a segundo. Ya no era el relajado hombre niño que había estado observando, sino un mozo lleno de pasión. Ella trató de apartarse, pero Gavin aún la tenía sujeta por la cabellera. Peor aún; en verdad, Judith no deseaba resistirse. Recordó que lo odiaba, pero sobre todo recordó el placer de hacer el amor.
—Judith — dijo él.
El tono de su voz le provocó escalofríos en los brazos.
Él la besó en la comisura de la boca. Las manos de la muchacha pujaron vanamente contra sus hombros, pero aún ese ligero contacto le hizo cerrar los ojos, rendida. Él le besó la mejilla, el lóbulo de la oreja y la boca. Su lengua buscó dulcemente la punta de la otra. La muchacha se echó atrás, sobresaltada, y él sonrió como si comprendiera. Si Judith había creído aprender en el curso de la noche cuanto cabía saber sobre el amor entre hombre y mujer, ahora pensaba que sabía muy poca cosa.
Los ojos de Gavin habían tomado un tono de humo. La atrajo otra vez contra sí y le deslizó la lengua por los labios, tocando especialmente las comisuras. Ella entreabrió los dientes para degustarlo.
Sabía mejor que la miel: cálido y frío, suave y firme. Exploró su boca como él lo había hecho con la de ella, olvidada de toda timidez. En realidad, olvidada de todo.
Cuando los labios de Gavin le tocaron los pechos estuvo a punto de gritar. Temía morir bajo esa tortura. Trató de atraerle la cabeza hacia la boca, pero él emitió una risa grave y gutural que la hizo temblar. Tal vez era su dueño, después de todo.
Cuando estaba a punto de perder el juicio, él se acostó sobre ella, acariciándole la cara interna de los muslos hasta hacerla temblar de deseo. Lo recibió con un grito; no había alivio para el tormento. Se aferró de él, ciñéndole la cintura con las piernas, elevándose para acompañar cada impulso.
Por fin, cuando se sentía ya a punto de estallar, experimentó las palpitaciones que la aliviaban. Gavin se dejó caer sobre ella, apretándola tanto que apenas le permitía respirar. Pero en ese momento poco le importaba no respirar nunca más.
Una hora después se presentaron las doncellas para vestir a Judith y despertaron a los recién casados. De pronto, ella cobró aguda conciencia de que su cuerpo y su cabellera estaban enredados a Gavin. Maud y Joan hicieron varios comentarios sobre ese abandono. Las sábanas estaban manchadas y había más ropa de cama en el suelo que sobre el colchón. El cubrecama de ardilla yacía al otro lado de la habitación, junto a la chimenea.
Las doncellas levantaron a Judith y la ayudaron a lavarse. Gavin holgazaneaba en el lecho, observando cada uno de sus movimientos.
Judith no lo miraba; no podía. Estaba abochornada hasta el fondo de su alma. Detestaba a aquel hombre. Era todo cuanto odiaba: vil, mentiroso, codicioso... Sin embargo, ella había actuado sin el menor orgullo ante su solo contacto. Pese a haber prometido ante Dios que no le daría nada de buen grado, daba más de lo que habría deseado.
Apenas notó que sus doncellas le deslizaban una camisa de hilo fino por la cabeza y un vestido de terciopelo verde intenso, cubierto con intrincados bordados de oro. La falda dividida dejaba asomar una ancha franja de enagua de seda. Las mangas, bien amplias, se fruncían en las muñecas; presentaban algunos cortes por los que asomaba la seda verde claro del forro.
—Y ahora, señora... — dijo Maud, entregándole una gran caja de marfil.
Judith miró a su doncella con asombro, al tiempo que abría la caja. Sobre un acolchado de terciopelo negro se veía un amplio collar de filigrana de oro, tan fino como un cabello. De la parte inferior pendía una hilera de esmeraldas, ninguna más grande que una gota de lluvia.
—Es... bellísimo — susurró la muchacha—. ¿Cómo ha podido mi madre...?
—Es el regalo de bodas de vuestro esposo, mi señora — corrigió Maud con chispas en los ojos.
Judith sintió la mirada de Gavin fija en su espalda y se volvió para mirarlo. Al verlo en la cama, con la piel tan oscura contra la blancura de las sábanas, se le aflojaron las rodillas. Le costó un gran esfuerzo, pero se inclinó en una reverencia.
—Gracias, mi señor.
Gavin apretó los dientes ante tanta frialdad. Habría querido que el regalo la ablandara un poco. ¿Cómo podía mostrarse tan ardiente en la cama y tan fría fuera de ella?
Judith se volvió hacia sus doncellas. Maud terminó de abotonarle el vestido. Joan le trenzó una capa de pelo, que fue intercalando con cintas de oro. Antes de que hubieran terminado, Gavin les ordenó salir de la habitación. Judith prefirió no mirarlo mientras él se afeitaba y se vestía apresuradamente. Se puso un chaleco castaño oscuro, calzas y una chaqueta de lana parda con forro de lince dorado.
Cuando dio un paso hacia ella, Judith tuvo que esforzarse por calmar su precipitado corazón. Gavin le ofreció el brazo y la condujo abajo, hasta donde esperaban los invitados.
Asistieron juntos a misa, pero en esa ocasión no se miraron a los ojos ni él le besó la mano. Permanecieron solemnes y sobrios a lo largo de todo el servicio.