MAC

PARA el Día de Acción de Gracias Mac ya había logrado llegar a Sacramento, donde consiguió un trabajo de llenar cajones en un depósito de fruta seca. Para Año Nuevo había ahorrado lo suficiente como para comprarse un traje nuevo de tela oscura y viajar en barco río abajo hasta San Francisco.

Llegó a eso de las ocho de la noche. Maleta en mano, se internó en Market Street desde el muelle. Las calles hervían de luces. Muchachos y chicas bonitas con vestidos de colores brillantes se abrían paso con rapidez por entre un brusco viento que agitaba las bufandas y las faldas, daba color a las mejillas y arremolinaba polvo y papeles. En la calle había italianos, portugueses, japoneses, chinos. La gente se apresuraba a entrar en las salas de espectáculos y los restaurantes. De los bares surgía música y se mezclaba con el olor a comida frita en manteca que salía de los restaurantes y con un aroma a cerveza y barriles de vino. A Mac le hubiera gustado ir a un espectáculo, pero tenía sólo cuatro dólares, de modo que alquiló una habitación en la YMCA y comió un trozo húmedo de pastel con café en el desierto bar de al lado.

Apenas entró a la habitación desnuda como un cuarto de hospital abrió la ventana, pero descubrió que daba a una toma de aire. La habitación olía a cierta clase de producto de limpieza y cuando se echó en la cama las sábanas apestaban a formal. Se sentía demasiado bien. Era capaz de percibir la pujanza de la corriente de sangre que le fluía por dentro. Quería hablar con alguien, ir a un baile o beber un trago con un amigo o una mujer. Le vino a la memoria el olor a carmín y almizcle del apartamento de las chicas de Seattle. Se sentó en el borde de la cama balanceando las piernas. Después decidió salir, pero antes guardó el dinero en la maleta y le echó la llave. Caminó solo como un fantasma por las calles hasta agotarse; caminó deprisa, sin mirar a los costados, evitando a las chicas maquilladas de las esquinas, a pelmazos que intentaban entregarle tarjetas, a borrachos que buscaban camorra, a pordioseros que gimoteaban pidiendo limosna. Después, amargado, muerto de frío y exhausto, volvió a su habitación y se derrumbó en la cama.

Al día siguiente consiguió trabajo en la imprenta de un italiano calvo de grandes patillas y ondulante corbata negra que se llamaba Bonello. Bonello le contó que había sido camisa roja en los tiempos de Garibaldi y ahora era anarquista. Su ídolo era Ferrer; tomó a Mac de empleado porque pensó que podía convertirlo a la causa. Todo ese invierno Mac trabajó con Bonello, comió espaguetis y bebió vino tinto y habló con él y sus amigos de la revolución por las tardes, concurrió los domingos a pícnics socialistas o mítines libertarios. Los sábados por la noche iba al burdel con un tipo llamado Miller que había conocido en la YMCA. Miller estudiaba odontología. Se hizo amigo de una chica llamada Maisie Spencer que trabajaba en la sección de sombrerería de Emporium. Los domingos ella hacía todo lo posible por llevarlo a la iglesia. Era una chica pacífica de grandes ojos azules que lo contemplaba con una sonrisa increíble cuando él le hablaba de la revolución. Tenía unos dientes parejos pequeños como perlas y se vestía con gusto. Después de un tiempo decidió dejar de molestarlo con lo de la iglesia. Le gustaba que él la llevara a oír la banda en el Presidio o a ver las esculturas del Sutro Park.

La mañana del terremoto, cuando se repuso del susto, en lo primero que Mac pensó fue en Maisie. Cuando llegó allí, la casa donde vivía la familia de ella en Mariposa Street todavía estaba en pie, pero los habitantes la habían abandonado. No fue hasta tres días después, tres días de humo y cimientos en ruinas y dinamitajes que pasó trabajando con una cuadrilla de bomberos, que la divisó en una cola de aprovisionamiento a la entrada del Golden Gate Park. Los Spencer estaban viviendo en una tienda, cerca de los invernaderos destruidos.

Al principio ella no lo reconoció porque Mac tenía las cejas y el pelo chamuscado, la ropa desgarrada y estaba cubierto de cenizas de pies a cabeza. Nunca antes la había besado, pero en ese momento la abrazó delante de todo el mundo y lo hizo. Cuando se separaron, ella tenía la cara manchada de hollín. Algunos de los que estaban en la cola se rieron y aplaudieron, pero la vieja que tenían detrás, que llevaba el peinado a la Pompadour tan torcido que se veía que era una peluca, y dos vestidos de seda rosa, uno encima del otro, comentó desdeñosamente: «Ahora tendrás que ir a lavarte la cara».

Después de ese incidente se consideraron comprometidos, pero no podían casarse porque la imprenta de Bonello había quedado destrozada junto con la manzana entera, y Mac sin trabajo. Cuando la acompañaba a su casa por las noches, Maisie solía dejarle abrazarla y besarla en portales oscuros, y él no se animaba a llegar más lejos.

En otoño consiguió un empleo en el Bulletin. Era nocturno y apenas podía ver a Maisie como no fuera los domingos, pero así comenzaron a hablar de casarse después de Navidad. Cuando no estaba con ella se sentía dolorido la mayor parte del tiempo, pero apenas la encontraba se derretía por completo. Trató de hacerle leer panfletos socialistas, pero ella se reía, lo miraba con sus grandes e íntimos ojos azules y argumentaba que eran demasiado difíciles. A ella le gustaba ir al teatro y comer en restaurantes con mantel almidonado y camareros bien vestidos.

Por esa época Mac fue una noche a escuchar la conferencia de Upton Sinclair sobre los mataderos de Chicago. A su lado había un muchacho con mono. Tenía nariz de halcón y ojos grises y dos profundas arrugas bajo los pómulos, y hablaba arrastrando pesadamente las palabras. Se llamaba Fred Hoff. Después de la conferencia fueron juntos a beber una cerveza y conversaron. Fred Hoff pertenecía a la nueva organización revolucionaria denominada Industrial Workers of the Wodd.5 Después de un segundo vaso de cerveza, le leyó a Mac la declaración de principios. Fred Hoff acababa de llegar a la ciudad trabajando en la caldera de un carguero. Estaba harto de la comida enlatada y la vida dura del mar. Todavía tenía la paga íntegra en el bolsillo y estaba decidido a no derrocharla en juergas. Había oído hablar de una huelga de mineros en Goldfield y pensaba ir allí a ver si se podía hacer algo. A Mac lo dejó con la sensación de que, ayudando a imprimir mentiras contra la clase obrera, estaba dilapidando su vida.

—Dios mío, hombre, eres de la clase de gente que necesitamos. En Goldfield, Nevada, vamos a publicar un periódico.

Esa misma noche Mac fue al local, llenó una ficha y volvió a su pensión con la cabeza dándole vueltas. «Estaba a punto de venderme a esos hijos de puta», se dijo.

El domingo siguiente Maisie y él habían proyectado subir en el funicular al monte Tamalpais. Cuando el despertador lo obligó a saltar de la cama Mac sentía un sueño espantoso. Tenían que partir muy temprano porque por la noche debía presentarse en su trabajo. Mientras se dirigía a la estación para encontrarse con Maisie a las nueve, la cabeza le rezumaba aún el rechinar de las máquinas impresoras, el olor ácido de las tintas y del papel bajo las prensas y, sobre todo, el perfume del vestíbulo de la casa donde había estado con un par de compañeros, de las habitaciones húmedas y sucias, de los sobacos y el tocador de la muchacha de pelo rizado, el sabor rancio de la cerveza y el arrullo de la voz anodina: «Buenas noches, cariño, a ver si vuelves pronto».

«Dios, soy un cerdo», se dijo.

Por suerte era una mañana transparente, todos los colores de la calle brillaban como cristales. Demonios, estaba harto de ir de putas. Si Maisie fuese su compinche, una rebelde con quien se pudiese hablar como con un amigo... ¿Cómo demonios iba a decirle que dejaría su trabajo?

Ella lo estaba esperando en la estación, con un limpio traje azul marino y un sombrero de ala ancha que le daban el aspecto de un personaje de Gibson. No tuvieron tiempo de decirse nada porque debieron correr para subirse al ferry. Una Vez a bordo, Maisie le ofreció el rostro para que la besara y apoyó ligeramente su mano enguantada sobre la de Mac. En Sausalito tomaron el tranvía y mientras corrían para conseguir buenos sitios en el funicular ella no dejaba de sonreírle, y se sintieron tremendamente solitarios ante la majestuosa inmensidad de la montaña tostada, del cielo y el mar. Nunca habían sido tan felices juntos. Maisie corrió delante de él hasta alcanzar la cumbre. Cuando llegaron al observatorio estaban los dos sin aliento. Se apoyaron en la pared, lejos de la vista de los demás, y ella le permitió besarle la cara y el cuello.

Flotaban en el aire retazos de niebla que les ocultaban la bahía, los valles y las montañas en sombras. Un viento helado los recibió cuando fueron a pararse de cara al mar. Una masa revuelta de neblina surgía de las aguas como una marejada. Ella se colgó del brazo de Mac.

—¡Oh, me da miedo, Fainy! —y entonces, de repente, él le contó que había dejado su trabajo. Ella lo miró asustada, temblando en medio del viento gélido, pequeña y desolada. Comenzaron a resbalarle lágrimas por los costados de la nariz.

—Pensé que me amabas, Fenian... ¿Crees que ha sido fácil esperarte todo este tiempo, esperarte y quererte? ¡Oh, pensé que me amabas! —Él la rodeó con el brazo. No podía decir nada.

Se pusieron a caminar hacia el tren.

—No quiero que la gente me vea llorar... Éramos tan felices hace un rato. Vayamos andando hasta Muir Woods.

—Eso está muy lejos, Maisie.

—No me importa, quiero ir.

—Cristo, qué buena compañera eres, Maisie.

Se pusieron en marcha y todo quedó envuelto en la niebla. Dos horas después se pararon a descansar. Encontraron, alejado del sendero, un claro de hierba en medio de un gran matorral. La niebla parecía borrado todo pero el cielo estaba claro y el sollos entibiaba.

—Me han salido ampollas —dijo ella con una mueca graciosa que hizo reír a Mac.

—No podemos estar demasiado lejos, Maisie, de veras —dijo él.

Quería explicarle lo de la huelga, hablarle de la asociación de obreros industriales y de por qué se marcharía a Goldfield, pero le era imposible. Lo único que hizo fue besarla. La boca de ella se apretó contra sus labios y los brazos le rodearon el cuello.

—Maisie, te juro que nos casaremos de cualquier modo. Estoy loco por ti... Maisie, déjame... Maisie, debes dejarme. No sabes lo terrible que es quererte así y que nunca me permitas...

Se puso de pie y le alisó el vestido. Ella estaba extendida con los ojos cerrados y el rostro lívido; temió que se hubiese desmayado. Mac se arrodilló y la besó suavemente en la mejilla. Ella sonrió, le acarició la cabeza y le revolvió el pelo mientras decía: «Maridito mío». Un momento después se levantaron, atravesaron sin verlo un monte de pinos rojizos y se dirigieron a la parada del tranvía. En el bote decidieron que se casarían esa misma semana. Mac prometió no ir a Nevada.

A la mañana siguiente se levantó deprimido. Se estaba vendiendo. Mientras se afeitaba en el cuarto de baño se contempló en el espejo y exclamó en voz alta:

—Bastardo, te estás vendiendo a esos hijos de puta.

Volvió a la habitación y le escribió una carta a Maisie.

QUERIDA MAISIE:

Te aseguro que no debes pensar ni por un instante que no te amo, pero prometí ir a Goldfield para ayudar a los muchachos a poner en marcha ese periódico, y tengo que hacerlo. Te enviaré mi dirección apenas llegue y si de verdad me necesitas para cualquier cosa, puedes estar segura de que regresaré.

Un montón de besos y todo el amor de

FAINY

Fue a la oficina del Bulletin, cobró lo que le debían, hizo su equipaje y se encaminó a la estación para preguntar cuándo había un tren para Goldfield, Nevada.

Paralelo 42
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