3
Hasta que no abrí el cajón de la cómoda, el viernes por la mañana, para sacar una camisa limpia, no me enteré de que alguien había estado en la habitación. Yo había apilado las camisas limpias con cuidado en un rincón del gran cajón del centro. Las encontré desparramadas, como movidas por una mano presurosa. Examiné con atención mis cosas, y vi más huellas de un registro rápido y descuidado. No podían encontrar nada allí. Yo no había escrito nada acerca de la misteriosa Cindy.
No me parecía probable que la camarera, o la mujer que alquilaba las habitaciones, lo hubieran hecho. Tampoco me parecía que hubiera ocurrido el día anterior, mientras yo estaba afuera. Revisé la puerta. Recordaba con claridad que la había cerrado con llave. Ya no lo estaba. Eso significaba que alguien entró mientras yo dormía. Afortunadamente, por una vieja costumbre, había guardado mi billetera dentro de la funda de la almohada. Mi dinero estaba intacto. El fresco aire de la mañana entraba por la ventana, enfriándome la cara y el pecho; me di cuenta de que transpiraba un poco. Recordé el sigilo con que Fitz se movía de noche. No me agradaba la idea de que hubiera estado en la habitación, de que hubiera podido abrir la puerta. No me imaginaba que pudiera haber sido otro. Me pregunté cómo encontró con tanta rapidez el motel. No le había dado la dirección a nadie. Pero, por teléfono, no le habría llevado mucho tiempo. Quizás una hora u hora y media, y se enteró de dónde me había inscripto. Hacía falta paciencia para eso. Pero Fitzmartin había aguardado más de un año.
Desayuné, busqué la dirección y fui a ver a la muchacha de la foto agrietada que yo atesoraba… la muchacha que, sin saberlo, había aliviado mi gran soledad y fortalecido mi débil coraje.
El Dr. Buck Stamm era un veterinario. Su casa y su clínica estaban en la parte oeste de la ciudad, en una agradable y antigua casa de madera, con el hospital para animales al lado. Cuando me acerqué, los perros armaban un gran alboroto. Estaban en corralitos individuales, junto a las perreras. Más allá de la casa había unas caballerizas.
El Dr. Stamm salía de la sala de espera cuando toqué el timbre. Era un hombre enorme, con un espeso pelo rojo que empezaba a encanecer. Tenía una fuerte voz de barítono y un ceño impresionante.
—El consultorio no está abierto, a menos que se trate de una emergencia, muchacho.
—No es ninguna emergencia. Querría ver un minuto a su hija.
—¿Para qué?
—Es un asunto personal. Era amigo de Timmy Warden.
Él no pareció complacido.
—Bueno, no puedo impedirle que la vea. Está en la casa, perdiendo el tiempo con el café. Vaya allí. Dígale que Al no se presentó aún, y que necesito que me ayude para dar de comer a los animales. Que Butch murió ayer por la noche, y que tendrá que llamar por teléfono a los Bronson. ¿Lo recuerda?
—Sí, lo recordaré.
—Y no la entretenga mucho. Necesito que me ayude. Vaya por la puerta de atrás. Está en la cocina.
Atravesé la pradera de césped y subí los escalones de atrás. Era una mañana cálida y la puerta estaba abierta. La puerta de rejilla no estaba colocada todavía. La muchacha acudió a la puerta. Era de estatura mediana. Tenía el cabello rojo oscuro, de ese rojo que se ve en los muebles antiguos hechos de madera de cerezo pulida y encerada, de modo que el sol le arranca chispas de fuego. Vestía unos jeans y una blusa celeste. Sus ojos eran grises y algo oblicuos, la boca grande y gruesa. Tenía un cutis de tonos dorados, en vez de ese blanco pálido y pecoso de la mayoría de las pelirrojas. Su figura era hermosa. Tendría unos veintiséis o quizás veintisiete años.
En el mundo hay muchas mujeres tan atractivas como Ruth Stamm. Pero la expresión que ofrecen al mundo las traiciona. Tienen caras arrogantes, petulantes o sensuales. Es natural, porque son tan deseables que uno se lo perdona, pero sabemos que al cabo de un tiempo, cuando nos acostumbramos a su belleza, sólo queda la arrogancia o la petulancia.
Mas Ruth presentaba al mundo una cara que tenía una expresión de fuerza, humildad y bondad. Cuando uno se acostumbrara a su belleza, todavía le quedaría aquello. Una muchacha para toda la vida; no podía ser de otro modo, porque ignoraba las monadas y artificios habituales en otras. Era una muchacha a la que no se podía herir, una muchacha que exigía y merecía una lealtad total.
—Me quedé mirándola, por lo visto —dije.
Ella sonrió.
—Desde luego. —Trataba de sonreír y hablar de un modo casual, pero en aquellos momentos, como ocurre raras veces, se había creado entre los dos una profunda conciencia, una curiosidad intensa y personal.
Saqué la foto del bolsillo y se la entregué. Ella la miró, y luego me miró vivamente a mí, entornando los ojos.
—¿De dónde sacó esto?
—La tenía Timmy Warden.
—¡Timmy! No lo sabía. ¿Estuvo… en ese lugar?
—¿En el campo de prisioneros con él? Sí. Un momento. Su padre me dio unos mensajes para usted. Dice que Al no se presentó y que necesita que lo ayude a dar de comer a los animales. Y que llame por teléfono a los Bronson. Butch murió durante la noche.
En su cara se pintó una lástima inmediata.
—¡Qué pena!
—¿Quién era Butch?
—Un lindo setter rojo. Lo atropelló un chico que iba en un auto y que ni siquiera paró. Voy a llamarlos por teléfono ahora mismo.
—Me gustaría hablar con usted cuando tenga más tiempo. ¿Podría invitarla a comer hoy?
—¿De qué quiere hablarme?
De nuevo, la mentira me venía muy bien.
—Estoy escribiendo un libro acerca de los que no regresaron. Pensé que podría ayudarme en el caso de Timmy. La mencionaba muchas veces.
—Salíamos bastante juntos. Yo… sí, lo ayudaré todo lo que pueda. ¿Podría venir a buscarme a las doce y cuarto aquí?
—Con mucho gusto. Y… ¿puede devolverme la foto?
Ella vaciló y luego me la dio,
—La muchacha de esa foto tenía dieciocho años. Eso fue hace mucho tiempo… —Frunció el ceño—. Todavía no me dijo su nombre.
—Howard. Tal Howard.
Nuestras miradas se encontraron unos segundos. De nuevo hubo esa fuerte conciencia, ese interés. Creo que a ella la sobresaltó tanto como a mí. La que aparecía en la foto era una muchacha. Esta de ahora era una mujer, la realización de todas las promesas de la foto, una mujer hermosa y madura, y los dos nos sentíamos tímidamente torpes el uno con el otro. Ella me dijo adiós y entró en la casa. Volví al pueblo. Durante largo tiempo había llevado en la mente la imagen de la fotografía. Ahora, la realidad se sobreponía a la borrosa fotografía. Me imaginé que había idealizado la imagen de la foto, que le había dado cualidades que no poseía. Ahora, por fin, sabía que la realidad era más fuerte, más persuasiva que los sueños.
Fui a la vieja casa de los Warden y conversé un rato con el amable señor Syler, que se la compró a George Warden. Era una gran casa de madera que él había dividido en cuatro departamentos. El señor Syler no necesitaba que lo instaran a hablar. En realidad, lo difícil era escapar de él. Se quejó del estado del interior de la casa cuando la compró.
—George Warden vivió aquí, solo, un año, y debe haber vivido como un oso.
Además, se quejó del patio.
—Cuando la compré, no esperaba que hubiera mucho césped. Pero habían removido todo el patio, como si alguien hubiese pensado plantar algo en él, y luego lo dejaron así.
Eso era un indicio de las actividades de Fitzmartin. Era un hombre capaz de registrarlo todo a fondo. Y el aislamiento de la casa, detrás de las altas plantas, le hubiera dado la oportunidad de cavar ininterrumpidamente.
Atravesé el pueblo, en la cálida mañana de abril, y fui a buscar a Ruth Stamm a la hora que me había sugerido. Se había vestido con un suéter blanco y una falda verde oscuro. Parecía más reservada, como si pensara que quizá no era prudente salir conmigo. Cuando subimos al auto le pregunté:
—¿Cómo lo tomaron los Bronson?
—Muy mal. Ya me lo imaginaba. Pero los convencí de que debían comprarse otro perro inmediatamente. Es lo mejor. No de la misma raza, sino un cachorro nuevo, lo suficientemente joven como para que necesite sus cuidados y atención.
—¿Dónde podemos ir a almorzar? A un lugar donde podamos hablar.
—La cafetería de la Hillston Inn es muy agradable.
Recordé haberla visto. Pude estacionar casi adelante. Ruth me hizo atravesar un triste vestíbulo y bajar unos cuantos escalones hasta la cafetería. Tenía grandes reservados de roble oscuro, tapizados con un acolchado de plástico rojo. Había bastante gente. Las camareras eran rápidas y correctas. Se respiraba un agradable olor a bifes y asado.
Ella aceptó beber algo antes de comer, y dijo que le gustaría un old-fashioned, de modo que yo pedí dos. Tenía un aspecto excepcionalmente limpio y fresco. Sus maneras eran informales y corteses.
—¿Conocía muy bien a Timmy? —me preguntó.
—Bastante bien. En un lugar como ése se conoce muy bien a la gente. Se descubre en seguida lo que son. Creo que usted lo conoció también bastante.
—Fuimos novios. Nos pusimos de novios hace siete años. No sé por qué, pero me parece que han pasado más. Cursábamos el último año en la escuela secundaria cuando empezamos a salir juntos. Antes, él había salido con una buena amiga mía, Judy Currier. Tuvieron una pelea y se enojaron. Yo estaba enojada entonces con el chico con el que salía. Cuando me pidió que saliéramos juntos, dije que sí. Y desde entonces, salimos siempre juntos. Cuando nos graduamos, los dos fuimos a la universidad estatal, en Redding. Él no estudió más que dos años y luego vino aquí a ayudar a su hermano George. Cuando él lo dejó, yo lo dejé también. Volvimos y todo el mundo pensó que nos íbamos a casar. —Sonrió con una sonrisita seca—. Creo que yo también lo pensaba. Pero las cosas cambiaron. Él perdió todo interés. Trabajaba mucho. Nos fuimos alejando el uno del otro.
—¿Estaba enamorada de él?
Ella me miró, ligeramente sobresaltada.
—Creí que lo estaba, desde luego. Si no, no nos hubiésemos puesto de novios. Pero… no sé cómo explicarlo. Verá… Timmy era muy popular en la escuela secundaria. Era un buen atleta y todos le tenían simpatía. Era el presidente de la clase superior. Yo también era popular. Fui reina del desfile de fin de año y cosas por el estilo. A los dos nos gustaba bailar y lo hacíamos bien. Era como si los demás esperaran que fuéramos novios. A los demás les parecía muy bien. Y eso, creo que nos influyó. Quizás nos enamoramos de lo bien que quedábamos juntos, y sentimos la responsabilidad de lo que los demás querían de nosotros. Hacíamos una buena pareja. ¿Lo comprende?
—Desde luego.
—Cuando terminó, no me dolió como me había imaginado. Si no hubiese terminado, habríamos seguido siendo novios y nos hubiéramos casado… y creo que hubiese sido un buen matrimonio. —Parecía perpleja.
—¿Qué clase de hombre era, Ruth?
—Ya se lo dije. Popular, simpático y…
—Debajo de todo eso.
—No quiero que me crea desleal… o algo así.
—¿Otro cóctel?
—No. Será mejor que pidamos la comida, gracias. —Después de hacerlo, ella frunció el ceño y agregó—. Había algo débil en Timmy. Todo le salió con demasiada facilidad. Tenía inteligencia, un buen físico y no le costaba hacerse de amigos. Nunca lo pusieron a prueba. Me daba la sensación de que él creía que en la vida todo iba a ser fácil para él. Que siempre podría tener lo que quisiera. Eso me preocupaba porque yo sabía que el mundo no es así. Era como si no le hubiera sucedido nada que le hubiera obligado a madurar. Y yo solía preguntarme qué pasaría cuando las cosas empezaran a salirle mal. Sabía que, o se convertiría en un hombre, o empezaría a gemir y a quejarse.
—Se convirtió en un hombre, Ruth.
De repente, las lágrimas brillaron en sus ojos.
—Me alegro de saberlo. Me alegro mucho. ¡Ojalá hubiera vuelto!
—Creo que entonces habría visto que yo tengo razón. Después de que dejó de salir con usted, ¿con quién salía antes de entrar en el ejército?
Sus ojos eran evasivos.
—Con nadie.
Yo bajé la voz.
—Me habló de Eloise.
Su cara palideció más.
—De modo que era cierto. Yo no estaba del todo segura. Pero lo sospechaba. Me ponía enferma el pensar que eso podía ocurrir. Y formaba parte de lo que le dije antes. Todo le resultaba muy fácil. Ni siquiera creo que se daba cuenta de lo que se estaba haciendo a él y de lo que le hacía a George. Ella era una cualquiera. Todos se escandalizaron cuando George se casó con ella y lo compadecieron…
—Timmy me habló de Eloise y me dijo que lo lamentaba. Quería volver para arreglarlo todo. Creo que comprendía que no podía dar marcha atrás al reloj y hacer que todo fuera como antes, pero quería arreglarlo como mejor pudiera.
—Creo que George no sospechaba nada. Pero aunque lo supiera, no podía haberle hecho mucho daño. Ahora sabe lo que era ella.
—¿Cómo era?
—Bastante linda, de un modo llamativo. Una rubia leonada, con una cara como de gitana. No sé de dónde le venían esas facciones. No hay nadie como ella en su familia. Al principio estaba en un grado superior al mío en la escuela, luego vino al mío y por fin se quedó atrás. Nunca se graduó en la escuela secundaria. Era de lo más estúpido que se pueda imaginar para el estudio. Pero viva en otros aspectos. Muy viva. Y descuidada. Ya sabe, de esas chicas que van con los cuellos sucios, y los tobillos desnudos y sucios también. Se empapaba de perfume. Tenía un modo muy sexy de andar, las caderas pronunciadas, una cintura muy fina y lindas piernas. Y una serie de gestos provocativos. Los chicos la seguían a todas partes como perros estúpidos, con los ojos y la lengua afuera. Nosotros nos reíamos de ella, pero la odiábamos y en cierto modo le teníamos envidia. Hacía lo que le daba la gana. Parecía que siempre se estaba burlando de todos. Para ella, casarse con George era hacer un gran matrimonio. Luego, los tres se fueron a vivir a la misma casa. Creo que ella se aburría de tanto estar en la casa, y que una vez que empezó a aburrirse Timmy tenía tantas posibilidades de escapar de ella como… una hamburguesa en la jaula de una pantera. Creo que tenían mucho cuidado, pero en un lugar del tamaño de este pueblo, la gente se entera de todo. Muchos hablaban más de lo debido cuando Timmy se marchó. Hacía más de dos años que no salía nunca con Timmy, cuando él se fue.
—Y luego Eloise se fugó con su viajante.
—Eso fue una estupidez. Tenía todo lo que quería. George creía en ella. El hombre se llamaba Fulton. Era un hombrón con la cara roja, que tenía un Studebaker gris y venía a Hillston una vez cada seis meses. Eloise se escapó hace casi… no, hace ya más de dos años. George estaba fuera del pueblo, por negocios. La gente vio a Eloise y al señor Fulton, aquí mismo, cenando juntos una noche, tan tranquilos. Deben de haberse fugado esa noche. Cuando George volvió, se había ido.
—¿Él intentó seguirle la pista?
—No quería. Estaba demasiado dolorido. Ella se había llevado sus mejores cosas, y el dinero de la casa, se marchó sin dejarle siquiera una nota. Apostaría cualquier cosa, a que un día volverá a él de rodillas.
—¿Y George la aceptaría de nuevo?
—No lo sé. No sé lo que haría. He estado tratando de ayudar a George. —Se ruborizó—. Papá siempre me toma el pelo porque llevo a casa perros y gatos abandonados. Dice que mis protegidos se comen todas las ganancias. Más o menos me pasa lo mismo con George. Ahora no tiene a nadie. Ni un alma. A nadie en el mundo. Yo hago lo poco que puedo. A veces, le cocino, le limpio la habitación. Le arreglo la ropa. Pero no consigo que reaccione. Cada vez decae más y más. Me da pena.
—Lo vi en la ferretería. No tenía muy buen aspecto. Hablaba de un modo raro.
—La ferretería casi no rinde.
—Parece que el aserradero produce. Estuve allí para hablar con Fitzmartin. Estuvimos en el mismo campo.
—Ya lo sé. Él me lo contó. ¿Es… un buen amigo suyo?
—No.
—No me gusta, Tal. Es un hombre raro. No sé por qué lo tomó George. Parece como si tuviera algún poder sobre él. Y me da la sensación de que empuja a George barranca abajo. No sé cómo, ni por qué lo hace. A mí me fastidiaba. No hacía más que venir a verme para hablar de Timmy. Me parecía muy extraño.
—¿De qué quería hablar?
—Era algo sin sentido. Quería saber a dónde íbamos de picnic Timmy y yo cuando estudiábamos en la escuela secundaria. Y también si alguna vez íbamos a pasear a pie juntos. Lo preguntaba de un modo tan astuto, como si insinuara algo que, la última vez que vino a verme me enojé y le dije que no quería hablar más con él. Me parecía muy raro lo que hacía. Es un tipo desagradable. ¡Con esos ojos tan extraños y descoloridos!
—¿No volvió a molestarla?
—No. Se lo dije con toda claridad… Demostraba un interés tan malsano por Timmy, que me pregunté si a usted no le pasaría lo mismo. Pero usted va a escribir sobre él y comprendo que quiera enterarse de todo.
La honestidad de sus ojos francos me avergonzaba. Hubo una pausa torpe en la conversación. Ella se entretuvo con su cucharita y luego, sin alzar los ojos, me preguntó:
—Timmy le habló de Eloise. ¿Le dijo algo acerca de mí? —Se ruborizaba de nuevo.
—La mencionó. No me dijo gran cosa. Podría inventar algo para que se sintiera más a gusto, pero no quiero hacerlo.
Ella levantó la cabeza y me miró, francamente, ruborizándose una vez más.
—Esto es algo que no debe publicar en su libro. Aunque no me avergüenzo de ello. Quizás podrá comprendernos mejor a él, o a mí, si se lo cuento. Fuimos novios durante nuestro último año de la escuela secundaria. Muchos chicos, la mayoría de nuestros amigos, estaban de novios también, y como estaban convencidos de que cuando pudieran se iban a casar, se acostaban juntos. Era algo… casi natural. Pero Timmy y yo no lo hacíamos. Luego, los dos nos fuimos a Redding. Los dos estábamos lejos de casa. Nos sentíamos solos en aquel ambiente nuevo… y pasó. Durante unos meses fue algo muy intenso, pero luego empezamos a darnos cuenta de que no nos servía de nada. Lo dejamos. Oh, claro que hubo recaídas, accidentes. Lo hicimos a veces cuando no debíamos. Pero lo dejamos, y nos sentimos orgullosos de nuestra fuerza de carácter. A veces, pienso que eso fue lo que arruinó nuestra relación. Es una actitud muy victoriana el pensarlo, pero de todos modos, no puedo dejar de hacerlo, a veces.
Me sentía turbado. Nunca me había enfrentado con una franqueza de esa clase. Me había contado libremente una verdad bastante desagradable acerca de sí misma, y yo pensaba que debía hacer lo mismo.
Le dije con demasiada rapidez:
—Comprendo lo que quiere decir. Sé muy bien lo que es sentirse culpable desde el punto de vista del hombre. Cuando me llamaron, tenía treinta días libres antes de presentarme al ejército. Tenía una novia. Charlotte. Y un buen empleo. Nos preguntamos si debíamos casarnos antes de que me fuera. No lo hicimos. Pero yo me aproveché de la melodramática situación. El hombre que va a la guerra, etcétera. Retorcí las cosas de modo tal que ella llegó a creer que era su deber el plegarse a lo que quería el guerrero que iba a partir. Fueron treinta días muy febriles. Y me fui. Contento por lo que había pasado. Lo que no habían conseguido mis palabras tiernas, lo lograron los norcoreanos. Es una buena chica.
—¿Pero volvió y no se casaron?
—No. Volví en bastante mal estado. Mi sistema digestivo todavía no está del todo bien. Pasé bastante tiempo en un hospital del ejército. Salí y volví a mi trabajo. No me gustaba. Antes me parecía bueno. No podía trabajar bien. Y Charlotte me parecía una extraña. Por lo menos, tuve la integridad suficiente para no acostarme más con ella. Ella estaba dispuesta a hacerlo esperando que eso curara mi melancolía. Me sentía abatido e inquieto. No podía comprender qué me pasaba. Por fin, se cansaron de mi falta de interés por el trabajo y me despidieron. Y me marché. Empecé este… proyecto. Me sentía muy culpable con respecto a Charlotte. Ella fue leal conmigo mientras estuve afuera. Pensaba que nos casaríamos automáticamente en cuanto regresara. No comprende esto. Ni yo, tampoco. Lo único que sé es que me siento culpable y que me sigo sintiendo inquieto.
—¿Cómo es ella, Tal?
—¿Charlotte? Morena. Muy linda. Con ojos hermosos. Menudita, mide poco más de un metro cincuenta, y no creo que pase de los cuarenta y cinco kilos. Sería una buena esposa. Es viva, limpia y capaz. Tiene muy buen gusto, y su padre anda bastante bien de dinero.
—Quizás no debería sentirse culpable.
Fruncí el ceño, mirándola.
—¿Qué quiere decir, Ruth?
—Me dijo que le parece una extraña. Quizás es una extraña, Tal. Quizás el usted que se fue a la guerra le parecería ahora un extraño. Dijo que Timmy cambió. Usted puede haber cambiado también. Puede haber madurado de un modo que no comprende. Quizás la Charlotte que le convenía al Tal Howard de entonces, no es suficiente para el de ahora.
—Y por eso, le destrocé el corazón.
—Tal vez era mejor destrozárselo así, que casarse con ella e írselo destrozando poco a poco y de un modo más total. Se lo explicaré mejor hablando de Timmy y de mí.
—No comprendo.
—Cuando Timmy perdió el interés por mí, el golpe fue menos fuerte de lo que pensaba. Ahora, al cabo del tiempo, sé por qué. Timmy era una persona menos complicada que yo. Tenía menos intereses. Vivía más en el plano físico que yo. A mí me conmueven las cosas. Soy más imaginativa que él. Del mismo modo que usted es más imaginativo que lo que él era. Supongamos que me hubiera casado con Timmy. Por un tiempo, todo habría salido bien. Pero, inevitablemente, yo habría empezado a sentirme ahogada. Bueno, no se crea por eso que soy pedante. Pero me gustan los libros y las conversaciones serias, además de otras muchas cosas. Por eso, habría empezado a sentirme a disgusto con él. ¿Lo entiende?
—Tal vez no. Yo soy también un tipo que se contenta con la cerveza, el bowling y las páginas deportivas.
Ella me miró con gravedad.
—¿Lo es de veras, Tal?
Era una pregunta turbadora. Recordé las primeras semanas pasadas con Charlotte a mi vuelta, cuando traté de encajar de nuevo en la clase de vida que llevaba antes. Nuestros amigos me parecían vacíos, sus conversaciones me aburrían. Y Charlotte, con su charla incesante acerca de los lotes para construir, el color de las cortinas, las novelas de la televisión, y sus, ¿querido, verdad que son unos zapatos muy lindos por cuatro dólares noventa y cinco? y ¿con qué color te gusto más?, o ¿no es cierto que las cocinas amarillas son muy alegres?… Charlotte aburría también.
Mi Charlotte, acurrucada contra mí como una garita en el autocine, mirando con ojos muy abiertos las enormes imágenes de la pantalla, con sus historias vulgares, me aburría.
Empecé a darme cuenta de cuándo había empezado. En el campo de prisioneros. El enemigo era el aburrimiento. Y todas mis defensas tradicionales contra él, desaparecieron rápidamente. El improvisado juego de ajedrez no era más que otra forma de aburrimiento. Estaba acostumbrado a cierto tipo de hombres. Me habían entretenido y divertido, y yo a ellos. Pero en el campo de prisioneros los encontraba vacíos. Me cansaba de escucharlos hablar de sus hazañas sexuales, de sus victorias de la adolescencia y de sus fabulosas borracheras.
Mi cerebro se había ensanchado al tratar de huir del aburrimiento. Pasaba cada vez más tiempo en compañía de tipos poco vulgares, los mismos que antes de mi captura me hubiesen hecho sentirme raro e incómodo, aquellos de quienes me burlaba a espaldas suyas. Había un tipo frágil con el cerebro lleno de cosas de las que ni siquiera había oído hablar. Al principio me parecían tonterías, pero al cabo de un tiempo se volvieron mágicas. Había también un cabo, con músculos de Tarzán, que discutía ferozmente con un soldado de infantería de marina, joven, vehemente y de largos bigotes, acerca de la filosofía y la ética del arte, mientras yo lo escuchaba en silencio, sintiendo cómo se abrían en mi cerebro puertas desconocidas.
La tranquila pregunta de Ruth me daba la primera indicación válida de mi descontento. Si hubiera podido reducirme a mis dimensiones anteriores, habría encajado de nuevo en el mundo del empleo y de Charlotte, de las cortinas azules y la cocina amarilla; y la partida de póquer, los sábados por la noche, con nuestros amigos.
Si no podía reducirme, nunca más encajaría en aquel ambiente. Y no deseaba reducirme. Deseaba seguir siendo lo que era, porque muchas cosas que me parecían raras, tenían ahora un significado para mí.
—¿Lo es de veras, Tal? —repitió ella.
—Quizás no tanto como creía.
—Está buscando algo —me dijo. La extraña verdad de lo que decía me sobresaltó—. Quiere escribir un libro. Eso es un indicio de inquietud. Está buscando lo que debería ser, o lo que es en realidad. —Sonrió de repente, con amplia sonrisa y vi que uno de sus blancos dientes estaba atractivamente torcido—. Papá dice que yo quisiera ser la madre de todo el mundo. No me haga caso. Siempre estoy diagnosticando, recetando, metiéndome en lo que no me importa. —Miró su reloj—. ¡Uf! Estará furioso. Tengo que irme.
Pagué la cuenta y subimos al auto. Por el camino de vuelta llevé la conversación por donde yo quería, para poder preguntarle.
—Recuerdo que me hablaba de una chica llamada Cindy. ¿Quién era?
Ruth frunció el ceño.
—¿Cindy? Recuerdo algunas… No, no había en el pueblo ninguna chica llamada Cindy, por lo menos el tipo de chica con el que Timmy quería salir. Estoy segura de que ninguna era bonita. Y para que Timmy saliera con ella tenía que serlo. ¿Está seguro de que no se equivocó de nombre?
—Estoy seguro.
—¿Pero qué le dijo acerca de ella?
—Mencionó casualmente el nombre unas cuantas veces, pero de un modo que me hizo pensar que conocía muy bien a la chica. No recuerdo exactamente lo que dijo, pero me dio la impresión de que la conocía bien.
—No puedo ayudarlo —dijo Ruth. Doblé para entrar en la calzada, y me detuve delante del hospital de veterinaria, salí del auto después de ella. Habíamos hablado con naturalidad, y ahora nos sentíamos torpes de nuevo. Yo quería encontrar algún medio para volver a verla, y no sabía qué hacer exactamente. Deseaba que su reserva se debiera al hecho de que ella esperaba que yo encontrase ese medio. Habían habido demasiados indicios, demasiados signos de una asombrosa e inesperada compenetración entre los dos. Ella tenía que sentirla como yo.
—Quiero darle las gracias, Ruth —le dije y le tendí la mano. Ella puso la suya en la mía, cálida y firme, y sus ojos se fijaron en los míos y se apartaron luego, mientras se ruborizaba un poco. Aunque no hubiera podido decirlo con seguridad.
—Me alegro de poder ayudarlo, Tal. Avíseme… si se le ocurre alguna pregunta más.
La oportunidad se me ofrecía, pero demasiado fácilmente. Me mordió la necesidad de que supiera lo que sentía.
—Me gustaría volver a verla, aunque no sea para hablar del libro.
Ella apartó su mano con suavidad y me miró directamente, alzando la barbilla.
—A mí me gustaría, también. —Sonrió de nuevo—. ¿Ve? Tengo una falta completa de la tradicional técnica femenina.
—Eso me parece bien. Me gusta más así.
—Será mejor que no nos pongamos tan serios, Tal.
—¿Serios? No sé. Llevé su foto conmigo mucho tiempo. Eso significaba algo. Ahora ha habido un cambio. Usted significa algo para mí.
—¿Dice esas cosas porque le gusta oírselas decir?
—Esta vez, no.
—Llámeme —me dijo. Dio media vuelta y desapareció. Antes de que entrara por la puerta, recordé lo que había querido preguntarle. La llamé, y ella se detuvo y yo fui hasta donde estaba.
—¿Con quién puedo hablar ahora de Timmy?
Ella me miró, ligeramente decepcionada.
—¡Oh, pruebe con el señor Leach! Era el director del departamento de matemática de la escuela secundaria. Se interesaba mucho por Timmy. Y es un hombre muy simpático. Muy dulce.
Volví al pueblo, lleno de su imagen, del impacto que me había causado. De ese impacto que hacía que el día, los árboles, la ciudad, todo me pareciera más vivo. Recordaba con claridad especial su cara… la boca grande, el diente torcido, los ojos grises y oblicuos. Su figura era buena, con los hombros un poco demasiado anchos y las caderas un poco estrechas para ser perfecta. Las piernas eran largas, de línea limpia. Su espalda recta y la línea de su cintura eran hermosas. Sus senos, altos y separados tenían algo de impertinente, casi de arrogante. Pero lo que más me gustaba de ella era su color. El rojo oscuro del pelo, el gris de los ojos, el tono dorado de la piel.
Eran casi las tres cuando dejé su casa. Traté de sacármela de la cabeza y pensar en la entrevista con Leach. Él podía ser el eslabón con Cindy.
Debía hallarme a medio kilómetro de la casa de los Stamm cuando empecé a preguntarme si la cupé Ford que venía detrás era la misma que había visto en el galpón de Fitz. Di dos vueltas al azar; el auto siguió detrás. Ni un mínimo intento de encubrir que me seguía. Continuó detrás de mí, a unos treinta metros. Yo detuve el auto a un costado y salí. Vi que quien iba en el coche era Fitz. Paró detrás de mí y salió, también.
Fui hacia él y le pregunté:
—¿Por qué diablos se le ocurrió la idea de registrar mi habitación?
Él se apoyó en el auto.
—Tiene un lindo ronquido, Howard. Tranquilizador.
—Podría decírselo a la policía.
—Seguro. Cuénteselo todo. —Me miró, a la luz del sol de la tarde, entre perezoso y divertido.
—¿De qué le sirve seguirme?
—Todavía no lo sé. ¿Tuvo un almuerzo agradable con Ruthie? Es una cosita linda. Con todo lo necesario. Pero yo no le gusté. Quizás prefiere a tipos más indefensos. Quizás, si trabaja bien, podrá llevársela a…
Se detuvo bruscamente y su cara cambió. Miró más allá de mí. Yo me volví justo a tiempo para ver un sedán azul oscuro que se acercaba a gran velocidad. Pasó rápido junto a nosotros, y yo pude distinguir al volante, un hombre grueso y calvo, de cara dura. El auto llevaba matrícula de otro Estado, pero pasó antes de que pudiera leer el nombre.
Me volví a Fitz.
—No le servirá de nada seguirme. Le dije que no sé más que… —Me detuve porque no servía de nada seguir adelante. Parecía que no me oía ni me veía. Pasó rozándome, subió a su auto y lo puso en marcha. Yo aguardé a que desapareciera carretera abajo. Subí a mi auto entonces. El episodio no tenía sentido para mí.
Me encogí de hombros y empecé a pensar de nuevo en Leach.