MAC
CUANDO desde las fábricas plateadas el viento soplaba a través del río sobre la gris casa de madera para cuatro donde Fainy Mc Creary había nacido, esparcía hasta la noche un hedor a jabón de grasa de ballena. Otras veces olía a col y a bebés y a palanganas de mistress Mc Creary. Fainy nunca podía jugar en casa porque Papá, un hombre cojo y esmirriado con un ralo bigote rubiogrís, trabajaba de sereno en la Chadwick y dormía todo el día. A eso de las cinco un hilo rizado de humo de pipa empezaba a escaparse de la habitación delantera hacia la cocina. Ésa era la señal de que Papá se había levantado de buen humor y pronto tendría ganas de comer.
Entonces era cuando a Fainy lo enviaban corriendo a una de las dos esquinas de la corta calle embarrada de idénticas casas de madera en donde vivían.
A la derecha había media calle hasta lo de Finley, donde en el bar, entre un bosque de pantalones enfangados, tenía que esperar que todas las bocas pendencieras de los grandullones terminaran de atestarse de whiskis y cervezas. Entonces volvía a casa caminando con mucho cuidado, el asa del cubo lleno de agua jabonosa cortándole la mano.
A la izquierda había media calle hasta la Variada Tienda de Maginni, Productos Nacionales e Importados. A Fainy le gustaba la amarillenta propaganda de Crema de Trigo que había en el escaparate, la caja de vidrio con distintas clases de salami, los cajones de coles y patatas, el perfume marrón de azúcar, aserrín, jengibre, arenque ahumado, jamón, vinagre, pan, pimienta, tocino.
—Una barra de pan, por favor, señor, media libra de mantequilla y una caja de galletas de jengibre.
Algunas tardes, cuando Mamá se sentía mal, Fainy tenía que ir más lejos; doblar la esquina de lo de Maginni, bajar por Riverside Avenue, por donde pasaba el trolebús y cruzar el puente sobre el río angosto que en invierno fluía negro entre orillas nevadas filosas de hielo, en primavera amarillo y espumoso, y en verano marrón y cubierto de aceite. Al otro lado del río, en la esquina de Riverside y Main donde estaba la farmacia, vivían los bohemios y los polacos. Sus hijos siempre se estaban peleando con los de los Murphy, los O'Hara y los O'Flannagan que vivían en Orchard Street.
Fainy caminaba con las rodillas temblando, el frasco del remedio bien envuelto en papel blanco y apretado en la mano con el mitón. En la esquina de Quince tenía que pasar por delante de un grupo de muchachos. No era tan terrible; sabía que al encontrarse a veinte metros de ellos le zumbaría cerca de la oreja la primera bola de nieve. No podía retroceder. Si se echaba a correr lo cazarían. Si dejaba caer el frasco, cuando llegara a casa le darían una paliza. Alguna de las bolas blandas le daba en la nuca y la nieve empezaba a resbalársele por el cuello. Cuando estuviera a cincuenta metros del puente correría el riesgo y se echaría a correr.
—Gato muerto de miedo... Irlandés miserable Murphy patizambo... Ahí va corriendo a contarle al policía..—aullaban los chicos polacos y bohemios entre proyectiles de nieve. Endurecían las bolas mojándolas con agua y dejándolas congelarse toda la noche; si le daban con una lo hacían sangrar.
El patio trasero era el único lugar en donde realmente podía jugar tranquilo. Había vallas vencidas, cubos de basura abollados, ollas y sartenes viejas demasiado arruinadas como para reparadas, un gallinero vacío con el suelo todavía salpicado de plumas y excrementos, pasto para los cerdos en verano, barro en invierno; pero la gloria del patio trasero de los McCreary era la conejera de Tony Harriman, en donde éste criaba liebres belgas. Tony Harriman era tísico y vivía con su madre en la planta baja izquierda. Hubiera querido criar toda clase de animales, nutrias, mapaches, hasta zorros plateados: de esa manera se haría rico. El día que murió nadie logró encontrar la llave del gran candado que cerraba la puerta de la conejera. Fainy alimentó a las liebres durante varios días metiendo col y hojas de lechuga por entre la doble red de alambre. Después vino una semana de lluvia y aguanieve y no salió a jugar al patio. El primer día que pudo salir a mirar había muerto una de las liebres. Fainy se puso lívido; intentó convencerse de que el animal estaba dormido, pero el hecho era que ya no se despertaría nunca; las otras estaban acurrucadas en un rincón mirando alrededor con los hocicos fruncidos, las largas orejas expuestas echadas hacia atrás sobre los lomos. Pobres liebres. Fainy tuvo ganas de llorar. Subió corriendo los escalones hasta la cocina de su madre, pasó por debajo de la tabla de planchar y sacó el martillo de uno de los cajones de la mesa. La primera vez se martilló un dedo, pero al segundo intento rompió el candado. Dentro de la jaula había un olor ácido y gracioso. Fainy agarró la liebre muerta por las orejas. Se le estaba empezando a hinchar la suave panza blanca y tenía un ojo abierto de terror. De pronto algo se apoderó de Fainy y le hizo tirar la liebre en el cubo de basura que había más cerca y echarse a correr escaleras arriba. Temblando de frío, se asomó sigilosamente al porche trasero y miró hacia abajo. Observó a las otras liebres conteniendo la respiración. Se estaban acercando a la puerta abierta con saltitos cautelosos. Había una que ya estaba en el patio. Se sentó en las piernas posteriores, las orejas súbitamente rígidas. Mamá le pidió que le alcanzara una plancha que estaba sobre el horno. Cuando volvió al porche habían desaparecido todas las liebres.
Ese invierno hubo una huelga en la Chadwick y Papá perdió su trabajo. Se pasaba el día sentado en la habitación delantera, fumando y maldiciendo:
—Hombres sanos, Jesús, podría hacer pedazos a cualquiera de esos condenados polacos con mi muleta atada a la espalda... Se lo dije a míster Barry; no voy a apoyar ninguna huelga. Mire, míster Barry, un tipo tranquilo, casi inválido, sensible, con esposa e hijos que mantener. Ocho años trabajando de sereno y ahora usted me deja en la calle para contratar a una pandilla de facinerosos de una agencia de detectives. Sucio hijo de puta.
—Si no se hubieran metido esos malditos extranjeros podridos... — respondía alguien para calmado.
La huelga no tuvo mucho éxito en Orchard Street. Mamá tuvo que trabajar más y más, llenar más y más palanganas de ropa, y Fainy y su hermana mayor, Milly, debieron empezar a ayudarla al volver del colegio. Y entonces un día Mamá enfermó y tuvo que quedarse en la cama en vez de ponerse a planchar, el pálido, redondo rostro arrugado más blanco que la almohada y las manos ajadas por el agua anudadas bajo el mentón. Vinieron el doctor del barrio y una enfermera, y las tres habitaciones de la casa se llenaron de un olor a médicos, enfermeras y medicinas, y el único sitio que a Fainy y Milly les quedó para sentarse fue la escalera. Allí lloraban en silencio los dos juntos. Después la cara de Mamá sobre la almohada empequeñeció y se arrugó como un pañuelo muy usado y dijeron que había muerto y se la llevaron.
Del entierro se ocupó la funeraria que había una manzana más allá, en Riverside Avenue. Fainy se sintió importante y orgulloso porque todo el mundo lo besaba y le daba palmaditas en la espalda y le decía que se estaba portando como un hombrecito. Tenía puesto un traje negro nuevo como los de los mayores, con bolsillos y todo, salvo que los pantalones eran cortos. En la funeraria había un montón de gente que nunca había visto de cerca: míster Russell, el carnicero, y el padre O'Donnell y el tío Tim O'Hara que había venido desde Chicago y olía a whisky y cerveza como los del Finley. El tío Tim era un hombre flaco de nudosa cara roja y brumosos ojos azules. Usaba una corbata negra de seda que a Fainy lo tenía preocupado y se pasaba el tiempo inclinándose de golpe, doblado por la cintura, para acercarse como un navajero a murmurar cosas al oído de Fainy con su voz espesa.
—No les hagas caso, viejo, son un racimo de vagos e hipócritas, la mayoría borrachos hasta las orejas. Fíjate en el padre O'Donnell, ese gordo que está calculando los gastos del funeral. Pero no les hagas caso, recuerda que por parte de tu madre eres un O'Hara. Yo no les hago caso, viejo, y eso que era mi propia hermana, mi carne y mi sangre.
Cuando regresaron a casa se moría de sueño y tenía los pies fríos y húmedos. Nadie se ocupó de él. Se sentó en el borde de la cama, a oscuras y lloriqueando. De la habitación de delante le llegaban voces y un sonido de cuchillos y tenedores, pero no se atrevió a entrar. Se apretó contra la pared y se quedó dormido. Lo despertó una luz en los ojos. El tío Tim y Papá estaban de pie al lado de la cama, hablando en voz alta. Teman un aspecto gracioso y no parecían demasiado sobrios. El tío Tim sostenía la lámpara.
—Bien, Fainy, viejo —dijo el tío Tim haciendo oscilar la lámpara peligrosamente sobre la cabeza del chico—. Fenian O'Hara Mc Creary, siéntate y presta atención y dinos qué piensas de nuestro proyecto de trasladarnos a la grande y pujante ciudad de Chicago. Si quieres saber mi opinión, Middletown es un lugar de mierda... Sin ofender, John. Pero Chicago... Jesús, hombre, cuando llegues allí te parecerá que todos estos años has estado encerrado en un ataúd.
Fainy se asustó. Subió las rodillas hasta el mentón y miró las dos siluetas que se bamboleaban a la luz de la lámpara oscilante. Trató de hablar, pero las palabras se le secaron en los labios.
—Por mucho que cotorrees, Tim, el chico está dormido... Fainy, desvístete, métete en la cama y duerme bien. Mañana partiremos.
Y partieron bien avanzada la mañana siguiente, sin haber desayunado, con un barril abultado sujeto con una cuerda y en precario equilibrio sobre el techo del coche que a Fainy le habían mandado a buscar a la caballeriza de Hodgeson. Milly lloraba. Papá no abría la boca: se dedicaba a chupar una pipa consumida. El tío Tim se ocupaba de todo, haciendo sin cesar chistes que a nadie le hacían gracia, sacando un fajo de billetes del bolsillo en cada bocacalle o hurtando largos tragos ruidosos de la botella que llevaba. Milly no paraba de llorar. Fainy contemplaba con ojos secos las calles familiares, de pronto extrañas y desproporcionadas, que se extendían al paso del coche; el puente rojo, las casas mugrientas donde vivían los polacos, la farmacia de Smith and Smith en la esquina... Billy Hogan acababa de salir con un paquete de goma de mascar en la mano. Otra vez iba a burlarse de él. Fainy tuvo ganas de gritarle, pero algo lo dejó helado... La calle principal con sus álamos y sus tranvías, las tiendas frente a la esquina de la iglesia, el cuartel de bomberos. Fainy contempló por última vez la gruta oscura al fondo de la cual brillaban, ostentosas, las curvas de bronce y cobre de la autobomba, y después los carteles al frente de la primera iglesia congregacional, la iglesia bautista carmelita, la iglesia episcopal San Andrés construida con ladrillos y mirando de costado, no como las demás, cuyas fachadas severas daban directamente a la calle, por último los tres ciervos de bronce sobre la hierba delante de la Cámara de Comercio, y las residencias, cada una con su parque privado, su complicada galería y sus hortensias. Después las casas se volvieron pequeñas y la hierba se perdió de vista; el coche pasó dando tumbos frente al Almacén Simpson de Cereales y Alimentos, frente a una hilera de peluquerías, bares y casas de comidas, y por fin se bajaron en la estación.
En el bar de la estación el tío Tim pagó el desayuno para todo el mundo. Secó las lágrimas de Milly y le sonó la nariz a Fainy con un gran pañuelo flamante que todavía tenía la etiqueta en una punta, y los puso a trabajar en el café y los huevos con tocino. Era la primera vez que a Fainy le daban café, de modo que la idea de sentarse como un hombre a beberlo lo alegró mucho. Milly no bebió el suyo, dijo que era amargo. Los dejaron un rato en el bar, solos con los platos y las tazas vacías bajo los ojos brillosos de una mujer de cuello largo y afilada cara de gallina que los miraba con desaprobación tras el mostrador. Entonces, en medio de un enorme estrépito atronador el tren entró jadeando a la estación. Los empujaron y arrastraron por el andén hasta un vagón que apestaba a humo de pipa y, antes de que lograran darse cuenta, el tren se puso en movimiento y el bermejo paisaje invernal de Connecticut desfiló traqueteando ante sus ojos.