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Una persistente lluvia de abril empapaba la tierra. Había podido manejar más o menos bien hasta que llegó el crepúsculo, pero a media luz era muy difícil ver el camino. La lluvia caía lo suficientemente fuerte como para reflejar las luces de mis faros en el parabrisas. El cuentakilómetros me decía que no debía andar muy lejos de Hillston.

Cuando vi a la derecha el letrero del motel disminuí la velocidad. Parecía bastante nuevo. Entré. La zona de estacionamiento estaba empedrada con esos guijarros redondos que crujen bajo los neumáticos. Detuve el coche lo más cerca posible de la oficina, y fui corriendo hacia ella. Una mujer de ojos brillantes y fríos, y con los movimientos vivos de un ave acuática, me alquiló una habitación al fondo, lejos del ruido de la carretera. Me dijo que el lugar se hallaba a cuatro kilómetros de los límites urbanos de Hillston.

En cuanto vi la habitación decidí que me convenía. Era un buen lugar para vivir mientras hacía lo que tenía que hacer en Hillston. Me tendí en la cama y me pregunté si había hecho bien en usar mi nombre en el registro del motel. Pero si encontraba el dinero, nadie podría decir que había sido yo quien se lo había llevado. Y daba lo mismo que usara mi verdadero nombre o no.

Cuando la lluvia cesó, salí y fui a un pequeño restaurante de la carretera. La muchacha del mostrador me dijo dónde podía comprar una botella de whisky. Parecía dispuesta a aceptar cualquier invitación a beberla conmigo, pero aunque era bastante linda, no me interesaba. Estaba pensando en otra cosa, y quería volver solo, para beber un rato mientras pensaba en cómo podría hacerlo.

Quizás han visto fotos nuestras, esas que realmente estaban gastadas cuando se efectuó el intercambio de prisioneros. Yo era uno de los que iban en camilla. Mi estómago se había negado a digerir la basura que nos daban, y pesaba cuarenta kilos. Una semana más, y me habrían enterrado del otro lado del río, como a tantos otros. Me hallaba en mal estado, no sólo físico sino mental. Estaba demasiado enfermo como para ser transportado en avión. Mi memoria era un desastre. Me llevaron directamente al hospital y empezaron a alimentarme por un tubo.

Durante los meses que pasé en el hospital militar, ya de vuelta en el país, empecé a reflexionar y a recordar más detalles acerca de Timmy Warden, de Hillston. Cuando los del Servicio de Inteligencia me interrogaron, les conté cómo murió Timmy, pero nada más. No les dije ni una palabra de lo que Timmy me contó a mí.

Nos capturaron a los dos al mismo tiempo, en una acción que ocurrió cerca del depósito de agua. Lo conocía de un modo superficial. Pertenecía a otro pelotón. Después de nuestra captura, estuvimos juntos casi todo el tiempo. Se ha escrito mucho ya acerca de lo que era aquello. Bueno, no era agradable.

La experiencia de un campo de prisioneros puede cambiar nuestra actitud frente a la vida y frente a nosotros mismos. A Timmy Warden se la cambió. Su único pensamiento era sobrevivir. A todos nos pasaba lo mismo, pero Timmy era más fanático. Tenía que volver.

Una noche me habló de eso. Fue cuando ya estaba muy débil. Yo seguía aún relativamente bien. Me habló en la oscuridad, en un murmullo. No podía verle la cara.

—Tal, tengo que volver para arreglar algo. Tengo que hacerlo. Cada vez que pienso en eso, me avergüenzo. Creí que era inteligente, que estaba consiguiendo lo que quería. Quizás ahora maduré. Pero sé que tengo que arreglarlo.

—¿Qué era lo que querías?

—Lo quería y lo tuve, pero ahora no puedo usarlo. También la quería a ella y la tuve, pero ya no me sirve de nada.

—No entiendo muy bien lo que dices, Timmy.

Entonces me contó la historia. Había trabajado con su hermano George, que le llevaba seis años y lo había hecho socio suyo. George tenía olfato para las ventas y la promoción. Timmy sabía llevar los libros, contaba con un talento especial para los números. Tenían un negocio de accesorios para la construcción, una ferretería, un aserradero y varios camiones para el transporte de cemento.

Y George tenía, además, una esposa joven, hermosa, petulante, amoral y descontenta, que se llamaba Eloise.

—No lo busqué, Tal. Fue una de esas cosas que pasan. Ella era la esposa de mi hermano, y yo sabía que eso estaba mal, pero no pude evitarlo. Nos veíamos a espaldas suyas. Hillston no es una ciudad grande. Teníamos que andar con mucho cuidado. Creo que desde un principio yo supe cómo era ella. Pero George pensaba que era la mejor persona que jamás pisó la tierra. Fue ella quien me convenció de que debíamos huir juntos, Tal. Me dijo que necesitábamos dinero y yo empecé a robar.

Me contó cómo lo había hecho. Buena parte de lo que me dijo no tenía mucho sentido para mí. Él hacía los pedidos, y se encargaba de las cuentas y los depósitos bancarios. Eran operaciones que le dejaban grandes beneficios. Sacaba un poco de aquí y otro poco de allá, siempre en efectivo. Hizo eso durante todo el tiempo que mantuvo relaciones con Eloise. Me contó que había tardado casi dos años en reunir cerca de sesenta mil dólares. Los contadores no lo descubrieron.

—No podía abrir una cuenta bancaria con el dinero, y sabía que no convenía ponerlo en la caja fuerte de un banco. Guardé el dinero en unos viejos frascos de mermelada, esos frascos que tienen un aro de goma roja y un alambre que sujeta la tapa. Los llenaba y los enterraba. George no hacía más que preocuparse; quería saber por qué no ganábamos lo suficiente. Yo le seguía mintiendo. Eloise estaba cada vez más impaciente y cada vez se desentendía más de las precauciones. Yo temía que George descubriera el asunto y no sabía qué hacer. Ella me tenía como hipnotizado. Por fin, fijamos la fecha de nuestra fuga. Lo planeamos todo. Y justo entonces me llamaron del ejército. Era reservista. No podía hacer nada. Le dije a Eloise que cuando volviera íbamos a hacer lo que habíamos pensado. Pero ahora estoy aquí. Y no quiero hacerlo. Quiero volver y devolverle el dinero a George, y contárselo todo. He tenido demasiadas oportunidades de pensarlo.

—¿Cómo puedes saber que ella no se marchó con el dinero?

—No le dije dónde lo había puesto. Sigue allí. Nadie puede encontrarlo.

Su historia me dio mucho que pensar. Timmy Warden desmejoraba cada vez más. Por aquel entonces, los que todavía vivíamos éramos expertos en saber cuándo alguien iba a morir. Y yo sabía que Timmy era uno de ellos. Sabía que no saldría de allí con vida. Traté de descubrir dónde había enterrado el dinero. Pero esperé demasiado. Él empezó a perder la cabeza. Yo lo oía desvariar. Escuchaba todas las palabras que decía.

Pero en sus desvaríos nunca habló del escondite. Me lo reveló en un momento de relativa lucidez, una tarde, después de tomarme de la muñeca con su esquelética mano.

—No voy a salir de aquí, Tal.

—Saldrás.

—No. Vuelve tú y arréglalo. Puedes hacerlo. Díselo a George. Dale el dinero. Cuéntaselo todo.

—Seguro. ¿Dónde está el dinero?

—Cuéntaselo todo.

—¿Dónde está escondido el dinero?

—Cindy lo sabría —dijo, con una repentina risa, débil, enloquecida—. Cindy lo sabría. —Y eso fue todo lo que pude sonsacarle. Yo tenía aún fuerzas suficientes como para empuñar una pala. Aquella noche ayudé a cavar la fosa de Timmy Warden.

En el hospital pensé mucho acerca de los sesenta mil dólares. Podía ver los frascos de mermelada con los billetes enrollados adentro. Los desenterraría, les limpiaría la tierra y vería el verde brillo del dinero. Eso me ayudó a pasar el tiempo en el hospital.

Por fin me dieron de alta. La idea de ese dinero no estaba ya en la superficie de mi cerebro, sino hundida en lo más profundo de él. Pensaba en el dinero, pero no muy a menudo. Volví a mi trabajo; me pareció muy insípido. Me sentía inquieto y fuera de lugar. Había gastado mucha energía emocional para seguir viviendo y volver a aquello, a mi trabajo y a Charlotte, la muchacha con quien había pensado casarme. Pero ahora ni el trabajo ni la muchacha me parecían suficientes.

Al cabo de dos semanas me despidieron. No los censuro. Trabajaba con muy poco interés. Le dije a Charlotte que me iba a ir por un tiempo. Sus lágrimas me dejaron completamente frío. No era más que una muchacha que lloraba, una extraña. Le dije que no sabía a dónde iba. Pero yo sabía que iba a Hillston. Allí estaba el dinero. Y alguien llamado Cindy, que me ayudaría a encontrarlo.

Había emprendido el largo viaje con una esperanza de éxito muy poco realista. Ahora ya no confiaba tanto. Me parecía que buscaba algo más que los sesenta mil dólares. Me parecía que buscaba algo que diera un sentido y una meta a mi vida. Llevaba conmigo mil dólares en cheques de viajero y mis pertenencias. Todo lo que poseía llenaba dos valijas.

Charlotte había llorado y no me conmovió. Acepté que me despidieran, y no me importó mucho. Desde la repatriación y el hospital me sentía como medio hombre. Era como si hubieran enterrado la otra mitad y yo hubiera venido a buscarla… allí en Hillston, una ciudad chica que no conocía. Tenía que volver a sentirme vivo, de algún modo. Dejé de vivir en el campo de prisioneros. Y desde entonces no había vuelto del todo a la vida.

Bebí en la habitación del motel hasta sentir entumecidos los labios. En la oficina había un teléfono público. La mujer-pájaro me miró con franca desaprobación pero condescendió a darme el cambio para hacer un llamado.

Me había olvidado de la diferencia horaria. Charlotte estaba cenando con su familia. Su madre contestó el teléfono. Sentí la frialdad de su voz. Llamó a Charlotte.

—¿Tal? ¿Tal, dónde estás?

—En un lugar llamado Hillston.

—¿Estás bien? Hablas de un modo raro.

—Estoy bien.

—¿Qué haces? ¿Estás buscando trabajo?

—Aún no.

Ella bajó tanto la voz que casi no pude oírla.

—¿Quieres que vaya ahí? Lo haría, si quieres. Y… sin condiciones, Tal.

—No. Te llamé sólo para que supieras que estoy bien.

—Gracias por llamarme, vida mía.

—Bueno… adiós.

—Por favor, escríbeme.

Se lo prometí, colgué y volví a mi habitación. Quería que las cosas fueran como habían sido antes entre los dos. No quería herirla. No quería herirme. Pero me sentía como si toda una parte de mi cerebro estuviera entumecida, muerta. La parte donde ella estuvo antes. Había sido leal mientras estuve ausente. Tenía fe en mi regreso. No se merecía aquello.

A la mañana siguiente, la mañana del jueves, descubrí a Hillston limpio, lavado por la lluvia nocturna, resplandeciente bajo el sol de abril. Timmy me había hablado muchas veces de la ciudad.

—Es más bien un pueblo que una ciudad. No hay mucha gente de paso. Todos se conocen. Es un lugar muy bueno, Tal.

Hillston estaba ubicado entre unas lomas suaves, y se extendía hacia el norte, siguiendo la línea del río Harts. Subí por la calle principal, Delaware Street. El tránsito desbordaba la estrechez de la calle. La estandarización le ha dado a la mayoría de nuestras ciudades chicas un mismo aspecto. Frentes de los negocios de plástico y cristal. Woolworth’s y J. C. Penney, y Ligget y Timely, y la cadena de supermercados. El carácter esencial de Hillston había sido bastante diluido por esa estandarización y, sin embargo, todavía tenía más individualidad que muchas ciudades. Conservaba un ambiente de ocio, de modales suaves y placeres tranquilos. Ninguna ruta importante atravesaba la ciudad. Era un pequeño remanso apartado de la gran corriente.

Sin duda habría muchos que se quejarían de que la ciudad se estaba muriendo, de que los jóvenes se marchaban en busca de mejores oportunidades. Pero esos irritantes humanos no cambiaban la complacencia algo superior de la ciudad. La población era de veinticinco mil habitantes, y Timmy había dicho que no había cambiado mucho en los últimos veinticinco años. Había una fábrica de caños, una pequeña industria electrónica, y una fábrica que hacía herramientas baratas. Pero el dinero de la ciudad se debía al hecho de que Hillston era el centro comercial de todas las granjas y chacras de los alrededores.

Había atravesado la región lo más rápido que podía, deseoso de llegar allí. El motor del auto hacía un ruido raro cuando me detuve ante un semáforo en Delaware Street. En cuanto vi un taller de reparaciones fui hacia él.

Un hombre se acercó en cuanto bajé del auto.

—Creo que hay que revisarlo. El motor suena mal. También hay que engrasarlo y cambiarle el aceite.

Él miró el reloj de la pared.

—¿Puede ser para mañana a las tres?

—Sí, está bien.

—Chapa de California. ¿Está de paso?

—De vacaciones. Me detuve aquí porque conocí a un muchacho que vivía en el pueblo. Timmy Warden.

Era un hombre muy delgado, con pelo prematuramente blanco y dientes estropeados. Sacó un cigarrillo del bolsillo del overol.

—¿Conocía a Timmy? Por cómo lo dijo, me imagino que sabe que ha muerto.

—Sí. Estaba con él cuando murió.

—¿En el campo, eh? Me imagino que sería duro.

—Bastante duro. Él hablaba mucho de este lugar. Y de su hermano George. Decidí pasar por aquí, y hablar con su hermano para contarle lo que le pasó a Timmy.

El hombre escupió en el piso del garaje.

—Creo que George lo sabe.

—No entiendo.

—Me refiero al otro hombre que vino del campo. En realidad sigue aquí. Vino hace un año. Se llama Fitzmartin. Earl Fitzmartin. Trabaja para George en el aserradero. Supongo que lo conocería, ¿no?

—Lo conozco —dije.

Todos los que salieron con vida del campo conocían a Fitzmartin. Lo habían hecho prisionero un mes después que a nosotros. Era un hombre delgado, de brazos y manos terriblemente poderosos. Tenía el pelo claro y descolorido y los ojos del mismo tono que el humo de leña. Provenía de Texas y era infante de marina.

Lo conocía. Una noche fría seis de nosotros habíamos jurado solemnemente que si nos liberaban buscaríamos a Fitzmartin y lo mataríamos. Entonces creíamos que íbamos a hacerlo. Yo lo había olvidado. Ahora, lo recordaba.

Fitz no era un revolucionario. Pero sí una influencia disolvente. En el campo pensábamos que si podíamos mantenernos unidos aumentaríamos nuestras posibilidades de supervivencia. Nos organizamos, nombramos comisiones, nos asignamos responsabilidades. Había dos veteranos que habían estado en un campo de prisioneros japonés y conocían los mejores procedimientos para organizarse.

Fitz, más fuerte, rápido y astuto que cualquiera de los demás, se negó a tomar parte en aquello. Era un solitario. Tenía un instinto animal de la supervivencia. Se mantenía limpio y en buen estado. Comía cualquier cosa orgánicamente sana. Se paseaba solo y nos trataba con un helado desdén. Estaba tan lejos de nosotros como de sus captores. Era uno de los doce que compartían la barraca con Timmy y conmigo.

Quizás eso no constituya una causa suficiente para jurar que se matará a un hombre. No lo constituiría en una situación normal. Pero en el cautiverio los resentimientos menores adquieren una gran importancia. Fitz no estaba con nosotros; luego, estaba contra nosotros. Lo necesitábamos, y él demostraba todos los días que no nos necesitaba.

En el momento de la liberación, Fitzmartin pesaba tal vez unos diez kilos menos. Pero estaba en buen estado. Muchos habían muerto, mas Fitz andaba bien de salud. Yo lo conocía.

—Me gustaría verlo —le dije al del garaje—. ¿Está muy lejos de aquí el aserradero?

Estaba al norte del pueblo. Tuve que tomar un ómnibus que atravesaba un puente al extremo norte del pueblo, y caminar medio kilómetro por el borde de la carretera, pasando delante de basurales, un autocine modesto y viejas cabañas que se alquilaban. No hacía más que preguntarme por qué habría venido Fitz a Hillston. No podía saber lo del dinero. Pero entonces recordé su sigilo, su capacidad de moverse sin hacer ruido.

El aserradero era grande. Cerca del camino estaba la oficina. Adelante había un gran galpón descubierto, donde se guardaban las piezas a medio fabricar. Oí el chirrido de una sierra. Más allá de los dos edificios se veían altas pilas de madera; estaban cargando un camión. En el galpón descubierto un empleado ayudaba a un cliente a elegir marcos de ventana. Una empleada de cara delgada y pelo oscuro alzó los ojos de la máquina de sumar y me dijo que Fitzmartin estaba en el fondo, donde cargaban el camión.

Fui hacia la parte de atrás y lo vi antes de que él me viera a mí. Estaba más gordo, pero igual. Se hallaba junto a otro hombre, viendo cómo otros dos cargaban un camión. Llevaba un pantalón y una camisa caqui, y tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón. El hombre le dijo algo, y Earl Fitzmartin se rió. El sonido me sobresaltó. Nunca lo había oído reír en el campo.

Se volvió cuando yo me acercaba a él. Su cara cambió. Los ojos de humo me miraron cautos, especulativos.

—¿Recuerdo bien el nombre? Es Tal Howard, ¿no?

—Exacto. —Desde luego, ninguno de los dos intentamos darnos la mano.

Él se volvió al otro hombre.

—Joe, siga cargando eso. Deje esta boleta en la oficina cuando salga.

Fitzmartin empezó a caminar entre las pilas de madera, y yo vacilé y lo seguí. Me condujo a un galpón que había en un rincón del fondo del aserradero. Una vieja cupé Ford estaba estacionada junto a él. Abrió la puerta y me indicó que entrara en el galpón. Era un galpón impecablemente limpio, donde había un catre, una mesa, una silla, un estante con un hornillo eléctrico y platos. También había latas de conserva, ropa limpia colgando de unos clavos, y un montón de revistas y libros en una biblioteca rústica que se hallaba cerca de la cabecera del catre. En un rincón se veía un gran calentador y, a través de una puerta abierta, un pequeño baño, aún sin terminar.

No me invitó a que me sentara. Nos enfrentamos.

—Me alegro de ver a un antiguo compañero del otro lado del río —dijo.

—Me enteré en el pueblo de que trabajaba aquí.

—Pasaba por casualidad por el pueblo y se enteró de que trabajo aquí.

—Así es.

—Quizá anda buscando a todos los muchachos. Quizá va a escribir un libro.

—Es una idea.

—Mis experiencias como prisionero de guerra. Yo y Dean.

—Lo pondría en el libro, Fitz. El gran ego. Tan interesado consigo mismo que no intentaba ayudar a nadie.

—¿Ayudar a esos cobardes desgraciados? Me asombraban. Querían convertir el campo en un club juvenil. Vi cómo morían muchos de ustedes porque no tenían el valor, la voluntad o la imaginación necesarios para sobrevivir.

—Con su ayuda, tal vez algunos más habrían vuelto.

—Habla como si pensara que eso hubiese sido conveniente.

Había en su tono una burla desdeñosa que me hizo recordar todo con claridad. Eso era lo que notábamos en él. No le habría importado que nos hubieran enterrado a todos allí, con tal de que Fitzmartin saliera bien de aquello. Creía que mi cólera e indignación estaban olvidadas, pensé que ya no me importaba. Quizás él, también, calculó mal hasta qué punto su desdén me hacía despreciar su fuerza física.

Lo ataqué ciegamente, tomándolo casi de sorpresa, y mi puño derecho golpeó con fuerza su mandíbula. El impacto me sacudió el brazo, el hombro y la espalda. Lo hizo retroceder un paso. Yo quería que cayera al suelo. Volví a atacarlo, y di contra un brazo grueso y duro. Esquivó el tercer golpe y me agarró de la muñeca izquierda, y luego de la derecha. Traté de soltarme, pero él era demasiado fuerte. Pude resistir varios segundos, mientras él me retorcía las muñecas, con cara impasible. Pero, lentamente, me vi forzado a arrodillarme; unas lágrimas de cólera y humillación me escocían los ojos.

De repente, soltó mis muñecas, me dio un golpecito descuidado, con la mano abierta, en un lado de la cabeza, y me derribó sobre el desnudo suelo. Me levanté a medias y traté de agarrar la silla para usarla como arma. Él me la quitó de las manos de un tirón, puso un pie en mi pecho y me empujó, haciéndome rodar hacia la puerta. Dejó la silla en su lugar, fue a sentarse en el catre, y encendió un cigarrillo. Yo me levanté despacio.

Me miró con calma.

—¿Se le pasó ya?

—¡Maldito sea!

Él parecía aburrido.

—Cállese y siéntese. No intente hacerse el héroe, Howard. Le dejaré unas cuantas señales, si eso es lo que quiere.

Me senté en la silla. Tenía las rodillas débiles y me dolían las muñecas. Él se levantó rápidamente, fue a la puerta, la abrió, miró afuera, la cerró de nuevo, y volvió al catre.

—Vamos a hablar de Timmy Warden, Howard.

—¿Qué hay con Timmy?

—Es demasiado tarde para esos juegos. La información lo mantiene a uno vivo. Yo escuché muchas cosas en el campo. Sé que Timmy robó sesenta mil dólares a su hermano, y los guardó en unos frascos. Sé que Timmy se lo dijo. Le oí decírselo. De modo que no pierda el tiempo tratando de hacerse el tonto conmigo. Estoy aquí y usted está aquí, y sólo puede ser por esa razón. Yo llegué primero. Llegué cuando usted estaba aún en el hospital. No tengo el dinero. Si lo tuviera, no estaría ya aquí. Eso es obvio. Me imaginé que Timmy le habría dicho dónde lo escondió. Lo estaba esperando. ¿Qué lo demoró?

—No sé acerca de eso más que usted. Sé que lo escondió, pero no sé dónde.

Él se quedó en silencio, reflexionando.

—No sé si creerle o no. Vine aquí un poco al azar. No tenía mucho en qué apoyarme. Quería estar aquí, instalado ya, cuando usted llegara. Era correr un riesgo, pero este pueblo es igual que otro para mí. No creo que haya venido acá para buscar el dinero sin saber nada más que lo que yo sé. Es más conservador, Howard. Sabe algo que yo no sé.

—Exacto —le dije—. Sé exactamente dónde está. Ahora mismo puedo ir a desenterrarlo. Por eso aguardé un año antes de venir aquí. Y por eso vine a verlo, en vez de ir a sacarlo directamente.

—¿Por qué vino?

Me encogí de hombros.

—Perdí mi empleo. Recordé lo del dinero. Pensé que podía venir a echar un vistazo.

—He pasado un año buscándolo. Sé mucho más acerca de Timmy Warden, cómo vivía, y cómo pensaba, de lo que puede saber usted. Y no lo encontré.

—Quiere decir que yo tampoco podré encontrarlo, ¿no?

—Entonces creo que es mejor que se vaya, Howard. Que vuelva al lugar de donde vino.

—Me parece que voy a quedarme.

Él se inclinó hacia mí.

—En ese caso, tiene algún indicio que yo no tengo. Pero quizás no es muy bueno.

—No sé nada más que lo que sabe usted. Pero tengo más confianza en mí.

Eso lo hizo reír. La risa me hirió en mi orgullo. A él le hacía reír el pensar que yo podía hacer algo que él no podía hacer.

—Ha desperdiciado más de un año en eso —exclamé, acalorado—. Por lo menos, yo no lo hice.

Él se encogió de hombros.

—Tenía que ir a alguna parte. ¿Por qué no aquí? ¿Qué he desperdiciado con eso? Tengo un buen empleo. Vamos a reunir todo lo que sabemos y recordamos y, si lo descubrimos, le daré la tercera parte.

—No —dije, con demasiada rapidez.

Él se quedó muy quieto, mirándome.

—Tiene algún indicio para empezar a trabajar.

—No.

—Puede terminar con nada, en vez de una tercera parte.

—O con todo, en vez de la tercera parte.

—El encontrarlo y el llevárselo de aquí son dos cosas distintas.

—Correré el riesgo.

Él se encogió de hombros.

—Como guste. Vaya a saludar a George. Dele recuerdos míos.

—¿Y Eloise?

—No podrá hacerlo. Se marchó mientras estábamos detrás de las alambradas. Se fugó con un viajante, según dicen.

—Tal vez se llevó el dinero consigo.

—No lo creo.

—Pero sabía que Timmy lo había escondido y que era una gran cantidad. Por lo que me contó de ella, no se iría sin él.

—Se fue —dijo, sonriendo—. Le doy mi palabra. Se fue sin él.