10
Ellos seguían hablando, pero yo no escuchaba ya lo que decían. Entonces, me di cuenta de que Ruth me había hablado.
—¿Perdón…?
—Dije que tengo que irme.
—Un momento. Por favor. ¿No podemos hablar un minuto? Usted también, señor Peary. —Vi que ella apretaba los hombros, como si tuviera frío. El sol se había ocultado de nuevo, y soplaba un crudo viento de abril—. Podemos sentarnos un minuto en mi auto. Quiero… hablarles de lo que creo que George hacía con su dinero.
Me miraron de un modo raro. Peary se encogió de hombros y dijo:
—Bueno.
Atravesamos la calle y entramos en mi auto. Ruth se sentó en el medio.
—Es una suposición. Ya saben que Rose Fulton nunca se dio por satisfecha con la desaparición de su esposo. Prine investigó y sí está satisfecho. George se hallaba fuera del pueblo cuando Eloise se fugó con Fulton. Un vecino vio que Eloise llevaba una valija al auto. Ahora, supongamos que Eloise no se iba para siempre. Imaginemos que sólo se iba a pasar una noche con Fulton. No quería quedarse en la casa por si acaso George volvía. Y había que pensar en los vecinos. Era demasiado conocida. Por eso, pensó en ir al lago con Fulton. Se llevó las cosas que necesitaba para la noche. ¿Era una época del año en la que no había gente en el lago?
—Lo era —dijo Ruth.
—Ahora, supongamos que George volvió y vio que ella no estaba. Empezó a buscarla. Y fue al lago. O imaginemos que, por cualquier motivo, al volver de su viaje a la ciudad, paró en el lago y los encontró juntos. ¿Qué habría hecho?
—Veo a dónde quiere ir a parar —dijo Ruth—. Me da una sensación extraña. George amaba a Eloise y confiaba en ella. Creo que era el único que no podía ver lo que era. Si George sorprendió a los dos, creo que se habría enloquecido momentáneamente. Creo que los habría matado. Era un hombre muy fuerte, Tal.
—Por eso los mató en el lago. Se deshizo de los cadáveres. Pudo haberles atado un peso para tirarlos al lago, pero me inclino a pensar que los enterró. Afortunadamente para él, habían visto a ella en la Inn con Fulton, y la vieron irse con Fulton. Quizás los enterró en su propia tierra. Pero él no podía saber que iba a resultar tan bien. Los mató lleno de cólera, y los enterró lleno de pánico. Durante largo tiempo no corrió peligro. Trató de seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Representaba el papel del esposo abandonado. Y entonces, alguien encontró los cadáveres. No dio parte a la policía. Fue a George.
Peary intervino, con vehemencia.
—Y lo extorsionaron. Le pidieron dinero y más dinero. Él tuvo que empezar a vender cosas. Cuando ya no le quedaba casi nada, se mató. No podía enfrentarse con el descubrimiento, el juicio y la condena. De modo que tenemos que buscar a alguien que se enriqueció de golpe.
—O a alguien lo suficientemente inteligente como para guardar el dinero y no llamar la atención —dije.
—A veces parecía muy extraño —agregó Ruth en voz baja—. Decía cosas raras que yo no comprendía. Era como… una de esas malas películas: la gente ríe cuando no debería reír.
—Debe de ser horrible tener una cosa así en la cabeza —dijo Peary—. Cuanto más pienso en ello, más lógico me parece, señor Howard. Creo que acertó de plano. Lo que hay que hacer ahora es probarlo. Y eso significa buscar los cadáveres. Pero… me gustaría saber lo que dice la señora Fulton. Ella fastidió mucho a Prine, mandándonos investigadores. Me gustaría saber por qué está tan convencida, que no le importa gastar su dinero.
—Podríamos llamarla por teléfono —dije—. Si consiguen su número.
Él salió del auto.
—Creo que puedo hacerlo. Vuelvo en un minuto.
Llamamos desde la oficina de Peary. Peary le habló desde su despacho. Ruth y yo escuchamos desde la extensión, ella con el oído pegado al mío.
La mujer tenía una voz áspera.
—¿Qué tiene que ver usted con esto?
—En realidad, nada. El señor George Warden se suicidó anoche. Eso nos dio un indicio de lo que puede haberle sucedido a su esposo.
—Lo mataron, y lo hicieron ahí. Quizás fue esa mujer. No lo sé. Ahora me dice que Grassman ha desaparecido. Hablé con él antes de que fuera ahí. ¿Cuándo van a abrir los ojos de una buena vez? ¿Qué clase de lugar es ése?
—¿Qué le hace pensar que su esposo ha muerto?
—Henry no era un buen marido. Iba detrás de cualquier mujer. Yo lo sabía. Él era así. Pero siempre volvía pidiéndome perdón. Creo que hasta le gustaba eso. Sus relaciones con la Warden eran como todas las demás. No podían durar dos años. Él tenía catorce mil dólares en su cuenta corriente. No se pueden tocar. Él no sacó ni un centavo. Debía unas cuotas del auto. La compañía financiera no ha podido encontrarlo. Tenemos dos hijos en la escuela secundaria. Puedo asegurarle que él quería a sus hijos. No habría podido pasar dos años sin verlos. Eso no es propio de Henry. Personalmente, créamelo, estoy convencida de que nunca volveré a verlo, y no me importa. Pero tenía un par de seguros buenos. Yo insistí que los sacara para protegerme a mí y a los chicos. ¿Qué protección tengo ahora? Las compañías no quieren pagar. Tienen que pasar seis años después de la desaparición. O sea, debo aguantar cuatro años más. ¿Y los estudios de los chicos? Le digo que deben abrir los ojos de una vez por todas, y averiguar qué le pasó a Henry.
Dijo más cosas, pero no hacía más que repetirse. La conversación terminó. Colgué y miré a Ruth. Su sonrisa era pálida; hasta se estremeció un poco.
—Eso fue muy convincente, Tal —me dijo.
—Mucho.
Peary entró en la oficina, pensativo.
—Supongamos que yo fuera el chantajista. Encuentro los cadáveres. Los encuentro por casualidad. O quizás soy lo suficientemente inteligente como para buscarlos. Muy bien. ¿Qué hago? Asegurarme de que nadie más va a encontrarlos para no arruinarme el negocio. Quiero esconderlos mejor de lo que los escondió George. Pero no quiero deshacerme del todo de ellos. Quiero que estén ahí, como una amenaza. Quiero que puedan desenterrarlos.
Ruth intervino.
—Grassman. Tal y yo lo vimos en el lago. Y ahora ha desaparecido. Eso puede significar que encontró los cadáveres.
—Y que encontró también al chantajista —dijo Peary.
Recordé de pronto la extraña conversación que había mantenido con George, cuando me dijo que no podía darme trabajo, y me ofreció uno de los rifles de su ferretería. Sabía que venía de parte de Fitz. Debió pensar que era amigo de Fitz y que él me iba a dar una parte. No cabía duda de que Fitz era el chantajista. Recordé el traje lujoso y bien cortado que llevaba cuando lo vi en la Inn. Había venido a Hillston con la idea de encontrar el dinero que escondió Timmy. Se quedó en la cabaña del lago. Había insistido en que el dinero no estaba escondido en el lago. Él había mirado allí. Y encontró algo provechoso y horrible.
Pero lo más convincente de todo era lo que Fitz me había dicho: que estaba seguro de que Eloise no se llevó el dinero. Debía haber gozado con su broma. Eloise no quiso irse para siempre. Habría sido una estúpida si se hubiese ido mientras existiera una posibilidad de que Timmy volviera. Sabía lo del dinero. Pero Timmy fue lo suficientemente astuto como para no confiarle el lugar donde lo había escondido.
Pensé en la primera conversación entre Fitz y George, después de que Fitz encontró los cadáveres.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ruth—. ¿Debemos hablar con el capitán Marion?
A las cuatro y media de la tarde de aquel miércoles nublado me hallaba en la orilla del lago con Ruth y Allan Peary, el sargento Brubaker y el teniente Prine. Estábamos frente a la casa que había pertenecido a George Warden antes de que la vendiera. El angosto embarcadero había sido llevado a tierra, durante el invierno, y no estaba colocado aún. El viento había cesado y el lago era como una gris lámina de acero. Las voces tenían una extraña resonancia en el silencio. El capitán Marion salió de la cabaña con un corpulento patrullero. El patrullero se había puesto unos shorts de baño. Llevaba un depósito de oxígeno en la máscara que le cubría hasta la frente. Caminaba con cuidado por el sendero de tierra, con los pies descalzos. Tenía un aspecto serio, importante y helado.
El capitán Marion dijo:
—Trate de no apartarse de esa línea. El agua está bastante sucia. ¿Qué tal es la luz?
El patrullero hizo funcionar la linterna acuática.
—Creo que está bastante claro.
—Esto es un disparate —dijo Prine en voz baja, para que el capitán Marion no pudiera oírlo.
Nadie le contestó. Brubaker se apartó de nosotros. Miré la cara de Ruth. Apretaba los labios, mientras miraba cómo el patrullero entraba en el agua. Él perdió pie de pronto y recobró en seguida el equilibrio; el agua le llegaba hasta el pecho. Se ajustó la máscara, mordiendo la parte de la boca. Miró hacia nosotros y luego se alejó, dejando una estela turbulenta en la superficie. Las ondulaciones se fueron ensanchando, y desaparecieron.
Prine encendió un cigarrillo y tiró el fósforo, con un ademán rápido e impaciente. Cuando lo vi sentado en su escritorio me pareció alto. De pie, no lo era. Tenía un cuerpo muy largo, con piernas cortas y gruesas.
Los minutos pasaron lentos. Hablamos distraídamente, en voz baja. Los pinos de las distantes colinas parecían negros.
El hombre salió bruscamente a la superficie, a unos doce metros de la orilla. Nadó hasta ella y salió del agua chorreando. Se levantó la máscara hasta la frente. Temblaba.
—¡Hombre, qué frío hace ahí! —exclamó.
Nos acercamos a él.
—¿Y bien? —preguntó Marion.
—Tome, señor. —Y le entregó algo a Marion. Lo miramos mientras Marion lo tenía en la palma. Era el encendedor de un automóvil, corroído y manchado—. Llegué justo hasta donde está. Está a unos quince metros bajo el agua, de costado. Es un Studebaker gris. Con chapa de Illinois. El número es CT5851. Vacío. El fondo es de roca. Está en una pendiente muy pronunciada. Creo que se lo podrá sacar.
—El número concuerda —reconoció de mala gana Prine—. Diablos, ¿quién podía imaginarse una cosa así?
—Steve —le contestó Marion—. Me parece que aquí nos equivocamos. Parece ser que Rose Fulton tenía razón.
Ruth se había ido al pueblo con Peary, en el auto de él. Parecía pensativa, absorta. Como Peary reconoció que yo era el que había hecho la suposición que llevó al descubrimiento de los cadáveres, gozaba ahora del favor de Marion. No les había contado la segunda parte de mi suposición (que, en realidad, ya no lo era)… o sea que Fitzmartin era el chantajista.
El camión de la grúa había llegado. Se detuvo en dirección contraria al lago, con los frenos puestos. El tenso cable se extendía hasta el fondo del agua. Al anochecer encendieron los grandes reflectores del camión-grúa. Unas veinte personas miraban la escena desde el borde del agua, un poco más allá. El capitán Marion las había hecho retroceder hasta allí. Más hombres llegaban del pueblo. Habían empezado a registrar el área, hincando largas varillas de acero en la tierra blanda.
El cansado patrullero volvió a salir a la superficie y vino hasta la orilla.
—Esta vez creo que saldrá —dijo—. Pasé el gancho por el eje posterior y volví a sujetarlo en el cable. —Se quedó allí a plena luz. Tenía un brazo rasguñado por una roca y su antebrazo brillaba con la sangre mezclada de agua.
—Prueben de nuevo —ordenó Marion.
La grúa empezó a rechinar. El cable se tensó visiblemente. Yo miraba el tambor. El cable empezó a aparecer, unos pocos centímetros cada vez. El progreso era desigual. Por fin, como un monstruo del mar que sale a la superficie, el auto gris emergió del agua. El auto descansaba sobre las ruedas y salió del agua hacia atrás, chorreando. El metal sin pintura mostraba dónde lo habían arrastrado contra las rocas. El camión avanzó hasta que el auto quedó por completo en tierra firme. El agua corría de sus costados y volvía en hilillos al lago. Olía a humedad y malas hierbas.
—Vaya a secarse, Ben —dijo simplemente Marion—. George, abra la parte de atrás con una palanca.
El nadador, cansado y helado, fue a la cabina. Un hombre rechoncho, vestido de uniforme, abrió expertamente el baúl. El policía del condado, que había llegado hacía poco, se acercó. Oí a los espectadores hablar entre sí con excitación. Los reflectores iluminaron con claridad el interior del baúl. Vimos un equipaje mojado, ropas empapadas. El agua corría aún desde el baúl.
Marion dijo:
—Bueno, aquí no están. No esperaba que estuviesen. Demasiado chico para los dos. Pero se ve lo que ocurrió. Ahí están esas camisas y esas medias. Eso no salió solo de la valija. Él los encontró. Después de matarlos, echó sus cosas al baúl, de cualquier manera. Luego, dirigió el auto hasta la pendiente y lo puso en marcha. Sería de noche y las luces del auto estarían apagadas, para no llamar la atención. El coche marchaba bien. Él sabía que el centro era muy profundo. Probablemente el agua le hizo disminuir la marcha, pero una vez en el fondo siguió bajando la pendiente, hasta quedar atascado entre las rocas, donde lo encontró Ben.
Vi una cartera de mujer, de plástico rojo, en la parte de atrás. El rojo seguía siendo brillante. Parecía tan nueva como si Eloise la hubiera llevado el día anterior. El capitán Marion la sacó, la abrió, y el agua escapó de ella. Un lápiz labial corroído cayó a tierra. Había una billetera en la cartera. La sacó, la sacudió para quitarle el agua, y la abrió. Estudió las tarjetas empapadas.
—De la señora Warden, sin duda. Al, ¿puedes remolcar el auto hasta el pueblo?
—Sí, capitán.
—Bueno, cuando llegues allí, extiende todo esto en el garaje, para que se seque.
En diez minutos el auto fue amarrado con seguridad y remolcado fuera de allí. Oí el ruido del motor del camión-grúa mientras subía penosamente la colina, en dirección a la carretera.
—Capitán —dijo Prine—, ¿hago que los hombres sigan buscando? Está demasiado oscuro para trabajar bien. No han tenido suerte hasta ahora.
—Lo mismo podemos dejarlo hasta la mañana. Tom, ¿puede prestarnos unos muchachos para que nos ayuden mañana?
—Puedo enviarles un par.
Los espectadores se habían retirado en su mayoría. Un hombrecito musculoso se acercó a donde estábamos. El nadador, vestido ya de uniforme, había vuelto de la cabaña. Su aliento olía fuertemente a whisky. Sin duda, alguien le había procurado un preventivo contra el resfrío.
Prine se dirigió al hombrecito:
—Les dije que no se acercaran aquí.
—No ladre y muestre los dientes, muchacho. Quiero hablar con ustedes. Tal vez se enteren de algo.
—Márchese de…
—Un momento, Steve —intervino el capitán Marion con su voz amable—. ¿Cómo se llama?
—Finister. Bert Finister. Alguien dijo que andaban buscando unos cadáveres. Eso es lo que están haciendo, ¿eh? Pues podrían escucharme. Vivo un poco más allá, al otro lado del camino. Hago trabajitos a la gente. En la mayoría de las cabañas. Todos me conocen. Carpintería, plomería, albañilería. Pongo los embarcaderos. Los saco en otoño. Conozco las cabañas.
—Muy bien, conoce las cabañas. Si buscara unos cadáveres, Finister, ¿dónde los buscaría?
—A eso voy. Conozco las cabañas. Conozco a la gente que vive en ellas. Conocí a George y a Timmy Warden, y a su padre. Conocí también a Eloise. Recuerdo cuando Timmy venía aquí y atravesaba el lago nadando para ver a Ruthie Stamm. Ganas de presumir, me imagino. Y entonces, el año pasado, se presentó aquí el tal Fitzmartin. Creo que le alquiló esto a George. Era la primera vez que se alquilaba, pero eso no tiene nada que ver. Ya sabe cómo anda la gente ahora con esa historia de «hágalo usted mismo». Es quitarle a un hombre el pan de la boca. Quitarle un trabajo honrado. Cuando hacen por sí mismos las cosas, las hacen mal. Para mí, eso es un insulto. El tal Fitzmartin andaba cavando. No sé qué hacía. Me imaginé que podía haberme llamado a mí para hacerlo. Y luego, Dios mío, se viene con el cemento en un camión, empieza a hacer moldes, y que me ahorquen si no pone un piso de cemento al garaje. Un buen trabajo, para un aficionado. Pero era quitarme el pan de la boca y por eso lo recuerdo. Puso el piso en mayo del año pasado. Si yo estuviese buscando los cadáveres, los buscaría debajo de ese piso, porque el tal Fitzmartin no me parecía una persona decente. Vine aquí a ayudarlo y él me echó de la casa. Me llevó hasta el camino, con el brazo sujeto a la espalda, y me dijo que era un entrometido. Nadie me ha dicho eso antes. La gente es amable aquí. El hombre ese no encajaba en el ambiente. Y me alegro de que no comprara la cabaña. Los que la compraron, gente de Redding, parecen muy agradables. Tienen dos chicos. Les dije que cuando necesitaran algún trabajito podían llamar a Bert Finister.
Nos quedamos allí, a la luz de los faros. El capitán Marion miró a Prine.
—¿Fitzmartin?
—El que dirige el aserradero de George. ¿Voy a buscarlo?
—Será mejor que miremos primero, Steve.
—El piso de cemento me desorientó. Lo examiné con cuidado. No lo habían cavado ni remendado. Nunca se me ocurrió pensar que lo habían puesto todo…
—Vi un pico en el galpón —dijo el capitán Marion—. Quizás será mejor que lo haga, Steve. Tal vez le vendrá bien el ejercicio.
—Sí, señor —dijo sumiso el teniente Prine.
Estacionaron allí los autos, de modo que sus faros iluminaran el interior del garaje con la claridad de un escenario. Prine cavó, gruñó y sudó hasta que el capitán Marion decidió que lo había castigado lo suficiente. Finister surgió de la oscuridad con otro pico y una gruesa palanca. El trabajo se aceleró. Se aflojó un gran trozo. Metieron el pico por una esquina y lo levantaron, dejando al descubierto la tierra negra. Los hombres trabajaban en silencio. Durante largo rato pareció que no iban a conseguir nada. Yo estaba en la oscuridad, fumando un cigarrillo, cuando oí que alguien decía vivamente:
—¡Alto!
Me dirigí hacia el garaje y luego pensé en lo que podían encontrar y me quedé donde estaba. El que llamaban Ben salió a la oscuridad. Se inclinó hacia adelante, conmovido por una arcada. Luego se irguió y tosió.
—¿Los encontraron? —le pregunté.
—Los encontraron. Prine dice que es ella. Recuerda el color de su pelo.
Volví con el capitán Marion. Prine se había ido ya para detener a Fitzmartin. El capitán Marion estaba con ganas de hablar.
—No va a ser muy fácil lo del tal Fitzmartin. ¿Qué podemos probar? ¿Un chantaje? Para eso necesitaríamos tener el dinero y el testimonio de George. ¿Ocultar las pruebas de un crimen? Él puede decir que George le encargó que pusiera un piso de cemento en el garaje. Dirá que no tenía ni idea de lo que había debajo. No, no va a ser tan fácil como cree Steve. A veces, Steve me preocupa, porque no tiene una mentalidad flexible.
—Pero usted cree que fue Fitzmartin.
—Tiene que ser. Lo dejó limpio a George. George no tenía opción, me imagino. O pagaba o lo denunciaba. Si lo hubiesen denunciado, creo que lo habrían condenado a perpetuidad. Un buen abogado defensor habría sacado a relucir algunas cosas acerca de Eloise, que no le habrían gustado al jurado. George debió pensar que cuando se le acabara el dinero, Fitzmartin se iría sin decir palabra, cosa muy probable. Eso lo dejaría libre, aunque sin dinero. Mejor que no tener dinero ni libertad. Lo que no me imagino es por qué razón Fitzmartin se dedicó a buscar los cadáveres. No estaba en el pueblo cuando George los mató. Tengo entendido que estuvo en el campo de prisioneros con Timmy. Pero Timmy no podía tener ni idea de una cosa así. En esto hay algunas cosas que nunca aclararemos a menos que Fitzmartin se decida a hablar.
Comprendí el giro que estaban tomando sus pensamientos. Me miró un par de veces.
—Nos ha ayudado bastante, Howard, lo reconozco. Pero tampoco me explico mucho qué papel juega en esto.
—¿Qué quiere decir, capitán?
—¿No resulta demasiado conveniente? Llega a la ciudad y empiezan a pasar cosas. ¿Por qué?
—Por una coincidencia, supongo.
—Conocía a Timmy y conoce a Fitzmartin. Quizás antes de venir aquí sabía que Fitzmartin le estaba sacando el dinero a George. Quizás vino aquí por eso, Howard.
—No sabía nada.
—No he terminado con usted, hijo. No se le ocurra desaparecer. Quiero que se quede aquí para poder hablar más con usted. Me sigue resultando demasiado conveniente.
En aquel momento, cuando estábamos aproximadamente a un kilómetro de los límites urbanos de Hillston, llamaron por la radio. Marion contestó. Apenas si pude entender la voz de Pato Donald de Prine en el aparato.
—Se fue, capitán. Fitzmartin se ha ido. Di su descripción y la de su auto. Vivía en un galpón en la parte de atrás del aserradero. Todas sus cosas han desaparecido. Toqué la estufa. Todavía tenía un poco de calor. No puede haberse ido hace mucho. ¿Le parece que cerremos las carreteras?
—Diablos, Steve, ya se lo dije antes. El cerrar las carreteras no sirve aquí de nada. Hay demasiados caminos. En esta región no hay hombres ni vehículos suficientes para cerrarlos todos. Pueden haber apagado la estufa hace tres horas. Habría que establecer las barreras ahora mismo, en todos los caminos en cien kilómetros a la redonda, por lo menos.
—¿Qué sugiere, señor? —preguntó con más humildad Prine.
—Esperar a ver si lo detiene alguien.
Marion cortó la comunicación.
—Muy bien, Howard. Parece que conocía muy bien a Fitzmartin. ¿De dónde venía?
—Creo que era de Texas.
—¿En qué trabajaba?
—Me parece que en campos petrolíferos.
—¿Les dijo alguna vez algo acerca de su familia?
—No hablaba mucho.
—No me ayudó mucho. ¿Dónde puedo dejarlo?
—Mi auto está estacionado frente a la oficina de Peary.
—Quiero decirle que le agradezco que tuviera una buena teoría acerca de esto, Howard. Pero todavía no sé hasta qué punto eran suposiciones suyas. Y me pregunto por qué vino aquí. Me gustaría que pusiera sus cartas sobre la mesa.
Me había parecido que era amable, suave, ineficaz. Hora tras hora había ido cambiando de opinión. Había pensado que el peligroso era Prine. Prine era el estúpido. El capitán Marion era algo totalmente distinto.
—No le estoy ocultando nada, capitán.
—Ahora, George ha muerto, Grassman ha desaparecido, hemos encontrado esos cadáveres, y Fitzmartin huyó. Hay que encontrarle una relación mejor a todo esto, antes de que yo me dé por satisfecho.
—Lo siento, pero no puedo ayudarlo.
—Siento que no quiera ayudarme, hijo. Buenas noches.
Se fueron. Eran más de las diez y yo estaba muerto de hambre. Dentro de doce horas iría a buscar a Antoinette. Con suerte, dentro de veinticuatro me habría ido. Con ella o solo. No sabía cómo lo haría. Llámenlo monomanía si quieren. Había pensado demasiado tiempo en el dinero. Había aspirado a él demasiado tiempo. Al día siguiente lo tendría. Y, una vez que lo tuviera, tal vez podría empezar a pensar con claridad de nuevo.
Encontré un lugar donde comer. Estaba terminando cuando entró Brubaker. Se sentó junto a mí en el mostrador y examinó con malhumor el menú.
—¡Qué día tan largo! —dijo.
—Sí, lo fue.
—Y todavía no terminó. Por lo menos me han dejado que viniera a comer. Y luego, vuelta al trabajo. ¡Dios sabe hasta cuándo! Esta noche no va a dormir nadie.
—Pensé que el capitán Marion había dicho que iban a esperar, confiando en que detendrían a Fitzmartin.
—Exacto. Pero me refiero a la muchacha.
De repente sentí mucho frío.
—¿Qué muchacha?
—Pensé que lo sabía. La Stamm. Peary la trajo al pueblo. La dejó en donde estaba su auto. Lo han encontrado en North Delaware. Y nadie la vio desde entonces. Su padre está como loco. Todos van de un lado a otro sin saber qué hacer.
No pude terminar el bocado que me quedaba. No pude beber el resto de mi café. Era como si se me hubiera cerrado la garganta. Me pregunté cuánto tardarían en deducir la consecuencia. Ruth iba pensativa y callada cuando dejó el lago. Recordaría que Fitzmartin se había portado de un modo extraño. Era una de esas personas que quieren investigar solas. Una persona capaz de ir a hablar con Fitzmartin. No podía saber que era un asesino. Subestimaría la astucia de él. Él no tardaría mucho en enterarse de que habían hallado el auto, de que estaban registrando el área en torno a la cabaña. Había llegado el momento de irse. La cuerda era cada vez más corta. Me imaginaba lo que le pasó a Grassman. Grassman, como resultado de sus investigaciones, había llegado a una conclusión con respecto a lo ocurrido. Fue a visitar a Fitzmartin. Quizá Grassman quería una parte. Quizás había registrado el lugar donde vivía Fitzmartin mientras éste estaba afuera. Podía haber encontrado la gran cantidad de dinero que Fitzmartin le sacó a George Warden. Fitz lo habría descubierto a él, y lo mató, fue con el cadáver al pueblo y lo dejó en mi auto.
A juzgar por la violencia del golpe que mató a Grassman, podía suponerse que el asesinato fue impremeditado. En el momento en que mató a Grassman, Fitz se complicó aun más. Aguardó, esperando que me acusarían del asesinato de Grassman. Cuando no ocurrió así, comprendió que yo había logrado deshacerme del cadáver. Nadie había visto mi auto. Por eso, cuando lo encontraran, lo mismo podían acusarlo a él que a mí.
Suponiendo que lo interrogaran acerca de Grassman, George sería el punto débil. Al hablar, podría descubrir que Fitz tenía un motivo para asesinar a Grassman. Y por eso George tenía que morir. Fitz lo mató osadamente, corriendo un riesgo y consiguiendo sus fines. Prine tenía razón en lo de la toalla.
Y cuando pensó que todo estaba solucionado, llegó Ruth Stamm. No podía irse sin que ella diera inmediatamente la alarma. Necesitaba un período de respiro, el tiempo suficiente para alejarse de allí antes de que alguien hiciera las mismas suposiciones que ella. Eso no le dejaba ninguna opción. Podía atarla y dejarla allí. Pero sería reconocer con demasiada claridad su culpa. Podía llevársela con él. Eso sería torpe y arriesgado. O podía matarla. Una muerte más no cambiaría en nada la penalidad final.
—Está sudando mucho —dijo Brubaker—. No hace tanto calor aquí.
Logré sonreír débilmente. Le dije que lo vería después, pagué y me fui. Era demasiado fácil imaginármela muerta, con la madera recién cortada amontonada sobre su cadáver, y su pelo rojo sobre la tierra húmeda, en la frescura de la noche. Lo que me impresionó fue la tremenda sensación de pérdida, que me reveló cómo había subestimado lo que ella significaba para mí. No podía comprender cómo llegó a ser tanto para mí en tan corto tiempo. Mucho más de lo que significó nunca Charlotte.