12
Me desperté al amanecer. Llovía aún. Me pareció que llovía más que antes. Me sorprendí de haber podido dormir. Me di una ducha caliente para aliviar la rigidez de mis músculos. Las pequeñas cortaduras me escocían. En el espejo, mi cara me pareció la de un extraño, con ojos hundidos, y mejillas tirantes y delgadas.
Pedí a Dios que Ruth siguiera con vida. Pedí que hubiera pasado la noche. Sabía lo que habría pasado la noche anterior si yo no hubiera encontrado a Cindy. Estaría muerto en el piso de baldosas. Me encontrarían allí.
Me afeité, me vestí y salí del motel. Me mojé de un modo desagradable en los tres metros que separaban la puerta del motel de la del auto. Fui despacio al pueblo, con los faros encendidos, mirando a través de la espesa cortina de lluvia. Atravesé el pueblo, y en el otro extremo encontré una estación de servicio abierta. Hice que me llenaran de nafta el tanque. Más allá, encontré un bar que permanecía abierto toda la noche. Un locutor de Redding daba las noticias de las siete. La radio estaba detrás del mostrador.
«… nada acerca de la desaparición de Ruth Stamm, hija única del doctor Buxton Stamm, de Hillston. Se cree que la joven fue raptada por un hombre llamado Earl Fitzmartin, un infante de marina, veterano y ex prisionero de guerra. Fitzmartin trabajó durante el último año para George Warden, un comerciante de Hillston. Fitzmartin era un forastero en Hillston. George Warden se suicidó esta semana. Pero ciertas peculiaridades y circunstancias del suicidio de Warden hacen creer a la policía de Hillston que fue asesinado. Ayer, la policía de Hillston, ayudada por agentes de la policía del Condado de Gordon, registró un chalet veraniego que perteneció en otros tiempos a George Warden y encontró, bajo un piso de cemento, los cadáveres de Eloise Warden, esposa de George Warden, y Henry Fulton, de Chicago. Cuando desapareció la esposa de Warden, hace dos años, se supuso que se había fugado. El descubrimiento de los cadáveres y del auto de Fulton hizo creer a la policía que George Warden los asesinó, después de haberlos encontrado juntos en el chalet.
»Se está buscando intensamente a Fitzmartin y a la señorita Stamm. Todavía no se conocen todos los detalles del caso, pero se cree que hay cierta relación entre Fitzmartin y los cadáveres descubiertos ayer en el chalet. Se espera que se acuda hoy a las autoridades federales. La señorita Ruth Stamm tiene veintiséis años, un metro sesenta de estatura y pesa aproximadamente sesenta kilos. Tiene el pelo rojo oscuro, los ojos grises, y cuando se la vio por última vez vestía una falda verde oscuro y un cardigan y un suéter blancos. Fitzmartin tiene unos treinta años, mide un metro ochenta y pesa unos ochenta kilos. Tiene el pelo muy rubio, casi blanco, y ojos gris pálido. Tal vez maneja un Ford negro, chapa BB 67063. Cualquiera que vea a las personas que acabamos de describir debe comunicarlo a la policía. A las ocho daremos de nuevo un panorama completo de noticias locales».
El locutor se interrumpió un momento; luego, silbó y dijo:
«¿Qué les parece esto? Me acaban de dar esta nota para que la lea, y yo a veces leo sin escuchar, pero esto es algo importante. Es un impacto. Dos cadáveres bajo el cemento. Un auto en un lago. Suicidio que no es suicidio. Una pelirroja y un ex infante de marina. Hombre, me parece que tienen un buen lío en Hillston. Es un asunto que puede convertirse en un crimen de tipo nacional. Bueno, vuelta al trabajo. Voy a seguir pasándoles discos. Pero, antes de hacerlo, tengo que decirles algo que deben saber acerca del Lavadero y Tintorería Atlas, de Redding, en Downey Street. Si tienen una prenda de la que se sienten orgullosos, y creo que todos tenemos por lo menos un traje que nos gusta conservar, entonces…».
La chica gorda que estaba detrás del mostrador apagó la radio.
—¡Qué tipo! —me dijo, amable—. Pasa diez minutos de publicidad entre disco y disco. La vuelve loca a una. Lo puse para oír las noticias. Si quiere, puedo volver a ponerlo o buscar otra estación.
—No, gracias.
—¿Qué le parece lo de la Stamm? Yo la vi una vez. Teníamos un perro, ¿sabe? Me lo regalaron cuando era un cachorro. Pero esta carretera es horrible para tener un perro. Lo atropellaron y lo llevamos a lo de Stamm. La chica era muy amable. Y muy linda. Pero el pobre Blackie no tenía remedio. Se le había roto la columna, de modo que tuvieron que ponerle una inyección. ¡Si viera cómo lloré! ¿Y sabe lo que pienso? Me parece que es algo que arreglaron los dos. Creo que ella se escapó con el marino. No era ya muy joven, que digamos. Pero cuando se entere de todo el lío que está armando, se comunicará con las autoridades. Ya lo verá.
—Puede ser —asentí.
—Claro que va a ser. ¿Quiere más café? A veces pienso que me escaparía con el primero que me lo pidiera, con tal de irme de aquí. Lo pienso en mis días malos. ¿No le parece que hoy hace un día horrible? Si sigue lloviendo así se van a desbordar todos los arroyos. Me pone la piel de gallina pensar en esos dos, enterrados bajo el piso del garaje. Yo no la conocí, pero mi hermana sí. Estuvo en la escuela secundaria con ella. Mi hermana dice que iba con todos los chicos. Para mí, señor, si un hombre encuentra a su esposa con otro, tiene derecho a matarlos a los dos. Es una ley natural, por decirlo así. Cuando me case, no pienso engañar a mi esposo. No me parece muy mal que un hombre engañe a veces a su esposa. Todos son iguales, y perdóneme por decirlo. Pero una mujer que tiene un esposo y un hogar no tiene derecho a hacer esas cosas. ¿No lo cree? Claro que él cometió un gran error enterrándolos como los enterró. Debería haber ido al teléfono para decirle a la policía: «Muchachos, vengan aquí, y vean lo que hice, y por qué». Entonces no habría sido más que una formalidad, como dicen. Para mí…
Me salvaron dos camioneros que bajaron del gran camión rojo parado delante de la puerta. Después de servirlos, ella vino de nuevo hacia mí, pero yo ya había terminado.
Cuando me daba el cambio, agregó:
—Acuérdese de lo que le dije. La chica y el marino se fugaron juntos. Maneje con cuidado.
Seguí mi camino bajo la lluvia. Los autos que encontraba avanzaban también con cuidado. Debería haber sido ya de día, pero apenas si había aclarado desde que amaneció. Eran casi las nueve cuando llegué a Redding. Estacioné cerca de una farmacia y la llamé por teléfono desde la cabina del fondo.
Ella contestó casi en seguida.
—¿Hola?
—Habla Tal.
—Lo siento. Marcó un número equivocado.
—Estaré ahí a las diez, como dije.
—No es nada. —Colgó. Su última frase me indicaba que alguien estaba con ella. Me había contestado como si yo me hubiera excusado. Me pregunté si estaría lista para las diez. Fui al mostrador de un bar y allí tomé un café. El mostrador se vaciaba rápidamente porque la gente iba a su trabajo. Compré un diario de Redding. En él se daba mucha importancia al descubrimiento de los cadáveres. El artículo era más detallado que la noticia radial, pero esencialmente decía lo mismo.
A las nueve y media probé otra vez. Ella me contestó cuando la campanilla sonó por segunda vez.
—¿Hola?
—Habla Tal de nuevo.
—¿Sí?
—¿Vamos a hacerlo o no? ¿Qué pasa? ¿Debo estar ahí a las diez?
—¿El domingo que viene? No, lo siento mucho. Tengo una cita.
—Hablo desde un teléfono público. El número es 4-6040. Esperaré aquí a que me llame.
—No, lo siento. Quizás en otra ocasión. Vuelva a llamar.
—Llame en cuanto pueda.
—Gracias. Adiós.
Me senté cerca de la cabina, con mi diario, y pedí más café. Esperé. Dos personas usaron la cabina. A las diez menos cinco me llamaron.
—¿Hola?
—¿Es usted, Tal? No podía hablar antes. Me alegro de que llamara. Esté allí a las diez y cuarto. ¿Qué hora tiene?
—Menos cuatro, exactamente.
—No estacione en la parte de atrás. Estacione a una cuadra de distancia. Ponga el motor en marcha a las diez y cuarto en punto, despacio. Cuando me vea venir, abra la puerta. No pierda tiempo y salga cuanto antes de ahí.
Empecé a ponerme nervioso. No tenía ningún medio de saber en qué andaba metida ella. Sabía que sus amigos eran gente peligrosa. Pero no sabía hasta qué punto la vigilaban.
La lluvia había empezado a disminuir. Detuve el auto a una cuadra de la casa; desde ahí podía verla. Dejé el motor en marcha. Miraba todo el tiempo el reloj. Exactamente a las diez y cuarto empecé a moverme, despacio. Vi un hombre con impermeable, frente a la casa de departamentos, apoyado contra un poste del teléfono.
Cuando pasaba justo delante de la casa de departamentos, despacito, ella salió corriendo. Abrí la puerta pero no detuve el coche. Ella saltó adentro. Vestía un tapado oscuro, un sombrero negro con un tul, y llevaba una especie de portafolios marrón.
—¡Apúrese! —me ordenó con voz aguda, asustada.
Aumenté la velocidad. Ella miraba hacia atrás. Oí un grito ronco.
—¡Siga! —me ordenó—. Él corre hacia su auto. Pero va en dirección contraria. Apostaron a un hombre detrás. No me enteré de ello hasta ayer por la tarde.
Delante de nosotros la luz se volvió roja. Había bastante tránsito en dirección contraria, pero crucé igual. Chirriaron unos neumáticos y las bocinas sonaron, indignadas. Llegué casi justo a la luz siguiente. Ella seguía mirando por encima del hombro. Tardé quince minutos en llegar a la carretera que iba hacia el sur, hacia Hillston.
Una vez que la tomamos pude aumentar más la velocidad; ella dio media vuelta. La miré. Tenía el ojo izquierdo hinchado y amoratado, y unas lastimaduras en la mejilla izquierda. Recordé la historia de la niña que no fue a la escuela porque su hermano le había puesto un ojo negro.
—¿Qué le pasó en la cara?
—Me dieron unos porrazos. Alguien que se enojó conmigo.
—¿En qué diablos anda metida?
—No se preocupe por eso.
—Me gustaría saber hasta qué punto me arriesgo.
—No se arriesga. Yo soy quien lo hace. No querían que me fuera. Cuando se va alguien, ellos siempre piensan que les aguarda una citación judicial. Y una comisión investigadora. Se descuidaron. Yo me enteré de demasiadas cosas. Ahora, tenían un problema. Matarme o vigilarme. Me vigilaron. Creo que soy una estúpida. Lo estaba pasando bien. Pensé que podría irme cuando quisiera. No creí que jugaban tan duro. Si me hubiera imaginado que iban a hacerlo, tal vez no habría llegado a este extremo.
—Entonces, no puede volver atrás.
—Nunca podría volver atrás. Déjese de bromas y vaya lo más rápido que pueda.
Había cambiado en el corto espacio de tiempo que dejé de verla. Antes, había en ella mucha arrogancia. Confianza, arrogancia, y una especie de goce interior. Todo eso había desaparecido. Estaba amargada, asustada y hosca.
Seguí adelante. La lluvia cesó por fin. El cielo tenía una luz amarillenta. Los neumáticos hacían un ruido sordo sobre el asfalto. Las zanjas estaban llenas de agua. Atravesamos un pueblito. Los chicos jugaban en el patio de la escuela, bajo el cielo amarillo.
No me gustaba lo que iba a tener que hacerle. Había confiado en mí hasta un punto. No podía saber que la situación había cambiado. No podía saber que estaba dispuesto a traicionarla… que tenía que hacerlo. Sabía que no podía arriesgarme a llevarla al motel. Querría su equipaje, antes que nada. Querría examinar su dinero. Había desaparecido. Me pediría una explicación. Y yo no podía darle ninguna.
La traicionaría, pero era el dinero o la vida de Ruth. Me parecía fantástico que hubiera pensado irme con aquella mujer sentada silenciosamente a mi lado, con los puños nerviosamente apretados sobre el tejido oscuro de la falda. Charlotte se había quedado varias vidas atrás. Cuando volví, me sentía vivo a medias. Ahora, estaba vivo del todo. Sabía lo que quería, y por qué, y sabía que llegaría a cualquier extremo con tal de conseguirlo.
—¿Piensa seriamente en que querrían matarla? —le pregunté.
Ella rió, con una risa breve, seca.
—Sé dónde está escondido el cadáver. ¿No oyó nunca esa frase? Fue en una fiesta a la que yo no quería ir. Sabía que iba a haber bronca. La hubo. Mataron a un hombre. Se excitó demasiado, pero no era un mal tipo. Un chico joven, de familia rica. Se divertía mucho yendo por ahí con gente de mala vida. Ya sabe lo que pasa. Le gustaba llamar por su nombre a la gente que había estado en la cárcel. Le gustaba arreglarles sus boletas por mal estacionamiento. De repente, lo mataron. Fue una especie de accidente. Un tipo muy importante le disparó un tiro en la cabeza. Yo era la única extraña. Sé dónde lo enterraron. La familia ha gastado una fortuna en los últimos cinco años buscando al chico. Siguen buscándolo. Podría ser algo muy feo. Fue muy feo en su momento. Nunca he visto nada parecido.
—¿La matarían a usted?
—Si pensaran que voy a hablar. Si estuvieran seguros de ello y tuvieran una oportunidad. No armarían mucho alboroto por mi causa. El chico sí que es un buen disgusto. El que tenía el revólver estaba borracho. Yo iba con él. El chico pensó que estaba demasiado borracho como para darse cuenta de esas cosas o como para que le importaran. Me abrazaba cuando le pegaron el tiro en la cabeza. Cuando sintió el balazo en la cabeza, me apretó con tanta fuerza que durante una semana no pude respirar sin que me doliera. Luego me soltó, trató de incorporarse y cayó definitivamente. Era en una quinta. Lo echaron a una vieja cisterna y la llenaron con rocas. Luego, hicieron pintar de nuevo su auto y lo vendieron clandestinamente. Si no pasa nada dentro de seis meses, más o menos, dejarán de preocuparse por mí, de buscarme. Pero yo sé lo que voy a hacer. Teñirme el pelo de rubio. Usar anteojos. Me sentiré más a gusto si no me parezco a mí misma.
Me estaba preguntando qué podría hacer para apartarla del motel, y demorar el tiempo suficiente como para estar en la casa de los Rasi a la una.
Ella me ayudó diciéndome, de repente:
—¿Qué ha pasado en Hillston? Eloise y su amante bajo cemento. La Stamm desaparece. George se mata. Por lo visto han estado ocurriendo muchas cosas.
—Querría hablar con usted acerca de eso.
Sentí una nueva desconfianza en ella.
—¿Qué es lo que quiere decir?
—Soy nuevo en el pueblo. Han pasado muchas cosas, y yo no tuve nada que ver con ellas. Quiero decir que intervine en ellas como espectador y nada más. Pero a la policía le gusta mirarlo todo. Creo que sería mejor que no atravesáramos el pueblo para ir al motel. Creo que sería mejor que fuéramos antes por el dinero.
—¿Podrían detenerlo?
—Quizás.
—Pero, ¿por qué? Esto no me gusta. Si lo detienen, me detendrán. Y las noticias llegan a Redding demasiado pronto.
—Lo siento, pero es así.
—No me gusta.
—No puedo evitarlo. Creo que deberíamos ir por el dinero. Cuando lo tengamos, daremos la vuelta al pueblo e iremos al motel por el sur. Entonces, podremos retirar el equipaje y ponernos en marcha.
—Eso significa estar demasiado tiempo en esta parte, con el dinero encima. ¿Por qué no damos la vuelta y vamos primero a buscar el equipaje? Cuando tengamos el dinero, nos largaremos.
—Saben dónde me hospedo. ¿Y si me estuvieran esperando para detenerme?
—Diablos, ¿por qué complicó de ese modo las cosas, Tal Howard?
—No las compliqué. Esto no es una ciudad grande. Soy forastero. Andan buscando a un tal Fitzmartin.
—Recuerdo el nombre. Dijo que él sabe también lo del dinero.
—No sabe dónde está. Usted es la única que lo sabe.
—¿Por qué lo buscan? ¿Por la chica? ¿Creen que se la llevó?
—Y creen que extorsionaba a George porque había descubierto los cadáveres de Eloise y su amante. Y creen que él mató a George, y tal vez a un detective privado llamado Grassman.
—Un hombrecito trabajador, ¿eh?
—Y eso atrae la atención sobre mí, porque los tres, Fitz, Timmy y yo, estuvimos en el mismo campo de prisioneros.
—Sabía que iba a ser un fracaso. Lo sabía.
—No sea tan pesimista.
—¿Por qué diablos no lo trajo todo en el auto? ¿Por qué no dejó el motel?
—Si lo hubiera dejado, me andarían buscando ya.
—Eso creo. Pero podría haber traído mis cosas, de todos modos.
—No se me ocurrió.
—No parece que se le ocurren muchas cosas, ¿verdad?
—No se ponga desagradable. Eso no servirá de nada.
—Todo se ha complicado. Yo tenía razón. Ahora, no sé qué va a pasar. ¿Cree que debería reírme?
—Creo que deberíamos ir por el dinero.
—No puedo ir así. No quiero arruinarme esta ropa.
—¿Esa ropa? ¿A dónde vamos?
—No le importa.
—Pero si no tiene más que ropa buena en… —Me interrumpí de repente.
—De modo que estuvo curioseando —dijo, con voz vibrante de cólera—. ¿Se divirtió mucho? ¿Le gustó lo que vio?
—Son cosas lindas.
—Ya sé que lo son. A veces, no las conseguí de un modo lindo, pero son lindas. Tengo buen gusto. ¿Contó el dinero? ¿No encuentra atractivo el color? Es verde.
—Lo conté.
—Le conviene que siga todo allí. Y las joyas también. Hasta la última piedra. Las joyas más que el dinero. Mucha gente pensó que eran fantasías. No lo son. Valen tres o cuatro veces más que el dinero.
—Está todo allí. Seguro.
—Mejor así. No puedo ir con esta ropa. Tendremos que ir a algún lugar donde pueda comprarme unos blue-jeans. Pensé que los compraríamos en Hillston. Ahora no podemos ir a Hillston. ¿A dónde vamos a ir?
—Usted conoce la región mejor que yo.
—Déjeme pensar un minuto.
Me indicó dónde debía dar la vuelta. Doblamos a la izquierda, en dirección este, a unos veinte kilómetros de Hillston. Era una carretera angosta y transitada. A unos diez kilómetros de allí llegamos a Westonville, un pueblito sucio, con una angosta calle principal. Di vuelta a una cuadra hasta encontrar un parquímetro vacío. La observé salir del auto. Los hombres se volvían para mirarla. Los hombres se vuelven siempre para mirar a quien anda así. Entré en un negocio y volví con cigarrillos. Diez minutos después, ella llegaba con un paquete envuelto en papel oscuro.
—Muy bien —dijo—. En marcha. Ya tengo lo que necesito.
Nos dirigimos de nuevo a la carretera de Redding y ella agregó:
—Busque un lugar donde podamos apartarnos del camino. Quiero ponerme esto. ¿Por qué no entramos por ese caminito, a la izquierda?
Doblé por el caminito que me indicaba. Pasamos delante de dos pequeñas granjas. El camino atravesaba un pequeño bosque. Entramos en un sendero de leñadores. La arcilla se pegaba a las ruedas. Después de una curva, paramos.
Ella abrió la puerta y salió. Se inclinó sobre el asiento y deshizo el paquete. Sacó un par de pantalones naranja oscuro, unos mocasines baratos con suela de goma y una camiseta de lana amarilla. Se quitó el saquito negro, lo dobló y lo dejó sobre el asiento trasero. A través de los árboles penetraba la extraña luz amarilla del cielo. Las hojas chorreaban. Se desabrochó la falda y se la quitó con cuidado. No había ninguna coquetería en sus ademanes, ni el menor indicio de pudor. No le importaba que yo la mirara ni que volviera la cabeza. Dobló la falda, la puso sobre el saquito, y se quedó en medio del bosque con su sombrero negro con tul, sus zapatos negros, su bombachita y su corpiño de un blanco perlado, provocativa y ridícula a la vez. El sombrero fue lo último que se quitó.
Me miró con dureza y dijo:
—Striptease al fresco. ¿No cree que debe patear un poco o algo así?
—¿No tiene frío?
—Soy una mujer de sangre caliente. —Se puso la gruesa camiseta de lana, deslizó las piernas en los pantalones, los ajustó en las redondas caderas, abrochó el cinturón y deslizó el cierre. Luego se sentó en el auto y se sacó los zapatos, los dejó en la parte de atrás y se calzó los mocasines.
—¡Dios mío, hace años que no usaba una ropa así! ¿Cómo resulto, Tal?
No podía decirle cómo resultaba. No era ya la chica que había ido a dar paseos en bicicleta con Timmy. Creí que iba a parecer más joven y fresca con esa ropa, pero no era así. Tenía un cuerpo demasiado sensual, y la mirada de una persona demasiado experimentada. Los años la habían llevado a un punto en que ya no podía parecer joven con esa ropa.
Ella leyó la expresión de mis ojos.
—Veo que no muy bien. Nada bien. No tiene que decírmelo.
—Está muy bien.
—No sea idiota. Espere que use el baño y luego nos iremos de aquí. —Fue al bosque y desapareció de mi vista. Volvió al cabo de unos minutos. Yo di marcha atrás. Miré mi reloj. El problema del tiempo estaba casi resuelto. Era un poco más de las doce y cuarto.
Detuve el auto en el patio de la casa de los Doyle, la antigua casa de los Rasi, donde ella había nacido. Vi que el chico había terminado de pintar la barca.
—Es todavía peor de lo que yo recordaba —dijo ella. Salió del auto y fue hacia el porche. Las gallinas estaban debajo de él. El perro descansaba en el porche. Meneó la cola. Antoinette se inclinó y le rascó una oreja. Él agitó la cola con más energía.
Su hermana salió a la puerta, con una toalla sucia en la mano.
—Hola, Anita —dijo Antoinette con calma.
—¿Qué haces aquí? Doyle no quiere que vengas. Ya lo sabes.
—… Doyle —le contestó Antoinette.
—No digas esas palabras con los niños en casa. Te lo aviso. —La niña que había llorado el otro día, asomó detrás de su madre y nos miró.
—Tienes demasiado cuidado con los chicos —le replicó Antoinette con desprecio—. Hola, Sandy.
—Hola —dijo la niña con vocecita apagada.
—¡Les has dado a los chicos un hogar tan bueno, Anita!
—Hago lo que puedo. Hago todo lo que puedo.
—¡Mira cómo va vestida! Yo te envié dinero. ¿Por qué no lo gastas en vestidos? ¿O es que Doyle se lo bebe?
—No veo por qué va a llevar ropa buena en casa. ¿Para qué has venido aquí, si puede saberse? ¿Qué es lo que quieres? —Me indicó con un movimiento de cabeza—. Él estuvo aquí preguntando por ti. Le dije dónde podía encontrarte. Y veo que te encontró.
—En la gran ciudad pecadora. Dios mío, Anita. Déjate de eso. Te muerdes pensando que no acertaste. Nunca se te ocurrió ir allí. Ahora, tienes a tu Doyle y mírate. Estás gorda, fea y sucia.
La niña había empezado a llorar. Anita se volvió y le dio una bofetada que la hizo retroceder. Anita se volvió hacia Antoinette, con la cara pálida.
—No puedes entrar en mi casa.
—Ni pondría el pie en ese agujero, Anita. ¿Están los remos en el galpón?
—¿Qué quieres hacer con los remos?
—Me llevo la barca. Quiero enseñarle algo a mi amigo.
—¿Qué quieres decir? No puedes usar ninguna de las barcas.
—¿Quieres tratar de impedírmelo? Voy a usar una barca. Me voy a llevar una barca.
—Si sales hoy al río, te ahogarás. Míralo. Míralo bien.
Nos volvimos y miramos el río. El agua gris corría veloz, jabonosa. La turbulencia de la corriente era amenazadora.
—He ido al río en días peores, y tú lo sabes. ¿Está cerrado el galpón?
—No —dijo con hosquedad Anita.
—Venga, Tal —me pidió Antoinette. La seguí al galpón. Ella eligió un par de remos, los midió para asegurarse de que eran compañeros. Fuimos hasta la barca volcada. La dimos vuelta. Era pesada. Ella probó los remos en las ranuras, para cerciorarse de que encajaban.
Entró por un lado y yo por otro, y deslizamos la barca, de popa, por la fangosa pendiente que llevaba al río. La dejamos a medias en el agua. La corriente se apoderó de la barca, agitándose en torno a la popa.
Antoinette se irguió y miró el río. Anita nos miraba desde el porche. La pálida carita de la niña nos acechaba desde la rajada ventana.
—Está bastante revuelto —dijo Antoinette—. No nos costará mucho llegar a la isla.
—¿La isla?
—Allá abajo. ¿La ve? Ahí es a donde vamos.
La isla se hallaba a unos trescientos metros, río abajo. Tendría quizás unos cien metros de largo y la mitad de ancho. Era rocosa y arbolada. Separaba el río en dos lenguas angostas de rugiente turbulencia.
—No creo que podamos volver aquí. Podemos llevar la barca a la orilla y atracar más abajo, cuando nos vayamos. Luego, volveremos caminando hasta el auto y le diremos dónde hemos dejado la barca. Ellos podrán ir a buscarla cuando el río se calme. Lo peor de todo será el principio. Vamos a ir paralelamente a la orilla.
Luchamos con la barca. Ella resbaló en la fangosa orilla, cayó sentada y maldijo. Yo sujetaba la popa. La proa apuntaba corriente abajo.
—¿Remo? —le pregunté por encima del ruido del agua.
—Yo estoy acostumbrada a hacerlo. Aguarde a que me siente. Cuando le diga vamos, siéntese a proa.
Entró y puso los remos en las ranuras, manteniéndolos listos. Me hizo una inclinación con la cabeza y yo entré. La corriente se apoderó de la barca, amenazando con darla vuelta, pero ella controló rápidamente la situación. No era necesario remar. Ella miraba por encima del hombro y nos guiaba hundiendo rápida y alternadamente los remos en el agua. Era segura y competente. Cuando nos acercábamos a la isla, la corriente veloz se bifurcó. Ella hundió los dos remos a un tiempo y dio a ambos un violento tirón, que nos llevó directamente a la isla.
La barca atracó, y la proa se hundió entre las ramas y las piedras amontonadas allí, traídas río abajo por las fuertes lluvias.
Ella salió en seguida y llevó la barca más adentro. Yo salté a tierra y me quedé a su lado. Sus ojos miraban muy abiertos, tristes y pensativos.
—Solíamos venir aquí muy a menudo. Venga conmigo.
La seguí. Nos abrimos camino entre la maleza y llegamos a un empinado sendero. Ellos habían venido a menudo a la isla. Y también vinieron muchos más, dejando detrás de sí latas vacías y herrumbradas, botellas rotas, platos de cartón empapados de agua, papel de aluminio y paquetes de cigarrillos vacíos.
El camino ascendía entre rocas. Ella caminaba con paso rápido. Se detuvo en lo alto y yo la alcancé. Era el punto más alto de la rocosa islita, situado quizás a unos veinte metros sobre el nivel del río. Nos hallábamos detrás de una pared natural de roca, que nos llegaba a la cintura. A lo lejos, pude ver la casucha y verla a Anita, que atravesaba con paso pesado el descuidado patio, para ver el auto que brillaba entre las hojas.
—¡Mire! —dijo secamente Antoinette. Miré hacia donde me indicaba. Una embarcación de fondo chato bajaba por el río. La corriente se apoderó de ella y le hizo dar una vuelta. El hombre, arrodillado a popa, consiguió controlarla usando un solo remo como timón. Una embarcación color rojo sucio bajo el cielo amarillo, en el río de un gris jabonoso. Y un hombre de pálido cabello en la barca. Se acercó más y le vi la cara. Él alzó la vista y nos vio. Nos destacábamos contra la línea amarillenta del cielo. Pero los árboles nos lo ocultaron.
—Ha desembarcado en la isla —dijo Antoinette.
Yo sabía que había desembarcado. Sabía que nos había vigilado. Me imaginaba que se apoderó de una barca y aguardó en la orilla opuesta. Fitzmartin no se arriesgaría a confiar en mí. Quizás no podía. Quizás Ruth estaba muerta.
—Ése es Fitzmartin —le dije.
Ella se volvió a mirarme. Sus ojos eran duros.
—¿Arregló esto?
—No. En serio. No lo arreglé.
—¿Qué sabe él? ¿Por qué lo siguió?
—Creo que adivinó que veníamos a buscar el dinero.
Ella se apoyó con toda calma contra la roca y se cruzó de brazos.
—Muy bien, Tal. Esto es el final. Usted y su amigo pueden buscarlo. Diviértanse. Que me ahorquen si le digo dónde está.
La tomé de los hombros y la sacudí.
—No sea idiota. Ese hombre está loco. Lo digo en serio. Mató a dos personas. Quizás a tres. No se puede quedar aquí a aguardarlo y decirle que no hablará. ¿Cree que se lo va a preguntar cortésmente? Después que le ponga la mano encima, usted se lo dirá.
Ella me apartó las manos con violencia. Vi la duda en su expresión. Traté de explicarle lo que era Fitzmartin. Miró camino abajo, por donde habíamos venido. Se mordió el labio.
—Entonces, venga —dijo.
—¿No podemos dar una vuelta e ir hasta la lancha?
—Esto es mejor —me contestó.
La seguí.