CAPÍTULO XVIII

SIR HENRY ASUME LA DIRECCIÓN DE LAS INVESTIGACIONES

—No —declaró Masters con autoridad—. Nadie saldrá de aquí hasta nueva orden.

Janet Derwent lanzó estridentes gritos, que estremecieron los tensos nervios de los asistentes. De pronto saltó hacia la puerta, donde la atrapó Banks. Un gran silencio se hizo al fin.

El difunto de canosos cabellos y nariz respingada yacía sobre el costado izquierdo, cerca del sillón. No se veía mancha alguna de lluvia o de lodo sobre su impermeable desgarrado y ensangrentado en la espalda. Todos los ojos trasladáronse de los despojos a la hoja del puñal colocado sobre la mesa, entre el revólver y los maculados guantes.

Benjamín Soar atravesó la pieza tambaleándose para ir a sentarse lo más lejos posible del sillón trágico. Su respiración jadeante se calmó poco a poco; alzó al fin la cabeza para decir a Masters con voz extrañamente natural:

—Me alegro de que esto haya concluido. ¡Qué velada me ha hecho usted pasar!

—Para mí, la velada no ha hecho más que principiar, muchacho —replicó Masters.

Tomó un tono oficial para añadir:

—Debo advertirle que no tengo orden de arresto; pero necesidad hace ley. Benjamín Soar, lo detengo bajo la inculpación de haber asesinado a A. E. Bartlett. Cumplo con el deber de prevenirle que todo cuanto diga usted en lo sucesivo podrá ser utilizado en su contra…

Soar lo miró con aire atontado.

—… ¿Me ha oído? ¿Me comprendió, señor Soar? —insistió el inspector con un fastidio evidente.

—¿Cómo? ¡Oh!, sí; he comprendido.

Mantenida cerca de la puerta por el sargento Banks, Janet Derwent mostraba una inmovilidad de estatua.

—Lo pescaron ustedes por fin —observó sin animosidad y con el aire ausente de una heroína de tragedia—. No soy rencorosa, Benjy; pero no le perdono haberme enviado usted mismo el tapete para arrojar las sospechas sobre mí.

Soar recobró bruscamente su lucidez.

—Soy el único, aquí presente, que no se las tomó con usted esta noche, señora —respondió—. Le aconsejo que no me ataque.

Se volvió hacia Masters para añadir:

—La acusación de la señora de Derwent es falsa, inspector.

—Nada lo obliga a hablar, señor Soar. Pero…

—No me creerá usted, ya lo sé. Haría mal en esperar lo contrario. Poco importa; anote de todos modos esto, sargento: yo no he apuñaleado a Bartlett. Oculté sus despojos, sí, lo reconozco. Las circunstancias están contra mí… Tiene usted cómo acusarme de complicidad retrospectiva en los casos Dartley y Bartlett. Sin embargo, visto que estoy arrestado por asesinato…

—No está usted arrestado, joven —interrumpió Merrivale.

Masters brincó.

—¿Cómo? ¡Alto ahí! Explíquese, Sir Henry. ¿Por qué no iba a estar arrestado, quiere hacer el favor de decirme?

—¡Porque yo lo dispongo! —rugió Merrivale—. Y también porque es inocente. ¡Ah! ¡Ah! ¡Me censuró usted haber dormido toda la tarde, a despecho de sus patéticas suplicas!… ¡Bueno! Ahora me he despertado y asumo la dirección de esta pesquisa. Siéntense. Señora de Derwent, haga el favor de volver a su sitio. No, Masters, no toque los restos. Están bien ahí, donde están.

—En ese caso, exijo una explicación —lanzó el inspector—. ¡Sugden!

—¿Sí, jefe?

—¿Mantiene sus afirmaciones precedentes? Tres hombres solamente entraron en la casa antes de nuestra llegada; ¿está dispuesto a jurarlo?

Sugden se hallaba aparentemente cansado de responder a aquella pregunta.

—Sí, jefe. No soy el único que los vio. Pregunte a los camaradas. Si…

—Basta. Hemos identificado a esos tres hombres. Son: el señor Soar, el señor Derwent y Bartlett, que entró por la puerta de servicio a las veinte y cuarto, y que fue apuñaleado aquí… ¿Está usted de acuerdo, Sir Henry?

—Perfectamente. El tercer individuo era el infortunado Bartlett. —Bien. Nuestra lista de sospechosos no comprende más que dos hombres: el señor Soar y el señor Derwent. Si no toma usted uno, escogerá ciertamente el otro.

—¡Jeremy! —exclamó la señora de Derwent, retorciéndose las manos—. ¡Mi marido es inocente, señores, les juro!

Derwent inclinó la cabeza.

—Mi mujer tiene razón —asintió—. Penetro, no obstante, la lógica del raciocinio del inspector. ¿Me acusa usted del asesinato de Bartlett, Merrivale?

—No necesariamente, Jem. No, sería demasiado, simple.

—¿No pensará usted en el matador invisible, en este momento? —preguntó el inspector.

—Sí, pienso mucho en él, por el contrario…

Sir Henry miró a Soar.

—Cuéntenos lo que ha pasado aquí esta noche, amigo. Sabemos que Bartlett llegó pisándole los talones, a eso de las veinte y cuarto. Presumo, por otra parte, que habrá usted temblado de un miedo bien comprensible cuando recibió la llamada telefónica de la señora de Derwent, anunciándole que había sabido —que había sabido, ¿me entiende?— que los miembros de «Las Diez Tazas de Té» se reunirían en su casa esta noche. ¿Qué pensó usted de esa noticia?

Soar reflexionó. Todavía estaba demasiado nervioso para mirar el cadáver extendido en tierra; pero Sir Henry dio la orden de cubrirlo.

—Creí que Derwent había perdido al fin la cabeza —respondió a la larga.

Derwent sacó su cigarrera del bolsillo.

—Se trata aparentemente de una opinión general —dijo—. ¿Por qué abrigaba esa esperanza, Soar?

—Porque no ha cesado usted de trabajar en la sombra, pero sin descanso, desde hace dos años, para hacer inculpar a mi padre primero, y a mí después, de la muerte de Dartley. Pensé que su obsesión habría crecido lo bastante para impulsarlo a cometer un crimen —en mi casa— con objeto de perderme, al verse usted obligado a renunciar a su primer designio.

—¡Qué imaginación! —exclamó Derwent encendiendo su cigarro.

«El fuego se acerca a la pólvora» —pensó Pollard—. «¡Peligro!».

—He padecido sudores de angustia todo el día, tiene usted razón —continuó Soar, dirigiéndose a Sir Henry—. Hubiera huido de esta casa como de la peste, habría advertido a la policía, hubiese pasado la velada en casa de unos amigos para poseer una coartada irrefutable, hubiera hecho todo esto, y más aún para desbaratar los proyectos elaborados contra mí… si no me hubiera acordado de ese maldito cántaro guardado en la caja de caudales. Estaba obligado a regresar aquí, ¿comprende? Nunca olvidaré esta llegada bajo la lluvia, a una casa deshabitada, custodiada por un agente cuyo casco percibí, a la luz del farol.

Entré por la puerta principal y colgué mi sobretodo y mi sombrero en el hall, lo que me tomó algunos segundes. El ruido sordo de una caída me llegó en ese instante; me precipité a esta pieza… ¡Nada! Abriendo la puerta que da al corredor de la entrada de servicio, lo vi…

Soar señaló el cuerpo de Bartlett.

—… Se arrastraba hacia mí, sobre el vientre, con un puñal hundido hasta la guarda entre sus omóplatos. Su impermeable estaba manchado de sangre, su sombrero había rodado por tierra. Creí ver el fantasma de Dartley que visitaba mis pesadillas desde la confesión de mi padre. El corredor no estaba iluminado más que por los rayos de luz que venían de aquí. Arrastré al desdichado a la biblioteca. Supongo que descendería de un taxi, porque su impermeable y sus zapatos estaban apenas mojados; la hemorragia externa era insignificante… Bartlett expiró antes que hubiera podido prestarle socorro.

Masters abrió la puerta del corredor. Los jarrones antiguos parecían velar en sus nichos; la alfombra amarillo paja extendíase rectilínea hasta la entrada de servicio. No había otra puerta.

—Suponiendo que dijese usted la verdad, lo que dista de estar probado, ¿cómo se explicó usted la desaparición del asesino? —insistió el inspector.

—Me lisonjea usted pensando que me hallaba en estado de reflexionar en esos instantes. Más tarde, presumí que el matador había entrado por la puerta de servicio siguiéndole los pasos al pobre diablo, que lo había apuñaleado y que había huido por el mismo camino.

—¿La puerta de servicio estaba cerrada con llave?

—No. Me acuerdo porque di vuelta a la llave después de lo ocurrido. Bartlett aprovechó de ese descuido para introducirse, pues no poseía ciertamente llave maestra.

El inspector se volvió hacia sus subordinados.

—Tienen ustedes la palabra. ¿Qué opinan de las explicaciones del señor Soar? ¿El asesino pudo entrar detrás de Bartlett por la puerta de servicio, apuñalearlo y salir por la misma puerta? Ustedes se encontraban de guardia, respondan.

Masters escuchó con satisfacción el informe de los hombres encargados de vigilar la casa, informe susceptible de resumirse en algunas palabras; nadie se había aproximado a la casa, fuera de Derwent, de Soar y de Bartlett.

—Está bastante claro, me parece, señor Soar. En ese caso (si hemos de creerle), el asesino debió introducirse en la casa pasando por el corredor y la biblioteca. Para huir ha debido tomar el mismo camino.

—Dios mío, sí, lo supongo.

—¿Cómo es entonces que no lo vio, según afirma?

Soar abrió un ojo.

—Permítame recordarle que sus hombres han registrado la casa de arriba abajo sin verlo tampoco, inspector. Continúan sin embargo jurando que el matador sigue todavía bajo este techo. He acumulado los errores esta noche, lo reconozco; pero ¿es una razón para tener dos pesas y dos medidas? Si cree a sus subordinados, puede creerme a mí también.

—¿De veras? Ya veremos… Por el momento, señor Soar. lo arresto…

—Es la segunda vez que lo arresta —interrumpió Sir Henry—. ¿Será usted incapaz de estarse quieto un segundo, Masters? ¿Bartlett expiró bajo sus ojos, amigo? ¿Qué ocurrió después?

—Golpearon a la puerta de entrada. Piense un instante en mi situación. Tenía excelentes motivos para creer que alguien maniobraba con objeto de atraerme a una trampa cuya única salida conduciría a un cadalso. ¡Un cadáver yacía bajo mi techo y un desconocido tamborileaba en la puerta de entrada! ¿Qué hacer? Trepé de cuatro en cuatro al primer piso a fin de mirar por la ventana situada encima de la puerta. Reconocí a Derwent por su capa; pero hubiera jurado que era el diablo en aquel instante. Inútil prestar oídos sordos… Eso no habría servido más que para atraer a la policía.

»Ya conoce el partido que adopté: dejar los restos en evidencia, pero invisibles para todos porque yo podía sentarme encima a la menor alerta. Dos minutos me bastaron para atar el cadáver al sillón y completar mi arreglo con la ayuda de estantes cortos que me sirvieron de tablas y de una funda que arrastraba por tierra a fin de disimular los pies del desdichado Bartlett. El hecho de mudarse suele presentar una ventaja: la detener a mano cuerdas y tablas de estantes desmontados. Envolví en un diario el puñal que tuve que retirar de la espalda de la víctima para sentarme y colgué su sombrero en el hall. Después fui a abrir la puerta. Pero había olvidado retirar los guantes que me puse para cumplir mi macabra tarea; debí sepultar mis manos en mis bolsillos cuando usted entró, Derwent. Tampoco estaba de humor para estrechar su diestra, a decir verdad.

—Creía usted que era yo que…

Derwent completó su pensamiento señalando los despojos.

—¿Qué podía creer cuando un aldabonazo estremeció la casa un instante después de su llegada? —respondió Soar—. Me vi obligado a correr el riesgo de dejarlo solo aquí para subir otra vez a mirar por la ventana.

Masters inclinó la cabeza.

—¡Así va mejor! —interrumpió—. ¿Era usted entonces, el dueño de la mano enguantada, armada de un revólver, que vimos detrás del vidrio?

—Sí. ¡Oh! La primera bala hubiera sido para mí y no para ustedes, tranquilícese… Me sentía acorralado en aquel instante. Pero ustedes se alejaron… Lo supuse, al menos, y recobré esperanza. Me saqué los guantes, me puse una robe de chambre y volví a bajar para encontrarlos ya instalados en la plaza. ¿Por qué callé? Todavía me lo pregunto. ¡Ay! ¡Las emociones no habían concluido para mí! Derwent me arrojó la historia de mi padre a la cara… Centenares de horcas y de verdugos danzaron una desenfrenada zarabanda ante mis ojos. Luego, como los minutos transcurrieran sin traer el descubrimiento del cadáver, me volvió el ánimo. «Si sostengo la situación bastante tiempo, quizá concluyan por irse», pensé confusamente, esforzándome en no temblar sobre las rodillas de ese muerto. ¡Señor, es un vaso de coñac lo que me haría falta! —concluyó Soar—. Pero no hay en la casa.

Masters se volvió hacia Sir Henry para preguntarle:

—¿Cree usted en esta historia, señor?

Merrivale inclinó la cabeza; después fue a plantarse delante de Janet Derwent.

—¿La cree usted? —le preguntó a su turno—. ¿Pero usted no esperaba esto?…

Designó el cadáver con el dedo.

—La hora de ajustar cuentas ha sonado, señora. Le ofrezco una última oportunidad: ¿dirá usted lo que sabe de este caso o me veré obligado a emplear medios extremos? No experimento ninguna antipatía personal hacia usted; pero un terrible acontecimiento se habría evitado si se hubiese mostrado usted menos virtuosa. Una advertencia todavía: el martes a la noche, en el Murder Party, nuestro amigo Soar la halló tendida sobre un diván, con una cuerda al cuello. Si persevera usted en su actitud, esa visión podría asumir un carácter profético.

—No habla usted seriamente. Pretende intimidarme, nada más. Ignora la razón por la cual Bartlett fue asesinado…

—Desengáñese —interrumpió Sir Henry—. Bartlett ha muerto porque sabía demasiado. Sabía por qué Vance Keating llevaba un sombrero el miércoles…

La observación era trivial, y hasta desprovista de sentido. Pero Janet Derwent cedió bruscamente, como esas estatuas de sal que se funden ante los ojos de los espectadores. La expresión de Sir Henry hízose más dura aún.

—… Lamento que esté usted tan bien informada. Esperaba en cierto modo que no comprendería. Juegue ahora su as de triunfo. Dígame que soy incapaz de explicar la desaparición del «asesino invisible» y que no puedo, en consecuencia, efectuar un arresto.

—Es la evidencia misma.

—La primera detonación fue mucho más apagada que la segunda —arrojó Sir Henry—. ¿Eso le dice algo?

La señora de Derwent se llevó las manos a sus sienes.

—¡Yo no maté a Keating! ¡Soy inocente! ¡No estaba al corriente de nada, le juro!

—Pero es lo bastante inteligente para haber comprendido que se halla seriamente comprometida, señora. El asesino de Keating y de Bartlett es muy hábil; ha sido el primero en estimar exactamente el valor legal de la «imposibilidad», y ha creado una situación imposible… a primera vista, al menos. Sabe que un hombre no puede ser condenado por una muerte cometida en condiciones imposibles de explicar, por abrumadores que sean los cargos que sobre él pesen. Nuestro criminal comprendió que frente a la «imposibilidad», todos los otros métodos de salvaguardia personal son torpes y azarosos.

»¿Qué hace habitualmente un criminal ordinario para colocarse al abrigo de la justicia? Se constituye una coartada, sea manipulando con relojes, sea utilizando medios de transporte más rápidos que los conocidos, sea dando un falso empleo del tiempo, sea… pero la enumeración de todos los medios empleados sería demasiado larga. Digamos solamente que esos medios son peligrosos, porque la seguridad del culpable depende del testimonio de otro, y porque corre a cada momento riesgo de ser sorprendido en flagrante delito de mentira.

»Pero supongamos, por otra parte, que nuestro criminal pudiese asesinar a su víctima de tal modo que la policía resulte incapaz de reconstruir con certidumbre la escena del crimen… una pieza sin salida, un cadáver abandonado sobre la nieve virgen de todo rastro sospechoso, ¡y qué sé yo qué más! La policía puede estar segura de su culpabilidad: el matador puede tener las manos ensangrentadas y el precio de la sangre en su bolsillo cuando su arresto; el juez y los jurados pueden estar convencidos, a su turno, de su culpabilidad, si los investigadores se arriesgan a hacerlo comparecer ante ellos… poco importa. La absolución es obligatoria si el ministerio público se revela incapaz de probar las circunstancias del crimen. Una corte de justicia no puede contentarse con probabilidades; necesita certidumbres. El beneficio de la duda… Estas cinco palabritas representan la salvación para muchos malhechores.

»Este que nos ocupa, no es un “supercriminal”, en el sentido propio del término; es sólo una persona inteligente, dotada de imaginación, que ha inventado un nuevo método para mantener a la justicia en jaque, al precio de un riesgo enorme. Pero que un investigador descubra el truco, y el asesino está perdido. Por cierto que lo está desde todos los puntos de vista, cualquiera que sea el recurso empleado, a partir del momento en que el ministerio público puede probar cómo se preparó una coartada o cómo se desembarazó del arma. Pero está juzgado, condenado y ahorcado, por así decirlo, apenas quede demostrado que la “situación imposible” no lo es en absoluto. Le concedo la última oportunidad, señora. ¿Quién asesinó a Keating y a Bartlett? ¿Me nombrará el culpable o me obligará a hacerlo?

—Yo…

—Bien —dijo Sir Henry cambiando de tono—. Como guste. Ahora, Masters, voy a exponerle los hechos y usted deci…

—Perdone que lo interrumpa —intervino la señora de Derwent—. No soy una tonta, creo haberlo probado… Pero conozco mi deber, y si una generosidad mal empleada me impulsó hasta aquí a cubrir al asesino, he vuelto de mi error. Sepan que el asesino de Keating es…

La puerta del hall se abrió, y un hombre vestido con un largo impermeable entró en la pieza mostrando un aplomo que impresionó a todos. Su gorra y su impermeable negro, chorreantes, atestiguaban una larga permanencia bajo la lluvia; se acercó a la mesa sin que nadie pensara en detenerlo y asió el puñal de doble filo.

¿Era su intención volver su arma contra la señora de Derwent, o contra sí mismo? Misterio. Quizá él mismo lo ignorara en aquel instante. Más rápido que él, Pollard alzó el jarrón de acero y lo dejó caer sobre su muñeca derecha. El recién llegado encontróse bruscamente encuadrado entre Masters y el sargento; pero no se debatió.

Jadeante, el asesino de Vance Keating clavó sus ardientes ojos, en los que leíase la derrota, sobre la señora de Derwent, que lo midió fríamente; después, volviéndose hacia Sir Henry, inclinó la cabeza.

—Me rindo —dijo Ronald Gardner—. Ha ganado usted la partida.