Capítulo 8

Judith cerró la puerta de su alcoba con tanta fuerza que hasta los muros de piedra parecieron estremecerse. Así terminaba su primer día de casada, que bien podía figurar como el más horrible de toda su vida. Debería haber sido un día feliz, lleno de amor y alegría, ¡pero no con un esposo como el suyo, que no había perdido oportunidad de humillarla!

Por la mañana, la había acusado de hacer de ramera ante sus hermanos. Al marcharse él, dejándola sola, Judith se dedicó a conversar con otras personas. Cierto hombre, Walter Demari, tuvo la amabilidad de sentarse a su lado para explicarle las reglas del torneo. Así, por primera vez en el día, ella empezó a disfrutar. Walter tenía la habilidad de señalar lo ridículo y a ella le gustaba su sentido del humor.

De pronto, reapareció Gavin y le ordenó que le siguiera. Judith no quiso provocar una escena en público, pero en la intimidad de la tienda de Raine dijo a Gavin todo lo que pensaba de su conducta. La dejaba que se valiese por si sola, pero en cuanto ella empezaba a divertirse, él reaparecía para impedírselo. Era como los niños que no quieren cierto juguete, pero lo niegan a cualquier otro.

Gavin respondió en tono burlón, pero Judith notó con satisfacción que no sabía qué decir.

La llegada de Raine y Miles interrumpió la riña. Más tarde, mientras ella regresaba a los pabellones con Miles, Gavin la humilló de verdad, corriendo prácticamente hacia Alice Valence. Parecía comérsela con los ojos, pero al mismo tiempo la miraba con devoción, como si se tratara de una santa. A Judith no le pasó inadvertida la mirada triunfal que esa mujer le envió de soslayo. Entonces, ella irguió la espalda y tomó el brazo de Miles. No quería mostrar públicamente su bochorno.

Más tarde, durante la cena, Gavin la ignoró por completo, aunque ocupaban asientos contiguos ante la larga mesa. Ella festejó las gracias del bufón y se fingió complacida cuando un juglar, extremadamente apuesto, compuso y cantó una oda a su belleza. En realidad, apenas lo escuchaba. La proximidad de Gavin ejercía un efecto perturbador sobre ella, sin permitirle disfrutar de nada.

Después de la comida, las mesas de caballete fueron desarmadas y puestas contra la pared para dejar sitio al baile. Después de bailar una pieza juntos, para salvar las apariencias, Gavin se dedicó a girar por el espacio abierto con una mujer y otra. Judith recibió más invitaciones de las que podía aceptar, pero pronto adujo que estaba fatigada y corrió a la intimidad de su cuarto.

—Un baño — exigió a Joan, a quien arrancó de un rincón en donde yacía entrelazada con un joven—. Tráeme una tina y agua caliente. Tal vez pueda quitarme parte del hedor de esta jornada.

Pese a lo que Judith creía, Gavin había estado muy consciente de su presencia. No hubo momento en que él no supiera con quién estaba su esposa o dónde encontrarla. Al parecer, durante el torneo había conversado con un hombre durante horas enteras, festejando todas sus palabras y sonriéndole hasta dejarlo obviamente embobado.

Gavin la había alejado de él por su propio bien, sabiendo que ella ignoraba el efecto de su presencia en los hombres. Era como una niña. Todo le resultaba nuevo; lo miraba sin ocultar nada, sin reservas, riendo abiertamente de cuanto él decía. Gavin vio que el hombre tomaba aquella cordialidad por algo más profundo.

La intención de Gavin había sido la de explicarle todo eso, pero ella lo atacó, acusándolo de ser insultante. Él habría preferido morir antes que dar explicaciones por sus actos. Temía que el impulso le llevara a estrangularla. Por suerte, una breve aparición de Alice lo había tranquilizado. Alice era como un sorbo de agua fresca para quien acabara de salir de un infierno.

Con las manos apoyadas en las gordas caderas de una joven nada atractiva, vio que Judith subía la escalera. No bailaba con ella por no disculparse. ¿Disculparse por qué?

Había sido bondadoso para con ella hasta que, en el jardín, a la muchacha le dio por actuar como una demente, haciendo juramentos que no debía. Al separarla de ese hombre, que estaba interpretando mal sus sonrisas, Gavin había hecho lo más conveniente; sin embargo, se sentía como si hubiera obrado mal.

Aguardó un rato y bailó con otras dos mujeres, pero Judith no volvió al salón. Entonces, subió la escalera, impaciente. En esos breves instantes la imaginó haciendo todo tipo de cosas.

Al abrir la puerta de la alcoba, la encontró sumergida hasta el cuello en una tina de agua humeante, con el pelo rojo dorado recogido sobre la coronilla, en una suave masa de rizos. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde de la tina. El agua debía de estar muy caliente, porque su cara estaba algo húmeda de sudor. Al verla, todos los músculos de Gavin quedaron convertidos en piedra. Era magnífica aun cuando lo miraba con el entrecejo fruncido, iracunda; pero en esos momentos parecía la inocencia en persona. De pronto, él comprendió que eso era lo que necesitaba de ella. ¿Qué importaba si ella lo despreciaba? Era suya, sólo de él. Con el corazón palpitante, cerró la puerta a su espalda.

—¿Joan? — Preguntó Judith, lánguida.

Como no recibiera respuesta, abrió los ojos. Le bastó ver la expresión de Gavin para adivinar sus pensamientos. A pesar de sí misma, el corazón empezó a palpitarle con fuerza.

—Déjame sola — logró susurrar.

Él avanzó sin prestarle atención, con los ojos oscurecidos. Se inclinó hacia ella y le tomó el mentón con la mano. Judith trató de apartarse y no pudo. Gavin la besó; en un principio, con rudeza; después, sus dedos y su beso cobraron suavidad.

Judith se sintió mareada. El placer del agua caliente, la mano apoyada en su mejilla, el beso mismo, la debilitaban. Él se apartó para mirarla a los ojos, aquellos ojos de oro cálido. Cualquier idea de odio había desaparecido. Sólo existía la proximidad de los cuerpos. El mutuo apetito sobrepasó toda hostilidad.

Gavin se arrodilló junto a la tina y apoyó la mano tras el cuello de la muchacha. Volvió a besarla y deslizó la boca por la curva de su cuello. Su piel estaba húmeda y caliente. El vapor que se elevaba del agua era como su acicateada pasión. Estaba listo, pero quería prolongar el placer, llevarlo hasta el límite con el dolor. Las orejas de Judith eran dulces y olían a jabón de rosas.

De pronto, quiso verla toda, por entero. La tomó por debajo de los brazos y la alzó. Ella ahogó una exclamación de sorpresa ante el impacto del aire frío. Había una toalla suave al alcance de la mano y Gavin la envolvió con ella. La muchacha no dijo nada. En el fondo, sabía que las palabras habrían roto el hechizo. Él la tocaba con ternura, sin exigencias rudas, sin magullarla. Se sentó en un banco ante el fuego y la puso de pie entre sus piernas, como si fuera una criatura.

Si alguien hubiera descrito esa escena a Judith, ella habría negado que pudiera producirse, puesto que Gavin era un bruto sin sentimientos. No experimentaba azoramiento alguno por estar desnuda, mientras que él permanecía totalmente vestido; sólo le maravillaba la magia de aquel momento. Gavin la secó con cuidado. Era un poco torpe, demasiado brusco a veces, demasiado suave otras.

—Vuélvete — le ordenó.

Ella obedeció, permitiendo que le secara la espalda.

Por fin, Gavin arrojó la toalla al suelo y Judith contuvo el aliento. Pero él no dijo nada. Se limitó a deslizar los dedos por el surco profundo de la columna. La muchacha sintió escalofríos. Un solo dedo decía más que cien caricias.

—Eres bella — susurró él con voz ronca, apoyando las palmas en la curva de sus caderas — Muy bella.

Judith no respiraba. No se movió siquiera al sentir los labios de su marido en el cuello. Aquellas manos se movían con torturante lentitud hacia el vientre, hacia los pechos que lo esperaban, suplicantes. Entonces soltó el aliento y se reclinó contra él, apoyándole la cabeza en el hombro.

Cuando la tuvo casi enloquecida por el deseo, la llevó a la cama. En pocos segundos sus ropas cayeron al suelo y él estuvo a su lado. Ella lo atrajo hacia sí, buscándole la boca. Gavin reía ante la codicia de sus manos, pero los ojos grises no expresaban burla, sólo el deseo de prolongar el placer. En las pupilas de Judith se encendió una chispa: sabía que ella sería la última en reír.

Pocos segundos después ambos lanzaron un grito ahogado al unísono, liberados del dulce tormento. Judith se sentía exhausta, como si los huesos se le hubieran debilitado.

En cuanto Gavin se dejó caer a un lado, con una pierna cruzada sobre las de ella y un brazo contra sus pechos, suspiró profundamente y se quedó dormida.

A la mañana siguiente, despertó desperezándose como un gato después de la siesta. Deslizó un brazo por la sábana y la descubrió fría. Entonces abrió bruscamente los ojos.

Gavin había desaparecido. A juzgar por el sol que entraba a torrentes por la ventana, la mañana estaba ya muy entrada. Su primera idea fue salir apresuradamente, pero la cama abrigada y el recuerdo de la noche anterior la retuvieron entre las sábanas. Se volvió de costado, deslizando la mano por la marca hundida del colchón, a su lado, y sepultó la cara en la almohada. Aún tenía el olor de Gavin. ¡Qué pronto había llegado a identificar su olor!

Sonrió, soñadora. La noche anterior había sido paradisíaca. Recordó los ojos de Gavin, su boca... Él colmaba todas sus visiones. Un suave toque a la puerta puso su corazón al galope. Se calmó de pronto al ver que era Joan.

—¿Estáis despierta, señora? — Preguntó su doncella con una sonrisa sabedora. Judith se sentía demasiado bien como para ofenderse. — Lord Gavin se ha levantado temprano. Se está poniendo la armadura.

—¿La armadura? — Judith se incorporó bruscamente.

—Sólo para participar en los juegos. No sé por qué; siendo el novio, no tiene necesidad de hacerlo.

Judith se recostó contra la almohada. Ella si lo sabía. Esa mañana habría podido volar desde lo alto de la casa para posarse con levedad en tierra, y Gavin debía de sentir lo mismo. La justa era sólo una manera de gastar energías. Arrojó a un lado los cobertores y saltó de la cama.

—Tengo que vestirme. Es tarde. ¿Crees que nos hemos perdido su participación?

—No — rió Joan—, estaremos a tiempo.

Judith se vistió rápidamente un traje de terciopelo añil sobre enaguas de color celeste. Ceñía su cintura un fino cinturón de cuero azul adornado con perlas.

Joan se limitó a peinarle la cabellera y a cubrírsela con un velo de gasa azul bordeado de pequeñas perlas. Se sostenía con una diadema de perlas trenzadas.

—Estoy lista — dijo la muchacha, impaciente.

Se encaminó rápidamente a los terrenos donde se celebraba el torneo y ocupó su sitio en el pabellón de los Montgomery. Sus pensamientos guerreaban unos contra otros. Lo de la noche anterior ¿había sido pura imaginación? ¿Un sueño? Gavin le había hecho el amor no había otra forma de expresarlo. Claro que ella no tenía experiencia, pero no era posible que un hombre tocara a una mujer como él la tocaba sin sentir nada por ella. De pronto, el día le pareció más luminoso. Tal vez era una tonta, pero estaba dispuesta a intentar que el matrimonio resultara bien.

Estiró el cuello para ver el extremo de la liza, en busca de su esposo, pero había demasiadas personas y demasiados caballos en el medio.

Silenciosamente, abandonó los palcos para caminar hacia las tiendas. Se detuvo junto a la cerca exterior, sin prestar atención a los siervos y a los mercaderes que se agolpaban a su alrededor. Pasaron algunos minutos antes de que viera a Gavin.

Con su atuendo normal era imponente, pero con la armadura tomaba un aspecto formidable. Montaba un enorme caballo de guerra, de pelaje gris oscuro, con arreos de sarga y cuero gris, estampado y pintado con leopardos de oro. Se movía con facilidad en la silla, como si los cincuenta kilos de armadura no fueran nada. El escudero le entregó el yelmo, el escudo y la lanza.

El corazón de Judith se le subió a la garganta y estuvo a punto de sofocarla. Ese juego era peligroso. Contuvo el aliento al ver que Gavin cargaba con su gran caballo, la cabeza gacha y el brazo firme. Su lanza golpeó de lleno el escudo de su adversario, al tiempo que el suyo también recibía un golpe. Las lanzas se rompieron y los combatientes continuaron hasta los extremos opuestos de la liza, donde se es darían otras. Por fortuna, las lanzas que se usaban en batalla eran más fuertes que las de torneos. El objetivo era romper tres lanzas sin caer. El hombre que fuera derribado antes de los tres enfrentamientos debía pagar el valor de su caballo y su armadura al vencedor; la suma no era nimia. Así había hecho fortuna Raine, de torneo en torneo.

Pero a veces había heridos. Los accidentes eran numerosos. Judith, que no lo ignoraba, contempló con temor a su esposo, que cargaba otra vez. Tampoco en esa oportunidad hubo caídas.

Cerca de Judith, una mujer lanzó una risita tonta. Ella no prestó atención sino al oír su comentario:

—Su esposo es el único que no lleva prenda; sin embargo, ella dio cintas de oro a los hermanos. ¿Qué opinas de esa mala pécora?

Esas maliciosas palabras estaban dirigidas a los oídos de Judith; sin embargo, al volverse no vio que nadie le prestara atención. Estudió a los caballeros que caminaban entre los caballos, a poca distancia. Lo que esa mujer decía era cierto: todos los caballeros tenían prendas flameando en las lanzas o en los yelmos. Raine y Miles lucían varias, además de la raída cinta de oro que cada uno llevaba al brazo.

Judith sólo pensó correr hacia el extremo para alcanzara Gavin antes de la tercera carga. Las justas eran nuevas para ella; ignoraba que actuar así era peligroso, pues los caballos de combate, criados por su fuerza, su tamaño y su resistencia, estaban adiestrados para ayudar al jinete en la batalla y utilizaban los cascos para matar, tal como el hombre usaba su espada.

No reparó en las exclamaciones con que los hombres iban frenando a sus caballos para apartarlos de aquella mujer lanzada a toda carrera. Tampoco reparó en que varios de los espectadores se habían puesto de pie y la seguían con la vista, conteniendo el aliento.

Gavin apartó la vista de su escudero, que le entregaba una nueva lanza. Había notado que en la multitud se iba haciendo el silencio. De inmediato vio a Judith y comprendió que no podía hacer nada; antes de que lograra desmontar, ella lo habría alcanzado. Esperó, con todos los músculos en tensión.

Judith no tenía cinta alguna que darle, pero era forzoso que le entregara una prenda. ¡Era su esposo! Se quitó el velo de gasa, sin dejar de correr por la liza, y volvió a ponerse la trenza de perlas sobre la cabellera.

Al llegar junto a Gavin, le tendió el velo con una sonrisa vacilante.

—Una prenda — dijo.

Él tardó un momento en moverse. Luego tomó la lanza y la bajó hacia ella. La muchacha se apresuró a atar con fuerza una esquina del velo a la vara. Después lo miró con una sonrisa. Él se inclinó para ponerle una mano tras la nuca y la besó, casi levantándola en vilo. Fue un beso duro, acentuado por el frío del yelmo contra su mejilla. La dejó aturdida, con los talones clavados en la arena.

Judith no había cobrado conciencia del súbito silencio reinante, pero Gavin sí. Su flamante esposa había arriesgado la vida para entregarle una prenda. Levantó la lanza en señal de triunfo. La sonrisa parecía llegar desde un extremo del yelmo al otro.

La muchedumbre lanzó un rugido ensordecedor.

Judith giró en redondo y vio que todas las miradas estaban fijas en ella. Se llevó las manos a la cara para ocultar el rubor. Miles y Raine corrieron desde los costados para rodearla protectoramente con los brazos y la llevaron a lugar seguro, medio en vilo.

—Si no hubieras complacido tanto a Gavin, te daría una zurra por lo que has hecho — aseguró Raine.

En medio de nuevos vítores, Gavin desmontó a su adversario. A Judith no le gustó ser el blanco de tantas risas. Recogió sus faldas y volvió al castillo tan silenciosamente como le fue posible. Tal vez si pasaba algunos minutos a solas en el jardín, sus mejillas recobrarían el color normal.

Alice entró bruscamente en la tienda del conde de Bayham, hecha de finas sedas y alfombras bizantinas, erigida para mayor comodidad de Edmund Chartworth.

—¿Ocurre algo? — Preguntó una voz grave tras ella.

Alice giró sobre sus talones para fulminar con la mirada a Roger, el hermano menor de Edmund. Estaba sentado en un banquillo, sin camisa, y deslizaba cuidadosamente el filo de su espada contra una piedra de afilar que hacía girar con el pie. Era un hombre apuesto, de pelo rubio veteado por el sol, recta nariz aguileña y boca firme. Bajo el ojo izquierdo tenía una cicatriz curva que no desmerecía en absoluto su belleza.

Alice lamentaba muchas veces que Roger no fuera el conde en vez de Edmund. Iba a responder a su pregunta, pero se interrumpió. No podía revelarle la rabia que le causaba ver a la esposa de Gavin convertida en espectáculo ante varios cientos de personas. Alice le había ofrecido una prenda sin que él la aceptara. Gavin opinaba que ya habían provocado demasiados rumores y no convenía causar más.

—Juegas con fuego, ¿sabes? — Dijo Roger, deslizando el pulgar por el filo de la espada. Como Alice no hiciera comentarios, continuó: — Los Montgomery no ven las cosas como nosotros. Para ellos, lo bueno es bueno y lo malo, malo. No hay términos medios.

—No tengo idea de lo que quieres decir — respondió ella, altanera.

—A Gavin no le agradará descubrir que le has mentido.

—¡No he mentido!

Roger arqueó una ceja.

—¿Qué motivos abdujiste para casarte con mi hermano, el conde?

Alice se dejó caer en un banco, frente al joven.

—No pensabas que la heredera sería tan hermosa, ¿verdad?

Los ojos de la mujer echaban chispas.

—¡No es hermosa! Es pelirroja. Sin duda está cubierta de pecas. — Sonrió con astucia. — Tengo que preguntar qué crema usa para disimular las de la cara. Gavin no la creerá tan deseable cuando vea...

Roger la interrumpió.

—Estuve en la ceremonia del lecho y vi gran parte de su cuerpo. No tiene pecas. No te engañes. ¿Crees que podrás retenerlo cuando esté solo con ella?

La joven se levantó para caminar hasta la entrada. No permitiría que Roger viera su preocupación. Necesitaba conservar a Gavin a toda costa. Él la amaba profunda y sinceramente, como nadie la había amado en su vida, y eso le era tan necesario como la riqueza de Edmund. Ella no permitía que la gente viera su interior; escondía bien su dolor.

De niña, había sido una hija hermosa nacida entre varias hermanas feas y enfermizas. Su madre otorgaba todo su amor a las otras, pensando que Alice recibía demasiada atención de sus niñeras y de los visitantes del castillo. La niña había buscado el amor de su padre. Pero Nicholas Valence sólo amaba las cosas que venían en botella. Ella acabó por aprender a apoderarse de lo que no se le daba. Enredaba a su padre para que le comprara ropas lujosas, y ese realce de su belleza hacía que las hermanas la odiaran aún más. Nadie la había amado aparte de su vieja doncella, Ela, hasta la llegada de Gavin. Pero todos esos años de lucha para conseguir unos pocos centavos hacían que la seguridad económica le resultara tan deseable como el amor. Gavin no era lo suficientemente rico como para darle esa seguridad. Edmund sí.

Y ahora, la mitad de lo que necesitaba le era robado por una bruja de pelo rojo. Alice no estaba dispuesta a quedarse cruzada de brazos. Pelearía por lo que deseaba.

—¿Dónde está Edmund? — Preguntó a Roger.

Él señaló con la cabeza el cortinaje que separaba la parte trasera de la tienda.

—Durmiendo. Demasiado vino y demasiada comida — dijo con repugnancia—. Ve con él. Necesitará que alguien le sostenga la cabeza dolorida.

—¡Tranquilo, hermano! — Ordenó Raine a Miles—. Demasiado le duele la cabeza sin necesidad de golpeársela contra el poste de la tienda.

Llevaban a Gavin sobre el escudo, con las piernas colgando y los pies arrastrándose en el polvo. Al desmontar a su segundo adversario, la lanza del hombre se había deslizado hacia arriba en la caída. El arma golpeó a Gavin justo por encima de la oreja, con fuerza suficiente para abollarle el yelmo. Gavin lo vio todo negro y oyó un zumbido en la cabeza que ahogaba todos los demás ruidos. Logró mantenerse en la silla, más por puro adiestramiento que por fuerza física, mientras su caballo giraba y volvía al extremo del campo. Gavin miró a sus hermanos y a su escudero, esbozó una sonrisa dolorida y cayó poco a poco en los brazos extendidos.

Raine y Miles llevaron a su hermano a un jergón. Le quitaron el yelmo abollado y le pusieron una almohada bajo la cabeza.

—Buscaré a un médico — dijo Raine a su hermano—. Y tú trae a su esposa. Nada gusta tanto a las mujeres como un hombre desvalido.

Algunos minutos después, Gavin comenzó a recobrar la conciencia. Alguien le estaba poniendo agua fría en el rostro acalorado. Manos frescas le tocaban la mejilla. Abrió los ojos, aturdido. La cabeza le daba vueltas. Al principio, no pudo recordar a la persona que estaba viendo.

—Soy yo, Alice — susurró ella. A Gavin le alegró que no hubiera ruidos más fuertes—. He venido a cuidarte.

Él sonrió un poco y cerró los ojos. Había algo que no lograba recordar. Alice vio que aún tenía en la mano derecha el velo que Judith le había dado, el cinismo que él desatara de la lanza en el momento de caer. No le gustó lo que eso parecía significar.

—¿Está malherido? — Preguntó una mujer preocupada, junto a la tienda.

Alice se inclinó hacia adelante y aplicó los labios a la boca insensible de Gavin, guiándole un brazo para que rodeara su cintura.

La luz que penetraba por la solapa recogida y la presión de aquellos labios hicieron que Gavin abriera los ojos. Entonces recobró los sentidos. Vio que su esposa, flanqueada por sus ceñudos hermanos, lo miraba fijamente. Estaba abrazando a Alice. Apartó a la mujer y trató de incorporarse.

—Judith — susurró.

La cara de la muchacha perdió todo el color. Sus ojos estaban oscuros, enormes. Y su expresión volvía a ser de odio. Súbitamente se convirtió en frialdad.

Gavin trató de incorporarse, pero el rápido cambio de presión en la cabeza golpeada fue demasiado, sintió un dolor insoportable. Por suerte todo volvió a borrarse. Cayó pesadamente contra la almohada.

Judith giró prontamente sobre sus talones y abandonó la tienda, seguida de cerca por Miles, que parecía protegerla de algún mal. Raine miró a su hermano con el rostro oscurecido.

—Grandísimo malparido... — empezó.

Pero se interrumpió al notar que estaba inconsciente. Entonces giró hacia Alice, que lo miraba con aire triunfal. La tomó del antebrazo y la levantó con violencia.

—¡Tú has planeado todo! — Le espetó—. ¡Dios mío! ¿Es posible que mi hermano sea tan tonto? No vales una sola de las lágrimas que has hecho derramar a Judith, según temo.

Se enfureció más aún al ver una leve sonrisa en la comisura de aquella boca. Sin pensarlo, levantó la mano y la abofeteó sin soltarla. Un momento después, ahogó una exclamación; Alice no estaba enfadada. Por el contrario, le miraba los labios con un inconfundible fuego de pasión.

Nunca en su vida había recibido una impresión tan repugnante. La arrojó contra un poste de la tienda, con tanta fuerza que ella quedó casi sin aliento.

—¡Aléjate de mí! — Dijo en voz baja—. Harás bien en temer por tu vida si nuestros caminos vuelven a cruzarse.

Cuando ella se hubo ido, Raine se volvió hacia su hermano, que empezaba a moverse. El médico que había acudido para atenderlo esperaba en un rincón, tembloroso. La furia de los Montgomery no era espectáculo agradable. Raine le habló por encima del hombro.

—Ocúpate de él. Y si conoces algún tratamiento que aumente su dolor, úsalo.

Giró en redondo y salió de la tienda.

Era ya de noche cuando Gavin despertó de un sueño atontado, inducido por alguna droga. Estaba solo en la tienda oscura. Sacó cautelosamente las piernas del catre y se incorporó. Tenía la sensación de que alguien le había hecho un profundo corte en la cabeza, de ojo a ojo, y que las dos mitades se le estaban separando. Hundió la cara entre las manos, con los ojos cerrados.

Poco a poco logró volver a abrirlos. Su primer pensamiento fue de extrañeza por verse solo. Su escudero o sus hermanos deberían haber estado allí. Irguió la espalda y cobró conciencia de un nuevo dolor: había dormido varias horas con la armadura puesta; cada articulación, cada borde se le habían clavado en la piel a través del cuero y el fieltro. ¿Cómo era posible que su escudero no se la hubiera quitado si el muchacho solía ser tan responsable?

Algo en el suelo le llamó la atención. Era el velo azul de Judith. Lo levantó con una sonrisa, recordando cómo había corrido para entregárselo, sonriente, con la cabellera suelta al viento. Nunca en su vida se había sentido tan orgulloso, pese al miedo que le provocaba verla correr tan cerca de los caballos. Deslizó los dedos por el borde de perlas y apoyó la gasa contra su mejilla. Le parecía oler el perfume de su cabellera, pero eso era imposible: el velo había estado junto a su caballo sudoroso. Recordó su rostro levantado hacia él. ¡Esa era una cara por la que valía la pena combatir!

Luego Gavin creyó recordar un cambio en ella. Dejó caer la cabeza entre las manos. Faltaban piezas en el acertijo. Le dolía tanto la cabeza que le resultaba difícil recordar. Veía a una Judith diferente, que no sonreía ni rugía como la primera noche, lo miraba como si él ya no existiera. Luchó por reunir todas las piezas. Poco a poco, recordó el golpe de la lanza. Recordó que alguien le hablaba.

Y de pronto, lo vio todo claro. Judith lo había sorprendido abrazado a Alice. Cosa extraña; no recordaba haber buscado el consuelo de Alice.

Tuvo que usar toda su voluntad para levantarse y quitarse la armadura. Estaba demasiado exhausto y débil para caminar con tanto peso. Por mucho que le doliera la cabeza, tenía que buscar a Judith para hablar con ella Dos horas después se detuvo dentro del gran salón.

Había buscado a su esposa por todas partes, sin hallarla. Cada paso le causaba tanto dolor que ya estaba casi enceguecido. A través de una niebla vio a Helen, que llevaba una bandeja cargada de copas. Esperó su regreso y la llevó hasta un rincón oscuro.

—¿Dónde está Judith? — Preguntó en un susurro enronquecido.

Ella lo fulminó con la mirada.

—¿Y ahora me preguntas dónde está? La has hecho sufrir, como todos los hombres hacen sufrir a las mujeres. Traté de salvarla. Le dije que todos los hombres eran bestias viles y malignas, en las que no se podía confiar... pero no quiso escucharme. No, te defendió. ¿Y qué ha ganado con eso? En la noche de bodas le vi el labio herido. La golpeaste aún antes de haberla poseído. Y esta mañana muchas personas vieron que tu hermano expulsaba de tu tienda a esa ramera de la Valence, tu ramera. ¡Moriría antes de decirte dónde está! Me arrepiento de no haber tenido el valor de acabar con ambas antes que entregar a Judith a manos como las tuyas.

Si su suegra dijo algo más, Gavin no la oyó. Ya estaba alejándose.

Minutos después halló a Judith sentada en un banco del jardín, junto a Miles. Gavin pasó por alto el gesto malévolo de su hermano menor. No quería discutir. Sólo deseaba estar a solas con Judith, abrazarla como la noche anterior.

Tal vez así su cabeza dejara de palpitar.

—Vamos adentro — dijo en voz baja, con dificultad.

Ella se levantó inmediatamente.

—Sí, mi señor.

Gavin frunció levemente el entrecejo y le ofreció el brazo, pero ella pareció no ver su gesto. Él caminaba con lentitud, para que Judith pudiera hacerlo a su lado, pero ella se mantenía un paso más atrás. Por fin llegaron a la alcoba.

Después del ruido que reinaba en el salón, la alcoba era un refugio de paz. Él se dejó caer en un banco acolchado para quitarse las botas. Al levantar la vista, vio a Judith de pie junto a la cama, inmóvil.

—¿Por qué me miras así?

—Espero vuestras órdenes, mi señor.

—¿Mis órdenes? — Gavin frunció el entrecejo, pues cualquier movimiento le provocaba nuevos dolores en la cabeza. — Desvístete para acostarte.

Aquella actitud lo desconcertaba, ¿Por qué no estaba furiosa? Él habría sabido cómo quitarle el enfado.

—Sí, mi señor — la voz de Judith sonaba monótona.

Ya desnudo, Gavin se acercó lentamente a la cama. Judith ya estaba acostada, cubierta hasta el cuello y con los ojos fijos en el dosel. Él se metió debajo de los cobertores y se acercó a ella. El contacto de su piel era tranquilizante. Le deslizó una mano por el brazo, sin que ella reaccionara. Quiso besarla, pero la muchacha no cerraba los ojos ni respondía.

—¿Qué te aqueja ahora? — Acusó Gavin.

—¿Qué me aqueja, mi señor? — Repitió ella sin alterarse, mirándolo a los ojos—. No sé a qué os referís. Estoy a vuestras órdenes, pues soy vuestra, tal como me habéis repetido tantas veces. Decidme qué deseáis y obedeceré. ¿Queréis copular conmigo? Obedezco, señor.

Gavin sintió el roce de un muslo. Tardó algunos segundos en comprender que ella se había abierto de piernas. La miró fijamente, horrorizado. Esa crudeza no era natural en ella.

—Judith — empezó—, quiero explicarte lo de esta mañana. Yo...

—¿Explicar, mi señor? ¿Qué debéis explicarme? ¿Explicáis vuestros actos a los vasallos? Soy tan vuestra como ellos. Sólo decidme en qué debo obedeceros y lo haré.

Gavin empezó a apartarse. No le gustaba aquella mirada. Al menos cuando lo odiaba había vida en sus ojos. Ahora no.

Se levantó. Sin saber lo que hacía, se puso el chaleco y las botas, recogió el resto de su ropa bajo el brazo y abandonó aquella fría alcoba.