CAPÍTULO XIX
DONDE QUEDA DEMOSTRADO QUE NO SE PIENSA SIEMPRE EN TODO
El domingo siguiente, una fresca y luminosa tarde de verano, el carruaje de Sir Henry se detuvo ante el número 4. Berwick Terrace. Sir Henry, Masters, Pollard y Soar descendieron, grave el rostro. Subieron directamente a la buhardilla amueblada. El inspector se instaló delante de la mesa, sobre la que se habían colocado de nuevo las tazas, y extendió sus papeles encima del tapete de oro. Apoyado contra la pared, Pollard abrió su cuadernillo; Soar principió a dar vueltas por la pieza como un oso enjaulado; Sir Henry sentado en el diván, encendió un cigarro, y pronto desapareció tras de una acre nube de humo.
—¡Un poco de calma, por favor! —ordenó, frunciendo el ceño—. Bien. Han venido ustedes aquí con el objeto de saber cómo y por qué Gardner operó sus diversas «desapariciones», señores. Luego de lo cual, según ustedes, podremos cerrar definitivamente el expediente.
»Pero no nos basta comprender el problema mecánico de este caso, créanme. Debemos también esforzarnos en graduar las responsabilidades de cada uno de los que en él intervinieron, tarea infinitamente más difícil. Conocen ustedes los hechos. Ronald Gardner asesinó a Keating y a Bartlett. Obró sólo en las dos circunstancias… pero la señora de Derwent fue su inspiradora, su genio maléfico. Gardner no mató a Keating por interés; sacrificó la vida de un hombre a los bellos ojos de Janet Derwent. Nuestro problema actual puede enunciarse así: ¿qué sabía, con exactitud, esta temible mujer? ¿Hasta qué punto se mezcló a la preparación del asesinato? ¿Qué presión ejerció sobre su cómplice? En fin, ¿qué cargos el ministerio público podrá retener contra ella, el día del enjuiciamiento de esta hábil pareja?
—Poco importa el móvil, señor —intervino Masters—. Es el mecanismo del asesinato lo que me interesa.
—Poco importa el mecanismo —replicó Soar—. Hablemos del móvil. Sir Henry hizo un gesto de impaciencia.
—Como el terreno ya está parcialmente despejado, reharé con ustedes el camino que me condujo a la solución —dijo—. Según podrán comprobarlo, mis únicos guías fueron sus observaciones personales y las notas de Bob.
»Confieso humildemente haber deambulado entre tinieblas hasta la deposición de Bartlett. Para serles enteramente franco, ignoraba todavía, en ese momento, los elementos que poseía. La revelación fue fulmínea… pero me anticipo. Resumamos en dos palabras la situación, tal cual se ofreció a nosotros.
»Berwick Terrace, primero… una calle de apenas veinte yardas de ancho, bordeada a cada lado por cuatro casas idénticas, haciéndose exactamente frente. Insisto acerca de este punto: la puerta y las ventanas del número 2, donde Hollis vigilaba, están exactamente enfrente de la puerta y de las ventanas de esta casa. ¡Hum! Si se podía probar que las dos balas mortales habían sido disparadas a una cierta distancia (a una veintena de yardas, por ejemplo, es decir, desde la ventana de la buhardilla del número 2), nuestro problema hubiera quedado considerablemente simplificado, de acuerdo a sus propias palabras, Masters.
—¿No irá usted a contradecir a los médicos peritos respecto a este punto? —inquirió el inspector,
—¡Oh!, no. ¡Un poco de paciencia, qué diablo! Reflexionamos en la situación, nada más. Nuestro problema hasta hubiera resultado infantil, visto el ancho de esta ventana. Conoce usted las dimensiones: cuatro pies por cinco y medio.
»Pero el informe médico era categórico: Keating había sido muerto a quemarropa. Bob Pollard afirmó, por otra parte, que la herida de la espalda humeaba y que la tela del saco ardía aún cuando entró él en la pieza. La primera detonación le había parecido ahogada y lejana, es verdad; pero la segunda lo ensordeció, de tan próxima.
»Tanteé en la obscuridad hasta la mañana siguiente, en que me señaló usted un detalle particular, Masters. A usted corresponde el honor de haber advertido una quemadura de pólvora en la alfombra, cerca del sitio ocupado por el cadáver de Keating. ¡Una quemadura de pólvora en la alfombra! ¿Cómo explicarlo, si las dos balas habían sido disparadas a quemarropa? Misterio. Continué reflexionando…
»Gardner mismo nos dio ciertos datos interesantes acerca del revólver de Tom Shannon. No se asombren; estaba obligado a decir la verdad respecto a todos los hechos controlables. El Remington era un revólver cuyo percutor poseía extrema sensibilidad. Según la imprudente confesión de su propietario, pertenecía a un viejo modelo, sin muelle de seguridad y que disparaba con sólo mirarlo de reojo. Entreví entonces una posible explicación de la quemadura de la alfombra: el revólver, armado, cayó por tierra, el disparador chocó contra el suelo, y el tiro partió. Pero tres hechos invalidaron esta teoría: dos disparos habían sido efectuados: el revólver fue armado intencionalmente entre el primero y el segundo; la alfombra, muy espesa, hubiera amortiguado el golpe, y el choque habría resultado insuficiente para obrar sobre el disparador.
»Vagaba en la noche, repito. Después, bruscamente, la luz iluminó las tinieblas. Interrogado respecto a la escena del lunes a la noche, entre Keating y Gardner, Bartlett mintió como un desaforado, sin razón aparente.
»Aquella mentira de Bartlett me sumió al pronto en una gran perplejidad, pues no sospechaba de Gardner ni de Bartlett en esos momentos. Las explicaciones suministradas por el ayuda de cámara acerca del origen del incidente sorprendido por Philip Keating eran perfectamente plausibles. Gardner y Keating ensayaban el “golpe” de la velada del siguiente día; Keating, en el ímpetu de la acción, oprimió accidentalmente el gatillo… Todo eso era perfectamente plausible, lo repito. Como hombre minucioso que es, Masters, aquí presente, pidió al testigo detalles precisos acerca de la descarga involuntaria del cartucho. Léame la respuesta de Bartlett, Bob.
Pollard abrió su cuadernillo y leyó:
«P. (de Masters): En resumen, declara usted que el disparo partió accidentalmente cuando el brazo del señor Keating chocó con la lámpara y que el taco del cartucho sin bala rompió un vaso, sobre la bandeja que llevaba usted. ¿Es así?
R.: Sí. El proyectil rompió el vaso a menos de una pulgada de mi mano. Del sobresalto, dejé caer la bandeja sobre la mesa.
P.: ¿A qué distancia estaba usted del señor Keating, en ese momento?
R.: A seis o siete pies, aproximadamente».
Masters frunció el ceño, diciendo:
—Sí, pero ¿dónde está la «mentira» de que hablaba usted hace un momento? Los cartuchos sin bala contienen un taco que constituye un proyectil capaz de romper un vaso sobre una bandeja.
Sir Henry esbozó una sonrisa sardónica.
—Seguramente, querido. Seguramente. Además del taco, un cartucho de esa clase contiene igualmente una carga de pólvora. He ahí por qué es siempre peligroso jugar con un arma de fuego… aún cargada con cartuchos sin bala. Recuerdo ahora un «drama de gangsters», que uno de mis sobrinos representó hace mucho, para una fiesta de Navidad, con una compañía de aficionados. ¡Catástrofe! El bandido, sobreexcitado, disparó sobre la heroína, que tuvo apenas tiempo de volverse… la desdichada llevaba un traje de seda escotado; su espalda quedó despellejada y quemada al punto de tener que guardar cama durante ocho días. Y el torpe se hallaba a más de diez pasos de ella, cuando el accidente.
»Según propia confesión, Bartlett se encontraba a seis o siete pies de Keating, cuando partió el disparo. Pretende que el taco le arrancó el vaso de la mano… Una flagrante mentira, Masters. Si Bartlett nos hubiese dicho la verdad, su mano habría estado envuelta en un vendaje, el jueves pasado. Y usted pudo notar sus manos blancas y absolutamente intactas.
»¿Por qué Bartlett nos había mentido? Y, ante todo, ¿qué sabíamos con certeza de la escena que tuvo lugar en lo de Keating la noche del lunes? Ciertos hechos, confirmados por varios testigos, no eran dudosos. Sabíamos que un inocente ensayo general de un “número” del Murder Party del día siguiente se realizó en el domicilio de Keating (testimonio de Bartlett, confirmado por la declaración parcialmente errónea de Philip Keating). Sabíamos que ninguna discusión verdadera había estallado entre Keating y Gardner (testimonio de Hawkins, confirmado por el propio Vance Keating, al hablar con Derwent y Francés Gale al día siguiente). Sabíamos que un disparo se había hecho, pues todos los testigos coincidían en este punto.
»Pero era todo. ¿Cuántas personas vieron partir el disparo? Philip Keating oyó la detonación: pero estaba en el hall. Recuerden la primera pregunta, bastante torpe, de Gardner a Philip: “¿Nos vio usted…?”. El maître d’hotel fue atraído por la detonación, lo mismo que Philip Keating. ¿Cuáles fueron los testigos oculares? Vance Keating (muerto), Bartlett (sorprendido en flagrante delito de mentira) y Gardner (el instigador de la mentira). Sin embargo, un tiro fue disparado… y la incomprensible conducta de Vance Keating data de ese momento preciso.
»¿Qué hizo Keating, al día siguientes, martes? No asomó la nariz afuera, y, exceptuado Bartlett, no vio a nadie más que a Derwent en todo el día. Un detalle sorprendente, amigos: Keating tenía la cabeza envuelta en una toalla mojada cuando recibió al escribano. Otro hecho no menos extraño: Keating decidió en el transcurso del día no asistir al Murder Party, de concurrir al cual habíase regocijado de antemano. En fin, al salir el mismo Keating de su reclusión para asistir a una convocatoria de “Las Diez Tazas de Té”, el miércoles, se tocó con un sombrero que le entraba hasta las orejas.
—Es decir… ——comenzó Masters.
—El sombrero es el punto de partida y el punto final de este caso, querido —interrumpió Sir Henry—. Hubiera debido ponerme inmediatamente sobre la pista. ¿Por qué Vance Keating, un dandy vanidoso, llevaba el día de su muerte un sombrero ridículamente grande para él? Un sombrero que no pertenecía a nadie, fíjense… un sombrero comprado exprofeso, y en cuyo interior Vance había hecho marcar el nombre de Philip, a fin de explicar la incongruencia, llegada la necesidad. Vance Keating precisaba un sombrero lo bastante grande para ocultar la base de su cráneo. ¿Por qué no lo pidió prestado a su primo Philip? Porque éste sólo usa sombrero hongo, y a él le hacía falta un fieltro blando…
»A esta altura de mis reflexiones, me acordé de la espalda llagada y quemada de la heroína de la comedia de salón cuyo tropiezo acabo de referirles. Tuve igualmente una visión de la escena que pudo desarrollarse en casa de Vance Keating, la noche del lunes. Supongamos (en espera de ciertas confirmaciones), supongamos, digo, que Gardner disparó el cartucho sin bala, a cuyo respecto Bartlett v él mintieron de consuno. He aquí mi reconstitución hipotética: los dos amigos manejan el Remington. Sea distraídamente, sea con una intención criminal, Gardner arma el revólver y lo asesta sobre Keating, que retrocede. Retrocede, ¿oyen? Sabemos que aquel héroe de resonantes aventuras temía en el fondo a las armas de fuego, bien que hubiese muerto antes de confesarlo. Pero el hecho es que se traicionó delante de un amigo y de su ayuda de cámara. Se vuelve con un grito involuntario y (ya fuese accidentalmente, ya con propósito deliberado), Gardner oprime el gatillo. Bartlett lanza el grito oído por todos: “¡Cuidado, señor! ¡Cuidado!”. Después se le escapa la bandeja de las manos cuando su patrón recibe la carga de pólvora en la base del cráneo. El disparo fue hecho casi a quemarropa… Los cabellos de Keating son quemados, el cuero cabelludo también.
»Gardner nos mostró un rostro agradable e inteligente. Sí. pero ¿cuál podía ser la expresión de su fisonomía cuando oprimió el disparador?
»Prosiguiendo mi raciocinio, llegué a decirme: “La herida en su amor propio fue infinitamente más dolorosa a Keating que la quemadura. Gardner y Bartlett, habían sido testigos de su movimiento de cobardía; ¡qué humillación! Por eso aceptó el revólver que Gardner le tendía murmurando: ‘Todas mis excusas. Accidente estúpido. Tú estás en tu casa. Yo tendría disgustos si me hallasen con este revólver en la mano… tómalo.’ ”Keating obedeció sin discusión. Echando una mirada a la pieza en aquel instante, Philip percibió a su primo de frente, sosteniendo el Remington y aparentemente aterrorizado. Philip se retiró sin aguardar a ver más. El maître d’hotel fue despedido antes que hubiera podido darse cuenta de la situación.
»A la mañana siguiente, al despertar, Keating mide las consecuencias de la torpeza de Gardner, y se encoleriza, no sin razón, a decir verdad. Pónganse en su lugar: debía, esa noche, encontrarse, con su prometida y con la mujer a quien había decidido tomar por amante, en el Murder Party. ¡Qué humillación aparecer ante ellas con los cabellos quemados, el cuero cabelludo lastimado y un voluminoso chichón hecho por el taco en la base del cráneo! Y no es todo: lejos de eso. Lleva en la cabeza una herida infamante, de la que todo el mundo le pedirá explicación… ¿Confesar la verdad? Imposible sin que los otros jugadores adivinen que había maquinado con Gardner para cubrirse de gloria en el papel de detective, al otro día. ¿Resignarse a quedar doblemente en ridículo? ¡Jamás!
»Keating esperó al principio que el daño pudiera ser atenuado a fin de permitirle asistir al Murder Party; lo esperaba aún cuando recibió a Derwent, con la cabeza envuelta en una toalla mojada. Pero la quemadura era más profunda de lo que Bartlett y él creyeran en el primer momento; Keating se enfureció, pero la cosa no tenía remedio… Y he ahí por qué Vance Keating permaneció en su casa el martes a la noche, señores.
»Nadie habría podido decidirlo a salir de su reclusión antes de estar curado; nada… salvo una convocatoria de “Las Diez Tazas de Té”. Persiguiendo su venganza contra la señora de Derwent, se hubiera dirigido a una cita de ese género así fuese andando con muletas, si necesario fuere. El asesino lo sabía, y estaba pronto a pasar a la acción, puesto que Keating llevaba en la base del cráneo una ancha quemadura negra. Bastaríale en lo sucesivo al matador alojar una bala en el blanco representado por aquella herida superficial, para lograr sus fines; proviniendo el proyectil y las quemaduras de la misma arma, ningún médico sospecharía jamás que habían sido éstas anteriores al crimen. Con que Keating se mantuviese de pie, de espaldas, delante de la ventana de cuatro pies por cinco y medio, estando el asesino apostado ante la ventana de la buhardilla de la casa de enfrente, armado con el revólver de Tom Shannon, bastaba, si era aquél buen tirador, para que el golpe fuese descargado.
Masters ahogó un juramento y ganó la ventana.
—He aquí por qué la primera detonación me pareció lejana y como sofocada, mientras que la segunda resonó con gran estrépito al otro lado de la puerta —dijo Pollard.
—Permítame —intervino Masters—. Si su reconstrucción es exacta, ¿cómo explica la segunda bala que quebró la columna vertebral de Keating? No cabe la menor duda que fue disparada a boca de jarro; ¡la espalda del saco de la víctima ardía aún cuando entró Pollard, y el revólver se encontró aquí!
Sir Henry hizo un signo de asentimiento.
—De acuerdo. Pero, dicho sea con reproche, carece usted de perspicacia, querido. Sí, el primer tiro fue disparado desde la casa de enfrente, en la cual, detalle chocante, vigilaban Hollis y usted esta ventana. Cuatro pisos del espesor de éste ahogaron el ruido de la detonación: además, sus corazones, sus almas y sus oídos estaban fijos en la ventana de aquí, al mismo tiempo que sus ojos… Hallábanse ustedes hipnotizados por esta ventana, ésa es la verdad. No encararon ni un segundo la posibilidad de que el tiro hubiera sido descerrajado en otra parte que aquí… Un corto silencio, luego una segunda detonación, que, esta vez, partió efectivamente de aquí (Los dos hechos siguientes fueron revelados en el curso del proceso: a) Igual que Hollis lo hiciera antes que él, Gardner se introdujo en la casa vacía de enfrente por la puerta de servicio, mientras Hollis y Masters se hallaban en una pieza del frente, b) Entre otras instrucciones de «Las Diez Tazas de Té», Keating había recibido la de ponerse en pie delante de la ventana abierta, dándole la espalda.).
»Veo la escena del crimen, Masters. Keating, de pie, vuelve la espalda a la ventana. El asesino alza su mano armada del revólver… ¿y después? Recuerde el grito lanzado por Keating una fracción de segundo antes de la primera detonación. ¿Cómo había advertido el peligro? Recuerde también que daba vueltas entre sus dedos a una cigarrera, preguntándose si podría fumar en el santuario de las tazas… la cigarrera de que Francés Gale se sirviera a modo de espejo. Keating levanta la cigarrera, que reflejó por encima de su hombro, una cierta ventana de la casa de enfrente, ocupada por un hombre que esgrime un revólver. Keating no vio más; se desploma encima de la mesa, rompiendo dos tazas, deslizase y cae en tierra, acostado sobre el lado derecho.
»La segunda detonación resonó entonces. Llamo su atención al respecto sobre cuatro puntos principales, Masters:
»1». Al entrar en la pieza, Bob Pollard vio a Keating acostado, cuan largo era, sobre el costado izquierdo, y dando la espalda a la ventana.
»2». El Remington se hallaba en tierra, al alcance de su mano izquierda.
«3». De acuerdo al informe médico, la herida de la espalda ofrecía ciertas particularidades difíciles de explicar. En vez de seguir una trayectoria horizontal, la bala siguió una línea ascendente. (Entró entre la tercera y cuarta vértebras lumbares y fue a alojarse en el pulmón).
«¿Cómo esa quemadura de pólvora había podido producirse? Si dejaron caer el revólver sobre la alfombra, cerca de Keating, el cañón apuntando al cuerpo, y el tiro había salido, aquello se explicaba, pues la posición del arma y la herida venían a corresponder exactamente. Pero, la alfombra era demasiado espesa para que el gatillo hubiera sufrido presión al tocar el suelo, sí el revólver había caído de la mano de un hombre. Para provocar la explosión, era necesario que el Remington hubiese sido… vamos, encuentren la palabra».
—Arrojado —articuló Soar.
Se plantó ante Sir Henry, antes de añadir:
—… Sí, ahora comprendo. El asesino no tenía necesidad de alojar la segunda bala en un sitio determinado del cuerpo de Keating. Perseguía un doble objeto, Sir Henry. Primero, arrojar el arma en la pieza para que fuese hallada cerca de los restos, o dicho de otro modo, para probar así que Keating fue derribado aquí. Segundo, provocar una segunda detonación, que partiera de aquí, induciendo así a los policías a concluir que los dos disparos habían sido descerrajados en esta pieza. Las circunstancias lo ayudaron. Keating se desplomó, cuan largo era, delante de una ventana de cinco pies y medio de ancho, a la cual daba la espalda: un blanco magnífico. Gardner lanzó el Remington armado, de una ventana a la otra. La suerte estaba decididamente de su parte; el disparo partió al golpear el revólver en el suelo, y el proyectil se alojó en el cadáver.
—¡Permítame! —protestó Masters—. Me parece imposible que ni Hollis ni yo hayamos visto el revólver volar de una ventana a la otra.
—Nada más natural, al contrario —respondió Sir Henry con desdeñosa satisfacción—. Si alguien hubiera entrado en la casa de enfrente por la ventana, o si hubiese salido por el mismo camino, ustedes lo habrían visto, seguramente. Pero no podían ustedes percibir en un día obscuro un revólver de metal opaco lanzado a cuarenta pies por encima de sus cabezas por un jugador de cricket… No podían verlo, Masters, porque habían omitido limpiar los vidrios de su ventana.
—¿Cómo?
—Escúcheme bien, joven. Al llegar a Berwick Terrace, la tarde del miércoles, fue llamado por el sargento Hollis, que vigilaba el número 4 desde la casa de enfrente, ¿no? Bien. ¿Vio usted a Hollis mientras le hablaba él en su puesto de observación? ¿No? ¿Por qué? A causa de la espesa capa de polvo pegada a los vidrios.
Sir Henry se volvió con el rostro triunfante hacia el inspector.
—… Dígame ahora si tenían alguna probabilidad de percibir un puntito negro, volando a cuarenta pies por encima de la calle, cuando un hombre no pudo ver desde la acera a su interlocutor, que permanecía junto a la ventana, en el interior de la casa. Lo compadezco, Masters. Es de una sencillez desesperante cuando se conoce el secreto. Usted mismo ha comprobado que el Remington era muy liviano para su tamaño… ¡Oh, el asesino había premeditado cuidadosamente su crimen!
Soar rompió al fin un interminable silencio.
—Ronald Gardner, el asesino —murmuró.
—¿No está usted sorprendido, eh?
—Decididamente, nada puede ocultársele, Sir Henry. No, eso no me sorprende… hasta me habría sentido seguro de su culpabilidad, a no desconfiar igualmente de Derwent. Desde hace algún tiempo sospechaba que Gardner fuese el amante de la señora de Derwent. Existe una especie de afinidad física y moral entre ellos… ¿Usted lo notó, sin duda? Lo extravagante, bajo todas sus formas, atrae a ambos: conoce usted a la señora de Derwent y habrá leído quizá el relato de viaje de Gardner… Procuré colocarlo sobre esta pista.
—¡Oh! ¡Oh! ¿Era ésa la razón de su escaramuza con Gardner a propósito de Francés Gale? Su repentina cólera me había sorprendido un poco, mi joven amigo.
—No. Mi movimiento de humor fue espontáneo —respondió Soar—. En cambio, intenté atraer su atención hacia Gardner haciendo alusión a la peligrosa influencia ejercida sobre la señora de Derwent por una de las personas de su relación, y «llenándole la cabeza» acerca de «Las Diez Tazas de Té». Recordará que le hablé de una sociedad secreta, muy antigua, cuyos miembros se reunían para beber té opiado en tazas preciosas… y me cuidé de añadir que Gardner hablaba de esa costumbre en su libro, lo que es perfectamente cierto, por otra parte. Pero, sabiendo de fuente segura que esa pretendida sociedad no existió, no ignoraba tampoco que Gardner había mentido.
Masters dejó escapar un silbido.
—¡Ah! ¿Sospechaba de Gardner por haber deslizado ex profeso una mentira en su narración de viaje a fin de que le sirviese de confirmación el día en que se volviera a hablar en Londres de «Las Diez Tazas de Té»? —preguntó el inspector.
—¿Por qué no? La América del Sur es el último continente desconocido. Gardner podía asegurar, sin riesgo de que lo desmintieran, que había hallado en el alto Brasil una pequeña colonia portuguesa en la que sobrevivían antiguas y misteriosas costumbres. Mataba así dos pájaros de una pedrada, ¿comprende, Sir Henry?
Merrivale hizo un signo de asentimiento.
—Sí, era un excelente medio de despertar la curiosidad de Keating. Por eso, el día en que Gardner le propuso, con el mayor misterio, introducirlo en el seno de la sociedad de «Las Diez Tazas de Té», el desdichado aceptó jubiloso. Inédito, cruel y elegante, señores.
—Esta historia de la sociedad secreta prueba una larga premeditación —dijo Masters—. ¿Cree usted, entonces, que la señora de Derwent y Gardner son igualmente culpables? ¿Que estaba ella al corriente de todo, sin haber participado en la perpetración del crimen?
—Estoy seguro —respondió Sir Henry—. Y le daré las razones de mi convicción si cesa de interrumpirme a cada momento. ¿Por qué la señora de Derwent se había preparado una coartada irrefutable con más de quince días de anticipación, según confesión de Derwent? Primera prueba de premeditación. Asimismo, es evidente que ningún «camelo» referente a las «Diez Tazas…» pudo serle referido a Keating en ignorancia de la señora de Derwent. Reflexione un instante: se podría en rigor concederle el beneficio de la duda si la famosa sociedad hubiese existido y hubiera formado ella parte de la misma. Pero siendo la sociedad un mito, debía estar forzosamente al corriente. ¿De dónde sacaba Keating la certidumbre de encontrarla en Berwick Terrace? ¿De dónde provenía su certidumbre de que era ella miembro de «Las Diez Tazas de Té»? ¿Qué habría pasado si Keating le hubiese deslizado una alusión cualquiera sobre esto, no estando ella al corriente de nada? Keating hubiera descubierto la verdad. Me inclino mucho a creer que Keating le habló, y que la señora de Derwent unió sus mentiras a las de Gardner. En fin, ella fue quien se apoderó del revólver; colocado encima de la chimenea, mientras todos la creían en la cama con jaqueca.
»Intencionalmente o no, era usted el responsable de esa fulminante jaqueca, Soar. Le murmuró usted en la sombra: “Recibió usted un hermosísimo regalo de un amigo, esta tarde. ¿Cuánto tiempo hace que acepta usted esos obsequios?”. Esa observación hubiera podido costarle cara, amiguito. La señora de Derwent creyó que había usted descubierto la naturaleza de sus relaciones con Gardner, un secreto que su marido y Keating ignoraban aún.
—¡Oh! El tapete de oro… ¿Fue Gardner quién telefoneó a Soar que lo enviase a casa de la señora de Derwent? ¿Con qué objeto? —preguntó el inspector.
—Esta cuestión del tapete nos remite a la eterna dificultad de valuar las responsabilidades —suspiró Sir Henry—. Pesar la culpabilidad de dos personas en una balanza… una falta en un platillo, una falta en el otro, ¡y esforzarse en determinar cuál es más culpable! Se choca con el mismo problema cada vez que un hombre y una mujer sacrifican una vida humana a sus comunes intereses. De un lado tenemos a Janet Derwent, fría como el mármol, perversa, sedienta de homenajes y de triunfos. Del otro, a Ronald Gardner, inteligente, impulsivo, hasta generoso… pero totalmente desprovisto de sentido moral. Janet Derwent asesinó fríamente por interés; Gardner, a quien no importaba en absoluto el dinero, mató por los bellos ojos de su amante. Sin embargo, los cargos que pesan actualmente sobre Gardner son cien veces más graves que aquéllos por los que la instigadora del crimen deberá responder.
»Es interesante notar cómo, de uno a otro extremo del caso, los dos cómplices corroboraron y armonizaron sus declaraciones. La mujer poseía una coartada irrefutable para la hora del asesinato de Keating; pero el hombre no pudo adueñarse del revólver en casa de los Derwent, lo que equivalía, a su turno, a una coartada. Cometieron, empero, como sin duda lo ha adivinado usted, un error aparentemente enorme: el envío del tapete de oro a la señora de Derwent. El proyecto de Gardner exigía un aparato escénico fantástico, aunque más no fuese para impresionar a Keating. Pudo reunir la suma necesaria para amueblar el santuario de las tazas; pero hacíale falta un detalle sensacional que hiriese la imaginación de su víctima. “Muy bonito”, objetará usted. “Pero ¿por qué hacer enviar tan ostensiblemente el tapete de oro a la señora de Derwent?”. Era una manera delicada de conducirla a reflexionar antes de que intentara sacar sus castañas del fuego por mano ajena, si el caso se presentaba. Gardner la conocía lo bastante para desconfiar de ella.
»El último acto del drama, el asesinato de Bartlett, le fue impuesto a Gardner por las circunstancias. Bartlett había mentido para corroborar el testimonio de Gardner… Creí al principio que eran cómplices, lo confieso. Pero el papel de Bartlett me sumió en una gran perplejidad, pues no mentía solamente acerca de la escena del lunes a la noche, sino también respecto al sombrero que él mismo había comprado por orden de Vance Keating. Rechacé finalmente la hipótesis de una complicidad criminal entre, Bartlett v Gardner porque no se habían dado recíprocamente una coartada.
—¿Cómo? —preguntó Masters.
—Acuérdese de la deposición de Bartlett. Gardner, declaró, había dejado Lincoln Mansions a las dieciséis y cuarenta, el día del asesinato de Vance Keating; había tenido tiempo, pues, de llegar al lugar del crimen, a condición de haberse visto favorecido por la suerte. No era una coartada, y Bartlett, por su parte, tampoco la poseía. Si los dos hombres hubieran estado en connivencia, no le quepa la menor duda que habrían afirmado obstinadamente que permanecieron juntos toda la tarde. ¿Qué se lo hubiese impedido? Gardner habría podido descender por el ascensor o la escalera de servicio y nadie hubiera sabido jamás que no se hallaba en el departamento con Bartlett en el instante de la muerte. Una coartada así es inconmovible, ya sabe usted. Simultáneamente, Bartlett se habría constituido una especie de coartada en previsión de que se diese el caso de que la policía sospechara de él… Le bastaba, para ello, hablar a una criada o a uno de los encargados del ascensor. Pero no hizo nada; quedó solo en el departamento.
«Bartlett nos mintió porque ya había principiado a mentir en vida de su patrón y por su orden expresa, respecto a la quemadura que recibiera éste en la cabeza. Estaba obligado a atenerse a su primera versión, referida a todo ser viviente, so pena de prevenir contra él a sus futuros patrones (sin hablar de la policía). Por otra parte, no veía ninguna necesidad de traicionar la promesa formulada a Keating, pues no había establecido relación alguna entre la escena del lunes a la noche y el asesinato. ¿Qué sabía respecto al crimen cuando lo interrogamos? Había leído la noticia sometida a censura de los diarios, que se limitaba a anunciar el asesinato de Keating, derribado de dos balazos disparados a quemarropa por un desconocido. El primer comunicado que se dio a la prensa no hacía ninguna alusión a una “situación imposible”, recuérdelo. Pero la verdad estaba llamada a propalarse en un plazo de veinticuatro horas a lo sumo… y Bartlett se consideraría obligado a manifestar lo que sabía a los policías. Pero ¿por qué iba a recelar de Gardner desde el principio? Keating y él mantenían excelentes relaciones, y, la noche misma del “accidente”, ambos amigos se habían embriagado juntos para ahogar el resentimiento del uno y la confusión del otro. Gardner no tenía nada que temer de Bartlett hasta el momento en que éste descubriese cuán intrigada hallábase la policía por la quemadura que Keating ostentaba en la cabeza… El matador resolvió aprovechar esas pocas horas de tregua para suprimir a aquel peligroso testigo.
»La carta de Derwent anunciando a la policía que los miembros de la sociedad de “Las Diez Tazas de Té” se reunirían en casa de Soar el jueves a la noche sacó a los cómplices de una situación particularmente crítica, ofreciéndoles la inesperada oportunidad de añadir a Bartlett a la lista de las víctimas de “Las Diez Tazas de Té”. Nuestro amigo Gardner obró con la misma rapidez, con la misma temeraria destreza de que va diera pruebas al introducirse en la puerta, trasera en la casa de Berwick Terrace, ocupada por la policía, cuando el asesinato de Keating. ¿Qué argumentos encontró para decidir a Bartlett a seguir a Soar a su nuevo domicilio, el jueves a la noche? Habremos de esperar el proceso para saber a qué atenernos respecto al punto. Presumo que Gardner abusó del afecto del desdichado servidor por su patrón para inducirlo a representar el papel de detective aficionado…»— ¿Llegamos a la última «desaparición» del asesino? —preguntó Soar—. Siento curiosidad por saber cómo Gardner consiguió apuñalar a Bartlett y emprender la fuga.
—Fue su más prodigiosa proeza —respondió gravemente Sir Henry—. Gardner era vigilado desde la mañana, y lo sabía. ¡Ah! ¡Bien que se burló, ese día! No concedió a su perseguidor un segundo de respiro, para exasperarlo, fatigarlo y hacer que descuidase su obligación. Por último, caída la noche, se trasladó a la casa de Lancaster Mews, donde había citado a Bartlett a fin de proseguir su común investigación. Insisto acerca de dos puntos: Gardner había sacado una gran ventaja a su perseguidor, y se hacía de noche. El puñal de doble filo abultaba su bolsillo… La ocasión de utilizarlo no tardó en presentarse. Gardner escaló la pared que daba frente a la puerta de servicio en el momento en que Bartlett, aprovechando que la llave no estaba echada, introducíase furtivamente en la casa, como celoso detective amateur. Como recordará usted, Masters, las únicas manchas de lluvia y huellas de pasos que vimos al penetrar a nuestro turno por esa puerta se hallaban cerca del umbral. ¿Por qué? Porque Bartlett se desplomó, apuñalado, en ese sitio.
«Bartlett acababa de abrir la puerta de servicio cuando Gardner arrojó el puñal desde lo alto de la pared. Raras veces la obscuridad es tan completa que impida distinguir los contornos de un individuo a algunas yardas; pero bastaba, esa noche, para substraer la vista del puñal a las miradas de los agentes encargados de vigilar la casa… La mejor prueba: no pudieron ver si Bartlett abría la puerta con una llave, o no. El infeliz cerró la puerta tras sí antes de caer. Gardner descendió de su percha, reuniéndose a su seguidor un segundo más tarde, le propuso una tregua, que el otro aceptó jubiloso. Los dos hombres se sentaron entonces sobre la pared. ¡Oh, no carece de sangre fría el amigo Gardner! Sus dos crímenes fueron cometidos con tal maestría, que debí obligar a la señora de Derwent a venderlo a fin de reunir las pruebas suficientes para justificar su arresto…».
El cigarro de Sir Henry se había apagado. Lo contempló un momento, antes de abrazar la silenciosa buhardilla en una amplia mirada. Prosiguió por último:
—Ya casi he terminado, señores. Han visto ustedes cada pieza del puzzle tomar su sitio para formar la imagen completa. Sólo tenemos ahora ante nosotros pequeños problemas humanos: ¿qué será de Jem Derwent, cuya cabeza es a la fecha bastante menos sólida que en otro tiempo, y que no pasa de ser ya más que un juguete quebrado entre las manos de su mujer? ¿Qué será de Francés Gale?
—Espero poder tranquilizarlo acerca de su suerte en el término de un año, o quizá antes —respondió Soar.
—En fin, ¿cuál será el desenlace del proceso? He aquí mis pronósticos personales: Gardner tomará a su cargo todas las responsabilidades, y será condenado a la horca; la mujer saldrá del aprieto, probablemente, con una amonestación del tribunal. Nuestra hija del Rin volverá entre nosotros a peinarse sus largos cabellos… ¿La justicia le ajustará cuentas o no? ¿Chi lo sa?
Masters hizo una mueca sombría.
—Gardner expiará solo, estoy seguro —dijo—. ¿Debo confesar mi pena de que la sociedad secreta de «Las Diez Tazas de Té» no exista? ¡Debieran crearla! Pero, si no fue más que un mito, ¿dónde está el vínculo que une entre sí las celadas? Ha hecho usted alusión a ello, si no me equivoco… Las tazas de bazar sobre el valioso tapete. Las plumas de pavo real…
Sir Henry emitió un gruñido.
—¿Ese vínculo se le escapa aún, Masters? —preguntó—. ¿No puede seguir el trabajo del espíritu soñador de la señora de Derwent? La taza de seis peniques representaba a Keating, destinado a ser inmolado sobre el áureo tapetito del altar dedicado al lujo y a la belleza femenina. Y entreveo otra analogía que ha debido chocar a nuestro amigo Soar antes que a mí: el ojo de la pluma de pavo real fue el símbolo bordado sobre la vestimenta de los ángeles rebeldes, soldados de Lucifer, luego de una famosa batalla terminada con la caída en los infiernos del jefe y de su ejército, dedicado al orgulloso pavo real. Pero mi espíritu realista me murmura que los primeros teólogos confundieron el latín y el hebreo, pues Lucifer, en latín, significa: «porta antorcha»… uno de los nombres de Venus.
FIN