14

Me senté en un banco de la sala de espera del hospital. El agua de mi ropa empapada caía al suelo. El capitán Marion se sentó a mi lado. Prine se apoyó contra la pared. Un hombre que no conocía se había sentado junto a mí. Mientras hablaba, miré el dibujo del mosaico del piso. De cuando en cuando ellos me hacían preguntas en voz baja.

Les conté toda la verdad. Sólo mentí en una cosa. Les dije que Fitzmartin me había dicho que escondió el cadáver de Grassman en un granero, a unos ocho o diez kilómetros al sur de la ciudad, en un camino apartado. Un granero en ruinas, cerca de una casa quemada. Marion hizo una seña a Prine con la cabeza y éste salió para ordenar a sus hombres que fueran al granero. Él había salido ya antes, para enviar unos hombres a la isla. Les dije cómo podían encontrar la cueva, y también lo que hallarían en ella. Les dije que encontrarían la pistola en mi auto. Mentí acerca de Grassman y me callé lo que sabía acerca de Antoinette. No necesitaban saberlo para nada. Ya los informaría de sobra la policía de Redding. No tenían por qué saber más.

Les conté todo el resto. Por qué había ido a Hillston. Todo lo que vi y supuse. Todo lo que me dijo Fitzmartin. Las frases de Timmy al morir. Todo. Todo el desdichado asunto. Me sentí mejor después de contarlo.

—Vamos a aclarar eso, Howard —dijo Marion—. Usted pactó con Fitzmartin. Iba a dejar que la muchacha encontrara el dinero. Luego, se lo entregaría a Fitzmartin a cambio de la seguridad de Ruth. Usted hizo el pacto solo. Creyó que podía hacer eso mejor que nosotros, ¿no es así?

—Pensé que no se podía hacer de otro modo. Pero él me traicionó y nos siguió.

—Podríamos haberlo detenido cuando fue al río. Podríamos haber encontrado antes a Ruth. Si muere, usted será el responsable.

Lo miré por primera vez en más de una hora.

—Yo no lo veo así.

—¿Le contó cómo mató a Grassman? Usted nos dijo por qué lo hizo.

—Le pegó en la cabeza con un trozo de caño.

—¿Qué cree que habría hecho la Rasi cuando le hubiera entregado el dinero a Fitzmartin? Suponiendo que todo hubiera pasado como usted pensaba.

—Supongo que no le habría gustado.

—¿Por qué no fue ella sola a buscar el dinero, en cuanto supo dónde debía estar?

—No tengo ni idea. Creo que pensaba que necesitaba ayuda. Creo que decidió que yo podía ayudarla. Creo que pensaba escaparse con todo cuando los dos estuviéramos lejos de allí. Tal vez mientras yo dormía. Algo así. Creo que se imaginó que podría hacer conmigo lo que quisiera.

—¿Cuántos tiros disparó él contra la cueva?

—No los conté. Tal vez veinte.

Un médico entró en la habitación. Marion se levantó.

—¿Cómo está, Dan?

El médico nos miró con desaprobación. Era como si pensara que teníamos la culpa de lo que le pasó a Ruth.

—Me parece que, físicamente, va a curarse. Es joven y tiene un buen organismo. Puede curarse con rapidez. No lo sé. Depende de su estado mental. No respondo de él. Nunca he visto a nadie tratado con tanta brutalidad. Puedo darles una lista. Un pulgar dislocado. Un hombro roto. Dos costillas rotas. La pelvis rota. Fue atacada criminalmente. Tiene rotos los dedos gordos de los pies. Casi los pierde. Le pegaron en la cara. Eso no podía haberle producido la muerte. Lo que estuvo a punto de causársela fue el shock y la exposición a la intemperie. Le están haciendo un tratamiento antishock. Ha perdido la cabeza. No sabe dónde está. Acabamos de dejarla durmiendo. Como dije, no puedo calcular el daño mental.

—¿Dónde está? —pregunté, levantándome.

El médico me miró.

—No puedo permitirle que la vea. No le servirá de nada.

Me acerqué a él.

—La quiero ver.

Él me miró de nuevo, me tomó la muñeca y apoyó las puntas de sus dedos en mi pulso. Sacó una pequeña linterna del bolsillo y enfocó directamente mi ojo, a unos centímetros de distancia.

Se volvió al capitán.

—Este hombre debería estar en la cama.

—¿Tiene una cama? —suspiró Marion.

—Sí.

—Muy bien. Tendré que ponerle un guardián en la puerta. Este hombre está detenido. Pero creo que debe permitir que mire a Ruth. Tal vez se lo ganó. No lo sé.

Me dejaron mirar. Ella estaba en una habitación privada. Su padre se hallaba sentado a la cabecera de la cama. Ni siquiera miró hacia la puerta. Miraba su cara. Yo no habría podido reconocerla. Tenía la cara hinchada, con moretones. Respiraba pesadamente a través de la boca abierta. En la habitación había un olor a enfermedad. La miré y pensé en las heroínas de película. Pasan por el horror, la captura y la violencia, pero un minuto después de su rescate se deshacen, con el cabello brillante, los ojos claros y un vestido de Dior, en los brazos de Lancaster, Gable o Brando. Esto era la realidad. El dolor, la fealdad, la enfermedad reales.

Me sacaron de allí.

Las formalidades fueron complicadas. Tuve que presentarme dos veces para que me interrogaran. Dije todo lo que sabía acerca de las muertes de Antoinette Christina Rasi y Earl David Fitzmartin. Firmé seis ejemplares de una declaración detallada. El veredicto final fue homicidio justificado. Había matado en defensa propia.

El dinero hallado en el auto de Fitzmartin y el de la cueva pasaron a formar parte de la sucesión de George Warden. Un primo segundo y su esposa vinieron desde Houston para defender sus derechos sobre el dinero y lo demás. Llegaron el domingo.

George y Eloise Warden fueron enterrados en el lugar reservado a la familia Warden. Fulton, identificado por su dentista, fue enviado a Chicago para ser enterrado por tercera vez. No se encontraron parientes de Fitzmartin. El condado se hizo cargo del sepelio. Hallaron el cadáver de Grassman. Su hermano vino en avión desde Chicago y se llevó el cadáver en tren.

Yo les había hablado de la ropa y las alhajas de Antoinette, y del dinero, de la cantidad precisa que Fitzmartin se llevó. El tribunal nombró un albacea de la sucesión de Antoinette Rasi, y ordenó que las pieles y alhajas se vendieran, sugiriendo de modo extraoficial al albacea que el dinero se empleara en los hijos de Doyle.

Cuando algo se cae y se quiebra, hay que recoger los pedazos. Hay que limpiar los destrozos.

Terminaron conmigo un martes. El capitán Marion bajó conmigo los escalones del tribunal. Nos quedamos en la acera, al sol.

—Aquí terminó, Howard. Hemos terminado con usted. Podíamos haberlo acusado de unas cuantas cosas. Pero no lo hicimos. Puede darse por contento. No lo queremos aquí. No queremos volver a verlo.

—No me voy.

Él me miró fijamente. Sus ojos eran fríos.

—Eso no me parece muy inteligente.

—Voy a quedarme.

—Me parece que sé lo que está pensando. Pero no resultará. Ha pasado con ella todo el tiempo. ¿Le sirvió de algo? No resultará. No sacará nada.

—Quiero quedarme e intentarlo. He hecho las paces con su padre. Él comprende. No digo que apruebe, pero comprende lo suficiente como para no querer echarme de aquí.

—Se está dando con la cabeza contra la pared.

—Quizás.

—Prine quiere echarlo del pueblo.

—¿Y usted también? ¿De veras?

Él enrojeció.

—Quédese, condenado. ¡Quédese! No le servirá de nada.

Volví al hospital. Como ella estaba en una habitación privada, el horario de visita era más flexible. Esperé a que la enfermera fuera a hablarle. La enfermera volvió. Cada vez que lo hacía, yo temía que me dijera que no podía verla.

—Lo verá dentro de cinco minutos, señor Howard.

—Perfecto.

Esperé. Me avisaron cuándo podía entrar. Fui a su habitación como otras veces, y acerqué la silla a la cabecera de la cama. Su cara no estaba ya tan hinchada, pero todavía tenía muchos moretones. Como antes, volvió la cara hacia la pared. Me había mirado un momento, sin expresión, antes de volverse. Todavía no me había hablado. Pero yo le hablé. Le había hablado horas enteras. Se lo conté todo. Le dije lo que significaba para mí, y no recibí respuesta alguna. Era como hablar a una pared. Lo único que me animaba era que me permitían verla. El médico me había dicho que se recuperaría más rápido si salía de su abatimiento, de su depresión.

Le hablé, como otros días. No podía saber si me escuchaba. Le había dicho todo lo que podía decirle acerca de lo que pasó. De nada servía repetirlo, de nada servía suplicarle que me comprendiera y me perdonara.

De modo que le hablé de otras cosas y de otros tiempos. De los lugares donde estuve. Le hablé de Tokio y Pusan, del hospital. Le hablé del trabajo que hacía antes. Me pregunté en voz alta qué podría encontrar en Hillston. Todavía me quedaban setecientos dólares. Traté de no hacerle preguntas. No quería que pensara que andaba buscando una respuesta.

Ella seguía con la cara hacia la pared. Podía estar durmiendo. Y entonces, asombrosamente, de pronto, su mano salió tímida de la frazada del hospital y buscó a tientas la mía, y yo se la tomé con mis dos manos. Me las apretó un momento, y luego dejó la suya entre las mías.

Era una señal. Bastaba. El resto vendría después. Ahora, todo era cuestión de tiempo. Llegaría un día en que los dos reiríamos, en que ella volvería a caminar con su paso orgulloso. Todo esto desaparecería y las cosas volverían a arreglarse para los dos. Ambos teníamos que olvidar mucho, pero lo olvidaríamos mejor juntos. Aquella era la mujer que quería. Nunca podrían echarme de allí.

Éste era mi tesoro.