4

Aunque los alumnos de la escuela secundaria se habían ido ya, las puertas estaban abiertas, y el portero, que barría las baldosas rojo oscuro del corredor, me dijo que probablemente encontraría al señor Leach en su despacho del piso bajo del viejo edificio. Los dos edificios, el viejo y el nuevo, se comunicaban. Unas puertas contra incendios separaban el viejo edificio de madera del moderno edificio de acero y cemento. Mis pasos resonaban en el vacío corredor con un eco metálico. Una chiquita seria salió de una clase y cerró la puerta tras de sí; llevaba muchos libros bajo el brazo. Parecía tan tímida, dulce y asustada como un cachorrito en un patio extraño. Me dirigió una rápida mirada y bajó apresurada por el corredor, delante de mí, con su pequeña cola de caballo danzando y los hombros inclinados.

Encontré la puerta y llamé. Una voz cansada me dijo que entrara. Leach era un hombre más bien bajo con la cara dura, cejas negrísimas y el pelo canoso cortado como una brocha. Estaba sentado a una mesa, corrigiendo deberes. Detrás de él había un escritorio lleno de libros y papeles.

—¿Puedo servirle en algo?

—Me llamo Tal Howard. Querría hablar con usted acerca de uno de sus ex alumnos.

Él agitó las manos sin entusiasmo.

—¿Un ex alumno metido en algún lío?

—No. Es…

—Me tranquiliza. ¿Nada de líos? ¡Qué raro! La facultad ha tenido muchos visitantes. Agentes federales de narcóticos. Agentes de libertad condicional. Funcionarios de prisiones. Policía del condado. Abogados. A veces me parece que no hacemos más que lanzar a la calle criminales de todas clases.

Lo interrumpí.

—No quiero molestarlo. Veo que está muy ocupado. Estoy reuniendo material acerca de Timmy Warden. Ruth Stamm me sugirió que hablara con usted.

Él se echó hacia atrás y se frotó los ojos.

—Timmy Warden. Reuniendo material. Eso suena a libro. ¿Le permitieron vivir lo suficiente como para proporcionarle bastante material?

—Timmy y otros más. Todos murieron en el campo. Yo estuve también. Casi me muero.

—Siéntese. Con mucho gusto hablaré con usted. Por lo visto, no es un profesional.

—No, señor.

—Entonces, como una obra de amor, hay que tratarla con respeto. Ruth sabe tanto acerca de Timmy como el que más, diría yo.

—Me contó muchas cosas. Y Timmy también me las contó. Pero necesito más. Ella me dijo que a usted le interesaba.

—Sí. Señor Howard, usted habrá oído probablemente hablar de cretinos que pueden multiplicar dos números de cinco dígitos simultáneamente, y darle el resultado de un modo casi instantáneo.

—Sí, pero…

—Ya lo sé. Timmy no era un cretino. Era un muchacho muy normal. Casi anormalmente normal, si comprende lo que quiero decir. Pero tenía una chispa. La de la matemática creadora. Podía sentir el… ritmo de los números. Ideó medios únicos para la solución de los problemas tradicionales de la clase. Tenía un talento muy raro, la capacidad de captar relaciones complicadas, y verlas en su forma más simple. Pero no tenía el impulso, la dedicación. Sin dedicación, señor Howard, esa capacidad no pasa de ser una simple facilidad, un don sin aplicación. Yo esperaba que fuese matemático. Enseño matemática en la escuela secundaria. Nada más que eso, porque no tengo todo lo que tenía Timmy Warden al nacer. Yo esperaba que algún día llegase a tener esa dedicación. Pero le faltó el tiempo.

—Sí, le faltó.

—Aunque lo hubiera tenido, dudo de que hubiera ido mucho más allá. Era un muchacho muy bueno y muy decente. Todo era demasiado fácil para él.

—Al final, no fue tan fácil.

—Me imagino que no. Ni ha sido fácil para cientos de millones de sus contemporáneos en todas las partes del mundo. Éste es un mal siglo, señor Howard. Malo para los jóvenes. Malo para la mayoría de nosotros.

—¿Qué cree que habría sido de él si hubiera vivido, señor Leach?

El hombre se encogió de hombros.

—Nada excepcional. El matrimonio, el trabajo, los hijos. Y la muerte. Sin ninguna contribución. Su nombre habría desaparecido como si no hubiese existido. Uno de los muchos sin cara. Como nosotros, señor Howard. —Se frotó de nuevo los ojos y sonrió—. Por lo general no soy tan deprimente, señor Howard. Ésta ha sido una mala semana. Una de esas semanas que refuerzan mi convicción de que algo devora a nuestros jóvenes. En esta semana, los chicos se han mostrado más hoscos, peligrosos, desanimados, estúpidos, dañinos, imbéciles e imposibles que de costumbre. En esta semana, una alumna de primer año de una de mis clases, ingresó en el hospital con septicemia, producto de un aborto hecho por ella misma. Y un chico bastante simpático fue acuchillado. Y el lunes pasado, dos alumnos de último año murieron en un choque frontal cuando volvían de Redding, llenos de licor. Él hombre que iba en el otro auto no curará, según creen. Cuando Timmy estudiaba, yo anunciaba ya la catástrofe. Pero no era como ahora. Por comparación, aquellas eran las buenas épocas antiguas, a pesar de lo recientes que son.

—¿Timmy fue alguna vez un problema disciplinario?

—No. Era perezoso. A veces, creaba algún alboroto. Por lo general, era cooperador. Yo esperaba que Ruth le hiciese ver el camino. Es una persona seria. Quizás demasiado buena para él.

—Parece que era muy popular con las chicas.

—Mucho. Y como en todo lo demás, las cosas eran demasiado fáciles para él.

—Me habló de algunas de ellas en el campo. Judy, Ruth, Cindy.

—No podría identificarlas. Si no recuerdo mal, una vez había ocho Judy en mi clase. Ahora, gracias a Dios, el nombre empieza a escasear un poco. Nunca hubo muchas Cindy. Pero siempre hubo una cantidad constante.

—Quisiera poder hablar con todas las muchachas que él me mencionó. He hablado con Ruth. Judy se marchó. No recuerdo el apellido de Cindy. Quisiera saber si me dejarían mirar la lista de las alumnas, para ver si la identifico.

—Sí, creo que podría hacerlo. El edificio de la administración debe de estar vacío ahora. Puede preguntarlo el lunes. Vamos a ver. Timmy se graduó en el cuarenta y seis. Yo tengo aquí los anuarios viejos. Están allí, en aquel estante de abajo. Puede sacar los de ese año y de los dos siguientes, y mirarlos allí, junto a la ventana, si quiere. Yo tengo que seguir con los deberes. Y realmente, no puedo decirle mucho más acerca de Timmy. Lo apreciaba y tenía esperanzas acerca de él. Pero le faltaba la motivación. Ése parece ser el caso de muchos de los chicos, en estos últimos tiempos. No tienen motivación. No ven ninguna meta digna de luchar por ella. No tienen ya sueños. Se contentan con los sueños fabricados por la N. B. C. y la Columbia.

Me senté junto a las ventanas y repasé los anuarios. En el del año 46 no había ninguna Cindy. En el del 47 había una. En cuanto vi la foto comprendí que no podía ser ella. Era una chica alta y gorda, con facciones pequeñas y descontentas, y ojitos hoscos y rebeldes. En el anuario del 48 había otra Cindy. Tenía la cara angosta, los dientes salientes, y unos ojos casi perdidos detrás de unos gruesos cristales, con una abrumadora expresión de estupidez. A pesar de todo, marqué sus nombres. Merecía la pena intentarlo, pensé.

Volví al anuario del 46 y pasé página tras página, con más cuidado. Entonces me encontré con una chica llamada Cynthia Cooper. Era una rubia medianamente atractiva, de naricita respingada. Me pregunté si Timmy habría dicho tal vez Cynthy. Era un diminutivo bastante feo de Cynthia. Y aunque tenía la voz débil y borrosa, estaba seguro de que dijo Cindy. Había repetido el nombre. Pero lo apunté, de todos modos.

La foto de Ruth Stamm en el anuario no era muy buena. Pero en su cara estaba ya la promesa de lo que sería, una clara insinuación de lo que había llegado a ser. Sus actividades, que figuraban debajo de la foto, formaban una larga lista. Lo mismo le ocurría a Timmy, que sonreía ante la cámara.

El señor Leach alzó los ojos cuando me acerqué a él.

—¿Tuvo suerte?

—Apunté algunos nombres. Tal vez me sirvan.

Le di las gracias por su ayuda. Él se inclinaba de nuevo sobre sus deberes antes de que yo llegara a la puerta. Era un tipo raro, con su extraña clase de dedicación e interés. Un hombrecito pomposo, mas con una gran bondad interior.

Llegué a la Hillston Inn poco después de las cinco. Pedí unas monedas al cajero y fui a una de las cuatro cabinas que había al fondo del hall. Primero llamé al número de la chica gorda, Cindy Waskowitz. En la guía había dos Waskowitz. John W. y P. C. Probé primero con John. Una mujer con voz nasal contestó el teléfono.

—Estoy tratando de localizar a una muchacha llamada Cindy Waskowitz, que se graduó en la escuela secundaria de Hillston en el cuarenta y siete. ¿Vive ahí?

—Un momento —dijo la mujer. Le oí hablar a alguien en la habitación. No distinguí lo que decía. Luego, volvió al aparato—. ¿Quería tener noticias de Cindy?

—Sí, por favor.

—Ella no vivía aquí. Yo soy su tía. Puedo darle noticias suyas. ¿Quiere saber qué fue de ella?

—Por favor.

—Eran las glándulas. No recuerdo la palabra. Mi hija acaba de decírmelo. Las glándulas. Cuando salió de la escuela secundaria pesaba cien kilos. Desde entonces, se hinchó como un globo. Cien kilos, ciento veinte, ciento cincuenta. Cuando murió en el hospital, pesaba cerca de los doscientos. Llegó a pasar de los doscientos una vez, antes de ir al hospital. Ya le digo que eran las glándulas.

Recordé los ojos rebeldes de la chica. Atrapada dentro de la prisión de carne blanda y blanca. Una chica bailarina, ágil, de movimientos ligeros, perdida dentro de aquella grasa creciente. Y por fin, enterrada dentro de su prisión de sebo.

—¿Su hija tiene la misma edad que hubiera tenido Cindy?

—Es un año mayor. Se casó, y tiene ya tres hijos. —La mujer rió con cálida risa.

—¿Podría hablarle a su hija?

—Seguro. Un momento.

La voz de la hija era fría, con un dejo de desconfianza.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quiere saber acerca de Cindy?

—Querría saber si cuando estudiaba en la escuela secundaria salía con un muchacho llamado Timmy Warden.

—Timmy ha muerto. Lo leí en el diario.

—Ya lo sé. ¿Salían juntos?

—¿Timmy y Cindy? Caramba, que linda combinación. Él ni siquiera sabría cómo se llamaba, porque ella era un globo. Creo que ni siquiera le hablaba. ¿Por qué iba a hablarle? Tenía a todas las chicas más lindas pendientes de él. ¿Por qué me pregunta eso?

—Estuve en el campo de prisioneros con él. Antes de morir me pidió que le diera un mensaje a una muchacha llamada Cindy. Me pregunté si sería esa Cindy.

—No. Lo siento. Se equivocó.

—¿Había otra Cindy en la clase?

—Había una en una clase inferior. Una chica fea. Es la única que recuerdo. Toda dientes. Con anteojos. Una chica borrosa. Pero no recuerdo su apellido.

—¿Cindy Kirschner?

—Esa misma. Pero no sé dónde puede encontrarla. Me parece haberla visto por el centro, hace cosa de un año. Tal vez figura en la guía. Pero creo que le servirá tanto como mi prima. Timmy Warden iba con su grupo, con lo mejor de la escuela. La Kirschner no pertenecía a esa clase, como mi prima. O yo.

La amargura de su tono era clara. Le di las gracias y ella colgó.

Probé con Kirschner. No había más que uno en la guía. Ralph J. Una mujer contestó el teléfono.

—Estoy tratando de localizar a una Cindy Kirschner que se graduó en la escuela secundaria de Hillston en el año cuarenta y ocho.

—Es mi hija. ¿Quién llama, por favor?

—¿Podría decirme dónde puedo encontrarla?

—Se casó, pero no tienen teléfono. Hablan desde el almacén de la esquina. No le gusta que la llamen allí, porque es una molestia para los del almacén. Y tiene hijos chicos, de modo que no le agrada dejarlos solos para ir al teléfono. Si quiere verla, puede ir allí. Es en Blackman Street dieciséis diez. Casi en la esquina de Butternut. Una casita azul. Ahora se llama señora Rorick. La señora Pat Rorick. ¿Cómo dijo que se llamaba?

Repetí la dirección que me había dado, y agregué.

—Muchas gracias, señora Kirschner. Le agradezco su ayuda. Adiós.

Colgué. Sentí la tentación de probar con Cynthia Cooper, pero decidí que era mejor ir haciendo cada cosa a su tiempo, eliminando a una antes de empezar con la siguiente. Abrí la cabina. Earl Fitzmartin salía de la cabina de al lado. Me sonrió, casi amablemente.

—De modo que tiene algo que ver con alguien llamada Cindy.

—No sé de qué está hablando.

—«Estuve en el campo con Timmy. Antes de morir me pidió que le diera un mensaje a una muchacha llamada Cindy». Y probó con dos Cindy seguidas. Además, sabe cuándo se graduaron. Trabaja, ¿eh?

—Váyase al diablo, Fitz.

Él apoyó sus grandes puños en las caderas y se balanceó de un pie al otro, sonriéndome con placidez.

—Trabaja mucho, Tal. Un almuerzo agradable con Ruth. Una visita a la escuela secundaria. Luego le sigue la pista a Cindy. ¿Sabe ella dónde está el botín?

Vestía un traje azul oscuro, bien cortado y que parecía caro. Sus zapatos estaban lustrados, su camisa bien planchada. Deseé haber estado más alerta. No hace falta mucho para escuchar desde una cabina telefónica la conversación sostenida en la de al lado. Ni siquiera pensé en ocultarme, en asegurarme de que no podían oírme. Ahora, él sabía casi tanto como yo.

—¿Cómo le fue con George, Howard?

—Muy bien.

—Es un tipo raro, ¿eh?

—Bastante raro.

—Y casi no tiene un centavo. Es una lástima, ¿verdad?

—Una pena.

—La Stamm va a verlo y a tomarlo de la mano. Quizá eso la hace sentirse mejor. Pobre tipo. Ya sabe que hasta tuvo que vender la cabaña. ¿No le habló nunca Timmy de la cabaña?

Me había hablado de ella cuando nos hicieron prisioneros. Hasta aquel momento, yo me olvidé de ella. Recordé que Timmy me había dicho que estaba en un pequeño lago, que era una cabaña rústica que construyó su padre. Él y George iban allí muchas veces, a pescar.

—Me la mencionó.

—Yo oí hablar de ella cuando llegué aquí. Me pareció el lugar apropiado. De modo que fui allá con una azada. Nada, Tal. Cavé casi hasta la orilla del lago. Hice cien agujeros. ¿Ve qué amable soy con usted? Es un lugar dónde no está. Luego, George me dejó usarla por un tiempo, antes de venderla. Es lindo aquello. Le gustaría. Pero no hay nada.

—Gracias por la información.

—Lo vigilo, Tal. Me interesan sus progresos. Me mantendré al corriente.

—Hágalo.

—Blackman corre al oeste de Delaware. Empieza a unas tres cuadras al norte de aquí. Butternut debe estar a unos catorce cuadras. Es fácil de encontrar.

—Gracias.

Giré sobre mis talones y lo dejé. Oscurecía cuando salí para Blackman. No me costó encontrar Butternut. Hallé la casa y detuve el auto delante.

Cuando subía por el camino que llevaba a la puerta, se encendió la primera luz dentro de la casa. Toqué el timbre, y ella abrió la puerta y me miró, iluminada desde atrás por la luz, con un niño en brazos.

—¿La señora Rorick?

—Yo soy la señora Rorick —dijo. Su voz era suave, cálida y agradable.

—Entonces, se llamaba Cindy Kirschner. Fui amigo de Timmy Warden en el campo de prisioneros.

Ella vaciló un instante y luego dijo:

—¿Quiere pasar un momento?

Cuando entré, y ella se volvió hacia la luz, pude verla mejor. Los dientes habían sido arreglados. Su cara era más llena. Todavía seguía siendo una mujer descolorida y con gruesos anteojos, pero ahora había en ella un orgullo, una confianza que no tenía en la foto. Otro niño, sentado en un triciclo, me miró con ojos muy abiertos. Los dos se parecían mucho a ella. La señora Rorick no me pidió que me sentara.

—¿Conocía muy bien a Timmy, señora Rorick?

—Creo que él ni siquiera se daba cuenta de que yo existía.

—En el campamento, antes de morir, mencionó a una Cindy. ¿Podría haber sido usted?

—Lo dudo mucho.

Eso me confundió. Le dije:

—Cuando mencioné su nombre me dijo que pasara. Pensé…

Ella me sonrió.

—Será mejor que se lo diga. Estuve terriblemente enamorada de él. Durante años y años. Era algo patético. Cuando estábamos en la misma clase lo miraba todo el tiempo. Le escribía cartas que luego rompía. Le enviaba tarjetas sin firmar para Navidad y Pascua, y el día de su cumpleaños. Sabía cuándo era ese día, porque una chica amiga mía había ido una vez a una fiesta que dieron en su casa. Realmente era horrible. Me hizo sufrir muchos años. Ahora me hace reír. Pero entonces no era así. Empezó cuando cursaba el sexto o séptimo grado. Él estaba dos grados más adelantado. Y duró hasta que se graduó en la escuela. Tenía un gorro rojo tejido que usaba en invierno. Yo lo robé del guardarropas y dormí con él bajo la almohada meses y meses. ¿No le parece absurdo?

Era muy agradable. Le devolví su sonrisa.

—Se curó.

—Oh, sí. Por fin. Y entonces, conocí a Pat. Siento mucho lo de Timmy. Fue algo terrible. No, si mencionó a una Cindy no era yo. Quizás me conocía de vista. Pero no creo que me conociera de nombre.

—¿Podría haberse referido a otra Cindy?

—Tendría que ser otra. Pero no sé quién. Había una chica llamada Cindy Waskowitz, pero tampoco podía ser. Ha muerto ya.

—¿No se le ocurre quién pudo haber sido?

Ella frunció el ceño y negó lentamente con la cabeza.

—No. Aunque hay algo… Algo que oí o vi, hace mucho tiempo… No sé. Ni siquiera trataría de explicarlo. Es algo muy vago. No, no puedo ayudarlo.

—¿Pero el nombre Cindy significa algo para usted?

—Por un momento pensé que sí. Ahora, se fue. Lo siento.

—Si lo recuerda, ¿querría comunicarse conmigo?

Ella sonrió ampliamente.

—Ni siquiera me ha dicho quién es.

—Perdón. Me llamo Howard, Tal Howard. Me hospedo en el Sunset Motel. Podría dejarme un mensaje allí.

—¿Por qué le interesa tanto encontrar a esa Cindy?

Lo mejor era no variar.

—Estoy escribiendo un libro. Necesito toda la información posible acerca de Timmy.

—Ponga en el libro que era bondadoso. Póngalo.

—¿De qué modo lo era, señora Rorick?

Ella se meneó, inquieta.

—Yo tenía unos horribles dientes salientes. Mis padres no ganaban lo suficiente para arreglármelos. Un día… eso pasó en la Escuela John L. Davis, la escuela adonde iba también Timmy, antes de que construyeran la nueva. Yo estaba en sexto grado, y Timmy en el octavo. Un chico vino con unos dientes postizos muy salientes, como los míos, para reírse de mí. Se los puso y me hizo muecas. Yo trataba de no llorar. Los demás se reían casi todos. Timmy le sacó los dientes al chico, los tiró al suelo, y los aplastó con el zapato. Nunca lo olvidaré. Cuando estudiaba en la escuela secundaria empecé a trabajar para ahorrar dinero. Cuando me gradué tenía lo suficiente como para que me arreglaran los dientes. Pero ya era demasiado tarde para la ortodoncia, y me los hice sacar. Quería casarme y tener hijos, y con aquellos dientes ningún hombre hubiera querido salir conmigo. —Se irguió un poco—. Y resultó —dijo.

—Así parece.

—De modo que póngalo en el libro. Debe constar en él.

—Lo haré.

—Y si recuerdo eso otro lo llamaré por teléfono, señor Howard.

Le di las gracias y me fui. Volví al centro del pueblo. Empecé a pensar de nuevo en Fitz. Ruth tenía razón en encontrarlo desagradable. Pero era algo más que eso. Fitz daba la sensación de ser un hombre al que no detenían las cosas que suelen frenar a los demás. Lo había probado en el campo, cuando no le importaba un pito lo que los demás pudieran pensar de él. Se bastaba a sí mismo de un modo casi psicopático. Lo hacía sentirse a uno impotente, al tratarlo. Nada de lo que uno pensaba podía conmoverlo. Era imposible asustarlo o razonar con él. Era tan primitivo y funcional como el diseño de un hacha. Ni siquiera se podía prever lo que haría, porque su lógica no seguía los caminos normales. Y luego, además, tenía una asombrosa fuerza física.

En el campo yo había visto algunas exhibiciones de esa fuerza, pero sólo una me mostró hasta dónde llegaba. Los que vieron aquello hablaron de ello largo tiempo. Los guardianes que lo vieron comenzaron a tratar a Fitz con un inquieto respeto. Uno de los camiones de suministros se había atascado en el fango del campamento, y las dobles ruedas traseras se hundieron hasta los cubos. Rompieron una soga de remolque para tratar de sacarlo. Entonces, reunieron a unos cuantos de nosotros para que descargáramos el camión. Los cajones que traía el camión habían sido cargados sin duda con una grúa. Sacamos todo lo que llevaba, excepto un pesado cajón de madera. Nunca supimos lo que había adentro. Sólo sabíamos que era pesado. Estábamos tratando de meter un tosco rodillo debajo, pero cuando lo ladeamos, no pudimos meter el rodillo suficientemente adentro. Todos los guardianes nos gritaban órdenes incomprensibles. Me imagino que Fitz perdió la paciencia. Saltó al camión, apoyó la espalda contra el cajón, se agachó, y metió los dedos bajo el borde. Luego se alzó con él, con la cara hecha una máscara y los tendones marcándosele en el cuello. Lo levantó lo suficiente como para que pudiéramos meter debajo el rodillo. Luego lo bajó y saltó del camión, extrañamente pálido y sudoroso.

Cuando gracias al rodillo lo llevaron rodando hasta la trampilla, se reunió suficiente cantidad de hombres como para bajarlo del camión. Estaba en el suelo, cuando uno de los guardianes más corpulentos, sonriéndole a sus amigos, trató de hacer lo que hizo Fitz. No pudo moverlo. Él y uno de sus amigos lo levantaron unos centímetros, pero no tanto como Fitz. Se sentían humillados y nos lo hicieron pagar a los demás, pero a Fitz lo dejaron tranquilo.

Al volver al pueblo decidí beber una copa en la Inn, y comer solo, tratando de pensar en el próximo paso que iba a dar. Me detuvieron delante de la Inn, a diez pasos de distancia del auto.