11

Fui directamente a la policía y pedí ver al capitán Marion. Al cabo de quince minutos me dejaron verlo.

Le conté que pensaba que la desaparición de Ruth tenía algo que ver con Fitzmartin. Él me pareció más viejo y más cansado. Asintió, sin sorprenderse.

—Ella conocía muy bien a George —dijo—. Quizás recordó algo que George dijo acerca de Fitzmartin, y trató de comprobarlo. Tal vez, él pensó que ella era la única que sospechaba. He pensado en eso, Howard. Y no me gusta. Tengo gente registrando el aserradero. Y también se me ocurrió otra cosa. Quizás Grassman también sospechó de él. Quizás por eso le ocurrió algo. Gracias por haber venido, Howard. Yo estuve sacando la cuenta hace cosa de media hora. Y no me gusta el total.

—¿Puedo ayudarlo de algún modo?

—Tiene un aspecto espantoso. Quizás será mejor que trate de dormir.

—No creo que pueda dormir.

Volví al motel. La reunión con Antoinette, al día siguiente, no me parecía ya importante. No me importaba ya. Vine a Hillston para encontrar un tesoro. Creí que lo encontraría enterrado en la tierra. Lo encontré caminando, con pelo rojo oscuro, ojos grises y porte orgulloso. Y no lo había reconocido. Me porté como un idiota. Traté de hacer el papel del ladrón. Pero no encajaba en él. Nunca encajaría. El dinero no significaba nada para mí. Ruth lo era todo. Tuve una oportunidad y la perdí. Nunca nos dan dos oportunidades.

Detuve el auto delante de mi habitación. La oficina estaba a oscuras; el letrero de No Hay Vacantes, encendido. Los autos se estacionaban bajo la luz inquieta de la luna y los viajeros dormían.

Abrí la puerta con mi llave, y busqué a tientas la de la luz. Algo surgió de la oscuridad y me golpeó en la mandíbula. El dolor me pasó como una nube roja por los ojos, un espantoso rugido llenó mis oídos, y me sentí caer en la nada.

Recobré el sentido en un lugar muy iluminado. Abrí los ojos, no vi más que un blanco resplandor y los cerré de nuevo. El crudo resplandor me hacía daño. Tenía las manos a la espalda, sujetas de algún modo. Me hallaba en una posición incómoda. Algo blando me llenaba la boca, manteniéndola abierta.

Abrí de nuevo los ojos, entornándolos. Vi que estaba en el pequeño baño embaldosado del motel. La puerta estaba cerrada. Yo estaba tendido en el piso, de costado. Earl Fitzmartin se hallaba sentado en un costado de la bañera. Iba vestido de caqui, y me miró con sus ojos de humo. Tenía revuelto el pelo corto y descolorido. En seguida vi que había traspasado ya los límites de la cordura. Era como estar enjaulado con una fiera.

Se levantó, bajó la tapa del inodoro, se inclinó sobre mí, me tomó con desconcertante facilidad, me sentó sobre la tapa y me sujetó un momento hasta convencerse de que no me caía. Luego se sentó de nuevo en el borde de la bañera y me miró.

—Vamos a hablar, pero sin alzar la voz, Tal. No vamos a hacer ruidos inesperados. Si los hacemos, le quebraré el cuello con las manos. No me costará mucho hacerlo. Si piensa hablar bajo, mueva la cabeza afirmativamente.

Lo hice. Él sacó un cortaplumas del bolsillo, lo abrió y se inclinó hacia mí. Puso el frío acero contra mi mejilla, manteniéndolo así, sonriendo de un modo extraño. Después lo apartó de mi cara y cortó la tira de sábana que sujetaba el trapo en mi boca. Yo lo empujé con la lengua, y el trapo cayó a mis pies.

—¿Dónde está Ruth?

—Me lo dijo demasiado alto. No mucho. Un poquito. De modo que tiene que hablar más bajo, Tal. Ruth está bien.

—Gracias a Dios.

—A Dios, no. A mí. La idea se me ocurrió a mí, no a Dios. Estaba en tierra. De bruces. Se había desvanecido. Yo agarré su maravilloso cabello con la mano izquierda y le levanté la cabeza. Apoyé este cuchillito contra su garganta. Está tan afilado que uno se puede afeitar con él. Iba a cortarle el cuello, cuando de repente pensé si podría valerme de algo. Y entonces, no lo hice. Ella está bien. No le dé gracias a Dios. Déselas a Earl Fitzmartin. No está cómoda. No está contenta. Pero está viva aún.

—¿Dónde está?

—A menos de medio kilómetro de aquí. Pero no sabe en qué dirección. A través del campo. Me enseñaron a pelear de noche. Me muevo bien en la oscuridad, Tal. Ya sabe cómo me movía por el campo. Lo recordará. Ella está bien amarrada, Tal. Ni siquiera puede hacer un movimiento. Ni un ruido. ¿Realmente le preocupa? Vino al aserradero. Para tener una conversación franca conmigo. ¿Encontraron los cadáveres, Tal?

—Levantaron el piso del garaje.

—Ahora pueden preguntárselo todo a George. Pero George no les dirá ni una palabra. George no habla. A George no le quedaba ya gran cosa. Sólo una pequeña parte del aserradero. Un pequeño stock en la ferretería. No era lo suficiente como para quedarse. Saqué con él cuarenta y siete mil setecientos dólares. Podía haber sacado más. No tenía que venirse abajo. Podía haberse animado más, y haber empezado a ganar dinero. Para aumentar mi botín. Pero era un egoísta. Así habría vivido más.

—Lo mató.

—Habló un poquito alto, Tal. Un poquitín. ¿Cómo le fue con Cindy, Tal? ¿La encontró?

—Se arriesgó demasiado al matar a George.

Él sonrió de nuevo.

—No lo creerá, pero no lo maté. Empezó a recobrarse cuando lo desnudaba, pero le serví más de beber. Había leído que la gente se pega un tiro, se ahoga o se corta las muñecas, desnuda. ¿No lo sabía? Es muy interesante. Lo recosté contra un costado de la cama. Le puse el caño del arma con la toalla alrededor, entre los dientes. El rifle era casi lo único que lo sostenía. Quería que el ángulo fuese exacto, y quería hacerlo cuando hubiera mucho ruido en el piso. Pero él quiso hacerlo, Tal. Uno planea una cosa, y la prepara bien, tal como la quiere hacer. Pero él abrió los ojos. Me miró. Estaba ridículo, con el rifle en la boca. Me miró, y puso el dedo del pie en el disparador, antes de que pudiera detenerlo. No sé si fue un accidente. ¿Qué cree?

—Creo que lo hizo a propósito.

—Y yo también. Y yo también. Eso me hace sentirme extraño. Quizá lo hizo como una broma. Pero lo hizo bien. No hizo bien muchas cosas más. No hizo bien casándose con esa mujer, ni enterrándola. Pensé que había encontrado los sesenta mil dólares cuando cavé debajo de los pinos. Pero resultó que eran esa mujer y su viajante. Me decepcionó, Tal. Aunque fue casi igual que si hubiera encontrado el dinero, ¿no?

—Lo andan buscando ahora.

—¿Cree que eso me preocupa? Escuche esto. No me preocupa nada. Quizás quien debería preocuparse es usted. ¿Dónde está Grassman? No creí que podría deshacerse de él, Tal. Pensé que se moriría del susto. ¿Qué hizo con él?

—Escondí el cadáver en un granero, en un lugar abandonado.

—Y estoy seguro de que lo hizo sudar bastante. Grassman era inteligente. De los míos, Tal. No de los suyos. Sacó sus conclusiones. Era un profesional. Calculó lo que había pasado y vino por el dinero. Sabía que yo tenía que tenerlo en alguna parte. Sabía que era demasiado inteligente como para gastarlo. Lo sorprendí buscándolo. Tuvimos unas palabras. Se comportó como un bruto. Yo me enojé y le pegué con demasiada fuerza. Eso fue un error. Lo eché en la parte trasera de mi auto. No sabía dónde iba a tirarlo. Estaba pensando dejarlo en un callejón para que creyeran que lo habían asaltado. Pero encontré su auto por azar. Eso me ahorró mucho tiempo. Después de matar a Grassman, comprendí que tenía que quitar del medio a George. Él era el único que podía relacionarme con Grassman. Necesité planearlo bastante, y tener un poco de suerte. No contaré con tiempo para investigar lo de Cindy. ¿Qué tal van sus averiguaciones?

Me daba cuenta de lo que pensaba. George podía relacionarlo con Grassman, y George había muerto. Yo podía relacionarlo con los dos. Sólo apelando a su codicia podía comprar tiempo, comprar mi vida.

—La encontré.

Él aguardó diez segundos y luego dijo:

—Ciento siete mil suena mejor que cuarenta y siete. Me parece que debo llevármelos antes de irme, Tal.

—Lo agarrarán.

—No lo creo. Me parece que no será así. Podrían haberme agarrado si le hubiera cortado el cuello a ella. Quería hacerlo. Pero me contuve. Me habrían buscado en serio Ahora, le ofrezco su seguridad a cambio del dinero, Tal. Si no significa nada para usted, peor. Puedo matarlo ahora mismo, luego ir a matarla a ella y largarme, teniendo cuidado y exponiéndome a lo que sea. No podría dejarlo aquí, para que les hablara de George y Grassman, y luego se llevara mis sesenta mil. Prefiero que no los encuentre nadie.

—Alguien va a encontrarlos, de todos modos. La muchacha los va a encontrar. Sabe dónde están.

—¿Dónde es, Tal?

—No me lo quiso decir. Le hablé demasiado. No podría haber averiguado nada de otro modo. Es… de las suyas, Fitz. Voy a reunirme con ella, mañana por la mañana, en Redding. A las diez. Ella me llevará al lugar donde está escondido el dinero.

Él sonrió, con su sonrisa desagradable de loco.

—Está contando cuentos, muchacho. Quiere ganar tiempo. Lo asusté y está inventando cosas. Es lo suficientemente inteligente como para comprender que si va a buscarlo mañana, pero no sabe dónde está, tengo que dejarlo con vida. Es inteligente, y por eso se lo inventó.

—Es la verdad.

—No creo que sea la verdad. Creo que, quizás, no adelantó nada. Creo que me he quedado aquí demasiado tiempo. Creo que me gustaría oír el ruido de su cuello, al quebrarse. Lo puedo hacer con tanta rapidez, que no se enterará siquiera de lo que pasa.

—Un momento. Mire en el placard del dormitorio. El equipaje de ella está allí.

Por primera vez pareció vacilar. Apagó la luz del baño y fue a la otra habitación. Volvió con las dos valijas. Cerró la puerta y encendió de nuevo la luz. Abrió las maletas y miró las ropas.

—Son cosas muy buenas. ¿Todo es de ella? ¿Qué hace aquí?

—Íbamos a buscar el dinero e irnos juntos.

Vi cómo pensaba lo que le dije, y lo aceptaba a medias.

—Pero no me agrada la idea de dejar que vaya a buscarlo y se lo lleve. Prefiero vigilarlo.

—Fitz, escúcheme. No me importa un pito el dinero. Puede quedarse con el último centavo, cuando lo encuentre. Se lo cambio todo por Ruth Stamm. Entonces, tendrá los ciento siete mil. Ellos creen que George se suicidó. Tal vez no encontrarán nunca a Grassman. Yo cubrí el cadáver con paja. El granero está por venirse abajo. Nadie va por allí. No lo buscarán con mucho interés a usted. Estará casi seguro.

—Miente. Lo dice por ganar tiempo.

—No. Le probaré que nos íbamos a ir juntos cuando sacáramos el dinero. Mire en el estuche negro que hay debajo de las ropas, en la valija más chica. Sí, eso es. Mire debajo de la bandeja.

Él sacó el dinero. Lo miró. Lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Me miró unos momentos, con ojos vacilantes. No me gusta pensar en la media hora siguiente. Me puso de nuevo la mordaza. Tenía sus manos fuertes, y un cortaplumas muy afilado, además de un sádico conocimiento de las terminaciones nerviosas. De cuando en cuando lo dejaba hasta que yo me calmaba un poco, y luego aflojaba la mordaza y me interrogaba. El dolor y la humillación me hacían llorar como un chico. Una vez me desmayé. Por fin, se convenció. Se había enterado de lo mucho que me importaba Ruth. Se había enterado de que yo sabía que había que ir en bote al lugar donde estaba escondido el dinero. Sabía que yo sospechaba que saldríamos de la casa de los Rasi, al norte del pueblo. Y sabía que yo no sabía nada más.

Después de eso, me soltó las manos. No corría ningún peligro. El dolor me había debilitado tanto que no era una amenaza para él.

—Irá a buscar el dinero. Lo desenterrará. Y vendrá aquí con él.

—No.

Dio un paso rápido hacia mí. No pude menos que dar un respingo. El recuerdo de lo que podía hacerme estaba demasiado claro.

—¿Qué quiere decir?

—Que no confío que hará lo que promete, Fitz. Tengo que saber que Ruth está bien. Tengo que saber que está a salvo. O no recibirá el dinero.

—Quebré su resistencia hasta ahora. ¿Quiere que se la quiebre del todo?

—Creo que no podría hacerlo.

Al cabo de largo rato cedió, con un encogimiento de hombros y un gesto de disgusto.

—Quizás no. ¿Cómo quiere que se haga?

—Quiero verla. Quiero ver que vive, antes de darle el dinero. Puede ser junto al río. Entonces, si intenta traicionarme, tiraré al río el dinero. Le juro que lo haré.

—Lo haría, ¿no? Lo está haciendo difícil. No puedo arriesgarme a que me vean.

—Me encargaré de que salgamos en la barca a la una. No sé hasta dónde tenemos que ir, ni cuánto tardaremos. Puede llevarla a casa de los Rasi a las dos.

—Es un riesgo.

—Está muy aislada. No hay teléfono allí. Al menos, creo que no tienen teléfono. Le daré el dinero, y cuidaré de que tenga tiempo para huir. Es todo lo que puedo hacer. No trataré de asegurarle más su huida.

—¿Pero me promete que me dejará bastante tiempo para huir?

—Se lo prometo.

Él apagó la luz del baño. Oí que la puerta se abría, y luego que la puerta exterior se abría y se cerraba. Atravesé vacilante la habitación a oscuras basta la puerta. La abrí. La luna había desaparecido. El viento susurraba en la llanura, al otro extremo de la carretera. No había ninguna señal de que Fitzmartin había estado allí. La noche era silenciosa. Pero él sabía moverse muy bien en la oscuridad. Yo lo recordaba.

En el baúl de mi auto había un botiquín de primeros auxilios. Lo saqué. Las pequeñas cortaduras no habían sangrado mucho. Me limpié y me vendé las pequeñas heridas. Me dolía todo el cuerpo. Me sentía débil y mareado, como si me estuviese recuperando de una larga enfermedad. Seguía viendo sus ojos. Sus manos poderosas castigaron mis nervios y mis músculos. Hasta sentía los huesos doloridos y lastimados.

Me acosté. Estaba seguro de que Ruth vivía aún. Esperaba que la codicia de él fuese más fuerte que sus ansias de matar. Esperaba que su codicia durara una noche. Pero había algo errático en sus pensamientos. Había una incoherencia en su modo de hablar, en la manera como saltaba de un tema a otro. Tenía una enorme confianza en sus fuerzas.

Me pregunté dónde tendría a Ruth. A medio kilómetro de distancia. A través del campo. Quizás estaba en su auto, y lo había estacionado en un camino apartado. Quizás había encontrado un galpón abandonado.

Mientras yacía despierto, tratando de encontrar una posición en la que estuviera cómodo, me pareció que empezaba a llover. La lluvia era suave al principio, casi un susurro de lluvia. Y luego empezó a caer atronando el techo. Empezó a empapar el mundo, rebotando en el metal pintado de los autos, cayendo como si se hubieran abierto las puertas del cielo.