ELEANOR STODDARD
ESE invierno estuvo para Eleanor Stoddard cargado de emociones. Salía mucho con JW, iban juntos a ver todos los estrenos y óperas francesas que podían. En la calle Cincuenta y seis había un pequeño restaurante francés donde comían entremeses preparados a la manera del Este. Visitaban las exposiciones de pintura francesa de las galerías de Madison Avenue. J. Ward empezó a interesarse por el arte y Eleanor estaba encantada de acompañarlo a todas partes porque descubría en él una peculiar forma romántica de acercarse a las cosas y solía decirle que ella era su fuente de inspiración y que a su lado se le ocurrían incesantemente ideas notables. A menudo se burlaban de la gente mediocre que pensaba que entre un hombre y una mujer no podía existir una amistad platónica. Todos los días se enviaban mutuamente notas en francés. A veces a Eleanor le parecía una lástima que JW tuviera una esposa tan imbécil, para colmo inválida, pero pensaba que los niños eran adorables y le gustaba que ambos hubieran heredado los ojos azules de su padre.
Ahora disponía de un despacho individual y de dos jovencitas que trabajaban para ella como aprendices; los encargos, empero, menudeaban. La oficina estaba en Madison Avenue, a cien metros de Madison Square, y en la puerta había una placa con su nombre. Dado que el doctor Hutchins se había jubilado y la familia se había trasladado a Santa Fe, Eveline ya no formaba parte de la empresa. De vez en cuando le enviaba un paquete con cerámicas indias poco corrientes o acuarelas que los niños indios hacían en el colegio, objetos estos que Eleanor vendía a muy buen precio. Ésta solía ir por las tardes al centro de la ciudad en taxi para contemplar la torre Metropolitan Life y el edificio Flatiron y las luces parpadeantes contra el cielo acerado de Manhattan que le sugerían cristales, flores artificiales, motivos dorados sobre brocado en tonos índigo o añil.
En su casa la criada la aguardaba con el té listo; por lo general también había amigos esperándola, arquitectos o pintores jóvenes. Nunca faltaban flores en el ambiente, lirios con la textura del helado cremoso o un jarrón con fresias. Ella mantenía una charla antes de vestirse para cenar. Cuando JW le telefoneaba para decirle que no podría ir, se deprimía. Si aún quedaba alguno de los invitados a tomar el té, le pedía entonces que compartiera su cena.
Sentía una intensa emoción cuando veía la bandera francesa u oía a una banda tocar el Tipperary. Una noche, cuando se dirigían a ver Lo túnico amarillo por tercera vez, ella se encontró preguntándose cómo haría para pagar el abrigo nuevo de piel que llevaba puesto; y no sólo eso, sino que se entregó a pensar en las facturas impagadas que se le iban acumulando en el despacho y en la casa que un especulador la había inducido a remodelar en Sutton Place, y sintió unos deseos urgentes de preguntarle a JW si ya habían comenzado a rendir beneficios los mil dólares que él se había ofrecido a invertirle. Habían estado hablando de los bombardeos aéreos, el gas venenoso, los efectos de las noticias de guerra en Nueva York, los Arqueros de Mons y la Doncella de Orleans, y ella proclamó que creía en lo sobrenatural, cuando de pronto JW deslizó cierto comentario acerca de sus reveses en la Bolsa y ella advirtió por primera vez que se lo veía demacrado y cabizbajo; pero los salvó el hecho de que estaban atravesando Times Square por entre el gentío de las ocho de la noche y la luz intermitente de los carteles. Los simpáticos hombrecitos triangulares llevaban a cabo sus ejercicios en el luminoso de Wrigley, cuando de pronto un organillo comenzó a tocar Lo Morselleso. Aquello fue tan hermoso que, sin poder contener el llanto, Eleanor se vio envuelta en un diálogo sobre el Sacrificio y la Dedicación, JW le tomó firmemente por el brazo rodeado de piel y le dio un dólar al organillero. Cuando llegaron al teatro, Eleanor corrió al tocador de damas para ver si no tenía los ojos irritados. Al mirarse en el espejo no descubrió sino un fulgor surgido del fondo del corazón, de modo que se refrescó un poco y volvió al vestíbulo, donde JW la esperaba con los billetes en la mano; los ojos grises de Eleanor, todavía húmedos, lanzaban destellos de vida.
Hasta que una noche JW apareció con un aspecto realmente lastimoso y, mientras la acompañaba a su casa tras la función de Manon, le contó que su esposa no comprendía qué tipo de relación había entre ellos, no cesaba de hacer escenas y había empezado a amenazarlo con el divorcio. Eleanor se indignó y repuso que la mujer debía ser de naturaleza bastante vulgar para no darse cuenta de que aquella amistad era pura como la nieve recién caída. JW aceptó que desgraciadamente así era; muy preocupado, le explicó que la mayor parte del capital de la agencia era propiedad de su suegra, quien, si así lo quería, podía mandarlo a la quiebra de la mañana a la noche, cosa que le daba más miedo que el divorcio. Al instante Eleanor se volvió fría y rígida y repuso que prefería apartarse de su vida antes que destrozar su hogar, porque a fin de cuentas él se debía a sus maravillosos hijos. JW pretextó entonces que quien verdaderamente le daba fuerzas era ella y que por lo tanto no se resignaba a perderla. Cuando llegaron al apartamento de la calle Ocho se pusieron a recorrer de un extremo a otro el blanquísimo estudio denso de fragancia de lirios, pensando qué podían hacer. Fumaron un montón de cigarrillos pero eso no les sirvió para sacar conclusiones satisfactorias. Al irse, JW reflexionó con un suspiro: «Tal vez en este mismo momento haya detectives espiándonos», y se marchó, abatido.
Cuando quedó sola, Eleanor se paseó una y otra vez frente al espejo veneciano colocado entre las dos ventanas. No sabía qué hacer. En esos momentos el negocio de la decoración estaba en baja. Tenía que amortizar la casa de Sutton Place. Debía dos meses de alquiler del apartamento y todavía no había dado ni un céntimo por el abrigo de piel. Había contado con los beneficios de los mil dólares invertidos por JW en acciones de petróleo venezolano. Era evidente que el asunto había salido mal, porque de lo contrario él le habría dado noticias. Se acostó pero no pudo dormirse. Se sentía sola y desesperada. Tendría que volver a una sección de almacén. En las últimas semanas había desmejorado y perdido amistades; sería espantoso tener que renunciar a JW. Pensó en Augustine, su criada negra, y en las historias de amores trágicos que siempre le contaba, y deseó hallarse en su lugar. Tal vez se hubiera equivocado desde el principio al perseguir un mundo bello y equilibrado. No llegó a llorar: se pasó toda la noche tendida boca arriba, contemplando las molduras floreadas del techo a la luz de la calle filtrada por el tul lavanda de las cortinas.
Un par de días más tarde estaba en su despacho examinando las sillas españolas que le intentaba vender un anticuario, cuando llegó un telegrama:
ACONTECIMIENTOS DESAGRADABLES DEBO VERTE DE INMEDIATO POCO RECOMENDABLE USAR TELÉFONO VEN A TOMAR EL TÉ DIECISIETE HS. HOTEL PRINCE GEORGE
No estaba firmado. Le pidió al hombre que dejara las sillas y, una vez sola, estuvo largo rato con la mirada fija en un pote de azafranes con pistilos amarillos que tenía sobre el escritorio. Se preguntó si no sería útil ir hasta Great Neck y conversar con Gertrude Moorehouse. Llamó a miss Lee, que estaba arreglando unas cortinas en la otra sala, le pidió que se hiciera cargo de todo y le dijo que telefonearía por la tarde.
Tomó un taxi hasta la estación de Pensilvania. Era un día de primavera prematura. La gente caminaba por la calle con los abrigos desabrochados. El cielo era de un malva pálido matizado por nubes ligeras, como una seda de trama abierta. Entre el olor de las pieles y las chaquetas y la gasolina quemada flotaba una insólita esencia de corteza de abeto. Eleanor iba rígida en el asiento del taxi clavándose las uñas puntiagudas en las palmas de las manos enguantadas. Odiaba esos días espúreos en que el invierno simulaba ser primavera. Ese tiempo le profundizaba las líneas del rostro y a su alrededor las cosas vacilaban y ningún paso dejaba huellas reconocibles. Decidió enfrentarse a Gertrude Moore-house y hablarle de mujer a mujer. Cualquier escándalo echaría todo a perder. Por el contrario, si hablaba con ella a tiempo, estaba segura de hacerle comprender que nunca había intentado arrebatarle el marido. Un divorcio echaría todo a la cuneta. Perdería sus clientes, se declararía en quiebra y lo único que le quedaría por hacer sería ir a vivir a Pullman con sus tíos.
Pagó el viaje y bajó las escaleras que llevaban a la línea de Long Island.
Le temblaban las piernas y tenía la sensación de estar a punto de desmayarse; sin embargo, se abrió paso hasta el mostrador de información. No, no había tren para Great Neck hasta las 2.12. Tuvo que hacer una cola interminable para comprar el pasaje. Un sujeto le pisó el pie. La gente pasaba por la ventanilla con una lentitud exasperante. Cuando por fin tocó su turno, le levó varios segundos recordar adónde pretendía viajar. El empleado la miraba a través del cristal con unos ojos malignos de ojal de zapato. Tenía puesta una visera verde y sus labios eran demasiado rojos para la palidez de la cara. La gente que estaba atrás empezó a impacientarse. Un tipo con chaqueta de tweed y una maleta pesada intentó colarse. «Great Neck, ida y vuelta.» No bien hubo comprado el billete se dio cuenta de que no le alcanzaría el tiempo para ir y estar de regreso a las cinco. Guardó el billete en su monedero de seda verde con un dibujo azabache. Pensó en matarse. Tomaría el metro hasta el edificio Woolworth, subiría al último piso y de allí se arrojaría al vacío.
Pero lo que en realidad hizo fue ir a la parada de taxis. Un resplandor de sol bermejo se derramaba entre la columna gris, y el humo azul de los tubos de escape se fundía con él como en una trama de moaré. Subió a un taxi y le ordenó al chófer que la llevara a Central Park. Algunas ramas estaban teñidas de rojo y los capullos de las hayas despedían destellos rubios, pero el césped aún parecía marrón y en las alcantarillas se amontonaba la nieve sucia. Sobre los lagos soplaba un viento gélido y crudo. El taxista no dejaba de hablarle. Ella, que apenas lo escuchaba, se cansó de responder lo primero que se le ocurría y le pidió que parara en el Metropolitan Museum. Mientras estaba pagándole, pasó un vendedor de diarios que anunciaba una edición extra. Eleanor compró un periódico y el conductor otro. «Me cago en...», oyó que exclamaba el hombre, pero se alejó corriendo por miedo a que le diera más conversación. Una vez abrigada por la serena luz plateada del museo, abrió el periódico. La atacó un olor penetrante de tinta de impresión, tan fresca que se le pegó en los guantes.
DECLARACIÓN DE GUERRA
Los observadores de Washington aseguran que
es cuestión de horas
Es totalmente insatisfactorio lo noto
del gobierno alemán
Dejó el periódico en un banco y se fue a mirar los Rodins. Cuando se cansó de mirarlos pasó a la sección china. Para la hora en que decidió trasladarse en autobús hasta la Quinta Avenida —porque ya había gastado demasiado en taxis por ese día— se sentía más serena. Estuvo durante todo el viaje pensando en la Edad de Bronce. Cuando divisó a JW en la tórrida luz rosácea del vestíbulo del hotel, se dirigió hacia él con un paso elástico. Él tenía los ojos azules en llamas y la mandíbula inmóvil. Parecía haber rejuvenecido desde el último encuentro.
—Bueno, por fin ha sucedido —dijo—. Acabo de telegrafiar a Washington ofreciendo mis servicios al gobierno. Me gustaría verlos ahora tratando de actuar frente a una huelga ferroviaria.
—Es hermoso y terrible —dijo Eleanor—. Estoy temblando como una hoja.
Se sentaron a tomar el té a una mesa resguardada por pesadas cortinas. Apenas habían tenido tiempo de hacerla cuando la orquesta comenzó a tocar The Star-Spangled Banner14 y se vieron obligados a pararse. El hotel estaba agitado. Entraba corriendo gente con nuevas ediciones de los periódicos, se oían risas y discusiones. Perfectos desconocidos se leían mutuamente las noticias, hablaban de la guerra y se encendían los cigarrillos.
—Se me ocurrió, JW —dijo Eleanor sosteniendo con sus dedos alargados un bizcocho de canela—, que si me decidiese a hablar con tu esposa de mujer a mujer tal vez ella comprendería mejor la situación. Después de todo, cuando decoré tu casa fue conmigo muy amable y nos llevamos bien.
—He ofrecido mis servicios a Washington —dijo Ward—. Ya debe haber una respuesta en la oficina. Estoy seguro de que Gertrude comprenderá cuál es su deber.
—Yo quiero ir, JW —dijo Eleanor—. Siento que debo hacerlo.
—¿Adónde?
—A Francia.
—No seas imprudente, Eleanor.
—De verdad, siento que debo ir... Podría ser una buena enfermera... No le temo a nada, eso ya deberías de saberlo, JW.
La orquesta volvió a tocar el himno; Eleanor cantó parte del coro con una estremecida vocecita de soprano. Ambos estaban demasiado excitados como para quedarse mucho tiempo sentados, de modo que fueron en taxi hasta el despacho de JW. El personal estaba en vilo. Miss Williams había hecho colocar un mástil en la ventana central y estaba izando la bandera. Eleanor se le acercó y le estrechó calurosamente la mano. El viento frío arremolinaba los papeles en el escritorio y por toda la sala se mecían en el aire hojas mecanografiadas sin que a nadie le preocupase. Por la Quinta Avenida se acercaba una banda tocando Raíl, Raíl, the Gang's All Rere.15 Se veían por todos lados ventanas iluminadas, banderas flameando al viento, empleados y taquígrafas asomados a los balcones y dejando caer papeles que planeaban en el aire picante.
—Es el Séptimo Regimiento —dijo alguien, y todos lo vitorearon y aplaudieron. La música de la banda se hacía más fuerte bajo la ventana. Podían oír el ritmo del paso militar. Los automóviles embotellados organizaban un concierto de bocinas. Los pasajeros de los autobuses agitaban banderitas. Miss Williams le dio a Eleanor un beso en la mejilla. JW presidía la algarabía con una sonrisa orgulloso estampada en el rostro.
Cuando se alejó la banda y comenzó a desbloquearse el tráfico, bajaron la ventana y miss Williams se dedicó a poner un poco de orden en los papeles. J W había recibido de Washington un telegrama aceptando sus servicios para el Comité de Información Pública que míster Wilson había decidido formar, y anunció que partiría a la mañana siguiente. Telefoneó a Great Neck y le preguntó a Gertrude si podía ir a cenar con una amiga. Gertrude dijo que sí: esperaba poder mantenerse de pie. Estaba alarmada por las noticias; tanta miseria y masacres le producían un dolor terrible en la nuca.
—Tengo el presentimiento de que si te llevo a cenar a casa de Gertrude todo saldrá bien —le dijo él a Eleanor—. Y sabes que rara vez me equivoco en estas cosas.
—Oh, seguro que entenderá —dijo Eleanor.
Cuando salían de la oficina se encontraron en el rellano con míster Robbins. No se quitó el sombrero ni dejó de apretar el cigarro entre los labios. Parecía borracho.
—¿Qué demonios es esto, Ward? —preguntó—. ¿Estamos o no en guerra?
—Si no, lo estaremos en veinticuatro horas.
—Es la traición más jodida de la historia —dijo míster Robbins—. ¿Para qué elegimos a Wilson en vez del viejo bigotudo, sino para que nos ahorrara este lío?
—Robbins, no estoy de acuerdo contigo en absoluto —dijo JW—. Pienso que tenemos el deber de salvar... —pero míster Robbins ya se había alejado dejando a su paso una estela de ácido aroma a whisky.
—Si no hubiera estado en esas condiciones —afirmó Eleanor—, le habría dicho lo que pienso de él.
El viaje hasta Great Neck en el Pierce Arrow fue emocionante. Al fondo del cielo se extinguía una larga franja de resplandor crepuscular. Cruzar el puente de Queensboro dejando atrás la dureza del viento fue como sobrevolar luces y edificios y la masa púrpura de Blackwell Island. Hablaron de Edith Cavell, de bombardeos, banderas y reflectores, y del estruendo de los ejércitos al ataque y de Juana de Arco. Eleanor se subió hasta la barbilla el abrigo de piel y pensó en lo que iba a decirle a Gertrude Moorehouse.
Cuando llegaron a la casa temió que pudiera desatarse un escándalo. Se detuvo en el vestíbulo a retocarse el maquillaje frente a un espejito que llevaba en la cartera.
Gertrude Moorehouse estaba sentada en un diván frente a un fuego crepitante. Eleanor echó una mirada a la sala y la reconfortó su aspecto. Cuando la vio, Gertrude Moorehouse se puso lívida.
—Deseaba hablar con usted —dijo Eleanor.
Gertrude Moorehouse le extendió la mano sin incorporarse.
—Disculpe que no me levante, miss Stoddard —dijo—, pero es que las noticias me tienen absolutamente postrada.
—La civilización exige que nos sacrifiquemos... todos —dijo Eleanor.
—Lo que han hecho los hunos no merece perdón, cortarles las manos a los niños belgas y cosas por el estilo —dijo Gertrude Moorehouse.
—Mistress Moorehouse —se decidió Eleanor—. Quiero hablar con usted acerca del lamentable malentendido que hay en torno a mis relaciones con su esposo... ¿Cree usted que yo soy de esa clase de mujeres que vendría a enfrentarse con usted si esos espantosos rumores fuesen ciertos? Nuestra amistad es pura como la nieve recién caída.
—Hágame el favor de no hablar de ello, miss Stoddard. La creo.
Cuando entró JW; ambas se encontraban frente al fuego hablando de la operación de Gertrude.
Eleanor se puso de pie.
—Oh, JW, creo que tu decisión te enaltece.
Él carraspeó y miró a las dos mujeres.
—Era mi deber —dijo.
—¿De qué se trata? —preguntó Gertrude.
—He ofrecido mis servicios al gobierno para trabajar en lo que consideren conveniente mientras dure la guerra.
—Claro que no en el frente... —dijo Gertrude, perpleja.
—Mañana mismo parto hacia Washington. Ad honorem, por supuesto.
—Ward, esto es muy noble de tu parte —dijo Gertrude.
Él se acercó lentamente a la silla de ella, se inclinó y la besó en la frente.
—Querida, confio en que tú y tu madre...
—Naturalmente, Ward, naturalmente... Ha sido todo un estúpido malentendido —Gertrude se sonrojó. Se puso de pie—. He sido una tonta desconfiada... Pero no debes ir al frente, Ward. Hablaré con mamá... —se acercó a él y le puso las manos en los hombros. Eleanor apretó la espalda contra la pared y los observó. Él llevaba un frac de corte impecable, contra cuya tela negra resaltaba el vestido color salmón de Gertrude. El delicado cabello de él adquiría un tono ceniza a la luz de la araña de cristal reflejada en las paredes marfil. Tenía una expresión melancólica y sombría. Eleanor pensó qué poco se comprendía a hombres semejantes y en lo hermosa que era la sala; hermosa como un drama, como un Whistler, como Sara Bernhardt. Se le nubló la vista de emoción.
—Me alistaré en la Cruz Roja —exclamó—. No veo la hora de estar en Francia.