6
La mañana del sábado era triste, con un viento húmedo, nubes bajas y los negocios con las luces encendidas. No podía saber nada acerca de la Cooper hasta que se abriera la administración de la escuela secundaria, el lunes. Las escasas pistas se habían desvanecido en la nada. Me pregunté qué haría con el día.
Después de comprar unas hojitas de afeitar y pasta dentífrica, me paseé al azar con el auto, hasta que por fin me enfrenté con el hecho de que estaba pensando en una buena excusa para ver a Ruth Stamm. Fui a verla sin excusa alguna. Ella estaba en la sala de espera del hospital veterinario. Cuando entré, me dirigió una rápida y cálida sonrisa. Una mujer esperaba con un perrito tembloroso en los brazos. Había un chico con un gato siamés sujeto con una correa. El gato, presumido y arrogante, ignoraba deliberadamente al perrito tembloroso.
Ruth, sonriendo, me preguntó en voz baja:
—¿Más preguntas?
—Ninguna pregunta. Sólo una depresión general.
—Se equivocó de hospital, Tal.
—Pero no de personal.
—¿Necesita alguna clase de terapia?
—Algo parecido.
Ella consultó su reloj.
—Vuelva a las doce. Los sábados cerramos al mediodía. Le daré de comer, y ya se nos ocurrirá algo que hacer.
El día no me pareció tan triste a la salida. Regresé a las doce. Fui a la casa con ella, y los tres comimos en la gran cocina. El Dr. Buck Stamm era un hábil narrador. Por lo visto, le habían ocurrido todas las desventuras que pueden ocurrirle a un veterinario. Se quejaba de su profesión, y antes que nada, de su estupidez al haberla elegido. Después de fumarse un cigarro se fue a hacer visitas por las chacras. Yo ayudé a Ruth a lavar los platos.
—¿Quiere que demos un paseo por el campo? —me sugirió—. Hay lugares muy lindos.
—¿Y luego cenamos juntos y vamos al cine o algo así?
—Perfecto. Es una noche de sábado.
Se puso unos pantalones y una chaqueta de tweed sobre el suéter amarillo, y nos fuimos en mi auto. Ella me indicaba el camino. Tomamos por caminos apartados. Era una región linda, con lomas ondulantes y partes rocosas que asomaban en sus laderas. En la ciudad, el día era triste. En el campo no era mejor, pero la brisa tenía una humedad primaveral. Las hojas nuevas eran de un verde pálido. Ella iba recostada contra el asiento, con una rodilla apoyada en la guantera, y me señalaba las granjas, y me contaba cosas acerca de la gente que vivía allí, de la historia de la región.
Por sugerencia suya, tomé por un camino apartado que nos llevó a un lugar llamado Highland Lake. Entonces me pidió que fuéramos más despacio; al llegar a un sendero de tierra, me dijo que dobláramos a la derecha. Un kilómetro más allá del resbaladizo y fangoso camino había un letrero que decía, B. Stamm. Bajamos con cuidado por un camino medio borrado por el bosque, hasta llegar a una cabañita con un gran porche que daba a un pequeño lago de un kilómetro de largo, y medio de ancho. Pude ver otra cabaña más entre los árboles, a la orilla del lago.
Subimos al porche, nos sentamos en la baranda, y fumamos y charlamos mirando cómo el viento arrugaba la superficie del lago.
—No venimos aquí tanto cómo solíamos venir cuando vivía mamá. Papá habla de venderla, pero no creo que lo haga. Viene a cazar aquí en otoño. No está más que a dieciocho kilómetros del pueblo, por el camino más corto. Es bastante primitiva, pero, Tal, sería un buen lugar para escribir.
Sentí de nuevo una rápida punzada de culpa.
Su entusiasmo aumentó.
—Nadie la usa. No tenemos electricidad, pero sí lámparas de querosene y un farol Coleman. En el galpón hay mucha leña, y una pequeña cocina de petróleo. Las camas son cómodas y hay muchas frazadas. Así ahorraría el alquiler. Y a papá no le importaría.
—Gracias, Ruth, realmente no puedo…
—¿Por qué no? Está a media hora del pueblo…
—Creo que no estaré aquí el tiempo suficiente como para que merezca la pena hacer la mudanza.
—Bueno, entonces, está bien. —Y me pareció notar una cierta decepción en su tono—. Pero me gustaría verla.
La llave estaba escondida en una de las vigas del techo, junto a la puerta. Entramos. Tenía pocos muebles, pero parecía limpia y cómoda. Había algunas cañas de pescar en la pared, y una gran chimenea de piedra.
—Es linda —dije.
—A mí siempre me gustó. Tengo una pelea con papá cada vez que habla de venderla. La primera vez que vine aquí me trajeron un corralito y una silla alta. Aquí aprendí a nadar. Me rompí un omóplato al caer de una de esas literas altas.
Me sonrió. Estábamos muy juntos el uno del otro. Había algo cálido y triste a la vez en su sonrisa. Y hubo un largo silencio en la habitación. Podía oír el piar de los pájaros y el ronroneo lejano de un motor fuera de borda. Nuestros ojos se encontraron de nuevo y su sonrisa desapareció mientras su boca se suavizaba. Sus ojos tenían una pesadez casi somnolienta. Dimos medio paso el uno hacia el otro y ella cayó en mis brazos, ajustada, graciosamente, como si se tratara de un acto que habíamos hecho ya muchas veces. El beso fue dulce al principio, y luego ansioso y apasionado; mientras ella se apretaba a mí, mis manos tocaron la larga suavidad de su espalda, y uno de sus brazos se enroscó a mi cuello.
Nos balanceamos, como mareados, y yo me eché rápidamente a un lado para recobrar el equilibrio; nos separamos, torpes y tímidos, como niños.
—Tal —dijo ella—. Tal, yo… —Su voz era ronca, insegura.
—Lo sé —dije—. Lo sé.
Ella se volvió bruscamente y fue despacio hasta la ventana, mirando hacia el lago. La seguí, y suavemente le puse las manos en los hombros. Me sentía avergonzado de todo aquello, avergonzado de mis mentiras, y temeroso de lo que ocurriría si ella descubría la verdad.
Sentí una nueva tensión en su cuerpo, y ella se asomó más a la ventana, mirando con atención.
—¿Qué pasa?
—Mira. ¿No es un animal lo que hay allí? Justo enfrente. Eso era la cabaña de los Warden, antes de que George la vendiera. La del techo verde. Ahora, mira a la derecha del porche. —Miré y vi algo de gran tamaño, oculto en parte por un arbusto. Podía ser un oso. Ella me apartó y volvió con un par de gemelos. Los enfocó y dijo—: Es un hombre. Toma. Mira.
Los ajusté a mis ojos. El hombre se incorporaba. Era un hombretón de traje marrón. Iba sin sombrero y el pelo le clareaba en lo alto de la cabeza; su cara era ancha, dura. Era el hombre que pasó junto a Fitz y a mí en el sedán azul, el hombre que había entrado en el bar de la Inn. Se limpió las rodillas de sus pantalones marrones y se frotó las manos para quitarse la tierra. Se inclinó y tomó lo que parecía una larga duela, o un trozo de madera reforzado.
—Déjame ver —dijo ella y me quitó de nuevo los gemelos—. Conozco a la gente que le compró la cabaña a George. Ese hombre no es el dueño.
—Quizás es un operario de alguna clase.
—No lo oreo. Conozco a la mayoría de ellos. Ahora sube al porche. Está probando la puerta. ¡Eh! Rompió una ventana junto a la puerta. La está levantando. Va a entrar por ella. —Se volvió a mí, abriendo mucho los ojos—. ¿Qué te parece? ¡Tal, es un ladrón! Será mejor que vayamos allí.
—Lo que quieras. ¿Pero y la policía?
—Un minuto. —Entró rápidamente en el dormitorio y volvió con una pistola 22, de tiro al blanco, y una caja de balas. Era una automática de cañón largo. Abrió el cargador, la cargó con rapidez, volvió a cerrarlo, y me entregó el arma—. Vas a impresionarlo con esto más que yo. Vamos.
No había ningún camino que llevara directamente a la orilla del lago. Tuvimos que desviarnos unos cuatro kilómetros para llegar al camino del otro lado del lago. Un sedán azul oscuro estaba parado en lo alto del camino, en dirección a nosotros. No había lugar para pasar por delante de él. Paramos y bajamos por un sendero hacia la cabaña. Yo me volví y le indiqué que se quedara atrás. Seguí adelante, pero oí que ella venía detrás de mí. El hombre daba la vuelta a la cabaña, frunciendo el ceño. Se detuvo en seco al verme, y sus ojos fueron hacia el arma y luego hacia Ruth.
—¿Por qué forzó la entrada de la cabaña? —le preguntó colérica Ruth.
—Tranquila, señora. Deje esa arma, amigo.
—Conteste a la pregunta —dije, apuntándolo con la pistola. A él le impresionaba tan poco que me sentí en ridículo con el arma en la mano.
—Soy un investigador privado, amigo. No me haga ningún agujero en el cuerpo mientras saco mi billetera. Se lo demostraré.
Sacó la billetera. Tomó de ella una tarjeta de plástico y la tiró hacia nosotros. Ruth la levantó. Tenía su foto y la huella del pulgar, y dos firmas de aspecto oficial, la tarjeta decía que tenía registro de conductor del estado de Illinois. Se llamaba Milton D. Grassman. La tarjeta indicaba que tenía cuarenta y dos años, un metro ochenta, y cien kilos de peso.
—¿Pero qué está investigando? —le preguntó Ruth.
Él sonrió.
—Investigando, simplemente. ¿Y quién es usted, señora? Quizás están donde no deben. —Su sonrisa tenía una mezcla de buen humor y desprecio.
—¿Trabaja para Rose Fulton, no? —le pregunté.
La sonrisa desapareció enseguida. Me pareció que él no se movía ni respiraba. Me dio la impresión de que había una buena inteligencia detrás de la cara gorda y dura, y que estaba trabajando rápidamente.
—Lo siento, pero no conozco el nombre —me contestó. Mas había esperado demasiado—. ¿Quién es usted, amigo?
—Vamos a dar parte de esto a la policía —intervino Ruth.
—Hágalo, señora. Sea una buena ciudadana. Avíseles.
—Ven, Tal —dijo ella. Volvimos por el camino. Cuando subimos al auto y miramos hacia atrás, lo vi parado junto a su auto, mirándonos. No apartó los ojos de nosotros mientras encendía un cigarrillo y sacudía el fósforo para apagarlo.
Ruth se mantuvo extrañamente silenciosa mientras volvíamos a la cabaña de los Stamm. Por fin, le pregunté:
—¿Qué te pasa?
—No lo sé. Al principio, pensé que me habías mentido. Luego, te creí. Ahora, no lo sé.
—¿Por qué?
—Ya sabes lo que estoy pensando. Le preguntaste por Rose Fulton. Él se conmovió cuando lo hiciste. Cualquiera lo habría notado. Eloise Warden se fugó con un hombre llamado Fulton. ¿Por qué se te ocurrió hacerle esa pregunta al señor Grassman? —Se volvió para mirarme—. ¿Qué haces en Hillston, Tal? Si ése es tu nombre.
—Te dije lo que hacía.
—¿Por qué le preguntaste eso al hombre?
—La policía me detuvo anoche. Se habían enterado de que Rose Fulton contrató a otro hombre para que viniera aquí. Éste es el tercero. Creyeron que era yo. Me interrogaron y me dejaron ir. Por eso, supuse que sería ese hombre.
Salimos del auto. Ella seguía mirándome de un modo raro.
—Tal, si viniste aquí para escribir acerca de Timmy, creo que me habrías contado eso antes. Es una historia interesante, si ibas a escribir algo acerca de Timmy. Y no puedo creer que lo hubieras olvidado.
—No… se me ocurrió contártelo.
—Eso no sirve, Tal.
—Ya lo sé.
—¿Qué pasa? ¿Es algo que no me puedes decir?
—Mira, Ruth. Yo… Vine aquí por otra razón. Te mentí. No te quiero decir por qué vine aquí. Prefiero no hacerlo.
—Pero es algo que tiene que ver con Timmy.
—Exacto.
—Él ha muerto, ¿no?
—Ha muerto.
—¿Pero cómo puedo saber cuando mientes y cuando no?
—No puedes, claro —le contesté.
Cerró la cabaña y, por el camino de regreso, me indicó las vueltas que tenía que dar. Pero no dijo nada más. La llevé a su casa. Abrió la puerta del auto y salió rápida.
—Un momento, Ruth.
Ella tenía el pie derecho en el suelo. Se sentó en un rincón del asiento y se volvió para mirarme.
—¿Sí?
—Siento mucho esto.
—Me ha hecho hacer el papel de una estúpida. Le hablé mucho. Creía en usted y le conté cosas que nunca le había contado a nadie. Y todo para ayudarlo cuando no tenía intenciones de escribir nada acerca de Timmy.
—Le repito que lo siento.
—Eso no sirve de mucho. Pero voy a darle el beneficio de la duda, Tal. Míreme y dígame que no tiene por qué estar avergonzado de la razón que lo trajo aquí.
Miré sus ojos grises y, como Grassman, vacilé demasiado tiempo. Ella cerró de golpe la puerta del auto y se fue a la casa sin mirar atrás. La noche del sábado ya no era una cosa agradable en qué pensar. Sin saber cómo, por ser demasiado impulsivo y demasiado torpe, me atrapé yo mismo. Me parecía que había perdido algo mucho más importante que una cita de un sábado por la noche. Ella no era una muchacha a la que se podía mentir. No era una muchacha a la que uno querría mentir. Mi pretexto me parecía ahora algo sucio y vergonzoso. Fui hasta el centro, y empecé a beber en la Hillston Inn.
Antes de salir de la Inn, cobré dos cheques del viajero. Fui a muchos bares. Era una noche de sábado. La ciudad estaba muy animada. No recuerdo haber visto al barman enano. Sé que invité a beber a una mujer. En otro momento estaba en un tocador de caballeros y cuatro hombres cantábamos. La puerta estaba cerrada y alguien golpeaba en ella. Cantábamos muy bien. Devolví en un seto y no pude encontrar mi auto. Vagué largo rato hasta encontrarlo. No sé qué hora era. Tarde. Tenía que cerrar con cuidado un ojo cuando regresé cautelosamente al motel. Si no, veía doble la línea del centro.
Detuve el coche delante de mi habitación y me acosté, sin lavarme. El domingo fue una réplica del sábado, un día triste en el pueblo, un día de borrachera.
Eran las once cuando me desperté el lunes por la mañana. Media docena de vasos de agua me hicieron sentirme hinchado, pero no apagaron mi sed. Me latía la cabeza, con un golpeteo apagado, doloroso. Me afeité despacio, penosamente. La ducha me hizo sentirme un poco mejor. Decidí que era el momento de irme. El momento de dejar aquello. No sabía a dónde iría. Adonde fuera. A buscar cualquier trabajo. Quizás un trabajo manual. Agotarme para no pensar.
Hice mis dos valijas. Las dejé junto a la puerta y salí para abrir el baúl. Todos los autos de los demás pasajeros se habían ido. Un perro grande apoyaba sus patas en un costado de mi auto y miraba por la ventanilla. La mujer fría y delgada, de aire de pájaro, sacaba sábanas y toallas de una de las habitaciones, y las echaba en un cesto de mimbre con ruedas.
El perro se apartó cuando yo salía, y se quedó a unos cinco metros de distancia, gimiendo de un modo raro. Hice ademán de tirarle unas piedrecitas, y él retrocedió más. No sabía que lo había atraído a mi auto.
Se me ocurrió mirar hacia adentro cuando iba a abrir el baúl. Me detuve y miré, largo rato. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar la vista. Un hombre corpulento yacía en el piso de la parte trasera, con las piernas dobladas y la cabeza ladeada. Era Milton Grassman. Todavía llevaba el traje marrón. En las rodillas tenía rastros de fango seco. La frente, en el lugar donde empezaba la rala línea del pelo, era una especie de abertura gelatinosa, una horrible y repugnante depresión. Ningún hombre podía haber vivido más de un instante con una herida así.
Me di cuenta de que la mujer me llamaba con su voz aguda.
Me volví y dije:
—¿Qué?
—Le pregunté si se iba a quedar otro día.
—Sí. Sí, voy a quedarme otro día.
Ella entró en otra habitación. Iba camino de la mía, con la ropa. Me apresuré a entrar. Guardé una valija en el placard, y llevé mis artículos de tocador al baño. Cerré la puerta y salí. El perro estaba junto a mi auto, gimiendo. Me puse al volante y me alejé de allí. Salí del pueblo. No quería que me detuviera una señal de tránsito en un lugar donde cualquiera pudiera mirar hacia el interior del coche. Recordé una vieja lona que llevaba detrás. Detuve el auto a un costado del camino y la saqué. Esperé a que el tránsito disminuyera y luego cubrí con ella a Grassman. Traté de no mirarlo. Pero no pude dejar de verle la cara. El aflojamiento de la muerte le había quitado toda expresión.
Manejé al azar y luego me detuve de nuevo en el costado de una carretera. Quería reflexionar. Sentía la horrible presencia del cadáver detrás de mí. Tenía el cerebro como helado, entumecido, inútil. No me servía de nada preguntarme cuándo habían puesto allí el cadáver. Ni siquiera recordaba los lugares donde estacioné.
¿Por qué lo habían metido en mi auto? Alguien quería deshacerse de él. Alguien quería que las sospechas no recayeran sobre él. A juzgar por el tipo de herida, el asesinato había sido violento e impremeditado. Un golpe tremendo que destrozó el cráneo. Era inevitable que pensara en Fitz. De toda la gente que conocía en Hillston, era el único capaz de asesinar, y el único lo suficientemente brutal y rápido como para haber matado a un hombre como Grassman. Por lo que pude verlo, Grassman me pareció duro y capaz.
Pero, ¿por qué quería complicarme Fitz? La respuesta era rápida y aterradora. Eso significaba que había descubierto a Cindy, a la Cindy que debía de saber dónde había enterrado el dinero Timmy. Tal vez lo tenía ya.
El problema inmediato era deshacerse del cadáver. Tenía que ser un lugar donde no hubiera testigos, donde nadie recordara haber visto el auto. No podía ir a la policía y decir: «Ya estuve aquí antes. No tengo empleo, ni dirección permanente. Además, tengo un prontuario criminal, de acuerdo con su definición. Y tengo un cadáver en el auto. Lo pusieron allí anoche. ¿Que si estaba borracho? Amigo, puede encontrar una docena de testigos que le dirán lo borracho que estaba. Estaba borracho perdido, como no lo he estado nunca en mi vida. Todavía más que la noche anterior».
No habría ni un destello de comprensión en los fríos ojos del teniente Prine.
Un patrullero de carretera me cruzó yendo despacio. El agente que empuñaba el volante me miró con curiosidad. Se detuvo y retrocedió. Quizás ya andaban buscándome.
El policía se inclinó sobre el asiento vacío y me preguntó:
—¿Qué le sucede?
—Nada. Me pareció que tenía recalentado el motor. Paré para enfriarlo un poco. ¿Está muy lejos la estación de servicio?
—Un kilómetro más o menos. Se le enfriará más rápido si abre el capó.
—¿Ah, sí? Gracias.
—Y apártelo un poco más del camino.
Se fue. Yo aparté un poco más el auto. Abrí el capó. Me pregunté si le había chocado mi modo de actuar, y si volvería para pedirme la licencia y examinar el auto. Me pregunté si debía dar una vuelta en U, y alejarme de él todo lo que pudiera. Pero me parecía más sensato arriesgarme a su improbable vuelta, y quedarme allí hasta que se me ocurriera un plan para deshacerme del cadáver.
El sol del mediodía era cálido. En el auto había un sutil olor acre que me enfermaba. Un tractor rojo oscuro iba y venía en un campo lejano. El agua de un regadío murmuraba en una zanja, más allá del camino. Un camión pasó a toda velocidad, y la ráfaga sacudió mi auto.
Descubrí que una borrachera de dos días le da a nuestro cerebro una sensación de irrealidad. La memoria no es de fiar y los sueños se mezclan con la realidad. Empecé a preguntarme si no habría imaginado el cadáver. Cuando no hubo más tránsito, miré de nuevo hacia el asiento posterior. La lona seguía allí. El cadáver estaba cubierto. Pero no cubierto del todo. Vi un grueso tobillo, una inedia verde oscuro, un zapato marrón, cuarteado en el talón, con los cordones atados en un doble nudo, cómo solía atármelos mi madre cuando yo era pequeño, para evitar que se me soltaran. Eso me hacía considerar más a Grassman como una persona, la misma persona que se sentó en el borde de una cama para atarse los cordones, y que luego salió para convertirse en cadáver. Y esos cordones serían eventualmente desatados por otro, por alguien que lo haría con frialdad profesional, con competencia descuidada. Di media vuelta al oír ruido de tránsito. Cuando la carretera quedó vacía de nuevo estiré la lona para cubrir el tobillo y el zapato, pero entonces la cabeza quedó descubierta y yo sentí un espasmo en el estómago y no pude mirarlo.
Al cabo de un rato, conseguí arreglar bien la lona. Salí del auto. No quería mirar de nuevo adentro. Pero me descubrí mirando hacia el interior por una ventanilla.
Tenía que deshacerme de él en alguna parte. Tenía que hacerlo pronto. La misma proximidad del cadáver me impedía pensar con claridad.
¿El lago? Podría encontrarlo de nuevo. Pero allí podían verme, con la misma facilidad con que Ruth vio a Grassman. Podía buscar un camino apartado, al azar, y tirar el cadáver desde el auto, cuando llegara a un lugar que me pareciera bueno. Pero el cadáver sería hallado, lo identificarían, y aparecería en los diarios con su nombre. Y Ruth iba a recordar la extraña pregunta que le hice al hombre y su respuesta a mi pregunta.
Pasaban los minutos sin que yo consiguiera nada. La puerta de Fitzmartin era ancha, profunda y estaba contorneada por agudas estacas. Me hubiera gustado dejar el cadáver en su puerta. Devolvérselo. Para que se preocupara él.
Al principio, la idea me pareció absurda. Pero cuanto más pensaba en ella mejor me parecía. Me verían entrar en el aserradero. Mas si me interrogaban diría que fui a ver a Fitzmartin. Y vería a Fitzmartin. Dejaría el cadáver en el aserradero, entre las pilas de madera cortada.
No. Eso no servía. Nadie iba a ser tan estúpido como para matar a un hombre y dejar el cadáver en el lugar donde trabajaba. Claro que si se había intentado ocultar el cadáver… Quizás supondrían que era un escondite temporario hasta que a Fitzmartin se le ocurriera otro mejor.
Por otra parte, ¿habría un hombre tan estúpido que, después de matar a otro, lo llevara a la policía en su auto, y declarara que él no había sido? Quizás ésa era la mejor salida. Quizás era la reacción más propia de un inocente.
Tenía las manos heladas y sudorosas. Dejaban marcas húmedas cada vez que tocaba el volante. Trataba de pensar en todas las alternativas, en todos los planes de acción posibles. Podía volver, dejar el motel, dirigirme al oeste, y abandonar el cadáver en un lugar donde nunca lo encontrarían. Comprar una azada. Enterrarlo en el desierto. Podía poner el cadáver a mi lado, en el asiento, y chocar con algo. Mis ideas empeoraban, en vez de mejorar. La misma presencia del cadáver hacía que el pensar se convirtiera en algo tan penoso como correr con el agua hasta la cintura. No quería dejarme llevar por el pánico, pero sabía que tenía que deshacerme del cadáver cuanto antes. Y no me veía yendo a ver a Prine y poniéndome a merced suya. Grassman había sido muerto por alguna razón. El esconder el cadáver me daría un respiro. Suponía que, eventualmente, sería descubierto. Pero cuando llegaran hasta mí, yo sabría ya por qué lo habían matado. El saber el porqué significaba saber quién fue. Yo sabía que era Fitz. ¿Por qué mató Fitzmartin a Grassman?
Cerré el capó, puse el auto en marcha y me alejé. Estaba a cinco kilómetros del motel, y a unos nueve de la ciudad, cuando encontré un camino conveniente, que doblaba hacia la izquierda. Su asfalto estaba lleno de agujeros, maltratado por el invierno, surcado por los tractores. Subí unas lomas suaves y bajé hacia valles ignorados. Salía de una zona boscosa, cuando vi adelante, a la izquierda y apartada del camino, una alta chimenea de piedra en el lugar donde una casa se había quemado hacía mucho tiempo. El viejo granero gris estaba hundido a medias. Parecía un gran animal gris con el lomo quebrado y las patas traseras arrastrándose. El camino estaba vacío. Entré por el sendero que llevaba en otros tiempos a la chacra. Unos arbustos se inclinaban ante mi paragolpes delantero, se arrastraban junto a los costados y volvían a alzarse detrás del auto. Di la vuelta a los cimientos de la casa y paré detrás del granero, cerca de un grupo de matorrales. No convenía que me viesen desde el camino. Tenía que arriesgarme a que me vieran desde las distintas laderas. Cuando paré el motor, todo era silencio. Un cuervo pasó por encima, ronco y burlón.
Abrí la puerta posterior del auto y me esforcé en agarrar los gruesos tobillos. El rigor había empezado. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para sacar el cadáver, apretado entre el asiento posterior y la parte trasera del asiento de adelante. Se soltó de repente, y cayó a tierra con un ruido sordo. Yo solté los tobillos y retrocedí tambaleándome. Había habido algo debajo del cadáver. La fricción lo empujó hacia mí. Descansaba en el piso del auto, mitad adentro y mitad afuera… era un trozo corto y brillante de caño galvanizado con una mancha oscura y redonda en un extremo. Dejé el cadáver y fui a ver dónde podía ponerlo. En la parte trasera del granero había un agujero grande. Entré por él. El piso parecía sólido. La luz del sol penetraba clara por los agujeros del techo.
Volví de nuevo al cadáver. No me costó mucho arrastrarlo hasta el agujero. Pero meterlo dentro del granero fue difícil. Tuve que levantarlo casi un metro. No sabía cómo hacerlo. Por fin, lo di vuelta, y lo puse sentado contra la pared, de espaldas al agujero. Pasé por encima de él y luego me incliné y lo tomé de las muñecas. Lo hice pasar por el borde del agujero, y después lo arrastré a la oscuridad. En el piso había un poco de heno, apelotonado y mohoso. Cubrí el cuerpo con él. Salí y tomé el trozo de cañería, empleando una gran hoja seca para agarrarlo. La dejé caer en el heno que cubría el cadáver. Salí de nuevo al sol.
Pensé en Grassman. Me pregunté qué le habría hecho elegir esa clase de trabajo. Un trabajo sucio, monótono y a veces peligroso. Por la forma en que nos habló cuando lo encontramos en el lago, me imaginé que ni sospechaba siquiera que iba a acabar así. Me había parecido duro y confiado. El cadáver bajo la paja era algo muy distante de los detectives de ficción, los inteligentes y suaves, o los atrevidos. Su historia había terminado. Ya no se sentaría, se sacudiría la paja de los ojos, y echaría mano a la rubia o a la botella. Dejarlo allí tenía algo de entierro, aunque no se había pronunciado ninguna palabra solemne.
Inspeccioné el auto. La alfombrita estaba manchada en cuatro lugares. No pude ver ninguna mancha en el asiento, ni en la parte interior de las puertas. Saqué la alfombrita y la enrollé. La dejé a mi lado en el asiento de adelante. Me quedé sentado escuchando el silencio, aguzando el oído: percibí el ruido de un motor subiendo las lomas. No oí más que los pájaros y el rumor del viento.
Di marcha atrás hasta el camino, y no volví por donde había venido. Es más fácil recordar un auto que se ha visto ir y venir, en un camino apartado, que un auto que pasó una vez. Al cabo de tres kilómetros llegué a un cruce. Doblé hacia el norte. Pensé que el camino corría paralelo a la ruta principal, pero al cabo de cinco minutos se cruzó con ella, en ángulo agudo. Tomé el siguiente camino secundario y doblé a la derecha. Estaba más cerca de la ciudad. Poco después como había esperado y deseado, llegué a un lugar donde se tiraban basura y trastos viejos. Dejé la alfombra enrollada entre resortes de colchones y motonetas rotas, y la cubrí con unas cuantas latas vacías.
Cuando pasé por delante del motel, camino de la ciudad, me sorprendió ver que no eran más de la una y cuarto. Comí en un restaurante chico de Delaware Street. Cuando salía, me encontré en la vereda con la señora Pat Rorick. Llevaba un montón de paquetes. Me sonrió y dijo:
—Hola, señor Howard.
—¿Recordó algo, señora Rorick?
—No sé si esto le servirá, pero recordé una cosita. Una pequeña pieza que hicieron en el octavo grado, donde trabajó Timmy. Estaba basada en la historia de Cinderella[1]. No recuerdo qué chica hacía el papel, pero recuerdo lo raro que resultaba, porque Timmy llamaba a la chica Cindy. Probablemente, no significa nada.
—Puede ser que sí. Gracias.
—Me alegro de haberlo visto. Estaba preguntándome si debía llamarlo o no, por una cosa que me parece una estupidez. Bueno, tengo que apurarme. Ahí viene el ómnibus.
—La llevaré a su casa.
—No. No se moleste.
La convencí de que no tenía nada que hacer. Subimos al auto. Ella tenía todos los paquetes en el regazo y yo me pregunté qué habría sentido si se hubiera enterado de quién fue mi último pasajero.
—¿Qué debo hacer para enterarme de quién era la muchacha?
—Pues… no sé. Fue hace mucho tiempo. No se si lo recordará alguien. La profesora del octavo grado era la señorita Major. Yo la tuve también, después. Era muy linda. Creo que escribió la obra. No sé qué fue de ella. Creo que se casó y se fue. En la escuela lo sabrán. Es la Escuela John L. Davis. En Holly Street, cerca del puente.