CAPÍTULO XIII

>UN DOCUMENTO IMPORTANTE

Esa misma noche, a las diecinueve, en el autobús que lo llevaba hacia el restaurante donde debía comer con Sir Henry y Masters, Pollard sacó de su bolsillo el proceso verbal de la deposición de Alfred Edward Bartlett, ayuda de cámara de Keating. El sargento lo había leído ya y releído; pero estaba decidido a recomenzar tantas veces como le fuera necesario para comprender el comentario de Sir Henry al respecto. ¿No había éste declarado que, a despecho de su aparente trivialidad, indicaba aquel testimonio la resolución del problema?

Pollard tornó a ver a Bartlett respondiendo al interrogatorio que Merrivale y Masters le hicieron sufrir en Lincoln Mansions, al principiar la tarde. A Alfred Bartlett, con su nariz aguileña, sus cabellos canosos, su aire tranquilo, y dueño de sí… La primera parte de su declaración, corroborada por W. S. Harwkins, el maître d’hotel, confirmó la explicación suministrada por Gardner acerca del incidente del lunes a la noche. De pie, cruzadas sus anchas manos blancas, Bartlett respondió con voz reposada y sin manifestar la menor nerviosidad, contrariamente a la actitud habitual al día siguiente de un crimen. Pollard se enfrascó en su lectura.

P. (de Masters): En resumen, declara usted que el disparo partió accidentalmente cuando el brazo del señor Keating chocó con la lámpara, y que el taco del cartucho sin bala rompió un vaso, sobre la bandeja que llevaba usted. ¿Es así?

R.: Sí. El proyectil rompió el vaso a menos de una pulgada de mi mano. Del sobresalto, dejé caer la bandeja sobre la mesa.

P.: ¿A qué distancia estaba usted del señor Keating, en ese momento?

R.: A seis o siete pies, aproximadamente.

P.: ¿Podía usted ver la puerta de la galería desde su sitio?

R.: Sí. Pero no miraba hacia ese lado.

P.: ¿No vio usted, entonces, al señor Philip Keating?

R.: No.

P.: ¿Qué hicieron el señor Vance Keating y el señor Gardner después de ese incidente?

R.: Se pusieron a cenar. Concluyeron la velada charlando y bebiendo.

P.: ¿Bebieron mucho?

R.: Sí.

P.: ¿Estaba usted con ellos?

R.: Sí. El señor Keating me había ordenado permanecer. He sido barman y conozco todas las preparaciones de cocktail.

P.: ¿El señor Keating habló de las diez tazas de té o de una cita para el miércoles?

R.: No, pues de lo contrario yo lo habría advertido sin duda.

P.: ¿El señor Gardner y él hablaron de las personas pertenecientes a su grupo?

R.: Sí. Pero permaneciendo en un terreno superficial.

P.: ¿El señor Keating parecía estar en buenos términos con esas diversas personas?

R.: En excelentes términos. En un momento dado, quiso llamar a la señora de Derwent por teléfono, pero se lo impedimos porque era ya la una y media.

P.: ¿Habló mucho de la señora Derwent?

R.: No más que de costumbre.

P.: ¡Vamos, Bartlett, nada de subterfugios, haga el favor! ¿Qué dijo el señor Keating de la señora de Derwent?

R.: Que se acostaría con ella, de grado o por fuerza, y antes de lo que pudiera pensarse.

P.: ¿Qué respondió el señor Gardner?

K.: «Muy bonito. Aprovecha ahora que puedes; pero harás bien en moderarte cuando estés casado». «Bien, bien», rezongó el señor Keating. Luego se estrecharon cinco o seis veces la mano y brindaron para sellar la reconciliación.

P.: ¿Está usted seguro de haber oído todas las palabras del señor Keating y del señor Gardner?

R.: Sí. Me quedé hasta la partida del señor Gardner, que rehusó tomar el ascensor para descender. Pero como las escaleras son fatales para los ebrios, el señor Keating resolvió acompañarlo. Seguí a los señores, temiendo que no llegasen abajo o que se pusieran a cantar.

P.: Hábleme del día siguiente. ¿El señor Keating recibió cartas, llamadas telefónicas o visitas el martes por la mañana?

R.: El primer correo no trajo ninguna carta. P.: ¿A qué hora se levantó el señor Keating? R.: Se despertó a las diez; pero se quedó en la cama, la cabeza envuelta en una toalla mojada, hasta eso de las trece. El señor Derwent vino a verlo a las once y minutos; lo recibió en su cuarto.

P.: ¿El señor Derwent venía a menudo?

R.: No, era su primera visita, que yo sepa.

P.: ¿De que hablaron esos señores?

R.: Lo ignoro. La puerta de la pieza del señor Keating estaba cerrada, de modo que no oí una palabra de la conversación.

P.: ¿La entrevista fue amistosa hasta donde le es posible juzgar?

R.: Tengo esa impresión. El señor Derwent ofrecía un aire muy natural al salir de esa visita; el señor Keating lo mismo.

P.: ¿El señor Keating recibió otras visitas en el curso del día?

R.: No. El señor Soar telefoneó a eso de las catorce, respecto a un tapete de oro, he creído comprender.

«Acerca de este punto, el testimonio del ayuda de cámara confirma el de Soar», pensó Pollard. Bartlett asegura que su patrón jamás pidió el objeto de referencia, y que no llamó a Soar a las trece. El testimonio echa un gran peso en favor del anticuario en la balanza.

P.: ¿El señor Keating hizo reflexiones acerca de ese malentendido?

R.: Mostraba bastante descontento, pero se abstuvo de todo comentario.

P.: ¿Qué ocurrió después?

R.: El señor Keating tomó un baño de vapor. Le pregunté entonces qué traje habría de prepararle para la velada. «Ninguno —me respondió—. No saldré».

P. (de Sir Henry): ¿Esa decisión lo sorprendió a usted?

R.: Vivamente.

P.: ¿A qué atribuyó ese cambio de proyecto?

R.: A la dificultad sobrevenida con el señor Soar con motivo del tapete. No era sino una hipótesis, naturalmente, y no procuré saber más, pues los asuntos personales de mi patrón no me atañen.

P. (nuevamente de Masters): ¿El señor Keating recibió otras llamadas telefónicas ese día?

R.: La señorita Gale lo llamó a eso de las diecisiete. Pero me hallaba en la cocina en ese instante, y no oí una palabra de su conversación.

P.: ¿Cómo pasó su patrón la velada?

R.: En su casa. Me había enviado a comprar una media docena de novelas policiales, y leyó mientras escuchaba la radio.

P.: ¿Era casero, habitualmente?

R.: No. Pero le ocurría de vez en cuando pasar una velada en su casa.

P.: Llegamos al miércoles… el día del crimen. ¿El señor Keating recibió cartas esa mañana?

R.: Sí. Recibió una que pareció agitarle muchísimo.

P.: ¿La leyó usted?

R.: No, naturalmente. Pero contenía dos llaves.

P.: ¡Ah! ¿Cree usted que serían las del 4, Berwick Terrace?

R.: Ahora sí. Pero esto no me concierne.

P.: ¿En qué empleó el señor Keating esa mañana?

R.: No permaneció un segundo en el mismo sitio; a mediodía anunció su intención de salir. Cuando se iba…

P.: Un momento, haga el favor. Fíjese en este sombrero gris que lleva el nombre: «Philip Keating» en su interior. ¿El señor Vance Keating lo llevaba al salir el miércoles por la tarde?

R.: No. Este sombrero no le pertenecía.

P.: ¿Qué sombrero llevaba, entonces?

R.: Ninguno. Casi siempre salía en cabeza.

Aquí, una viva discusión había estallado; Pollard recordaba cada detalle de la escena. El interrogatorio de Bartlett tuvo lugar en el salón de Philip Keating, los otros testigos fueron excluidos. Pero llamaron a Philip, lo mismo que al portero del inmueble, para asistir a esta parte de la deposición del ayuda de cámara. El portero declaró que Vance Keating, tocado con un sombrero gris, salió a eso del mediodía, el miércoles. Mas Bartlett mantuvo a pesar de ello sus afirmaciones: Keating había abandonado su departamento con la cabeza descubierta.

P.: ¿El señor Keating pudo tomar ese sombrero en alguna parte, entre el instante en que salió de su casa y aquél en que atravesó el hall?

R.: Es posible. Pero yo no estoy al corriente de nada. Tenía la cabeza al aire cuando me dejó. Quienes dijeran lo contrario, mentirían.

P.: ¿Habrá tomado el sombrero aquí, en el departamento del señor Philip Keating?

Philip Keating: No, no y no. Le repito: jamás he visto antes de esta mañana ese maldito sombrero.

P.: ¿Estaba usted en su departamento el miércoles por la mañana?

Philip Keating: No. Estaba en mi oficina, como todo agente de cambio que se respeta.

El interrogatorio de Bartlett continuó después de la partida de Philip Keating.

P.: Sabemos que el señor Keating se trasladó al número 4, Berwick Terrace, al principiar la tarde del miércoles, y que volvió después aquí en taxi, alrededor de las quince. No se quedó más que un instante; ¿cuál era el objeto de esta corta aparición en su casa?

R.: Lo ignoro. Acostumbrado como estaba yo a verlo entrar y salir a todo escape, no me sorprendió en absoluto.

P.: ¿Qué hizo al llegar aquí?

R.: Ganó su cuarto, cuya puerta cerró. Permaneció algunos segundos solamente e ignoro lo que ha hecho en ese breve instante.

P.: ¿Llevaba el famoso sombrero en esos momentos?

R.: Sí. No estaba muy atractivo que digamos y el señor Gardner se asombró. «¿De dónde desenterraste ese casco?», le preguntó al señor Keating.

P.: ¿El señor Gardner? ¿Estaba allí?

R.: Sí. Había llegado unos minutos antes de la vuelta del señor Keating, cuya ausencia lo sorprendió muchísimo, la víspera por la noche. Venía a preguntarle la causa, parece.

P.: ¿Qué le respondió el señor Keating respecto al sombrero?

R.: Una broma… no entendí bien.

R.: Repítala.

R.: El señor Keating declaró que el sombrero poseía un poder mágico. Añadió: «Tengo que volver a salir. Espérame aquí, que te traeré una noticia sensacional». Salió, dichas estas palabras.

P.: ¿El señor Gardner lo esperó?

R.: Lo esperó hasta las dieciséis y cuarenta aproximadamente. Luego perdió la paciencia y se marchó.

P.: ¿Ocurrió algo durante la aparición del señor Keating en su casa?

R.: No. Se quedó menos de cinco minutos, en total… ¡Oh! ¡Olvidaba! El señor Philip Keating llamó por teléfono; pero mi patrón le dijo que no tenía tiempo de escucharlo. Estos señores cambiaron algunas palabras bastante vivas; como les pasaba algunas veces.

P.: ¿Bastante vivas? ¿Por qué?

R.: Tengo la impresión de que el señor Philip quería pedirle dinero prestado a su primo. Ya había telefoneado una vez en el curso de la mañana.

P.: ¿Puede explicarme cómo un sombrero de serie, por el que se pagaron quince chelines y seis peniques en lo de France Sons, podía poseer un poder mágico?

R.: No. Estoy persuadido, por mi parte, que se trataba de un sombrero ordinario. Me he limitado a repetirle las palabras del señor Keating, nada más.

Pollard llegó a su destino. Continuaba lloviendo a mares, lo que no contribuía a reanimar la moral del sargento, descorazonado por un día de infructuosas pesquisas. El problema referente a la brusca negativa de Keating de asistir al Murder Party, permanecía en pie, al igual que el del sombrero sin dueño. Interrogado a su vez, el portero había confirmado en un punto el testimonio de Bartlett: Gardner abandonó efectivamente el departamento de Keating a eso de las dieciséis y cuarenta, el miércoles. El trayecto de Lincoln Mansions a Berwick Terrace podía efectuarse en veinte minutos por el subterráneo (a condición de ser favorecido por una suerte excepcional a cada cambio de línea), de modo que quizá le había sido posible a Gardner hallarse a las diecisiete en el lugar del crimen. Ninguna incógnita se había solucionado, ningún sospechoso había sido suprimido de la lista negra… Era verdaderamente cosa de sentirse desanimado.

Sir Henry y Masters esperaban a Pollard en un saloncito particular del Green Man; ambos se hallaban en el mismo estado de espíritu que el sargento. El inspector fulminaba:

—¿Habrá diez tazas de té, esta noche, en el número 5 bis, Lancaster Mews? ¡Bravo! ¡Esta noche! ¿Ese loco furioso se imagina verdaderamente que va a burlarse de nosotros dos días seguidos?

Sir Henry dejó en la mesa el «menú» que estudiaba. Parecía sombrío y preocupado.

—No pierda los estribos, por favor —rezongó—. ¿Está seguro que ese último mensaje no es una broma, Masters?

—Me he preocupado de averiguarlo mientras dormía usted la siesta hace poco —respondió el inspector—. Hasta donde es posible poseer una certidumbre de este género, abrigo el convencimiento de que no se trata de una jugarreta. Además, ciertos presentimientos rara vez engañan… Trágicos acontecimientos se preparan, Sir Henry. Es la primera vez que vuelvo a sentir con tanta intensidad esta impresión desde la guerra.

—Sí, ya sé —murmuró Sir Henry—. ¿Qué ha sabido acerca de la casa?

——Lancaster Mews es una callecita situada detrás de Park Lane. Las cocheras y las caballerizas de las grandes mansiones particulares que allí se alzaban han sido transformados en casas burguesas… desde aquí ve usted la clase de calle y de inmuebles. El conjunto no es atractivo, aunque conserva una cierta nobleza. La casa que lleva el número 5 está desocupada desde hace varios meses; pertenece a Lord Heyling, actualmente en viaje. No he podido comunicarme con ninguno de sus allegados, ni con su representante. Poco importa, por lo demás; tengo en mi bolsillo una orden de allanamiento y entraremos cuando sea oportuno.

—¡Vacía! —exclamó Sir Henry—. ¿No irá usted a decirme que trajeron hoy el habitual mobiliario?

Masters hizo una señal de asentimiento.

—Sí. Y nadie ha podido darme el nombre de la empresa de mudanzas. El caso toma mal cariz, se lo concedo. Pero ¿por qué se sorprende usted?

Los tres hombres se mantuvieron silenciosos mientras el mozo servía la sopa. Sir Henry extendió y cerró su mano musculosa sobre la mesa; aguardó a que partiese el mozo para responder a la pregunta de Masters.

—¡Porque esta nueva comedia no rima con nada, eso es todo! No rima con nada… a menos que la luz que yo principiaba a distinguir se obscurezca repentinamente. En cuyo caso, habría que recomenzarlo todo desde el principio; hipótesis muy probable, dirá usted, sin duda… No, no responderé a ninguna de sus preguntas. ¿Qué medidas ha tomado usted para evitar una nueva zarabanda de tazas?

—La casa está rodeada…

—¡Hum! Las otras dos también lo estuvieron, si no tengo mala memoria.

Los ojos de Masters centellearon.

—Hemos aprendido a conocer a nuestro cliente —repuso—. Por otra parte, ¿quiere indicarme usted las precauciones a adoptar contra un asesino que parece invisible? Pero la ratonera está bien preparada esta vez, y cada media hora recibo un informe de mis hombres. Nadie se ha acercado a la casa en todo el día; la trampa caerá no bien alguien asome la nariz en el interior. Y no es todo: nuestros sospechosos se hallan sometidos a vigilancia desde esta mañana, de manera que no podrían lanzar ni un suspiro sin ser oídos.

—Eso ya está mejor, muchacho.

—En cuanto alguien haya penetrado en la casa, el sargento Pollard y yo nos pondremos en camino —concluyó el inspector.

—Me impondré la obligación de acompañarlos —dijo Sir Henry.

—Tenemos todavía un cierto tiempo por delante, probablemente. Nuestro hombre es muy puntual, a juzgar por sus dos hazañas precedentes: pero estamos prontos. Es lo que no puedo comprender. ¡Sabe que estamos alerta y parece imaginarse que se nos deslizará una vez más de entre los dedos!

Ninguno de los tres comensales hizo honores a la sopa. Preocupaciones más graves los asediaban.

—¡La situación no es, sin embargo, menos obscura! —gruñó Sir Henry, tamborileando en la mesa con su cuchara—. ¿El mensaje de esta mañana fue escrito en la misma máquina que los anteriores?

—De todos los documentos concernientes a «Las Diez Tazas de Té», sólo hay dos que hayan sido escritos en la misma máquina —respondió el inspector—. Este aspecto del caso no creo que sea de tenerse en cuenta.

—¿Estaremos en presencia de una banda organizada?

—A usted toca sacar sus conclusiones, señor. Durante su siesta, o sus profundas reflexiones, si lo prefiere, he reunido un cierto número de informes…

El inspector se volvió hacia Pollard.

—A propósito, cuéntenos su visita a la señora de Derwent. Bob. ¿Obtuvo usted más éxito con ella que un viejo policía como yo?

El sargento meneó la cabeza.

—No la he visto —suspiró——. La puerta de su pieza estaba defendida por dos médicos y una enfermera. La señora de Derwent sufría una intensa depresión nerviosa; prohibición absoluta de turbar su reposo. Los majaderos estaban en su derecho y lo sabían. A falta de otra cosa, interrogué a la criada que recibió el tapete de oro de manos del secretario del señor Soar el martes a la tarde. Jura haber entregado el paquete a la señora de Derwent, que se encontraba en su tocador, en el primer piso, con alguien.

—¿Con quién?

—La sirvienta no lo sabe. Se enteró que había alguien en casa al oír a su patrona hablar detrás de la puerta cerrada del tocador. La señora de Derwent entreabrió, tomó el paquete y volvió a cerrar. No pude saber más —suspiró Pollard—. La señora de Derwent me expresó, por intermedio de su enfermera, su pesar por no poderme recibir, a causa de su mal estado de salud. Me hizo también ofrecer una taza de té para indemnizarme de aquel largo viaje inútil.

Sir Henry soltó su cuchara, diciendo:

—¡Qué comediante!

—Era de prever —suspiró Masters—. Esa mujer se las arregla siempre para quedar con la última palabra. Ahora hablaré yo. Primero: podemos descartar definitivamente toda hipótesis fantasiosa de personas disimuladas en divanes y de revólveres ocultos en tubos de gas. El inspector Cotteril ha hecho demoler las buhardillas, por así decirlo, para asegurarse. En cuanto al famoso «escondrijo» del diván pardo, ¡es apenas lo bastante espacioso para contener un delgado paquete de cartas! Me pregunto por qué una muchacha inteligente como la señorita Gale ha podido referirnos esa historia tan tonta. El tubo de gas es un tubo de gas, y no otra cosa. Ni pasaje escondido, ni instalación oculta, ni mecanismo secreto en la pieza…

»Segundo: podemos borrar a Jeremy Derwent de la lista de sospechosos. Está provisto de una coartada irrefutable. Soar se hallaba bien informado. Derwent, sentado en la antecámara, aguardaba una audiencia del jefe de policía a la hora del crimen.

El inspector se detuvo, pues el mozo traía el segundo plato, que debía permanecer intacto.

—Lo llaman abajo, señor —dijo el mozo.

Los tres hombres comprendieron inmediatamente. Sir Henry consultó su reloj, cuyas agujas señalaban las veinte y quince. La ausencia del inspector fue muy corta.

—Prepárese, señor —dijo con la mayor calma a Sir Henry—. El coche nos espera. Un desconocido acaba de entrar en la casa de Lancaster Mews.