CAPÍTULO XVI
ASAMBLEA DE SOSPECHOSOS
El voluminoso cántaro azul de múltiples picos dominaba la escena: todos lo rodearon, con excepción de Sir Henry, que parecía clavado en su sillón.
—¿No cree usted que era una mujer? —le preguntó Masters.
—¿En quién piensan nuestros amigos en este momento? —respondió Sir Henry.
Derwent se volvió bruscamente hacia él.
—Cada vez que hablan de una mujer, en el curso de esta investigación, compruebo que es mi esposa el objeto de las alusiones. Cosa absurda —declaró.
—¿Y usted, mi joven amigo?
Directamente interpelado, Soar alzó el cántaro, que dejó caer ruidosamente sobre la mesa, antes de responder:
—¿Yo? Me importa un rábano de todo, al presente… salvo conocer mi posición exacta con respecto a la policía.
—Es sumamente difícil —declaró Masters, en tono sombrío—. Complicidad retrospectiva en el caso Dartley, reconocida ante testigos, tal es el primer cargo contra usted.
—¡Complicidad retrospectiva! ¡Viva la ley! —exclamó Soar—. ¿Consentirá en creerme si le repito que mi padre me puso al corriente una hora antes de su muerte? ¿Pueden censurarme que no me haya precipitado a Scotland Yard para decir: «Admiren mi celo cívico, he aquí los hechos. Ahora, ahorquen a un muerto y arruínenme»? Únicamente un loco habría hablado en un caso semejante.
—Nada nos obliga a creerle bajo su palabra, señor Soar —arrojó el inspector—. ¿Puede probar que su padre aguardó su última hora para confesarle su crimen?
Un brillo de esperanza se reflejó en el terroso semblante de Soar.
—Sí, puedo probarlo. Mi padre dejó una confesión escrita que se halla en este cántaro. Estoy a su disposición para abrirlo delante de usted. Pero ¿Derwent se contentará con esta prueba, aun en el caso de que la policía se dé por satisfecha?
El escribano había sido presa de un ligero temblor cuando la confesión de Soar acerca del caso Dartley; procuró desde entonces vanamente luchar contra aquella reacción nerviosa, y Pollard vio de súbito frente a sí a un hombre de más de sesenta años… Sí, Derwent era un viejo. Respondió con una voz quebrada que sorprendió a sus oyentes:
—¿Por qué me atribuyen siempre las peores intenciones? No le deseo ningún mal, Soar. No intento enviar a nadie a prisión; me esfuerzo solamente en limpiarme de toda sospecha concerniente al asesinato de Dartley. Poco me importa lo que la policía piense de unos y de otros, una vez que reconoce definitivamente mi inocencia. En cuanto a la muerte del pobre Keating, la deploro sinceramente, pero no tengo nada que temer de ese lado. Tengo, por fortuna…
—Una coartada —concluyó Soar en tono más amistoso, aunque muy fatigado—. Sí, su señora dispone de una coartada, y usted también. Conclusión: quedo como el único candidato en ambos casos. Aun si la policía no retiene el cargo de complicidad retrospectiva en el asunto Dartley, nada prueba que no me acusará del asesinato de Keating.
Soar tuvo una inspiración repentina.
—… En realidad, dispongo quizá de un medio de convencerlo de mi inocencia, inspector. En su lugar, yo no esperaría un segundo más para hacer registrar la casa.
—Abrigaba esa intención —asintió Masters—. Pero ¿puedo conocer la causa de este súbito apresuramiento?
—Hela aquí. Una de dos: o miente usted o puede establecer mi inocencia. Afirma usted que una tercera persona se hallaba bajo este techo cuando llegó. Según sus afirmaciones, se introdujo por la puerta de servicio a las veinte y cuarto…
—Estamos seguros de ese hecho —interrumpió Masters.
—La mayor prudencia se impone en ese caso. El asesino de Keating está preso en la trampa.
—¡Tonterías! —intervino Derwent—. Nos encontramos solos en la casa. ¿Por qué el criminal habría venido aquí?
—Porque usted lo ha atraído, por desgracia —suspiró Soar—. No previo usted todos los resultados de su treta al convocar a la policía a una reunión de «Las Diez Tazas de Té», Derwent. Este mensaje cayó bajo los ojos del asesino y lo intrigó vivamente… Nuestro hombre se dirigió a la dirección indicada para ver lo que ocurría. ¿Qué dice usted, Sir Henry?
—Es una posibilidad —convino Merrivale—. Acaba de ocurrírsele, ¿no?
—¿Por qué pregunta usted eso?
—¡Hum! Dudo que haya usted demolido la leyenda de «Las Diez Tazas de Té» delante de la puerta que ha quedado abierta, si hubiese temido que lo oyera el asesino, apostado en la sombra, el oído tenso y el dedo en el disparador de su revólver. He sido el primero en sostener que necesitábamos poner el caso Dartley en claro antes de revisar la casa; pero confieso que desde hace diez minutos siento la carne de gallina. ¡Brrr!
—No comparto sus inquietudes —respondió el otro con una triste sonrisa—. Parece usted olvidar que nuestro asesino tiene el don de aparecer y desaparecer a voluntad. Quizá haya partido. Quizá aguarda la hora H para mostrarse. Pero si verdaderamente espera brindarnos una pequeña representación, esta noche, sería el momento, o nunca, de surgir.
Un golpe aplicado con el llamador resonó en aquel instante en el hall de entrada.
Todos los corazones latieron más a prisa; el continuo martilleo dominó el ruido de la lluvia azotando los vidrios.
—No son nuestros hombres —observó el inspector—. Tienen orden de esperar un toque de silbato o una señal luminosa para moverse. Vaya a abrir, Bob. Tome esta lámpara eléctrica. Introduzca a quienquiera que sea el que golpee y tráigalo aquí. Pero no deje_ salir a nadie. Vuelva después a la puerta a dar la señal convenida con Wright y Banks: dos destellos luminosos seguidos de uno más corto. Corra.
El débil resplandor que caía de una ventana en forma de abanico situada encima de la puerta, era la única luz que desgarraba la obscuridad del hall. Pollard distinguió la escalera a su derecha; un apagado tic-tac, a su izquierda, ponía una nota familiar en aquella casa sumariamente instalada. El sargento iluminó el cuadrante de un reloj antiguo, cuyas agujas señalaban las veintiuna y cinco. Después abrió la puerta.
El rojo farol trasero de un taxi se alejaba en Lancaster Mews. Una mujer envuelta en una capa de terciopelo blanco se hallaba en el umbral de la puerta, su ancho moño dorado luciendo bajo su nuca. El halo de un farol y la plateada madeja de la lluvia servían de fondo a aquella aparición digna de tentar el pincel de un Rubens.
—¿Es aquí dónde vive el señor Benjamín Soar? —preguntó la hermosa rubia con armoniosa voz.
—Sí. señora.
—Soy la esposa de Jeremy Derwent. ¿Mi marido está aquí?
—Sí, señora. Sírvase seguirme.
Observó a Pollard, con la cabeza ligeramente inclinada sobre un hombro.
—¡Qué singular mayordomo! Es usted, ciertamente, el joven sargento de policía que tanto insistió en verme esta tarde… En tales condiciones, no tengo necesidad de entrar. Si…
—Su taxi ha partido —interrumpió Pollard, cuando ella se volvía—. Está usted empapada…
La tomó del brazo.
—… No tema, señora de Derwent. Le advierto, además, que es inútil gritar esta vez. Sólo nuestros hombres la oirían.
La señora de Derwent rió, y el sargento se hizo a un lado para darle paso; después la siguió hasta la puerta de la biblioteca, indicándole el camino con su lámpara eléctrica. No se volvió la mujer. Sin buscar la razón de su venida, Pollard se regocijaba interiormente de ver a Janet Derwent y a Sir Henry Merrivale uno frente al otro.
—La señora de Derwent, jefe —anunció en la puerta de la biblioteca.
¡Pobre Pollard! A despecho de su vivo deseo de asistir a la entrada sensacional de la esposa del escribano, debió regresar inmediatamente a la puerta de Lancaster Mews para ejecutar las órdenes de Masters. Dos detectives surgieron de la sombra en respuesta a la señal luminosa. Pollard tornó a cerrar la puerta tras ellos; conocía personalmente al sargento Banks, y de reputación al detective Wright.
Banks se llevó aparte al sargento y le sopló:
—¿Qué pasa? Acabo de hacer una ronda y…
Pollard lo interrumpió. El tic tac del reloj cubría sus murmullos.
—¿Alguien trató de salir de aquí desde que entramos?
—No. Acabo de hacer una ronda, como le decía, y no había visto hace mucho tiempo tamaña concentración de fuerzas policiales. ¡Brrr! ¿Se puede fumar, al menos? ¿Sabía usted que el patrón ha hecho vigilar desde esta mañana a todas las personas complicadas en el caso? Perfectamente. Pues la mayor parte de ellas se encuentran actualmente aquí o en las vecindades. Acabamos de descubrir que Derwent y Soar están bajo este techo, lo mismo que una mujer que tiene todas las trazas de ser la señora de Derwent.
—Los Derwent y Soar están aquí, sí. Pero ¿quién era el tercer individuo que se introdujo por la puerta de servicio a las veinte y cuarto?
—No sé nada, y nadie me ha podido informar —respondió Banks—. ¿Conoce a un tal Gardner?
—¿Está igualmente en la casa?
—No. No adivinará jamás dónde se halla. Está sentado sobre una pared, con el agente Mitchell. Ese Gardner es un malandrín; no tardó en notar que era seguido, y le ha hecho pasar un día infernal a Mitchell; visita detallada a la Torre de Londres; de ahí a San Pablo, con ascensión del millón de peldaños que conducen a la cúpula; regreso en autobús a Westminster Abbey y así sucesivamente hasta la caída de la noche. Por último, nuestro majadero condujo aquí a su seguidor, se dejó atrapar y le dijo: «Le he procurado una jornada interesante e instructiva, mi amigo. Pero los dos tenemos ahora necesidad de descanso. Sentémonos y asistamos a los acontecimientos»… En fin, se sentaron en lo alto de la pared del jardín de enfrente, debajo de un árbol, fumando cigarrillos y hablando de armas de fuego. Le repito mi pregunta: ¿Qué pasa aquí?
—Dios lo sabe. Y Philip Keating, ¿qué se ha hecho?
—No se ha acercado por aquí, que yo sepa.
—En ese caso, ¿cuál es el tercer individuo oculto en esta casa? ¿Está usted seguro que entró y no ha salido?
—Seguro. Ignoro su identidad, que no es asunto de mi incumbencia. Me encargaron…
—Sí, olvidaba. Espéreme. Voy a anunciarlo al inspector en jefe.
Derwent había dado su sillón a su mujer; bajo la capa, echada hacia atrás, distinguíase un traje plateado de amplio escote, hombros admirables y un níveo brazo, al que ceñía una pulsera de diamantes. El escribano se mantenía de pie, detrás de su mujer. Pollard hizo su relación a Masters en medio de un silencio general, apenas turbado por la conversación en voz baja de los dos agentes que permanecían en el hall.
Masters salió a impartirles órdenes:
—Alguien se oculta bajo este techo. Hállenlo, muerto o vivo. Registren la casa de uno a otro extremo. Si vive, debe andar armado; de modo que ojo… No, quédese, Bob. Lo necesito para estenografiar las respuestas de la hermosa Janet.
El inspector cerró la puerta con inaudita violencia. Luego se cuadró frente a la señora de Derwent preguntándole:
—¿Continúa negándose a decirme por qué ha venido aquí esta noche, señora?
—¡Qué injusticia, querido señor Masters! —respondió ella con una dulzura melodiosa—. Debiera usted saber, después de nuestra jira de anoche, que los deseos de un representante de la policía son órdenes para mí. Recuerde lo…
La voz de Masters se endureció.
—Basta, señora. La broma ha durado demasiado. Ha venido usted aquí por su propia voluntad; tanto peor para usted. No la soltaremos hasta que no haya respondido a un cierto número de preguntas.
—Jeremy, querido…
—¿Sí? —respondió Derwent.
—¿Tiene derecho a hablarme así?
—No, mi querida amiga.
—¿Vas a permitir que continúe?
—Sí, mi querida amiga.
La señora de Derwent miró a los tres hombres a hurtadillas; después suspiró:
—Estoy, pues, condenada a dejarme maltratar, ya que no hay nadie que me defienda. La suerte se vuelve en mi contra, decididamente. He venido por deber, por velar sobre mi marido, y…
—¿Ha venido usted aquí para velar sobre el señor Derwent?
—¡Naturalmente, vaya!…
Levantó el brazo para tomar la mano de Derwent, apoyada en el respaldo de su sillón.
—¿Por qué otro motivo habría de venir? Estaba decidida a callarle los secretos de nuestro hogar… pero hablaré, puesto que usted me obliga. Las órdenes del médico son formales; el pobre Jeremy ya no es joven, y se encuentra sujeto por momentos a…
Derwent la interrumpió con voz nuevamente firme. Pasado el instante de desfallecimiento, volvía a mostrarse perfectamente dueño de sí.
—Explícate, Janet. ¿Cuál es tu diagnóstico respecto a mí? ¿Debilidad de espíritu? ¿Chochez? ¿Demencia?
—¡No digas tonterías, querido!…
Se volvió para mirar a su marido; disparó después una última flecha, destinada a establecer definitivamente su superioridad sobre él.
—Pero, el papel de una buena esposa ¿no es, acaso, el de velar sobre su viejo marido como sobre un niño?
—¡Ah! —dijo Masters, desconcertado por tanta audacia. La señora de Derwent se encaró otra vez con él.
—He aquí por qué le suplico no creerle si le escribe a usted que es el presidente de una sociedad secreta llamada «Las Diez Tazas de Té», inspector. Cuentan cosas abominables de las mujeres que forman parte… Me ruborizo nada más que de pensar. O si le cree con preferencia a mí, estoy segura que tomará su edad en consideración… ¿Me lo promete, querido señor Masters?
El inspector escuchó un instante a Banks y a Wright marchar por el primer piso. Los pasos se acercaban: se alejaban, dejaba de oírseles… ¡Ah! Ahora volvían. Pollard seguía con el pensamiento las pesquisas de los dos policías, que no podían resultar completamente infructuosas; sentado en su sillón predilecto, fuera del rayo luminoso de la lámpara, Soar manifestaba una creciente nerviosidad. Sir Henry permanecía impasible como una estatua.
—Su marido no está aún en el banquillo de los acusados, señora —respondió al fin el inspector—. ¿Cómo descubrió usted la existencia del billete que ha dirigido a la policía?
—Lo leí, sencillamente.
—¿El señor Derwent se lo mostró, señora?
—¡Qué tontería!…
Sonrió.
—… Al regresar anoche de la entrevista de que guardamos ahora tan buen recuerdo, vi esa famosa carta que Jeremy había confiado a nuestra criada, recomendándole que la echara al correo antes del primer servicio del día siguiente. El sobre llevaba la dirección de Sir Henry Merrivale; estaba imperfectamente pegado… Aproveché para asegurarme de que mi querido esposo no se había culpado inconsiderablemente. ¿Le molesta esto? Si se detuviese a todas las mujeres culpables de leer la correspondencia de sus maridos, habría que construir numerosas prisiones en Inglaterra, querido señor Masters. ¿Su esposa respeta la suya?
—Mi mujer no entra en este asunto, señora. ¿Qué le hizo temer que el señor Derwent se hubiese «culpado inconsideradamente»?
La señora de Derwent volvió a tomar la mano de su marido.
—Su insistencia de usted a propósito de «Las Diez Tazas de Té», inspector…
—¡Ah! A eso iba, precisamente. Acaba usted de decirnos que ciertos rumores fastidiosos concernientes a una sociedad de ese nombre habían llegado a sus oídos; ¿qué sabe con exactitud? Los testigos acecharon la trampa en silencio.
—¡Vamos, querido señor Masters! —protestó la señora de Derwent, mirándolo bien de frente—. Usted sabe que esa famosa sociedad jamás ha existido.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Nadie me lo ha dicho. Pero todos los medios le son buenos a usted para inducirme a hablar de «Las Diez Tazas de Té» como de una sociedad realmente existente. Luego, es un mito. Cese de molestarme con eso, haga el favor. No he oído hablar sino a usted de «Las Diez Tazas de Té», se lo juro.
El inspector jugó su última carta.
—Sabemos que el tapete de oro extendido sobre la mesa cerca de la cual fue abatido el señor Keating, le fue entregado la víspera, señora de Derwent. ¿Cómo puede explicar este hecho? Ante todo, ¿recibió usted ese tapete, sí o no?
«¿Por qué Sir Henry no entra en liza?», pensó Pollard, mientras la señora de Derwent observaba a Masters por entre sus pestañas. Por encima de sus cabezas, las búsquedas continuaban.
—¿Reconoce haber recibido ese tapete, señora de Derwent? —insistió el inspector.
—Sí, naturalmente.
—¿Quién se lo envió?
—Él pobre Vance Keating, la víspera de su muerte.
—Sabemos que es falso.
Una expresión de sorpresa mezclada de inquietud se pintó en aquel hermoso rostro habitualmente impasible.
—¿Cómo? Diríjase a otros y no a mí, en ese caso. ¿El secretario del señor Soar me ha mentido, entonces, indignamente, a menos que sea Arabela, mi camarera? Me entregaron el tapete de parte del pobre Vance… y lo creí. ¿Qué de más natural?
—El paquete le fue entregado en manos propias, lo sabemos. Pero ¿qué hizo usted del tapete, después?
—¿Usted no conoce su valor, me parece? Una mujer honesta, digna de este nombre, no puede aceptar un presente de ese precio de otro hombre que su marido. Resolví inmediatamente rechazar ese regalo demasiado costoso y di el tapete a mi esposo, rogándole que lo guardase en su caja de caudales en espera de devolvérselo a Vance…
Volvió la cabeza para mirar a su marido; simultáneamente, oprimió su mano, que seguía estando en la suya.
—… Supongo que lo hiciste así, pues no he vuelto a verlo después. Guardaste el tapete en la caja de caudales, ¿no, querido?
Los ojos del inspector fueron del uno al otro.
—Bien jugado —dijo con una risa breve—. Pero temo que sea difícil obtener la confirmación de su marido, señora de Derwent.
—¿Lo guardaste, querido?
—Sí —respondió Derwent.
Un golpe aplicado en la puerta produjo una interrupción. El sargento Banks asomó la cabeza por la rendija.
—Disculpe, jefe. ¿Puede salir un momento? No me permitiría molestarlo sin un motivo serio.
Era preciso aquella seguridad para arrancar al inspector en jefe de la pieza, en los instantes más dramáticos de su interrogatorio. Masters salió al hall, seguido de Pollard, que cerró la puerta.
El sargento Banks sostenía una poderosa lámpara eléctrica en una mano y un diario arrugado, formando una bola, en la palma de la otra. Iluminó su contenido: un revólver de calibre treinta y dos, un par de guantes de hombre, de color blanco, manchados, y un puñal de ocho pulgadas aproximadamente, de hoja de doble filo, con guarda de plata y mango de ébano. Alguien había querido evidentemente limpiar la hoja en el diario, pero estaba ensangrentada hasta la guarda.
—Utilizaron esta arma en el curso de la hora transcurrida —dijo Masters—. ¿Dónde la halló?
—Todo lo encontré envuelto en este diario, en el primer piso, sobre el estante de un armario —respondió Banks—. Lo más notable es que registramos minuciosamente la casa, Wright y yo, sin descubrir a nadie.