9
El miércoles fue un día gris. Yo había escondido el cadáver de Grassman un lunes, pero me parecía que hacía mucho más tiempo. El recuerdo seguía siendo muy vivo; sin embargo, yo tenía la sensación de que había transcurrido un tiempo muy largo. Vi las valijas cuando abrí el placard para sacar mi ropa. Tenía curiosidad por saber lo que había guardado. Al abrirlas me sentí culpable. Luego decidí que me había ganado el mirarlas.
Puse la más grande sobre la cama y probé las cerraduras. No tenían puesta la llave y se abrieron. Había unas pieles suaves y lustrosas. Las había guardado muy bien. Debajo de las pieles estaban los trajes y los vestidos, las blusas y las faldas. En el fondo, la ropa interior: combinaciones y bombachitas, con encajes bordados, desde el blanco más puro hasta el negro, pasando por todos los colores.
La otra valija era muy parecida. Las prendas eran nuevas, y olían a perfume, un perfume que no tenía nada de pesado, un suave aroma floral. Comprendí lo importante que era eso para ella. Recordé cómo me habló de la ropa que le daban por caridad, de la pobreza en que creció. Era natural que quisiera ropa, mucha ropa, nueva y limpia. Encontré el estuche de cuero negro en el fondo de la segunda valija. Lo abrí. Sobre la bandeja de terciopelo negro brillaron las alhajas: pulseras, anillos y clips. No podía saber si las piedras blancas, verdes y rojas eran legítimas. Centelleaban como el fuego. Pero no podía saberlo. Levanté la bandeja. Debajo encontré dinero. Billetes de cincuenta, de veinte y de cien, un montón de billetes. Los conté: seis mil cuatrocientos dólares. Cuando coloqué la bandeja en su lugar, las piedras me parecieron más legítimas.
Volví a guardar las valijas en el placard y me pregunté en qué había pensado ella cuando guardó allí el dinero. Quizás supuso que yo no registraría las valijas. La verdad, no había pensado hacerlo. O quizás se dijo que, aunque yo las registrara y encontrara el dinero, éste estaría más seguro conmigo que en el departamento. Había acertado. Conmigo estaba seguro. Aunque hubiese sido una persona capaz de quitárselo e irme, esa misma persona habría aguardado la oportunidad de quedarse con mucho más… una oportunidad que sólo podía darle Antoinette.
Encontré a la mujer-pájaro limpiando una de las habitaciones. Le pagué dos noches adelantadas, le pedí que me reservara una habitación para una amiga mía que iba a venir el jueves, y le pagué el alquiler de una noche por esa habitación.
Cuando me dirigía al pueblo pensé si lo que me propuso Antoinette no sería la mejor solución para mí. Era tentador. Pensé en su voluptuosidad, en su picante manera de ser, en el asombroso impacto de sus labios. No habría ilusiones entre los dos. Me permitiría olvidar muchas cosas. No tendríamos ningún compromiso el uno con el otro… porque nos casaríamos con el dinero y nos divorciaríamos cuando se terminara.
Después de comer fui a la ferretería. Detuve el auto a media cuadra de ella. Quería hablar de nuevo con George. Quería ver si podía derivar la conversación hacia Eloise y el señor Fulton. Quería ver si él me decía algo que me hiciera encontrarle más sentido a la muerte de Grassman. Sin duda alguna, Fitz no se había comunicado con Antoinette. Y ella parecía segura de que nadie más podía encontrar el dinero. De modo que cada vez parecía menos lógico que la muerte de Grassman tuviera algo que ver con los sesenta mil dólares. Entonces, ¿por qué mataron a Grassman? Podía haber disentido con Fitz. Vimos a Grassman en el lago, el sábado. Por mi torpeza, arruiné mis relaciones con Ruth, y me había emborrachado el sábado, y luego el domingo. Fitz pudo haberlo matado el domingo, sin querer hacerlo. Pudo haber cargado su cadáver en el auto, salir en busca de un lugar donde dejarlo, y ver mi coche. Las chapas de California eran fáciles de distinguir. Pero, al dejar el cadáver en mi auto, eliminaba la posibilidad de que yo lo dirigiera hacia el lugar donde Timmy escondió el dinero.
Pero tal vez Fitz estaba convencido de que con el indicio que poseía ya, con el nombre de Cindy, podía lograr tanto o más que yo. Era un hombre que tenía una gran confianza en sí mismo. Y yo empezaba a pensar que no estaba del todo cuerdo.
Si Grassman habló con Fitz, quizás George podía proporcionarme algún indicio válido acerca de por qué lo hizo.
Pero había un cartel en la puerta. El negocio estaba cerrado. El cartel no daba más información. Estaba escrito en un papel, con toscas letras de imprenta y había sido sujetado a la puerta con cinta adhesiva: CERRADO. Apoyé las manos en el cristal y miré hacia adentro. Todo parecía como antes. Nada sugería que lo hubiesen cerrado definitivamente.
Tardé varios minutos en recordar dónde vivía George. No me acordaba de quién me lo había dicho. El Hotel White. Lo hallé tres cuadras más allá. Era un edificio de madera, pobre y deprimente. En otros tiempos había estado pintado de blanco y amarillo. Entré en el vestíbulo. Unos viejos, sentados en los gastados sillones de cuero, fumaban mientras leían los diarios. Dos adolescentes jugaban abstraídos sobre un tablero que se encontraba en la recepción; el encargado, un hombre de gruesa cara fláccida, los miraba, aburrido, entre las volutas de humo del cigarrillo que tenía en los labios.
—Quiero ver a George Warden.
—Segundo piso. Las escaleras están al final. Hace un minuto, una muchacha subió a verlo. —Yo vacilé y él dijo—. Bueno, suba. Habitación dos cero tres. Ella lo atiende cuando está mal. No pasa nada. George lleva dos días borracho. Ella intentó hablarle por teléfono y, como no contestaba, vino a verlo. Acaba de llegar.
Me imaginé que sería Ruth. Quería verla. No sabía cómo reaccionaría ante mi presencia. Pero no quería hablar con George delante de ella. Subí despacio las escaleras.
Cuando mis ojos alcanzaron el nivel del segundo piso, vi a Ruth que bajaba corriendo hacia mí por el oscuro hall. Llegué a lo alto de las escaleras al mismo tiempo que ella. Ruth tenía los ojos muy abiertos y como sin enfocar. Su boca se movía. Su cara estaba tan pálida como el papel.
La llamé por su nombre y ella enfocó sus ojos sobre mí, vaciló, y luego cayó en mis brazos. Temblaba enteramente. Hincó su frente en mi barbilla, moviendo la cabeza de un lado a otro, haciendo un extraño ruido, parecido a un gemido. Al cabo de unos instantes recobró el control suficiente como para hablar.
—Es George. En la habitación. En la cama.
—Espera aquí.
—N-noo. Tengo que llamar a la policía.
Sus altos tacos resonaron en las escaleras. Fui hasta la habitación 203. La puerta estaba abierta. George se hallaba atravesado sobre la cama, desnudo. En el suelo había un rifle, con una toalla envuelta flojamente en torno al caño. Estaba abrasada en el lugar por donde pasó la bala. Inquieto, di media vuelta hasta un lugar donde pudiera verle la cabeza. La parte posterior había volado. Lo supe antes de verle la cabeza, por lo que vi salpicando la pared. En el instante de la muerte, todas las funciones del cuerpo habían estallado. La habitación hedía. El cadáver tenía un aspecto gris, marchito. Retrocedí hacia la puerta, secándome la frente. Ruth se había encontrado frente a algo horrible. Podían haber colgado el cartel de aquella puerta en aquella vida: CERRADO. Cerrado para siempre.
Me quedé allí en el hall y oí las sirenas. El empleado de la recepción bajaba pesadamente por el hall. Los viejos del vestíbulo lo seguían. Pasaron junto a mí, se juntaron en la puerta y miraron hacia adentro.
—¡Dios mío! —dijo el empleado de la recepción.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —dijo uno de los viejos.
Algunas caras me resultaban familiares. Conocía a Hillis y a Brubaker, conocía a Prine. Prine no era el que mandaba entonces. Recibía órdenes de un capitán: Marion. El capitán Marion era un hombre suave y rubio que quería que todo fuera fácil y cómodo. Tenía una cara grande, llena de arrugas, una voz suave, y unos ojitos azules hundidos bajo las cejas rubias, tupidas y rizadas.
Convertía en un seminario el interrogatorio individual. Por la expresión dura de Prine, comprendí que no aprobaba aquello.
Nos llevaron a todos a una habitación del Departamento de Policía. Estaba presente un operador de estenotipo. El capitán Marion se excusó por habernos molestado a todos. Se excusó varias veces. Movió papeles, se aclaró la garganta y tosió.
—Bueno, bueno, cuando haya terminado con todos ustedes, les iré diciendo si se pueden ir o no. Esto no es oficial. Es una especie de investigación. Enterarme de lo que pasó delante de todos. Vamos a ver qué tenemos aquí. Primero, les voy a decir unas palabras con respecto a George. Conocí bien a su padre, lo conocí bien a George, y conocí a Timmy. George podía haber sido un personaje en el pueblo. Iba camino de serlo, pero de repente perdió la dirección. Muchos hombres no la recobran después de haber tenido un disgusto serio con su mujer. Pero yo esperaba que a George se le pasaría. Parece ser que no fue así. Y lo siento mucho. Es una lástima. George era un hombre inteligente.
Vi que Prine movía los pies, inquieto.
—En este papel que tengo delante se dice que el cadáver fue descubierto a las diez y veinte de esta mañana por Ruth Stamm. Ahora, Ruthie, ¿quiere decirme qué hacía a esas horas en el Hotel White?
—Henr… es decir, capitán Marion, George no tenía a nadie que cuidara de él. De cuando en cuando, lo ayudaba… a enderezarse.
—Antes salía con Timmy, ¿no?
—Sí. Quería ayudar a George.
—¿Y Buck lo aprobaba?
—No lo creo. Es decir, sé que no lo aprobaba.
—Ya… Ruthie. ¿Por qué fue allí esta mañana?
—Ayer por la tarde pasé por el negocio y vi que tenía un cartel que decía «cerrado». Me preocupó. Después de ir a casa llamé por teléfono al Hotel White. Herman Watkins estaba en la recepción. Me dijo que George andaba bebiendo. Esta mañana llamé al negocio y no contestó nadie. Entonces, probé con el hotel. George no contestaba el teléfono de su habitación. A veces hace eso. Es decir, hacía eso. Yo tengo una llave. De modo que fui al hotel y subí a su habitación. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí… y lo vi.
—¿Qué pensaba hacer?
—Hacerle un poco de café. Conseguir que se bañara. Darle un buen sermón. Como he hecho ya otras veces.
—Ruthie, puede quedarse o irse, como prefiera. Ahora… aquí tengo otro nombre. Talbert Howard. Llegó justo detrás de Ruthie. ¿Qué hacía allí?
Vi que Ruth Stamm hacía ademán de levantarse y luego se sentaba de nuevo.
—Quería hablar con George. Vi que el negocio estaba cerrado, de modo que fui a su hotel.
—¿De qué quería hablarle?
Prine respondió por mí.
—La semana pasada detuvimos a este hombre, capitán. Pensamos que era uno de esos tipos que Rose Fulton nos manda de cuando en cuando. Este hombre dice que está escribiendo un libro acerca de los que murieron en el campo de prisioneros donde murió Timmy Warden. Ese hombre dice que estuvo allí, también. No ha escrito nunca un libro. No tiene empleo, no tiene una dirección fija, y tiene un prontuario criminal.
—¿Por qué?
Yo respondí por él.
—Por haber tomado parte en una manifestación estudiantil cuando estaba en la universidad. Alteración del orden y resistencia a la autoridad. Un agente me rompió un omóplato con su bastón. A eso llamaron resistencia a la autoridad.
El capitán Marion miró a Prine.
—Steve, tú haces parecer todo muy serio. Quizás el muchacho quiere escribir un libro. Quizás va a intentarlo.
—Lo dudo, capitán —dijo Prine.
—¿De qué quería hablar con George, hijo?
—Quería que me contara más cosas acerca de Timmy. —Miré a Ruth. Ella me miraba con desprecio y apartó la vista.
—¿Qué pasó cuando llegó allí?
—El empleado de la recepción me dijo que una muchacha acababa de subir. Me encontré con la señorita Stamm en lo alto de la escalera. Estaba demasiado alterada como para poder hablar.
—Vi la habitación. No me extraña que la señorita Stamm estuviese alterada. Era algo terrible. Muy bien, hijo. Puede irse, si quiere.
—Preferiría que se quedara si no le importa, capitán.
Marion suspiró.
—Muy bien, Steve. Quédese, señor Howard. Ahora, Herman, vamos a usted. El médico dice que la hora de la muerte es, aproximadamente, la medianoche de ayer. Tal vez pueda precisar un poco más, pero cree que es bastante aproximada. ¿Vio entrar a George?
—No, señor. No lo vi. Fue una noche bastante agitada. Mucha gente que iba y venía. Me enteré de que George había estado bebiendo en el bar de Stump, hasta que Stump se negó a servirle más. Se marchó de allí a eso de las diez. Francamente, capitán, estaba jugando al póquer detrás de la recepción. No puedo ver la recepción desde allí, pero oigo el timbre del mostrador y también si hay alguna llamada en el conmutador. Por eso traje conmigo al señor Caswell.
—Yo soy Caswell —dijo un viejecito. Tenía la voz alta y aguda, y hablaba con excitación—. Bartholomew Boris Caswell, jubilado hace once años. Era maquinista del Ferrocarril Erie y Western. No soy lo que usted llamaría un bebedor, y vi entrar a George Warden. Caminé detrás de él tal vez durante media cuadra. Miré por casualidad mi reloj, porque quería saber a qué hora volvía a casa. Eran las once y veintisiete por mi reloj. Y no atrasa ni un minuto al mes. ¿Lo ve? Es de los mejores. Ahora mismo, son las doce y once minutos en el reloj que hay detrás de usted, capitán, o sea que está dos minutos atrasado.
—¿Está seguro de que era George?
—Tan seguro como de mi propio nombre. ¡Caramba, si estaba borracho perdido! Agitaba los brazos y se tambaleaba. Si no hubiera sido por su amigo, no habría podido llegar al hotel.
—¿Quién era su amigo?
—No lo conozco y no lo pude ver bien. Un hombre con una pierna rígida. Como si renqueara. Lo arrastró a George hasta el hotel. Cuando yo llegué habían subido ya. El vestíbulo estaba vacío. Oí a algunos muchachos que reían y gritaban en el segundo piso, de modo que fui allí. Estaban en la habitación de Lester. Él había comprado unas botellas de vino tinto. Yo bebí un poco en mi vaso, que fui a buscar a mi habitación. No me cayó muy bien, después de lo que había estado bebiendo. Me entraron ganas de devolver, de modo que me acosté. Entré en mi habitación a las tres de la madrugada. Entonces oí un ruido raro. Justo cuando cerraba la puerta. Como si alguien hubiese dejado caer un libro, o como si alguien se hubiese caído sobre una silla y golpeado en la cabeza. Escuché, pero como no oí nada más, me acosté. Por lo visto debió ser George, cuando se mató.
—Eso encajaría con lo que dice el médico. Herman, ¿no encontró a nadie más que oyera algo?
—No encontré absolutamente a nadie.
—No necesita hablar con nadie más —intervino Caswell—. Le he dicho todo lo que tenía que saber, ¿no?
—Gracias, señor Caswell. Puede irse, si quiere.
—Me quedaré para ver qué pasa. Gracias.
El capitán Marion estudió los papeles que tenía delante y luego murmuró algo para sí. Por fin, alzó los ojos.
—Yo no puedo decidir nada. Eso depende de la investigación. Pero creo que George estaba muy abatido. Había perdido a su esposa. Perdió a su hermano. Perdió casi todo su negocio. Bebía mucho. A mí me parece que si alguien tenía motivos para suicidarse, ese alguien era George. Steve, pareces inquieto. ¿En qué estás pensando?
—Capitán, a mí no me parece algo tan sencillo. He visto muchos suicidios. He leído mucho acerca de ellos. Se usó una toalla como silenciador. Nunca me enteré de que se haya usado una cosa así. A un suicida no le importa el ruido. Quiere que la gente acuda corriendo. Quiere que sea algo dramático. El caño del arma envuelto en la toalla estaba dentro de su boca cuando disparó. El arma era nueva. Un rifle tres cero tres, recién fabricado, con la etiqueta sujeta aún al disparador. Había huellas dactilares nítidas en el lugar del hecho. Demasiado nítidas. Eran de George, desde luego. No había ninguna huella en la parte de adentro del picaporte. No lo habían limpiado; estaba manchado a medias por las huellas. Podría ser accidental o deliberado. Muchos suicidas están desnudos. Más de la mitad. Eso concuerda. La camisa tiene unos botones arrancados. Quizás tenía prisa. Quizás alguien lo desnudó apurado. Había una botella en el piso, debajo de la cama. Medio llena de whisky. George dejó unas huellas nítidas en ella. Me interesa el hombre de la pierna rígida.
—¿Qué quiere decir, Steve?
—Creo que alguien se encontró con George cuando salió de lo de Stump. Hablé con Stump. George casi no podía caminar. Llevaba una llave del negocio. Creo que alguien fue al negocio con él y tomó un rifle de los que se vendían allí. Creo que se lo metió por el pantalón. Por eso parecía que tenía una pierna rígida. Llevó a George a su habitación. Le hizo beber más. Cuando se durmió, lo desnudó, lo sentó en el borde de la cama, envolvió el caño, le abrió la boca, se lo metió entre los dientes y apretó el disparador. Puso sus huellas en el arma y la botella, manchó el picaporte y se fue.
—¡Qué diablos, Steve, siempre le gusta complicar las cosas!
—Aquí está pasando algo raro. Hoy recibí un informe del sheriff del condado. Un hombre llamado Grassman dejó sus cosas en una cabaña y no volvió. Eso fue el domingo. Llevaba en ella un par de semanas. Milton Grassman, de Chicago. La policía del condado halló en su cabaña lo suficiente como para comprender que trabajaba para una firma de investigadores de Chicago, y que estaba aquí por encargo de la Fulton. Se hospedaba a unos veinte kilómetros al norte de la ciudad, en la carretera de Redding. Ayer, la grúa trajo un auto. Exceso de estacionamiento. Un asunto rutinario. Un sedán azul último modelo, con chapas de Illinois. Antes de venir aquí miré la licencia y vi que pertenece a Grassman. Muy bien. Grassman ha desaparecido, dejando sus ropas y su auto. George Warden muere repentinamente. Grassman estaba aquí investigando la desaparición de un tal señor Fulton que se fugó con la esposa de George Warden. Debe de tener una relación. Quiero saber cuál es… Si podemos encontrarla, sabremos con seguridad si fue suicidio o asesinato. Yo voto por el asesinato. Lo hicieron de un modo atrevido, peligroso. El que lo hizo se arriesgó. Pero creo que lo hizo. ¿Fue Grassman? ¿Fue el hombre ese que dice que está escribiendo un libro? ¿Quién fue? ¿Y por qué lo hicieron?
Marion suspiró pesadamente.
—Steve, nunca conseguí entender por qué se enojaba tanto con los hombres que venían a investigar aquí. Si esa pobre Fulton quiere gastarse el dinero, ¿por qué no la deja que lo haga? No es cosa nuestra.
—No quiero que se dude de mi juicio o del resultado de mis investigaciones. Aquí somos la ley y el orden. No quiero competencia de aficionados.
—A veces, esos hombres ayudan, Steve.
—Todavía está por verse.
—¿Qué dijo la gente de Chicago? ¿Se comunicó con ellos?
—No.
—Bueno, llámelos, Steve. O comuníquese por teletipo con Chicago, y que ellos se encarguen de hacerlo. A lo mejor la agencia querrá enviar a alguien más.
—¿Por qué, por amor de Dios? —preguntó Prine, perdiendo el control.
—¡Pues para buscar a Grassman! —le replicó plácidamente Marion—. ¿No ha desaparecido?
Conseguí salir junto a Ruth. Ella se mostraba fría, casi hasta la total indiferencia.
—Ruth, dentro de un tiempo se lo podré explicar.
—En realidad, creo que no merece la pena que se moleste en hacerlo.
La luz de un pálido sol comenzaba a aclarar el día.
—No sé por qué me preocupo tanto por que tenga una buena opinión de mí —continué, tratando de hablar con tono despreocupado.
—En su caso, ni siquiera pensaría en ello. Suelo ser franca con la gente. Demasiado franca, como recordará. Espero que los demás lo sean también. Por lo general, espero demasiado. Y me decepciono. Me estoy acostumbrando a eso.
Descubrí que su actitud me irritaba.
—Sería mejor que se acostumbrara. Así le resultaría más fácil ser la única persona perfecta… rodeada por todos los demás.
—¿Qué cree que…?
—Creo que habla con mucha suficiencia. Eso es todo. Que hace demasiado ruido con su virtud. Y que me condena sin saber siquiera lo que pasa.
—No parecía exactamente ansioso por decírmelo.
Nos mirábamos con ira. De repente, ella se dio cuenta de lo ridículo que era aquello, y la vi luchar para contener una sonrisa. Entonces, un hombre se acercó a nosotros. Un hombre joven, de cara delgada y gruesas gafas con montura de carey.
—Hola, Allan —dijo Ruth—. Allan, te presento a Tal Howard. Allan Peary.
Nos estrechamos las manos y él dijo:
—Ruthie, acabo de enterarme de que van a nombrarme para que liquide la herencia de George. O sea, lo que queda de ella. ¿Sabes por casualidad qué fue de todos los muebles y enseres de la casa que vendió a Syler?
—Se lo vendió todo, Allan.
Allan Peary meneó la cabeza.
—No sé a dónde fue a parar el dinero. Estuve en el banco. No hay más que tres cuentas. La del aserradero, la de la ferretería y la suya personal. Y en las tres hay muy poco dinero. Tú eres la única de sus viejos amigos que lo veía aún, Ruth. ¿A dónde fue a parar? Liquidó una gran cantidad de cosas el año pasado. ¿Qué diablos hacía? ¿Jugaba a la bolsa? ¿O a los juegos de azar? ¿Mujeres? ¿Drogas?
—Creo que se lo bebió.
—Oh, sí —dijo Allan—. Sé lo que Syler pagó por la casa. Sé lo que le dieron por la transferencia de Delaware Street. Sé lo que le pagaron por los camiones para cemento. Si no hubiese bebido más que coñac Napoleón a veinticinco dólares la botella, habría tenido que beberse mil dólares semanales para gastar ese dinero.
—Quizás está en otra cuenta, Allan.
—Lo dudo. —Me miró con cierta inquietud y dijo—: No me gusta hablar por hablar, pero debía una cuenta grande en lo de Stump. Y no pagaba la habitación del hotel. Y la semana pasada me enteré de que Sid Forrester tenía una exclusiva de sesenta días para vender el aserradero y había buscado ya un interesado. De todo lo que dejó George, eso era lo único que daba dinero.
—Quizás cuando examines sus cuentas verás a quién extendió los cheques.
—Tampoco sacaré nada por ahí. Llenaba los cheques él mismo y los cobraba en el banco. Por cantidades que van de los quinientos a los dos mil dólares.
Ruth frunció el ceño.
—No parecía preocupado por el dinero.
—Traté de hablar con él varias veces. No parecía preocupado por nada. No parecía importarle nada. Casi parecía como si estuviera divirtiéndose con algo que él sólo sabía.
Y en aquel momento algo se aclaró del todo para mí. Algo que debería haber visto antes. Me pregunté cómo había podido ser tan torpe. Una vez que nuestras suposiciones son exactas, todo lo demás ocupa su verdadero lugar.