JANEY

CUANDO Janey era niña vivía en una vieja casa de fachada plana de ladrillos, un par de puertas más arriba de M Street, en Georgetown. La parte delantera de la casa estaba siempre a oscuras porque Mamá tenía cerradas las pesadas cortinas de encaje y los visillos con volantes y aplicaciones. Los domingos por la tarde Janey, Joe, Ellen y Francie tenían que sentarse en la habitación delantera y mirar las ilustraciones de los libros rojos. Janey y Joe leían juntos los chistes porque eran los mayores y los otros dos eran apenas bebés y demasiado pequeños como para darse cuenta de que eran graciosos. No se podía reír muy fuerte porque Papá se sentaba con el resto del Sunday Star en las rodillas y después del almuerzo por lo general se dormía con la hoja del editorial arrugada en una mano grande de venas azules. Sobre la cabeza calva se le derramaban débiles hilos de sol que reverberaban a través de los visillos de encaje y resbalaban por uno de los grandes flancos de la nariz, por la punta del bigote y por el traje de los domingos jaspeado hasta iluminar las mangas almidonadas de la camisa, ceñidas al brazo por una banda de goma y con puños relucientes. Janey y Joe se sentaban en la misma silla sintiendo que les crujían las costillas a fuerza de reírse cuando los chicos de los Katzenjarnmer le ponían al capitán un cañón de juguete bajo el banquillo. Los más pequeños los veían y también empezaban a reírse. «Callaos de una vez —les advertía Joe torciendo la boca—. Ni siquiera sabéis de qué nos reímos.» De vez en cuando, si no se oía a Mamá, que estaba haciendo su siesta dominical arriba, tendida en el dormitorio del fondo sobre una colcha violeta pálido con pliegues, después de haber escuchado un buen rato el jadeo resquebrajado que culminaba en un silbido de los ronquidos de Papá, Joe abandonaba la silla y, conteniendo la respiración, Janey atravesaba detrás de él el vestíbulo y salía a la calle. Una vez cerrada la puerta con suma cautela, Joe le daba una palmadita, gritaba «Ya está» y bajaba corriendo la colina hacia M Street, y ella se echaba a correr también con el corazón palpitante y las manos frías de miedo a que él la dejara.

En invierno las aceras de ladrillo se cubrían de hielo y había mujeres de color esparciendo ceniza frente a las puertas cuando por la mañana los niños iban a la escuela. Joe se negaba a caminar al lado de los demás porque eran niñas, se quedaba retrasado o se adelantaba a la carrera. A Janey le hubiera gustado caminar con él, pero no podía desprenderse de las hermanitas que se le colgaban de las manos. Un invierno se acostumbraron a hacer el camino de regreso colina arriba con una niñita negra que se llamaba Pearl y vivía enfrente de ellos. Pearl y Janey caminaban juntas. Pearl tenía casi siempre un par de peniques para comprar pastillas o caramelos de plátano en una pequeña tienda de Wisconsin Avenue, y como siempre le daba la mitad Janey la quería mucho. Una tarde le pidió a Pearl que entrara a su casa y jugaron a las muñecas en el jardín, bajo el gran arbusto de rosas de Sharon. Cuando Pearl se fue la voz de Mamá la llamó desde la cocina. Mamá tenía las mangas dobladas en los brazos pálidos y fofos, y un delantal a cuadros, y estaba preparando un pastel para la cena, de modo que el delantal había quedado cubierto de harina.

—Ven aquí, Janey —dijo. Por el tono frío de la voz Janey comprendió que algo andaba mal.

—Sí, mamá —se paró delante de su madre sacudiendo la cabeza de tal modo que los dos rígidos bucles del color de la arena se balancearon de un lado a otro.

—Quédate quieta, nena, por el amor de Dios... Janey, quiero decirte algo. Esa niñita de color que trajiste esta tarde... —El corazón de Janey dio un vuelco. Sintió un mareo y, sin saber por qué, se ruborizó—. Bien, no quiero que me malinterpretes; me gusta la gente de color y la respeto; algunos de ellos son personas muy dignas dentro de su situación... Pero no debes volver a traer a casa a esa niñita negra. Una de las cosas que distinguen a los seres de buena educación es el respeto y la amabilidad para con la gente de color... No debes olvidar que la familia de tu madre fue siempre muy distinguida... En aquellos días Georgetown era muy diferente. Vivíamos en una casa inmensa con un parque bellísimo... Pero no debes juntarte con la gente de color en un plano de igualdad y el hecho de vivir en este barrio hace que sea aún más necesario recordarlo siempre... Ni los blancos ni los negros respetan al que lo olvida... Eso es todo, Janey. Veo que comprendes; ahora ve a jugar afuera, pronto será hora de cenar.

Janey intentó hablar pero no pudo. Se quedó rígida en medio del jardín, sobre la reja que cubría el tubo de desagüe, mirando fijamente la cerca negra.

—Negrófila —le cantó Joe al oído—. Negrófila, umpmya-mya ... Negrófila, negrófila, ump-mya-mya. —Janey se puso a llorar.

Joe era un chico reservado, de cabellos color arena, capaz desde muy pequeño de lanzar una pelota de béisbol con un efecto endiablado. Aprendió a nadar y bucear en Rock Creek y solía decir que cuando fuese mayor iba a ser conductor de tranvías. Durante varios años su mejor amigo fue Alec Mc Pherson, cuyo padre era maquinista de ferrocarril en la B & O. Desde entonces Joe quiso ser maquinista. Cada vez que se lo permitían, Janey seguía a los dos chicos hasta la estación terminal de Pensilvania Avenue, donde se habían hecho amigos de algunos conductores y revisores que a veces los dejaban viajar doscientos metros en la plataforma, si no había inspectores a la vista, a lo largo del canal o hasta Rock Creek, donde pescaban renacuajos, se caían al agua y se arrojaban barro unos a otros.

En las noches de verano, cuando los atardeceres se prolongaban después de la cena, jugaban a leones y tigres con otros chicos del barrio entre la hierba crecida de unos descampados que había cerca del cementerio de Oak Hill. En los largos períodos en que había epidemias de sarampión o escarlatina, Mamá no les permitía salir. Entonces Alec iba a visitarlos y jugaban a las esquinitas en el jardín. Eso era lo que más le gustaba a Janey, porque los chicos la trataban como si fuera uno de ellos. El atardecer de verano se derramaba sobre los tres, hirviente y habitado por bichitos fosforescentes. Si Papá estaba de buen humor los mandaba al colmado, colina arriba, a comprar helados; allí, en N Street, había muchachos en mangas de camisa y sombreros de paja paseando con chicas que llevaban un palito de yesca en la cabeza para ahuyentar a los mosquitos, un hedor a sudor y perfume barato que manaba de las familias negras agolpadas en los umbrales hablando y riendo con un destello blanco de los dientes y las orbitas de los ojos. La noche espesa y vaporosa daba miedo, susurraba, rugía con un clamor distante, con polillas, con el estruendo del tráfico de M Street, densa y acechante bajo los árboles; pero cuando Janey estaba con Alec y Joe no le temía a nada, ni siquiera a los borrachos ni a los negros patizambos. Cuando volvían, Papá se ponía a fumar un cigarro y ellos se sentaban en el jardín, donde los devoraban los mosquitos, y Mamá y Tía Francine y los pequeños comían sus helados y Papá mordía su cigarro y les contaba historias de la época en que había sido capitán de un remolcador en el Chesapeake, de cuando era joven y durante una sudestada había salvado la Nancy Q, que se hallaba en Kettlebottoms a punto de hundirse. Después llegaba la hora de irse a la cama y a Alec lo mandaban a su casa y Janey tenía que acostarse en el cuartito sofocante que estaba al fondo del primer piso, con las cunas de sus hermanas menores contra la pared de enfrente. A veces estallaba una tormenta y entonces permanecía despierta, los ojos fijos en el techo y petrificada de terror, escuchando el lloriqueo dormido de sus hermanitas, hasta que oía el sonido tranquilizador que hacía Mamá al recorrer la casa y cerrar las ventanas, un portazo, el ulular del viento, el repiquetear de la lluvia y el rugido terrible del trueno sobre la casa, como si mil camiones de cerveza cruzaran el puente al mismo tiempo. En momentos así se le ocurría correr al cuarto de Joe y meterse en la cama con él, pero por alguna razón le daba miedo hacerlo, aunque a veces llegaba hasta el pasillo. Él se reiría desde su cama y la llamaría cobarde.

Más o menos una vez por semana a Joe le daban una paliza. Papá volvía de mal humor de la Oficina de Patentes donde trabajaba, y las niñas se asustaban y caminaban por la casa haciendo menos ruido que ratones; pero a Joe parecía divertirle provocarlo: correteaba por la sala trasera silbando todo el tiempo o subía y bajaba las escaleras armando un escándalo mayúsculo con las chapitas de metal de sus zapatos. Entonces Papá se ponía a reñido y Joe se paraba delante de él sin decir palabra, mirando al suelo con amargos ojos azules. Cuando Papá subía la escalera y se metía en el baño empujando adelante a Joe, a Janey se le hacía un nudo en la garganta y temblaba de pies a cabeza. Sabía lo que iba a pasar. Papá agarraría el suavizador de navajas que colgaba detrás de la puerta y se pondría bajo el brazo la cabeza y los hombros de Joe y lo azotaría, y Joe apretaría los dientes, enrojecería y no soltaría ni un gemido, y cuando Papá se cansara de pegarle se mirarían a los ojos y Joe tendría que meterse en su cuarto y Papá bajaría las escaleras estremeciéndose y fingiendo que no había sucedido nada y Janey saldría al jardín con los puños apretados, mascullando: «Lo odio... Lo odio... Lo odio».

Cierta vez, una noche de sábado en que lloviznaba, se quedó recostada en la verja, a oscuras, contemplando la ventana iluminada. Oyó una discusión entre Papá y Joe. Creyó que caería muerta allí mismo al primer golpe del suavizador. No podía distinguir lo que decían. Entonces súbitamente oyó el cuero estrellarse contra la piel y una queja ahogada de Joe. Janey tenía once años. Algo en su cuerpo se descontroló. Entró corriendo a la cocina con el pelo húmedo de lluvia.

—Páralo, mamá, va a matar a Joe.

Su madre alzó de la sartén que estaba puliendo un desolado rostro fláccido y blanquecino.

—No podemos hacer nada.

Janey subió la escalera y se puso a golpear la puerta del baño.

—Basta, basta —aullaba. Tenía miedo, pero estaba poseída por una fuerza superior a ella misma.

La puerta se abrió; allí estaban Joe con una expresión de Oveja y Papá con la cara colorada y el suavizador en la mano.

—Pégame... Soy yo la que tiene la culpa... No quiero que le pegues a Joe —estaba asustada, no sabía qué hacer, se le inundaron los ojos de lágrimas.

La voz de Papá sonó inesperadamente bondadosa.

—Vete enseguida a la cama sin cenar, Janey, y recuerda que ya tienes bastante con ocuparte de tus asuntos.

Fue corriendo hasta su cuarto y se tendió en la cama temblando. Poco después de quedarse dormida, la voz de Joe la hizo despertarse sobresaltada.

Estaba parado en la puerta, en camisón.

—Oye, Janey —susurró—. No vuelvas a hacerla, ¿quieres? Yo no necesito que me cuiden, sabes. Las niñas no tienen que meterse en cosas de hombres. Cuando consiga un trabajo y tenga pasta me compraré un revólver y la primera vez que Papá intente tocarme le meteré un balazo —Janey empezó a lloriquear—. ¿Y ahora por qué lloras? Ni que hubiera habido una masacre.

Lo oyó bajar la escalera con los pies descalzos.

En la escuela superior fue al curso de formación profesional y estudió mecanografía y estenografía. Era una muchacha delgada de rostro fino y cabello color arena, silenciosa y querida por los profesores. Sus dedos eran ágiles y aprendió fácilmente a escribir a máquina y copiar taquigráficamente. Le gustaba leer y solía sacar de la biblioteca libros como El contenido de la taza. La lucha de los fuertes y El triunfo de Barbara Worth. Su madre no paraba de decirle que si seguía leyendo tanto se arruinaría la vista. Mientras leía le gustaba imaginarse que era la heroína, que el hermano débil que rodaba por la pendiente pero en el fondo seguía siendo un caballero capaz de cualquier sacrificio, como Sidney Carton en Historia de dos ciudades, era Joe, y que Alec era el héroe.

Estaba convencida de que Alec era el muchacho más buen mozo de Georgetown, y probablemente el más fuerte. Tenía el pelo negro y tupido y una piel muy blanca con algunas pecas, y un modo de andar imponente y decidido. Después de Alec, el más fuerte y buen mozo era Joe, quien por otra parte era el que mejor jugaba al béisbol. Todo el mundo decía que siendo tan buen jugador no debía abandonar el colegio, pero cuando terminó el primer curso Papá dijo que había que mantener a tres mujeres y que Joe debería conseguir un empleo; de modo que entró a trabajar de mensajero en la Western Union. Janey se sintió muy orgullosa de verlo con un uniforme tan elegante, hasta que las chicas del colegio empezaron a hacerle bromas. Los padres de Alec prometieron enviarlo a la universidad si le iba bien en el colegio, así que se esforzó al máximo. No era grosero ni decía palabrotas como la mayoría de los amigos de Joe. Siempre se comportaba con Janey amablemente, si bien parecía no querer quedarse a solas con ella. Ella terminó por admitirse que estaba loca por Alec.

El mejor día de su vida fue un domingo en que fueron todos en canoa a Great Falls. Ella había preparado el almuerzo la noche anterior. Por la mañana agregó un bistec que encontró en la nevera. Todas las esquinas con casas de ladrillos estaban envueltas en una niebla azulada y las hojas de los árboles eran de un verde profundo a esa hora en que nadie más se había levantado y ella y Joe salieron de su casa.

Se encontraron con Alec en la estación. Los estaba esperando con las piernas abiertas y una sartén en la mano.

Tuvieron que correr y subir al tren cuando ya iba a partir para Cabin John's Bridge. Tenían todo el vagón para ellos, como si fuese privado. El tren se deslizaba sobre los raíles con un rumor, dejando atrás las casuchas pintadas de blanco y las cabañas de los negros alineados sobre el canal, y bordeando colinas donde las ondulantes plantas de maíz de casi dos metros de altura se sucedían como columnas disciplinadas de guerreros. La luz del sol arrojaba un resplandor blancuzco sobre las volcadas hojas de maíz; ese resplandor, unido al canto de las cigarras y el zumbido de las avispas se alzaba envuelto en un humo cálido hacia un cielo imperturbado por el estrépito de las ruedas del tren eléctrico. Comieron dulces y manzanas maduras que Joe había comprado en la estación a una negra y se persiguieron por el vagón vacío y se dejaron caer uno sobre el otro en el último asiento; y se hicieron cosquillas y rieron hasta quedar exhaustos. Un rato después el tren empezó a atravesar bosques; vieron a través de los árboles los baos y crucetas de los barcos de cabotaje de Glen Echo y se bajaron del tren en Cabin John's más contentos que un puñado de monos.

Corrieron hacia el puente para contemplar toda la perspectiva del río marrón y oscuro a la luz de la mañana entre la espesa fronda de las riberas; después encontraron la canoa, que pertenecía a un amigo de Alec, y partieron. Alec y Joe remaban y Janey se recostó en el fondo con el jersey arrollado por almohada. Alec remaba en la proa. Hacía un calor tremendo. El sudor le adhería la camisa a la espalda maciza que se curvaba a cada golpe de remo. Después de un rato los muchachos se quedaron nada más que con los trajes de baño que llevaban bajo la ropa. Janey sintió que le temblaba el cuello cuando descubrió la espalda de Alec, y se sintió alegre y temerosa al contemplar sus músculos en tensión mientras remaba. Iba sentada con su vestido blanco de hilo, la mano en el agua castaño verdosa plagada de malezas. Se detuvieron a recoger nenúfares y unas flores blancas con forma de flecha que resplandecían como si fuesen de hielo y el aire se llenó del perfume húmedo que destilaban las raíces embarradas de los nenúfares. El refresco se había calentado pero lo bebieron así, y bromearon y Alec pescó un cangrejo y salpicó el vestido de Janey de manchas verdosas y a Janey no le importó para nada y a Joe lo llamaron «capitán» y él se puso de pie y afirmó que ingresaría en la Marina y Alec repuso que él sería ingeniero naval y construiría un yate y los llevaría a todos en un crucero y Janey estaba contenta porque cuando hacían planes la incluían a ella, como si fuese un varón más. En un lugar antes de las cascadas, donde estaban las esclusas del canal, tuvieron que transportar la canoa hasta el río. Janey cargó con el almuerzo, los zumos y la sartén, mientras los muchachos sudaban y maldecían bajo el peso de la embarcación. Después siguieron remando en dirección a Virginia y encendieron una fogata en un hueco entre cantos rodados grises y cubiertos de musgo. Joe cocinó el bistec y Janey desenvolvió los sándwiches y los bizcochos que había preparado y asó unas patatas con piel entre las cenizas. También asaron unas panochas de maíz que habían encontrado en un campo cercano al canal. Salvo el hecho de que no tenían demasiada mantequilla, todo salió a la perfección. Después se sentaron a comer bizcochos y beber malta y conversar tranquilamente alrededor de las brasas. Alec y Joe sacaron sus pipas y Janey estaba encantada de verse sentada allí, en las cascadas del Potomac, con dos hombres que fumaban.

—Jesús, Janey, qué bien cocinó Joe ese bistec.

—Cuando éramos pequeños solíamos cazar ranas y asarlas en Rack Creek. ¿Te acuerdas, Alec?

—Claro que sí, y una vez también vino Janey. Cristo, qué lío armaste,

Janey.

—No me gustaba ver cómo les sacaban el pellejo.

—Nos creíamos que éramos cazadores salvajes. Nos divertíamos mucho.

—Yo me divierto más ahora —dijo Janey, vacilante.

—Yo también —dijo Alec—. Maldición, cómo me gustaría comer sandía.

—A lo mejor vemos alguna en la costa cuando volvamos.

—Daría cualquier cosa por una sandía, Joe.

—Mamá tenía una en la nevera —dijo Janey—. A lo mejor todavía queda algo cuando volvamos a casa.

—Yo no volvería nunca a casa —dijo Joe, repentinamente serio.

—Joe, no me gusta que hables así —Janey se sintió pequeña y asustada.

—Hablo como me da la gana... Diablos, cómo odio ese agujero inmundo.

—Joe, no quiero que hables así —Janey tenía la sensación de que iba a llorar.

—Cristo, me parece que es hora de movernos de aquí... ¿Qué os parece? Una zambullida más y nos ponemos en marcha.

Cuando los muchachos se cansaron de nadar fueron todos juntos a ver las cascadas y después emprendieron el regreso. Se deslizaron velozmente a favor de la corriente, entre las riberas abruptas donde parecían colgar los árboles. La tarde era asfixiante: atravesaban capas de aire denso y caliente. Hacia el norte empezaban a acumularse gruesos nubarrones. A Janey el espectáculo no le hacía ninguna gracia. Tenía miedo de que se pusiera a llover. Por dentro se sentía enferma y agotada. Temía que estuviese por venirle el período. Por el momento sólo había soportado esa maldición unas pocas veces y la mera idea bastaba para asustarla y privarla de toda fuerza: lo único que deseaba era arrastrarse fuera de la vista de todo el mundo como un viejo gato inútil y sarnoso. No quería que Joe y Alec advirtieran lo mal que se sentía. Se le ocurrió pensar qué pasaría si diera vuelta la canoa. Los muchachos serían capaces de nadar sin problemas hasta la orilla, y después tendrían que dragar el río en busca de su cadáver y todos llorarían y sentirían una pena inmensa.

Una tiniebla gris púrpura empezaba a condensarse, ocultando las cumbres de las nubes. Todo adquirió un tono púrpura o blanco lívido. Los muchachos remaban con todas sus fuerzas. Podían oír el rugido del trueno cada vez más cerca. Cuando los sacudió la primera ráfaga de un viento borrascoso preñado de polvo y hojas muertas y trozos de juncos, que batía el agua al pasar, ya tenían el puente a la vista.

Alcanzaron la orilla justo a tiempo.

—Caray, va a ser una tormenta terrible —dijo Alec—. Métete debajo de la canoa, Janey.

Dieron vuelta a la canoa sobre la playa de guijarros, apoyada en el canto de una roca, y se refugiaron debajo. Janey se sentó en el medio con los nenúfares que había recogido por la mañana mustios y pringosos por el calor de su mano. Los muchachos se tumbaron en traje de baño uno a cada lado de ella. Sentía el enmarañado pelo negro de Alec contra la mejilla. Al otro lado estaba Joe, tendido, con la cabeza en la punta de la canoa y las delgadas piernas marrones encogidas bajo su vestido. El olor a esa mezcla de sudor y agua de río y la fragancia tibia del cabello de varón de Alec terminaron por marearla. Cuando la lluvia empezó a golpetear contra el casco de la canoa y los envolvió en una cortina de restallante espuma blanca, Janey pasó tímidamente el brazo por detrás del cuello de Alec y le apoyó la mano en el hombro desnudo. El no se movió.

Un rato después cesó la lluvia.

—Caray, no fue tan terrible como había pensado —dijo Alec.

Estaban empapados y tenían frío, pero el aire fresco lavado por la lluvia no les sentaba nada mal. Pusieron la canoa en el agua y siguieron remando hasta el puente. Después la cargaron hasta la casa de donde la habían sacado y se dirigieron al pequeño refugio a esperar el tren. Se sentían cansados y pegajosos y estaban quemados por el sol. El tren estaba atestado de domingueros sudorosos, familias de pícnic que habían sido sorprendidas por la lluvia en Great Falls y Glenn Echo. Janey creyó que no podría soportar todo el viaje. Tenía el vientre contraído en un continuo calambre. Cuando llegaron a Georgetown los muchachos decidieron ir al cine con los cincuenta céntimos que todavía les quedaban, pero Janey no los acompañó. En lo único que pensaba era en echarse en su cama a esconder la cara en la almohada y llorar a gusto.

Sin embargo, nunca lloraba demasiado; había muchas cosas que la deprimían, pero había logrado revestirse de una dura frialdad. La época del colegio transcurría con rapidez, encerrando, entre los cursos, calientes veranos tormentosos de Washington, salpicada de pícnics ocasionales en Marshall Hall o fiestas en casas del barrio. Joe consiguió trabajo en la Adams Express. No lo veía muy seguido porque ya no comía en casa. Alec se había comprado una moto y, a pesar de que todavía iba al colegio, Janey no tenía demasiadas noticias de él. A veces se sentaba a charlar con Joe cuando él volvía a casa por la noche. Olía a tabaco y licor, aunque no se emborrachaba nunca. Salía a trabajar a las siete de la mañana y cuando por la noche iba a dar una vuelta se encontraba con un grupo que se pasaba el tiempo en los billares, la bolera o jugando a las cartas en un bar de 4 ¼ Street. Los domingos jugaba al béisbol en Maryland. Janey lo esperaba, pero cuando llegaba le preguntaba cómo marchaban las cosas en el trabajo y él respondía «Muy bien», ya su vez le preguntaba a ella cómo le iba en la escuela, y ella contestaba «Muy bien», y después de eso los dos se iban a dormir. De vez en cuando solía preguntarle si había visto a Alec y él decía que sí con una sonrisa inconclusa, y entonces ella quería saber cómo estaba y él decía «Muy bien».

Tenía una sola amiga, Alice Dick, una chica achaparrada y morena, con gafas, que era compañera suya en el colegio. Los sábados por la tarde se ponían su mejor ropa e iban de compras a las tiendas de F Street. Compraban algunas cositas, tomaban un batido y volvían a casa en tranvía con la sensación de haber pasado una tarde sumamente ajetreada. Muy de vez en cuando iban a ver la sesión vespertina en el Poli y Janey invitaba a Alice Dick a cenar a su casa. A Alice Dick le gustaban los Williams y a la familia le caía bien la muchacha. Decía que pasar algunas horas con gente de mentalidad abierta la tornaba más libre. La suya era una familia de metodistas sureños muy cerrados. Su padre trabajaba de administrativo en la Imprenta del Gobierno y vivía con el permanente temor de que su empleo fuera regulado como servicio civil. Era un hombre fornido y agitado, amigo de gastar a su esposa y su hija bromas poco sutiles, y aquejado de dispepsia.

Alice Dick y Janey planeaban marcharse de sus casas tan pronto como terminaran el colegio y consiguieran trabajo. Habían incluso elegido la pensión, una casa de piedra verdosa ubicada cerca de Thomas Circle y dirigida por una tal mistress Jenks, viuda de un oficial de la marina, mujer muy refinada que cocinaba a la manera sureña y no cobraba demasiado caro.

Un domingo por la noche, durante la primavera de su último curso, Janey estaba desvistiéndose en su cuarto. Francie y Ellen todavía jugaban en el jardín. Sus voces penetraban por la ventana abierta enredadas a la fragancia fuerte de las lilas que crecían en el jardín vecino. Había acabado de soltarse el pelo y se encontraba frente al espejo imaginándose cómo se vería si hubiese sido morena y bonita, cuando Joe llamó a la puerta. Había algo extraño en su voz.

—Entra —dijo ella—. Me estoy cepillando el pelo. Primero le vio la cara en el espejo. Estaba pálido y tenía la piel tensa y retraída sobre los pómulos y las comisuras de la boca.

—Bueno, Joe, ¿qué te pasa? —se plantó frente a él de un salto.

—Algo muy simple, Janey —dijo Joe, dejando caer dolorosamente las palabras—. Alec ha muerto. Se estrelló con la moto. Vengo del hospital. Está muerto, eso es todo.

Janey parecía estar imprimiendo las palabras en un papel en blanco que guardaba en la cabeza. No podía hablar.

—Chocó al volver de Chevy Chase... Había ido a verme jugar. No sabes lo horrible que fue verlo hecho papilla.

Janey seguía esforzándose por decir algo.

—Era tu mejor...

—Era el mejor tipo que he conocido —concluyó Joe con suavidad—. Bueno, Janey, así es la vida... Pero quería decirte que ahora que Alec no está, no pienso quedarme en este agujero inmundo. Me voy a enrolar en la marina. Por favor, díselo tú a los viejos... Yo no quiero hablar con ellos. Así es la cosa; me enrolaré en la marina y recorreré el mundo.

—Pero Joe...

—Te escribiré, Janey, te lo juro... Te escribiré montones de cartas. Tú y yo... Bueno, adiós, Janey —la tomó por los hombros y la besó tímidamene en la nariz y la mejilla. Ella no atinó a hacer otra cosa que decide «Cuídate, Joe», y quedarse de pie junto al tocador envuelta en el aroma de las Was y el griterío de los niños que le llegaba por la ventana abierta. Oyó a Joe descender la escalera con pasos breves y ligeros y cerrar la puerta de la calle. Apagó la luz, se desvistió a oscuras y se metió en la cama. No lloró.

Llegó el día de la graduación y la entrega de diplomas, y ella y Alice concurrieron a fiestas y una vez hasta participaron con un montón de amigos en uno de esos viajes por el río, a la luz de la luna, en el vapor Charles McAlister hasta Indian Head. Los pasajeros no eran exactamente lo que Alice y Janey hubieran deseado. Algunos de los muchachos bebían más de la cuenta y había parejas besándose en cuanto rincón encontraban; sin embargo, era hermoso ver la luna reflejada en el río y se sentaron juntas a conversar. Había baile con orquesta, pero ellas no bailaron porque el salón estaba repleto de tipos groseros que hacían comentarios. Cuando el barco regresaba remontando el río, en voz muy baja y apoyada en la baranda muy cerca de su amiga, Janey le habló de Alec. Alice se había enterado por el periódico, pero ni siquiera había soñado que Janey lo conociese, y menos aún que lo quisiera tanto. Se puso a llorar y, mientras la consolaba, Janey se sintió fuerte y después de eso se vieron más unidas que antes. Janey susurró que nunca volvería a ser capaz de amar y Alice dijo que ella no pensaba enamorarse de ningún hombre porque todos bebían, fumaban, decían cosas sucias y no pensaban más que en una cosa.

En julio Alice y Janey entraron a trabajar para mistress Robinson, estenógrafa pública del edificio Riggs, en reemplazo de dos chicas que estaban de vacaciones. Mistress Robinson era una mujercita canosa con pecho de paloma y una voz chillona con acento de Kentucky que a Janey la hacía pensar en una cotorra. Era sumamente severa, de modo que en sus dominios debían observarse innumerables reglas.

—Miss Williams —solía gorjear reclinándose detrás de su escritorio—. Ese trabajo para el juez Roberts tiene que estar terminado hoy sin falta... Lo hemos prometido, querida, y lo entregaremos aunque nos tengamos que quedar trabajando hasta medianoche. Noblesse oblige, querida.

Y las máquinas de escribir se lanzaban a trinar y resonar y los dedos de todas las chicas parecían volverse locos copiando circulares, manuscritos de discursos jamás pronunciados por funcionarios desconocidos, engendros ocasionales de un periodista o un científico, prospectos de agencias inmobiliarias, extractos de patentes, cartas apremiantes de médicos y dentistas a los pacientes morosos.

Paralelo 42
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