CAPÍTULO XI

UNA LLAMADA TELEFÓNICA

Lincoln Mansions, un grupo de inmuebles ultramodernos, se destacaba en blanco sobre los árboles y la grisácea dignidad de Westminster. Sir Henry, Masters, Philip Keating, Francés Gale y el sargento Pollard llegaron en medio de un calor aplastante; pero las nubes, más numerosas a cada paso, prometían una bienhechora tormenta, y los investigadores vieronse favorecidos por una suerte inesperada. El portero saludó a Philip Keating.

—El señor Gardner y el señor Soar lo aguardan allá arriba, señor. Creí obrar bien abriéndoles la puerta, y espero…

—Hizo perfectamente —interrumpió Philip, disimulando una mueca de fastidio.

Así que el ascensor depositó a Francés Gale y a sus acompañantes en el cuarto piso, Philip abrió la puerta de su departamento, recorrido de uno a otro extremo por una larga galería. Alguien telefoneaba en una pieza que comunicábase con aquella galería por una puerta a la sazón entreabierta.

—¿Y… sostuvo que había tenido él esa audacia? Con todo respeto, Derwent, usted conoce a Janet… Sí, admito que eso nos da a todos una excelente ocasión de explicarnos. Si nos ponemos de acuerdo aquí, antes de ir en grupo a Scotland Yard, tenemos probabilidades de ser escuchados. Pero ¿hasta dónde llegó ese sátiro?… ¿Le deslizó su mano bajo la falda?… ¡Cómo! Continúe. No creo nada. ¡Viejo bribón!… ¿El inspector en jefe Masters, dice usted? Sí. Se arrepentirá si…

Pollard no veía más que la nuca de Masters; pero aún hoy se pregunta todavía cómo el inspector no estalló en el sitio… Conteniendo su cólera, Masters ganó la puerta con pesados pasos.

Dos hombres ocupaban la pieza, sentado el uno delante de un velador que sostenía el aparato telefónico, sobre un canapé el otro. Ambos alzaron los ojos cuando Masters apareció en el umbral. Pollard registró la escena con una precisión de aparato fotográfico.

El joven de veintiocho a treinta años que estaba hablando por teléfono tenía una fisonomía de rasgos regulares y agradable expresión; amenazábalo la obesidad, y llevaba un traje de sport muy usado. Su corto bigote era más obscuro que sus cabellos ligeramente rizados, sus ojos claros contrastaban con su bronceada tez… el conjunto era simpático, y Pollard —que al punto identificó a Ronald Gardner— comenzó a comprender por qué las personas allegadas al joven hallaban dificultad en asociarlo a un caso criminal. “Lo cual no significa nada”, añadió el sargento “in petto”.

En cuanto a Benjamín Soar, Philip Keating lo había caracterizado admirablemente al decir que inspiraba confianza. Soar era bajito, ventrudo, moreno, usaba lentes y tenía maneras sumamente reservadas; mas, no por ello podía negarse menos la impresión favorable. Pareciendo saborear interiormente la conversación telefónica tanto como Gardner, Soar apenas sonreía, mientras que el otro daba libre curso a una estruendosa hilaridad. Pero Gardner se calmó súbitamente, a la vista de Masters.

—¡Hola! —dijo.

—Buen día, señores —respondió el inspector—. ¿No los molesto, espero? Me presentaré: inspector en jefe Masters, de Scotland Yard. Tiene usted delante al hombre de que hablaba hace un momento. Y he de advertirle que dispongo de plena autoridad para exigir las aclaraciones que voy a pedirle… que voy a…

—Esto sí que es concisión y energía —murmuró Gardner.

Se había levantado, pero volvió a sentarse bruscamente ante la ofensiva del policía.

—¡Alto ahí! ¡Me aplastará contra la pared, si continúa! ¿Quién se lleva a este chiflado antes que se vuelva loco furioso?

—Calma, Masters —intervino Sir Henry con una voz soñolienta, tan cargada de súbita autoridad, que todas las miradas se volvieron hacia él—. Buen día, amigos —continuó, dirigiéndose a Gardner y a Soar—. Tranquilícense, que el inspector no se los comerá; pero sepan que la paciencia de los mismos policías tiene sus límites. Por poco que esa historia pase todavía por algunas bocas, veráse a Masters persiguiendo a la señora de Derwent en camisa, a través de Piccadilly. Si debemos unos y otros mentir, lo que es probable, sepamos al menos evitar ciertos excesos.

Soar se había levantado al ver a Francés Gale entrar seguida de Philip Keating. Se dirigió a Sir Henry con una cortesía matizada de buen humor.

—¿Sir Henry Merrivale, si no me equivoco? Derwent nos había prevenido que pronto lo conoceríamos, señor. Su proposición me parece perfectamente equitativa. El hielo está roto, pequeña ventaja que debemos a este deplorable incidente. Todos nos sentimos profundamente apenados por la muerte de Vance Keating. Dicho esto, sería de parecer de ir al nudo de la cuestión.

—Con mucho gusto —respondió Masters, sentándose.

Se volvió hacia Gardner:

—¡Hum! Quizá he estado un poco vivo. ¿Es usted el señor Gardner?

—Sí —respondió el otro—. Soy el único responsable… Acepte mis excusas, inspector. He agravado considerablemente mi caso; si cree que ignoraba yo el interés que tenía usted en mi persona antes de conocerme, no es el detective que supongo. ¿Qué sospechan de mí?

—Instálense cómodamente y discúlpenme un segundo —intervino Philip Keating—. Voy a buscar refrescos…

Masters alzó la valija que llevaba.

—Un instante, le ruego, señor Keating. Su presencia es indispensable en este momento…

Sir Henry se dejó caer sobre el canapé, ya ocupado por Soar. Cortó la palabra a Francés Gale y la hizo sentar a su lado. Masters abrió la valija.

—¿Reconoce este revólver, señor Gardner? —Continuó el inspector—. Le pertenece, ¿no?…

Gardner asió el arma con súbita vivacidad. Abrió el tambor, del que sacó un cartucho para examinarlo.

—¡Vamos, señor! ¿No vacilará usted en reconocer ese revólver, me parece? —insistió Masters.

—No. Me pertenece. Derwent me ha dicho que es el arma del crimen… pero miraba las municiones. Son, sí, los viejos cartuchos Remington, inhallables hoy día en las armerías. La última vez que vi este revólver estaba cargado con cartuchos sin bala.

—¿De veras? ¿Pero no estaba cargado con cartuchos sin bala el lunes a la noche?

—¿El lunes a la noche? Sí.

—Y si yo le dijese saber de fuente segura que estaba cargado con balas el lunes a la noche, ¿qué me respondería, señor?

—Que es usted un descarado mentiroso —arrojó Gardner con una grosería deplorable—. Fue la noche del lunes, precisamente, cuando llené el tambor con cartuchos sin bala; había comprado una caja al dirigirme a casa de Vance Keating.

—Estoy al corriente de esa visita, durante la cual una discusión estalló entre el señor Keating y usted, a propósito de la señorita Gale. El señor Keating le exigió que confesase no sé qué, y tiró sobre usted, con ese mismo revólver.

—¡Todo se explica! —exclamó Gardner.

Se abismó en sus recuerdos, la espalda ligeramente encorvada, acariciando el cañón del revólver.

—… Créame, si quiere; había encarado todas las hipótesis, menos ésta. De todas las interpretaciones fantásticas, insensatas…

Gardner depositó el arma sobre el escritorio, añadiendo:

—¡Pobre diablo!

Un silencio planeó. Gardner había puesto tan amarga sinceridad en aquellas dos últimas palabras, que el mismo Masters vaciló.

—Pido la palabra, señores —gruñó Sir Henry—. Masters no le creerá jamás, amigo, si no le dice usted lo que realmente pasó en casa de Keating el lunes a la noche. Lo sabe usted perfectamente, por otra parte. Trataremos de guiarlo en la primera parte del camino… Keating lo había invitado a comer con él, el lunes a la noche, ¿no?

—Sí.

—¿Pero eso tiene algo que ver conmigo? —intervino Francés Gale.

Todos los ojos volviéronse hacia ella. Gardner le sonrió.

—Se invita a los asistentes a callarse —tronó Sir Henry—. Volvamos a lo nuestro, señor Gardner. ¿Ya habían convenido, Keating y usted, ir al Murder Party de los Derwent, al día siguiente? Vance Keating debía representar el papel de detective esa noche, si no me equivoco. Un rasgo del carácter de Keating parecía dominar sobre los otros: le gustaba brillar; detective por una noche, deslumbraría a los otros jugadores, principalmente a la señora de Derwent. ¿Qué hacer para lograr un segundo éxito? Preparar su papel con antelación. Es un sentimiento humano, Masters. Perfectamente humano…

«Ignoro los detalles exactos del proyecto. Presumo que la distribución de los naipes debería estar preparada de modo que designara detective a Keating, a usted, Gardner, como asesino, y a Francés Gale como víctima. El juego al Crimen se concluiría con un golpe teatral de gran sensación. Estás acorralado. ¡Confiesa!, (se sobreentiende que tengo medios de hacerte confesar). Diga usted lo que quiera, Masters, no me impedirá repetir que era un sentimiento muy humano».

Masters se volvió lentamente.

—Debo comprender…

—Un ensayo general, sí, hombre —refunfuñó Sir Henry—. Reflexione, Masters. ¿Hallaría usted natural que un hombre exigiese a otro una confesión —concerniente probablemente a su propia prometida— mientras su ayuda de cámara prepara cocktails, en un ángulo de la pieza, y el maître d’hotel del restaurant, de pie en el umbral de la puerta, aguarda el momento de anunciar que la comida está servida? Personalmente, no concibo que Keating telefoneara a Gardner que viniese a verlo trayendo un viejo revólver a fin de que él, Keating, pudiese amenazarlo con el arma. Ese revólver no era más que un accesorio de la representación, Masters.

—Gracias —dijo Gardner—. Todo ocurrió exactamente así. No pido que se crea bajo palabra; interroguen a Bartlett y a Hawkins. Lo que no alcanzo a comprender…

—Le recordaré, señor, que, según nuestros informes, al menos, un disparo partió, y algunos vasos fueron rotos en el curso de ese «ensayo general» —insistió Masters.

—Un momento, por favor…

Gardner descolgó el receptor del teléfono del inmueble y dijo algunas palabras en el aparato. Luego, dirigiéndose a Masters, continuó:

—Entendámonos bien, inspector. El revólver no debía servir para cometer el crimen; yo debía asesinar a Francés con un puñal de hojalata. Al invitarme a comer, el lunes por la tarde, Vance me pidió que trajese la más «divertida» de mis armas, y cartuchos sin bala. Me explicó su gran proyecto antes de cenar y me mostró el puñal.

«Comprenderá usted que habíamos complicado considerablemente las reglas habituales del juego al Crimen. El asesino habría de dejar un indicio material que, convenientemente interpretado, debía permitir al detective desenmascararlo».

Sir Henry abrió los ojos.

—Qué interesante —murmuró—. El asesino debía dejar un indicio… ¿Quién sugirió ese detalle inédito?

—Yo —respondió Benjamín Soar.

—Hacía falta una buena dosis de imaginación para dejar un indicio acusador que no fuese demasiado visible —observó Sir Henry.

—¡Oh! Nosotros somos ingeniosos —respondió Gardner con una sonrisa seductora—. Juzgue usted mismo. La posición del puñal que Francés Gale, muerta, debía tener contra sí, indicaría claramente que el asesino era zurdo. Yo no soy, todos lo saben. La dificultad, para el detective, consistiría en demostrar que uno de los sospechosos era naturalmente zurdo. Pruebas, interrogatorios… ninguno de los sospechosos da la impresión de ser zurdo. Pero el detective insiste tanto, y tan bien, que… espere, voy a hacerle la demostración. ¿Lleva usted un sujeta cuello, inspector, por lo que veo?

Los oíos de Masters despidieron chispas.

—Esta comedia ya ha durado bastante —rezongó—. ¿Un sujeta cuello? ¿Qué…?

—Una especie de alfiler de seguridad que sirve para mantener el cuello en su sitio, debajo de la corbata —interrumpió Gardner con ardor contenido—. ¡Tóquese el suyo! ¿No es usted zurdo, no?

—No, señor. Pero…

—Bien. Palpando su sujeta cuello, comprobará que está fijado de derecha a izquierda, con el cierre hacia su izquierda. Ahora bien: el sujeta cuello que debía yo llevar el día del asesinato habría de estar cerrado en sentido inverso: la cabeza a la izquierda, el cierre a la derecha… señal concluyente de que yo era zurdo y que había cometido el crimen…

Masters se tanteó su sujeta cuello en el silencio general. Gardner prosiguió:

—Ya que una versión errónea parece haber circulado, procuro restablecer la verdad de los hechos, por más que me cueste, créalo. ¡Vance era muy excitable, y tomaba su papel de detective en serio, le aseguro! Se preparaba a obligarme, bajo la amenaza del revólver, a palpar mi sujeta cuello, cuando… yo le había recomendado, no obstante, no sacudir el arma de aquella manera; Bartlett, su ayuda de cámara, lo mismo. Los cartuchos no estaban cargados con bala, naturalmente, pero el taco puede muy bien arrancar el ojo de un hombre, si le alcanza el rostro. Habrá usted observado que se trata de un revólver de percusión particularmente sensible, que respondía, en una palabra, a las necesidades de su primer propietario, un bandolero perseguido por la policía; este viejo Remington dispara hasta si se le mira de reojo, ésa es la verdad. El brazo de Vance tropezó con una lámpara, durante su parrafada, y su dedo estaba sobre el gatillo, por supuesto… El taco del cartucho me erró, pero pulverizó un vaso de cocktail que Bartlett se disponía a llenar. Nuestras armas modernas no son tan sensibles, a Dios gracias. Pero los accidentes causados por los viejos modelos resultan incontables. Sabe usted ahora tanto como yo. — ¡Qué imprudencia! —Exclamó Masters—. Servirse, para «jugar al Crimen», de un arma susceptible de ocasionar un serio accidente… No lo felicito por haber accedido al deseo del señor Keating, señor Gardner.

—¿Por quién me toma usted? —preguntó este último—. Tengo más sentido común que todo eso. Trate de descargar ahora el Remington, y comprenderá. Es necesario armarlos antes de tirar. A nadie se le ocurre, en nuestros días… salvo Vance, empero. Bartlett y yo le gritamos, precisamente, que tuviera cuidado, porque había armado este maldito revólver. Vance nunca ha hecho otra cosa que… ¡Hum! Perdón, Francés. He ahí por qué, al enterarme del crimen verdadero, encaré la posibilidad de otro accidente, inspector. Hasta llegué a pensar en una torpeza de parte de Vance, porque nadie podía tenerle ojeriza. Pero descarté la hipótesis de un accidente, o de un error, al descubrir que dos disparos habían sido efectuados. Una descarga involuntaria, con un revólver armado, sí. Pero fue preciso armar el gatillo entre los dos tiros; nos encontrábamos, pues, en presencia de un crimen.

El hecho de que el asesino hubiese armado dos veces consecutivas su revólver, hacía su gesto más odioso aún, parecía. Pollard miró a la asistencia. Francés Gale estaba más rosada que de costumbre desde el principio de la conversación; había esbozado el gesto de levantarse, pero Sir Henry la retuvo. A despecho de su evidente nerviosidad, Philip Keating parecía aliviado de un gran peso. Benjamín Soar fumaba un cigarrillo, enviando hacia el techo, espesas nubes de humo.

—Si su explicación es verídica, y admito que se precisaría ser idiota para arriesgarse a sufrir el desmentido de los otros dos testigos, la escena del lunes queda reducida a sus justas proporciones —dijo el inspector a Gardner—. Pero ¿a qué nos conduce esto?

—¡Bondad divina! —Exclamó Sir Henry con una energía súbita—. ¿Cree usted, por ventura, que no hemos hecho más que despejar un trozo de terreno? No, querido, la deposición del señor Gardner es el «faro» que ilumina todo el caso.

—¿Me autorizan a formular una pregunta a mi turno? —Inquirió Gardner—. ¿Cómo ha podido llegarles una versión tan errónea del incidente del lunes a la noche? De parte de Bartlett o de Hawkins era de esperarse indiscreciones; pero estaban presentes y…

—Bartlett y Hawkins están fuera de cuestión —interrumpió Sir Henry—. El informe provenía del señor Philip Keating. También él fue testigo (hasta cierto punto) de la escena.

Philip se adelantó; sentíasele animado del deseo de arreglar las cosas.

—Ron, mi viejo, le debo excusas —comenzó—. Usted comprenderá, estoy seguro, que no obré con ninguna mala intención respecto a usted. Pero la ley es la ley, ¿no? Un hombre está obligado a decir a la policía lo que sabe; de lo contrario, ¿qué sería de la sociedad?

Gardner pestañeó.

—¿Nos vio usted? Poco importa la suerte de la sociedad. ¿Dónde diablo estaba?

—En la galería, viejito. Los vi apenas y no los oí muy bien. Pero ¿cómo podía sospechar que ensayaban ustedes sus papeles de asesino y de detective? Hubiera debido entrar, evidentemente. Mas, pensé que sobraban ustedes tres para dominar a Vance, que se tornaba peligroso…

—No se disculpe, hombre, que no hay ningún mal en ello…

Gardner contempló con ojos divertidos a Philip, antes de romper a reír.

—¡Pero ahora que caigo! Es ésta la explicación de su aire misterioso en casa de los Derwent, la noche del martes, y la causa de…

Miró a Francés Gale, que desvió los ojos.

—Volvamos a nuestro asunto, joven —intervino Sir Henry—. ¿Qué hicieron ustedes el lunes por la noche, terminado el ensayo de su golpe teatral?

—Vance estaba de muy buen humor… nos pescamos una borrachera, para no ocultarle nada.

—Qué repugnante —dijo Francés Gale.

—Incontestablemente —asintió Gardner.

—Keating estaba de muy buen humor, dice usted —insistió Sir Henry—. ¿Se regocijaba con la idea de brillar al día siguiente en el domicilio de los Derwent? Esa disposición de espíritu aparece corroborada por Derwent, que vio a Keating a la mañana siguiente… La ronda ha terminado, Masters. Hemos vuelto a nuestro punto de partida, a la vieja cuestión que permanece sin respuesta: ¿Por qué Keating renunció de pronto al Murder Party del martes a la noche? La importancia de esta pregunta aumenta a cada segundo. Masters, Keating se relamía por anticipado con la perspectiva de esa reunión, en la que pensaba obtener todo un éxito, cuidadosamente preparado. Sin embargo, cambió de opinión entre la visita de Derwent v la llamada telefónica de la señorita Gale. ¿Por qué? Créame, Masters, la identificación de la persona que se alzó con el revólver es cosa secundaria. El escenario se ha desplazado. Necesito, actualmente, un informe detallado de las idas y venidas, conversaciones y entrevistas de Keating en el curso de la jornada del martes. Cuento mucho con su ayuda de cámara para este objeto. Pero, entre tanto, ¿alguno de ustedes vio a Keating el martes, señores?

Gardner fue el primero en responder a la pregunta, que tanto se dirigía a Philip y a Soar, como a él:

—No. En cambio, lo vi ayer, miércoles, dos horas antes de su muerte. Vance me recibió abajo, en su departamento.

Philip Keating tomó después la palabra:

—Telefoneé dos veces a Vance, desde mi oficina, el miércoles por la mañana y por la tarde. Pero no lo vi en todo el martes.

Sir Henry volvió la cabeza hacia Soar, no sin dificultad; su almidonado cuello le impedía los movimientos.

—¿Y usted, mi joven amigo? —preguntó.

Soar aplastó su cigarrillo en el cenicero; luego cruzó los brazos y sonrió, respondiendo:

—Tengo la impresión de eme este interrogatorio se dirige a mí. No, créame, no busco en absoluto un subterfugio. Estoy perplejo, nada más.

—Va usted a comprender, joven. Hemos encontrado tres indicios materiales en el asesinato de Keating.

—Del mismo modo que el proyecto del juego al Crimen comportaba un indicio material —concluyó Soar.

—Sí. Ha captado usted la relación que se impone, tanto más, cuanto que ninguno de los tres indicios en cuestión significa gran cosa, a primera vista; son: una cigarrera, un sombrero caído del cielo y esto… Páseme la valija, Masters.

Obedeció el inspector, y Sir Henry abrió la valija y extendió sobre sus rodillas el tapete milanés de plumas de pavo real tejidas en oro, de una belleza deslumbradora en aquella austera decoración.

—Los mismos periódicos le habrían informado que las tazas estaban dispuestas sobre este tapete —prosiguió Sir Henry—. En el transcurso de una conversación que sostuve con él ayer noche, Derwent me dijo que Keating le había comprado este precioso objeto la víspera de su muerte, y con el mayor misterio, señor Soar. Jem Derwent declara saber el hecho por usted, y lo conozco bastante para saber que no ha podido edificar toda una mentira. Pero me ha parecido advertir en él una reticencia mezclada de turbación… Haga el favor de darme algunos detalles respecto a esa transacción secreta.