CAPÍTULO VI
UNA VISITA
Sir Henry invitó a sus compañeros a cenar; y, favor insigne, les propuso inclusive conducirlos en su coche al restaurant. La experiencia resultó menos desastrosa de lo que podía temerse… y con razón. A pesar de su inclinación por la velocidad, Sir Henry no sobrepasó en ningún momento un ritmo extremadamente moderado, al punto que una misteriosa fuerza parecía retener al coche, que avanzaba a saltos y sacudidas. Pero el instinto de conservación impidió a Pollard señalar al chófer que obtendría mejor rendimiento destrabando el freno de mano. Los agentes del tránsito siguieron con mirada de asombro aquel coche con andar de juguete mecánico, conducido por un anciano de triunfante expresión.
Reconfortados por una buena comida, los tres hombres emprendieron el camino de Vernon Street. Masters dejó prudentemente a Sir Henry tiempo para salir de las dificultades del tránsito; después le mostró la cigarrera, que había enviado a buscar.
—Además de las impresiones digitales de Keating, los peritos hallaron las de una mujer —principió el inspector—. ¿Quién es esa mujer? En tanto nos informamos sobre esto, encuentro muy extraña la actitud de la señorita Gale. Estaba comprometida con Keating, pero parece interesarse mucho por ese Gardner… y esto no es todo: con motivo, o sin él, Francés Gale se siente locamente celosa de la señora de Derwent. Es la única explicación posible de su salida de hace poco. ¡Qué enredo!
—Pero la chica antes preferiría que la matasen que confesar el movimiento de celos que la impulsó a espiar la casa de Berwick Terrace esta tarde.
Sir Henry se detuvo un segundo para accionar su bocina.
—… Vance Keating esperaba a una mujer, la señora de Derwent, esta tarde, eso salta a los ojos. Reunión secreta o no, atañía a diez tazas de té. Persuadida de la existencia de una intriga entre la señora de Derwent y su prometido, Francés Gale siguió a éste en su coche hasta Berwick Terrace. De ahí su crisis de nervios, al descubrir que estábamos al corriente de sus movimientos.
—Vernon Street es la primera calle a la derecha —dijo Masters—. Los Derwent habitan el número 33. Busqué su dirección en la guía telefónica, antes de la cena.
—Bien —respondió Sir Henry—. Me sorprende —prosiguió— que las complicaciones sentimentales de este caso le oculten aparentemente el punto esencial; la grandísima contradicción que hasta ahora ha pasado usted en silencio.
—¿Qué contradicción? —murmuró Masters, enarcando las cejas.
—Vamos, vamos, querido; ¿no se le ha ocurrido preguntarse por qué Keating a último momento rehusó asistir al Murder Party de anoche?
—¿Una contradicción? —repitió el inspector en jefe—. ¿Dónde ve usted su «grandísima contradicción?». Sin jactarme de poseer imaginación, podría citarle una media docena de buenas razones capaces de explicar la conducta de Keating. Son incontables las singularidades de este asunto y escoge usted, entre todas, la que me parece…
Masters no llegó a concluir su frase. Sir Henry acababa de aplicar bruscamente el freno para detener su coche delante de una limousine Daimler, vuelta en sentido contrario, y detenida bajo un farol frente a la puerta, del mismo 33. Únicamente las luces de posición de la limousine estaban encendidas; un chófer se mantenía de pie cerca de la portezuela, en la acera.
Un jardín bordeado por una elevada pared se extendía ante la casa de los Derwent. La puerta verde, practicada en el muro, se abrió para dar paso a una mujer, que la cerró tras ella. El chófer se le aproximó, quitándose la gorra.
—¿La señora de Derwent? —preguntó.
—Vaya, Masters —sopló Sir Henry.
De cara a los tres hombres, la desconocida se detuvo debajo del farol, envuelta en una capa de terciopelo negro de amplio cuello. Alta, majestuosa, de admirables cabellos de un rubio ardiente reunidos en un voluminoso rodete sobre la nuca, con los más hermosos ojos que fuera dable imaginar… Por cierto que la señora de Derwent merecía el calificativo de «hermosa mujer», aunque su belleza hubiese alcanzado (y aún sobrepasado ligeramente) la época de la plena madurez.
El inspector Humphrey Masters se descubrió para abordarla. La mirada con que lo midió ella le aseguró desde el primer instante la ventaja.
—¡Huffi! —Hizo él inspector—. Disculpe, señora. ¿Es a la esposa del señor Jeremy Derwent a quien tengo el honor de dirigirme?
—Sí —respondió la interpelada con una melodiosa voz de contralto—. ¿Quería hablarme? Si es a mi marido a quien desea ver, lo hallará en el jardín.
—Después veré al señor Derwent, señora. He de informarle de mi condición de inspector de Scotland Yard antes de rogarle que me conceda, si le es posible, una breve entrevista.
La señora de Derwent sólo dejó traslucir un ligero sobresalto; pero frunció las cejas antes de responder con suavidad:
—El momento está mal elegido, por desgracia. Ya me encuentro en retardo para asistir a una cita… ¿Se trata todavía de ese viejo asunto Dartley, presumo? Esperaba que no volvería a ocasionarnos nuevas molestias… ¡bastantes hubimos ya de soportar! ¿Es efectivamente del caso Dartley que deseaba hablarme?
—No, señora —pronunció Masters, que se Había recobrado—. Mi deber es advertirle que no me asiste ningún derecho para retenerla. Pero, en su propio interés, le aconsejo que me escuche, señora.
La señora de Derwent vaciló.
—Me pide usted un imposible, inspector. A menos que…
Lo miró, entornados los ojos por una sonrisa llena de atractivo.
—… A menos que consienta acompañarme.
Pollard, a quien volvía Masters la espalda, vio la nuca de su jefe volverse de un rojo ladrillo.
—De acuerdo, señora —respondió Masters a regañadientes.
—No dispongo desdichadamente de sitio para ofrecer a su compañero —continuó la señora de Derwent, señalando a Pollard—. Perdón, inspector.
Es probable que al inclinarse con garbo para subir la primera al coche, la señora de Derwent tropezase con el brazo de Masters. La cigarrera escápesele y cayó sobre la acera, al pie del farol. El insólito ruido arrancó un gritito a la señora de Derwent, que se volvió para ver lo que acababa de caerse. Masters no tuvo tiempo de substraer la cigarrera a su vista, y la expresión de su fisonomía, durante una fracción de segundo, hizo estremecer a Pollard. Sonrió, no obstante, para preguntar:
—¿Cómo se encuentra mi cigarrera en sus manos, inspector?
—¿Reconoce usted que este objeto le pertenece, señora?
—Démelo, haga el favor. ¡Oh! ¿Puedo verla? Por otra parte mis iniciales están grabadas en una esquina. J. D. Mi nombre es Janet. Si quiere usted subir, inspector…
El chófer cerró la portezuela. Cuando el coche pasó por delante de ellos, los espectadores percibieron en el interior lujosamente tapizado de la limousine a la señora de Derwent inclinada con una gracia plena de reserva hacia Masters, cuyo sombrero descendía hasta las cejas.
Un ruido malsonante y extraño atrajo a Pollard al coche de Sir Henry, a quien halló sacudido por una hilaridad que sólo se detenía para recomenzar con mayor fuerza; Sir Henry ofrecía esto de particular: reía conservando una máscara impasible. Si las palabras de Weller: «¿De qué te ríes, cuerpo sin alma?», no se presentaron al espíritu de Pollard, no por ello expresaban menos exactamente su pensamiento.
—¡Cáscaras! —dijo—. ¿Cree usted que tendrá fuerzas para defenderse, señor?
—¡Oh! No se preocupe por él, joven —respondió Sir Henry—. Masters cumplirá con su deber, y la bella pasará un mal cuarto de hora. ¡Pero a la verdad que no lamento haber llegado a mis años, puesto que me ha permitido asistir a ese rapto!
—Es preciso ser escribano para disponer de una Daimler semejante —observó Pollard.
Sin Henry, que había descendido, se encogió de hombros.
—¿La limousine? —dijo—. Es un coche de alquiler. Conozco la compañía que alquila estas suntuosas Daimler por velada a las personas deseosas de arrojar tierra a los ojos de sus relaciones. Sígame, joven. Vamos a mantener una pequeña conversación con Derwent, usted y yo. No tema, asumo toda la responsabilidad. Me encanta que Jem Derwent esté en su casa; me es más bien simpático.
—¿Lo conocía, entonces?
—Conozco a todo el mundo. Jem Derwent tiene una notable inteligencia, y me es simpático, le repito. Por esta razón me cuidé de decir palabra a Masters de nuestras buenas relaciones. Vamos.
Después de atravesar un jardín plantado con grandes árboles y bastante mal cuidado, los dos hombres llegaron a una morada sumida en completa obscuridad. En vez de llamar a la puerta de entrada, Sir Henry contorneó la casa por un sendero que conducía a un segundo jardín. Hubiérase creído uno en el campo, antes que en Londres, en aquel tranquilo oasis de verdura. Una luz brillaba en el fondo del jardín, en la ventana de un pabellón veraniego. Sir Henry y Pollard acercáronse.
Un hombre alto y flaco, de smoking, estaba sentado, las piernas cruzadas, en un sillón de mimbre, junto a una mesa en la que había una lámpara encendida. Parecía contemplar un punto distante, mientras se llevaba a intervalos regulares su cigarro a la boca, con un gesto tan lento, que ni la menor partícula se desprendía del largo extremo de ceniza. La absoluta inmovilidad de aquel hombre rodeado de mariposas que revoloteaban en el círculo luminoso de la lámpara, producía sobre el espectador, una impresión turbadora, que llegaba a ser siniestra.
Mas, disipóse ésta no bien el escribano se puso de pie al percibir a sus visitantes. Ya más que sesentón, Jeremy Derwent tenía modales cuya reserva lindaba con la sequedad, cabellos blancos escasos, sienes hundidas y una mirada que no traicionaba ningún secreto.
—¿Soy juguete de un sueño o se trata efectivamente de Merrivale? —exclamó—. ¡Pues sí, no hay duda que es él! ¡Qué imprevisto placer, querido amigo! Entre, le ruego.
Sir Henry avanzó en el pabellón, la mano tendida.
—¡Hola, Jem! ¿Puede concederme un instante? Le presento al sargento Pollard, de Scotland Yard. A fin de evitar todo malentendido entre nosotros, Jem, le advierto que mi visita reviste un carácter oficial…
Derwent permaneció impasible; acercó dos sillas a la mesa y se sentó el último.
—Voy a jugar con usted a cartas vistas —continuó Sir Henry—. Conoce usted la ley y sus derechos. Pero sé que no los usará en las actuales circunstancias. Voy a exponerle los hechos y a formularle preguntas. Bob, aquí presente, estenografiará sus respuestas. ¿Conoce usted a un tal Vance Keating, no?
Derwent manifestó una ligera sorpresa.
—Sí.
—Vance Keating fue asesinado esta tarde en una pieza cuya puerta y ventana estaban guardadas por la policía, Jem. Un desconocido le alojó dos balas en la espalda, a quemarropa, y después huyó sin que nadie lo viera. He aquí lo que le concierne a usted muy particularmente: la casa del crimen es el número 4, Berwick Terrace… su antiguo domicilio. Y mataron a Keating cerca de una mesa cargada con diez tazas de té.
Derwent posó su cigarro en un cenicero; luego cruzó las manos.
—Espantosas noticias, Merrivale —dijo al fin—. Espantosas noticias, cierto… pero ¿qué espera usted saber de mí?
—Sí, es terrible. ¿Está usted sorprendido?
—No puedo creerlo, ésa es la verdad. ¡Keating asesinado! Debía pasar la velada de ayer en casa el pobre muchacho. Berwick Terrace, después de Pendragon… ¡esto se hace intolerable!
—No lo interrogaré acerca de la naturaleza de la suerte que parece encarnizarse contra usted abriendo a la muerte la puerta de las casas que acaba usted de abandonar, Jem. Más prosaicamente, le preguntaré la razón de esas mudanzas sucesivas. ¡Tres domicilios en un poco más de dos años: 18, Pendragon Gardens; 4, Berwick Terrace y 33, Vernon Street! He sabido que se muda usted de nuevo la semana que viene… ¿Por qué?
La sombra de una sonrisa rozó los labios del escribano.
—Mi mujer es muy sensible a la atmósfera de una vivienda —respondió.
—¿Debo comprender que la señora de Derwent se cansa muy pronto de sus moradas y que cede usted a sus caprichos sucesivos?
—Sí. Mi mujer dispone de poderosas armas de persuasión… Temo no haber sabido explicarme —se apresuró a añadir—. Hice alusión a la volubilidad de que es capaz mi esposa, en ciertos casos. Más de un hombre amante de la paz hogareña me entendería, estoy seguro.
—¿El variable humor de su mujer es la única razón?
—La sola y única razón, sí.
Sir Henry siguió con los ojos entrecerrados el vuelo de las mariposas en derredor de la lámpara. Luego, tomando una decisión súbita, expuso la situación en detalle a Derwent. Cuando estaba el relato por finalizar, el escribano se levantó y púsose a recorrer de un extremo a otro la pieza.
—Ya ve usted cuán restringido es nuestro campo de investigaciones —concluyó Sir Henry—. Me parece que podemos excluir sin vacilación la posibilidad de que un extraño se haya introducido entre nosotros para apoderarse del revólver; dicho de otro modo, poseemos la casi certidumbre de que el arma fue substraída y de que Keating fue muerto por una de las seis personas aquí reunidas anoche para jugar al crimen. Agregue a estoque la policía halló la cigarrera de su mujer debajo de los restos…
—Eso no prueba nada —interrumpió Derwent—. No prueba nada, aun en el caso de que encontraran en ella las impresiones digitales de mi esposa. Vance Keating tenía la deplorable costumbre de apropiarse, por distracción, de las cosas ajenas. ¿No acaba usted de decirme que llevaba el sombrero de su primo? He aquí un primer ejemplo de lo que afirmo. No me extrañaría en absoluto descubrir sus bolsillos atiborrados con mis cigarros y una media docena de botellas de mi oporto en su bodega. ¡Pero lo que no puedo comprender (lo que me parece ser el elemento diabólico de este caso) son esas malditas tazas, al lado de los dos cadáveres! Se creería realmente que una potencia obscura me persigue, como lo sugirió usted hace unos instantes.
—¿No es cierto? ¡Hum! Hábleme un poco de Keating, ahora. Debió usted conocerlo bien, siendo su escribano.
—Estaba muy al corriente de sus intereses financieros, sí.
—¿Tenía una gran fortuna?
—Nadie lo ignora.
—¿Keating no había redactado testamento, presumo?
El escribano tornó a extenderse en su sillón.
—Sí. Como probablemente sabrá usted, el pobre muchacho no salía de una aventura azarosa sino para arrojarse en otra, impulsado por el único deseo, parecía, de acrecer su notoriedad en detrimento de su bienestar. El señor Philip Keating había unido sus instancias a las mías para inducirlo a redactar un testamento. Va usted a pedirme que le cite las cláusulas principales…
Sólo el aleteo de una voluminosa mariposa negra, tropezando en las paredes, rompió el silencio que sobrevino. Después siguió Derwent:
—… El deceso de mi cliente me desliga del secreto profesional. Sacando algunos pequeños legados, la fortuna de Keating debía dividirse en partes iguales entre su primo Philip Keating y su prometida, la señorita Francés Gale.
—No es usted hombre de dar gratuitamente informaciones de esta clase, Jem —murmuró Sir Henry, reabriendo un ojo—. ¿Qué razones lo asisten para referirme eso?
Derwent meditó un momento antes de responder:
—El objeto de sus preguntas salta a la vista, mi querido Merrivale: busca usted un móvil para el asesinato. Verdad es que los padres de la señorita Gale no son ricos; también es cierto que el señor Philip Keating ha sufrido reveses de fortuna, como muchos de nosotros… pero, sinceramente, no me los represento al uno ni al otro en el papel de asesino. Además…
—¿Además? Tengo la impresión de que tocamos un punto esencial.
—El testamento es caduco —pronunció Derwent—. Mi situación se hace aquí muy delicada. Me hallo en la imposibilidad de revelarle la fuente de este informe. Por otra parte, creo inútil especificar que no he redactado el testamento que anula al que acabo de citarle. Pero una persona digna de fe me ha informado que el pobre Keating tomó nuevas disposiciones póstumas la semana pasada. La única cláusula de ese testamento instituye a mi mujer legatario universal.